sábado, 27 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 30

 


Las luces estaban encendidas, tal y como Pedro había esperado. Paula siempre lo esperaba para contarle cómo había ido la visita. Y le gustaba pensar que disfrutaba de aquellos breves encuentros tanto como él.


Recordó que lo había despedido con un portazo y al entrar dijo:

—Hola, cariño, ya estoy en casa.


Ella apareció desde la cocina. Pedro pensó que estaba muy guapa, y deseó que dejase de hacerle esperar algo que era inevitable.


Había algo distinto en ella. Estaba radiante, nerviosa. Y Pedro tuvo el presentimiento de que el motivo no tenía nada que ver con la venta de la casa.


—¿Qué tal la visita?


—Era una pareja con un bebé en camino. Necesitan algo más pequeño.


—¡Qué pena! —comentó él con cierto alivio.


Si Paula no había vendido la casa, ¿por qué estaba tan emocionada?


—¿Qué tal tu pierna?


—Mejor. ¿Por qué? —le preguntó él con cautela—. Aunque no lo suficiente si lo que quieres es que mueva una pesada caja o que cambie de sitio algún mueble.


—¿Y si lo que quiero es sexo?


Pedro se quedó tan perplejo al oír aquello que puso todo el peso de su cuerpo en la pierna mala y estuvo a punto de caerse.


—¿Qué has dicho?


—Era solo una pregunta. Me estaba preguntando si tu pierna estaría lo suficientemente bien para tener sexo.


—Sí —respondió él sin dudarlo.


—¿En teoría, sí?


—Vamos arriba y te lo demostraré.



viernes, 26 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 29

 


Paula no se había molestado en contarle a Pedro que la familia que iba a visitar la casa ese día eran primos de Julia. No era asunto suyo. Paola y Julián estaban esperando su primer hijo. Era probable que no pudiesen comprarse una casa tan cara, pero sí podrían hablar de ella a sus amigos. Horacio Wilson iba a sacar a la venta una bonita casa adosada que podría adaptarse a su presupuesto.


Como era de esperar, cuando sonó el timbre había en la puerta más de dos personas: Paula y Julian, Julia, la hermana de Paola, Nora, y la madre de Julia, Gloria, que estaban hablando apresuradamente cuando ella abrió la puerta.


—Enhorabuena por haber conseguido esta casa, cariño —le dijo Gloria, dándole un enorme abrazo.


Gloria era como Julia, pero con más años y más peso, franca y profundamente maternal.


—Gracias. La decoración de Julia hace que la casa brille.


—No podría estar más orgullosa de las dos.


Paula sabía que era sincera y, una vez más, se sintió muy afortunada de que la considerasen parte de la familia.


—Entrad a ver la casa —dijo.


Las exclamaciones de sorpresa eran de predecir. Lo mismo que el comentario de Paola:

—Me siento abrumada. Este sitio es demasiado grande.


Paula asintió.


—Creo que tengo la casa ideal para vosotros. Todavía no ha salido a la venta, pero podremos verla mañana.


Describió la casa adosada y vio que la pareja se miraba y asentía.


—Pero ya que estáis aquí, vamos a ver el piso de arriba. El dormitorio principal es la habitación de mis sueños.


Mientras Julia enseñaba a los demás el resto de la primera planta, Gloria se quedó con Paula en el dormitorio principal, admirando las vistas del jardín, la chimenea y el banco que había bajo la ventana.


—Qué habitación tan bonita —comentó, luego se acercó a la cama—. ¡Y qué cama!


—Sí.


Siempre que estaba en aquella habitación, Paula sentía algo que no era capaz de explicar. Se sentía como si fuese suya, y las fantasías que tenía con Pedro en aquella cama eran tan vívidas que más bien parecían recuerdos del pasado.


—Aurora Neeson fue mi profesora de Lengua en el instituto —le contó Gloria.


—¿De verdad? ¿Y era buena profesora?


—La mejor —respondió, sacudiendo la cabeza—. La que era un desastre era su hija. Dejó los estudios en el instituto. Siempre estaba metida en líos. Sexo, droga y rock and roll. Pobre señora Neeson. Fue muy triste.


—Supongo que era la madre de Pedro.


—¿El actual dueño?


Paula asintió.


—¿Y cómo ha salido él?


—Él es… es…


¿Cómo podía describir a Pedro?


—Es un reportero gráfico de éxito. Trabaja para World Week.


Sin pensarlo, se sentó en la cama. Gloria la imitó.


—Es decidido, ambicioso, pero se preocupa por las personas.


—Y guapo.


—Sí.


—¿Te has acostado ya con él?


—¡Gloria!


—¿Qué? Te conozco casi tan bien como a mis propios hijos. Estás loca por él. Lo noto en tu voz.


