Mientras Paula pronunciaba las palabras «mi padre», sintió unos sentimientos contradictorios. Había sufrido mucho dolor, mucha confusión, mucha vergüenza a lo largo de los años nacida del rechazo que la familia de su padre siempre había sentido hacia su madre y hacia ella. Para Paula, Pedro personificaba ese rechazo. Pedro la había herido de muchas más maneras de lo que había hecho su padre.
Pedro. Trató de controlar los sentimientos que amenazaban con embargarla, temerosa de lo que podría ocurrir cuando lo hicieran. La verdad era que no estaba allí por ningún beneficio material que pudiera conseguir del testamento de su padre, sino porque se encontraba a la deriva emocionalmente y tal vez así pudiera encontrar la sanación espiritual que tanto ansiaba. Sin embargo, no había poder en la Tierra que la pudiera obligar a revelar esa verdad a Pedro.
–No había necesidad alguna de que vinieras por el testamento de Felipe, Paula. La carta que su abogado te envió dejaba los términos perfectamente claros. Tu presencia aquí no es necesaria.
–Igual que, a tus ojos, ni mi madre ni yo éramos necesarias en la vida de mi padre. ¡Qué arrogante eres, Pedro, al pensar que tienes el derecho de emitir tales juicios! Se te da muy bien juzgar actos y hechos que pueden afectar la vida de los otros, ¿verdad? Crees que eres mucho mejor que el resto de la gente, pero no es así. A pesar de quién eres, a pesar de la arrogancia y el orgullo que reclamas por tu sangre castellana, eres en realidad menos merecedor de ellos que el mendigo más pobre de las calles de Granada. Desprecias a otros porque crees que eres superior a ellos, pero la realidad es que eres tú el que debería ser tratado con desprecio. Eres incapaz de tener compasión o comprensión. Eres incapaz de tener verdaderos sentimientos, Pedro. Incapaz de saber lo que de verdad significa ser humano –le espetó Pau, lanzándole las palabras para así poder aliviar los sentimientos que había reprimido después de tanto tiempo.
–Tú no sabes nada de lo que soy yo –repuso él. No se podía creer que fuera precisamente ella quien se atreviera a hacerle tales acusaciones.
–Al contrario. Lo sé muy bien. Eres el duque de Fuentualba, una título que te corresponde desde tu nacimiento, incluso antes, dado que tus padres se casaron por imposición de sus familiares para salvaguardar la pureza de su línea de sangre. Eres dueño de grandes extensiones de tierra, tanto aquí como en América del Sur. Necesitas que otros se sometan a tu poder y crees que eso te da derecho a tratarlos con desprecio y desdén. Por ti y por lo que eres, yo jamás tuve la oportunidad de conocer a mi padre con vida.
–¿Y ahora has venido para buscar venganza? ¿Es eso lo que estás intentando decirme?
–No necesito buscar venganza –le dijo Pau refutando así su acusación–. Tú te ocasionarás por tu propia naturaleza esa venganza, aunque estoy seguro de que ni siquiera lo reconoces por lo que es. Tu forma de ser, tu forma de ver la vida, te negarán exactamente lo que tú les negaste a mis padres: una relación feliz, amante y duradera que se mantiene exclusivamente por el hecho de que dos personas se aman la una a la otra. Mi venganza será saber que tú nunca sabrás lo que es la verdadera felicidad porque no estás genéticamente preparado para conocerla. Jamás tendrás el amor de una mujer y peor de todo es que ni siquiera te darás cuenta de lo que te estás perdiendo.
El silencio de Pedro resultaba enervante por sí solo, sin tener en cuenta la mirada que él le estaba dedicando. Sin embargo, Paula no era su madre que, amable y vulnerable, se sentía temerosa e insignificante ante un hombre tan arrogante como él.
–¿No te ha dicho nunca nadie que puede ser peligroso expresar tales opiniones?
–Tal vez no me importa enfrentarme al peligro cuando digo la verdad. Después de todo, ¿qué más daño podrías hacerme que el que ya me has hecho?
–Déjame que te diga una cosa –replicó él midiendo cuidadosamente cada una de sus palabras–. En lo que se refiere a mi matrimonio, la mujer que se convierta en mi esposa no será alguien...
–¿Como yo?
–Ningún hombre, si es honrado, querría como esposa suya a alguien cuya moralidad sexual es cero. La naturaleza del hombre es ser protector de las virtudes de la compañera que ha elegido, querer que la intimidad que comparte con esa mujer sea exclusiva. Un hombre jamás puede saber con certeza si el hijo que su compañera lleva en su vientre es suyo, por lo tanto busca una mujer que vaya a ser sexualmente leal hacia él. Cuando yo me case, mi esposa sabrá que tiene mi compromiso para toda una vida y esperaré la misma clase de compromiso a cambio.
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