—¿Despedirme? —preguntó Paula con incredulidad.
Era lo último que había esperado oír. De hecho, había imaginado que Pedro estaría tan ansioso como ella de olvidarse de lo ocurrido entre ambos.
No era justo. Tenía planes. Dos agendas que mantenían su vida y su futuro en el buen camino. Y en ninguna de las dos había espacio para una relación personal.
Sabía que esas cosas pasaban cuando tenían que pasar, por supuesto, pero su atracción hacia Pedro no llegaba en el momento adecuado. Aunque hubiese tenido tiempo para una relación, jamás habría escogido a un hombre como Pedro. Jamás. Tenía todo lo que ella no quería en un hombre. Era inquieto.
Un nómada. Y ya había tenido demasiada inestabilidad en su vida.
Su hombre ideal era un hombre tranquilo, al que le gustase la jardinería y el bricolaje, pasar los sábados por la tarde en una tienda de material de construcción.
A Pedro le gustaba pasar los sábados por la tarde haciendo fotografías a rebeldes en países que la mayoría de la gente no era capaz ni de localizar en el mapa.
Así que a pesar del desorden que un apasionado beso había causado en sus planes y en sus sueños, tenía que ser clara con él.
—No me puedes despedir.
—Claro que sí.
—Pero…
Paula sabía que estaba jugando con ella y eso hizo que le ardiese la sangre en las venas. ¿Por qué se lo estaba poniendo tan difícil?
—Pero… —repitió—. No vas a despedirme.
Él se quedó pensativo.
—No, pero es probable que vuelva a besarte. Si tú también quieres volver a besarme, no deberíamos permitir que algo tan tonto como los negocios se interponga entre ambos.
—No quiero volver a besarte —espetó ella.
—En ese caso, no hay ningún problema.
—Bien. De acuerdo.
Pedro no se lo discutió y ella se alegró.
—Sigo pensando que deberías cenar conmigo.
—¿Qué?
Él sonrió y Paula pensó que estaba muy sexy, allí apoyado en la pared.
—Cena conmigo.
—¿Cuándo?
—Esta noche.
—¿Me estás pidiendo salir? ¿Es que no has oído lo que te he dicho?
—No te estoy pidiendo salir. He pasado por el mercado y he comprado salmón fresco, espárragos y patatas. Es demasiado bueno para comerlo solo.
Ella frunció el ceño.
—No sabes cocinar, ¿verdad? Quieres que te haga la cena.
—Da la casualidad de que soy un excelente cocinero.
—No…
—Y así podrás contarme cómo han ido las visitas de hoy.
Paula no sabía por qué, pero parecía mucho más contento que cuando se había marchado de allí unas horas antes, y el buen humor era contagioso.
—¿Cómo es que de repente estás tan animado? Parecías enfadado cuando te has marchado.
—Cuando me has echado de mi casa, quieres decir —respondió él, tomando las bolsas y dirigiéndose hacia la cocina—. He tenido una revelación.
—¿Una revelación? No me lo digas. Te has dado cuenta de la suerte que tienes, disponiendo de la mejor agente inmobiliaria de todo Seattle.
Él se giró a mirarla por encima del hombro.
—Pensé que disponer de ti no era profesional.
Ella contuvo una sonrisa. Era demasiado fácil estar con él, coquetear con él.
—Veo que me has escuchado.
—Por supuesto que te he escuchado, aunque no estoy de acuerdo contigo. Pienso que se pueden mezclar los negocios con el placer y hacer que ambos sean interesantes.
—¿Alguna vez has…? —empezó Paula, pero se mordió la lengua.
—¿Si he tenido una relación con una compañera? Por supuesto. ¿Tú, no?
A Paula le sorprendió sentir una punzada de algo, ¿serían celos? Pedro podía salir con quien quisiese, no era asunto suyo.
—No, nunca.
Él cerró el grifo y se secó las manos. Paula se fijó en que tenía unas manos bonitas. De dedos largos, fuertes.
—¿Y con un cliente?
—No, ya te lo he dicho. Tengo una serie de normas.
—¿Y no has oído eso de que las normas están para romperlas?
—Apuesto a qué tú has roto unas cuantas.
Pedro rio.
—Una o dos.
Sacó del último cajón un delantal como si lo hubiese hecho muchas veces antes. Era verde con flores amarillas, sin duda, de su abuela. Se lo puso sin preocuparse de si estaba ridículo con él y a Paula se le derritió un poco el corazón.
No estaba en absoluto ridículo. Parecía cómodo con el delantal de su abuela, lo que significaba que también lo estaba con los recuerdos que tenía de ella. Bien.
Paula se quitó la chaqueta del traje y la dejó en el respaldo de una silla, luego se remangó la blusa de seda.
—¿Qué puedo hacer?
Pedro estaba sacando cosas de la bolsa. Dejó una botella de vino en la encimera.
—¿Puedes abrir el vino?
—Por supuesto.
Había comprado vino. Paula se preguntó si aquella cena improvisada no estaría en realidad planeada. Y si eso le importaba.
Abrió la botella y sirvió dos copas que encontró en el armario que él le indicó.
—¿Qué más?
—¿Quieres ser mi pinche?
—¿Por qué no?
Pedro abrió de nuevo el cajón y sacó otro delantal, en ese caso de color crema y con rosas rosas. Sujetó la cinta superior y esperó a que se acercase para meterle la cabeza. Luego la hizo girar y apoyó las manos en sus caderas, con un gesto que tal vez fuese propio de un chef, pero que a ella le pareció demasiado íntimo.
—Mi abuela era algo más corpulenta que tú —comentó Pedro, ajustándole el delantal.
Paula notó su aliento en la nuca mientras se lo ataba y deseó apoyarse en él y dejarse llevar por aquella atracción.
—Ya está —añadió Pedro, apartándose.
—Gracias.
Le pasó los espárragos y las patatas y mientras ella cortaba el tallo a los primeros y pelaba las segundas, él preparó la salsa para el salmón.
Trabajaron amigablemente, codo con codo.