—Lo he pensado —admitió ella suspirando—. De hecho, casi no puedo pensar en otra cosa, pero no tendríamos futuro.


—Nunca he conocido a ninguna mujer que se preocupe tanto por el futuro como tú. Tal vez deberías intentar vivir un poco más el presente —le aconsejó—. ¿Te has acostado con alguien desde que rompiste tu compromiso?


Paula negó con la cabeza.


—Pues ya va siendo hora.


Un escalofrío le recorrió la espalda. Tal vez Gloria tuviese razón.


—¿Y si me enamoro de él y me rompe el corazón?


—Ya lo estás haciendo otra vez. Olvídate del futuro y empieza a vivir el día a día —insistió la madre de Julia, dándole un codazo—. O la noche.


Paula se conocía demasiado bien y sabía que, si tenía una aventura con Pedro acabaría sufriendo, pero tal vez Gloria tuviese razón. ¿Y si disfrutaba un poco? Solo un poco, demasiado sería peligroso.


Sería solo ceder a la atracción que había entre ambos.


¿Podría jugar con fuego sin quemarse?


Sería solo una noche.




UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 28

 


Mientras bajaba al sótano con la cámara colgada del hombro, Pedro pensó que aquella temporada sabática estaba siendo mucho más interesante de lo que había imaginado. El olor de aquella parte de la casa le era tan familiar como el perfume de marca de una mujer. Olía a polvo, a cemento viejo y a años de recuerdos. Allí abajo había construido su primer avión a escala, encima del suelo cubierto de papeles de periódico para no mancharlo con gotas de pegamento con las que al final se había manchado él. Todavía estaba el viejo sofá en un rincón, en él se había acurrucado los sábados por la tarde a leer tebeos y, más tarde, había llevado a una chica o dos para besarlas. Y, entremedias, su abuela le había dado permiso para convertir un viejo baño en un cuarto oscuro.


Desde que su casa se había convertido en la exposición de una decoradora, había empezado a bajar allí y a utilizar el viejo escritorio que había en otro rincón. Encendió el ordenador y descargó las fotografías que había hecho ese día.


Empezó a comparar las instantáneas tomadas en su ciudad con las que había hecho en lugares mucho más lejanos.


Había leído en alguna parte que las distintas características raciales se habían desarrollado hacía unos diez mil años. Y él había empezado a darse cuenta de lo que demostraba el ADN, que entre unas razas y otras había más similitudes que diferencias.


Estuvo trabajando en aquello durante un par de semanas. Eso daba sentido a sus días. Nunca había tenido tiempo para dedicarse a un proyecto así en toda su carrera. Tenía la oportunidad de contar una historia que no se hiciese vieja en un par de semanas, una historia intemporal.


Llamó a un par de amigos de siempre y le resultó extraño verlos tan asentados, algunos con familia.


—Tú sigues libre y sin ataduras, ¿eh? —le preguntó Miguel Lazenby un sábado que fue a su casa.


Su mujer se había ido a hacer la compra y él iba y venía por el salón con un niño que parecía inquieto apoyado en el hombro. Llevaba el jersey manchado, pero no parecía importarle. Había sido mujeriego y alborotador en su juventud, pero en esos momentos parecía muy contento con su situación.


—Sí.


Él no quería esa vida, pero le alegraba ver feliz a Miguel.


También vio a Paula un par de veces, cuando pasaba por la casa para asegurarse de que todo estaba perfecto antes de llevar a algún cliente. Pedro se aseguraba de estar siempre allí para que ella lo echase. Cada vez que se veían sentía ese chispazo entre ambos.


Su pierna estaba mejor. Estaba descansado, bien alimentado y había conocido a la agente inmobiliaria más sexy del mundo. Y se preguntaba cuándo ocurriría por fin algo entre ambos.


A Paula le había molestado mucho que él le contase a los Ferguson, con toda sinceridad, que había mapaches en el jardín. Había habido uno que incluso trepaba hasta su ventana cuando le dejaba comida allí. Tenía que admitir que había oído decir a la niña que le daban miedo los mapaches, pero estaba seguro de que, si habían elegido otra casa, había sido también por otros motivos. No le había decepcionado no cerrar la venta, en caso contrario se habría quedado sin casa y sin trabajo.


Paula había encontrado otra casa para los Ferguson, así que había superado aquello, pero Pedro sabía que debía tener cuidado si no quería que su agente inmobiliaria se despidiera.


Era jueves y estaba lloviendo y, una vez más, lo echaron de su casa.


—¿Adónde vas con la cámara, con lo que está lloviendo?


—Tengo una cita con un trol —respondió él.


Paula arqueó las cejas, pero tenía que saber que se refería al trol de Fremont, la escultura que había bajo el puente Aurora, que iba a fotografiar.


Pedro no estaba seguro de lo que iba a hacer, pero tenía confianza en su creatividad y en su suerte.


Si no, iría a tomarse un café a Beananza y leería el periódico.


—Diviértete con tu trol.


—Preferiría divertirme contigo. ¿Has pensado en el tema del beso?


La puerta se cerró de un golpe a sus espaldas y Pedro se echó a reír.


Tuvo suerte. Había varios turistas que habían ido a ver al trol y les hizo unas fotos con sus cámaras y después pidió permiso para hacerlas con la de él.


Les dijo que tal vez las publicase algún día, probablemente en su página web. Si es que en algún momento creaba una.


Después, llegó un grupo de la organización Adopta a un Trol a limpiar la zona. Hizo más fotos. Y después por fin pudo inmortalizar al bicho solo, debajo del cavernoso puente.


Todavía le daba tiempo a tomarse un café antes de volver a casa.




UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 27

 


Tal y como Paula había sospechado, la cena estaba perfecta. Era sencilla y deliciosa.


Los manteles individuales eran viejos y los platos estaban muy usados, todo lo contrario a la vajilla y los manteles de Julia.


Pedro encendió un par de velas y creó un ambiente acogedor, incluso romántico, aunque Paula prefirió no pensar en eso.


Estuvo a punto de gemir de placer al probar el salmón


—Exquisito.


—Entonces, ¿tenía razón mi abuela? ¿Habría podido llegar a ser cocinero en la televisión?


—Los cocineros de la televisión no llevan delantales de flores.


Él se encogió de hombros.


—Yo tengo mi propio estilo.


Y a ella le gustaba su estilo, lo que era un problema.


No quería que Pedro le gustase.


Y eso le recordó que no estaba allí por placer, sino por trabajo.


—Creo que a los clientes de hoy les ha gustado mucho la casa.


—¿Sí?


—Sí. Eran una familia agradable, antes vivían en Connecticut.


—Umm


—¿Algún problema con Connecticut?


Él masticó un trozo de patata. La tragó.


—No. En absoluto.


—Bien. La empresa que les ha trasladado aquí les paga tres días en un hotel, así que tienen que tomar una decisión pronto.


—¿Cómo de pronto?


—Es negociable, por supuesto, pero creo que podría convencerlos para que comprasen si les digo que la casa está a su disposición para cuando quieran.


—Umm. ¿Y la otra pareja? ¿La que me despertó de la siesta?


—¿Los MacDonald?


—Sí.


—No les gustó eso de que hubiese una presencia negativa en la casa.


Él dejó el cuchillo y el tenedor y la miró fijamente.


—Mi abuela jamás asustaría a nadie. Nunca fue una mujer negativa.


Paula esbozó una sonrisa.


—Se referían a ti.


—La casa no era para ellos.


Paula no estaba de acuerdo, pero no iba a servir de nada discutir.


Esperaba que los Ferguson, Teo y Sue, con sus tres hijos con edades comprendidas de los ocho a los trece años pronto estuviesen instalados en Bellamy. No solo estaba deseando cerrar la venta, sino que también estaba empezando a pensar que, cuanto menos tiempo pasase con Pedro, mejor.


—Espero tener noticias suyas mañana. A lo mejor quieren volver a ver la casa. Espero que no te importe.


—¿Vas a echarme otra vez?


—Créeme, en cuanto se cierre la venta, te dejaré en paz.


—¿Bromeas? Antes tendré que decidir qué hago con todo esto —dijo, mirando a su alrededor.


—Podrías dárselo a alguna organización benéfica. Y guardar las cosas que tengan más valor, ya sea material o sentimental, hasta que decidas con qué quieres quedarte. Yo podría ponerte en contacto con las personas adecuadas.


Él asintió.


—Siento tener que marcharme tan pronto —añadió ella—, pero todavía tengo que trabajar esta noche. Te llamaré si tengo noticias de la agente de los Ferguson.


—Por supuesto.


Pedro se levantó y, utilizando el bastón, la acompañó hasta la puerta.


Ella se giró para despedirse y se lo encontró más cerca de lo que había imaginado.


—Gracias otra vez…


—Con respecto a lo del beso —la interrumpió él.


—¿Qué pasa con el beso? —preguntó ella, entre molesta e intrigada.


—Quería darte algo más de información.


—¿Más información? ¿Sobre el beso?


—No exactamente. Sobre otras cosas —dijo, bajando la mirada al bastón—. Quiero que sepas que la bala dañó el músculo de mi pierna y rozó el hueso. Nada que no pueda curarse. Todo lo demás me funciona a la perfección. Por si tenías alguna duda.


—No la tenía.


—Y con respecto al beso…


—Por favor, ¿quieres olvidarte del beso?


—Algunas cosas son inolvidables.


Ella gimió al oír aquello. Sus miradas se cruzaron. Se le aceleró el corazón, sintió un cosquilleo por toda la piel.


Pedro se acercó, sus bocas estaban muy cerca. Paula separó los labios sin querer.


Él se acercó más.


—Quiero decirte que, como eres tú la que tiene las normas, voy a dejar que seas la que dé el siguiente paso.


Paula se quedó de piedra y él avanzó para abrirle la puerta.


—Buenas noches.



jueves, 25 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 26

 


—La última vez que estuve aquí compré una barbacoa. Es casi lo único moderno que hay en la casa. Haré el salmón en ella.


—¿Dónde aprendiste a cocinar? —le preguntó Paula.


—Me enseñó mi abuela, que siempre pensó que los hombres tenían que saber cocinar. Decía que las mujeres alucinaban con los hombres que sabían cocinar.


—¿De verdad decía eso?


—Sí. Fue ella la que alucinó cuando se empezó a promover la comida sana en los colegios. No sé si sabes que fue profesora de Lengua y Literatura.


—No, no lo sabía.


—Te habría caído bien. Y tú a ella.


—Me alegro.


Paula pensó que Pedro le recordaba a uno de esos chefs famosos y sexis, que cocinaban sin molestarse en medir nada, pero con plena confianza en sí mismos. Nunca había visto a un hombre tan guapo con un delantal.


—¿Cocinas mucho? —le preguntó.


—No cuando estoy fuera y, cuando estoy en Nueva York, suelo comer de restaurante. Hay tantos restaurantes buenos que podría cenar fuera todas las noches y no aburrirme nunca. Casi siempre cocino aquí. En esta cocina.


Miró a su alrededor.


—Me alegro de que te hayas quedado —añadió—. Me siento extraño, estando aquí sin ella.


—Ya imagino.


Para cambiar de tema, Paula comentó:

—Voy a poner la mesa.


Pedro la miró como si estuviese loca.

—Ya está puesta.


—Es solo decoración. No podemos utilizar esa vajilla ni manchar las servilletas ni el mantel. Julia nos mataría.


—A mi abuela no le gustaría eso de la decoración.


—Si tu abuela era tan inteligente como dices que era, le habría encantado cualquier cosa que le hiciera ganar más dinero con su casa.


Él sacudió la cabeza.


—Le habrías caído genial —comentó.


—La echas de menos, ¿verdad?


Era una pregunta tonta, pero Paula tenía la sensación de que, en ocasiones, la pregunta más tonta era la más adecuada.


Pedro hizo una mueca.


—Tengo la sensación de que todavía puedo oír su voz. Solía llamarme de vez en cuando, pero lo que más ilusión me hizo fue el primer correo electrónico que me mandó —dijo riendo—. Debía de tener unos ochenta y dos años. Se compró un ordenador y contrató a un chico para que la enseñase a utilizarlo. Quería sorprenderme y lo consiguió. Estaba en Estambul cuando me llegó su mensaje.


—Increíble.


—Sí. Lo gracioso es que siempre escribía los correos electrónicos como si fuesen cartas formales. Ya sabes, «querido Pedro, espero que te encuentres bien». Y esas cosas.


Tardaría mucho tiempo en dejar de esperar sus llamadas y correos. Se contuvo antes de continuar.


—En fin, que era una mujer estupenda. Y no le gustaban los hombres que no sabían hacer nada en una casa. Por eso sé cocinar.





UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 25

 


—¿Despedirme? —preguntó Paula con incredulidad.


Era lo último que había esperado oír. De hecho, había imaginado que Pedro estaría tan ansioso como ella de olvidarse de lo ocurrido entre ambos.


No era justo. Tenía planes. Dos agendas que mantenían su vida y su futuro en el buen camino. Y en ninguna de las dos había espacio para una relación personal.


Sabía que esas cosas pasaban cuando tenían que pasar, por supuesto, pero su atracción hacia Pedro no llegaba en el momento adecuado. Aunque hubiese tenido tiempo para una relación, jamás habría escogido a un hombre como Pedro. Jamás. Tenía todo lo que ella no quería en un hombre. Era inquieto.


Un nómada. Y ya había tenido demasiada inestabilidad en su vida.


Su hombre ideal era un hombre tranquilo, al que le gustase la jardinería y el bricolaje, pasar los sábados por la tarde en una tienda de material de construcción.


Pedro le gustaba pasar los sábados por la tarde haciendo fotografías a rebeldes en países que la mayoría de la gente no era capaz ni de localizar en el mapa.


Así que a pesar del desorden que un apasionado beso había causado en sus planes y en sus sueños, tenía que ser clara con él.


—No me puedes despedir.


—Claro que sí.


—Pero…


Paula sabía que estaba jugando con ella y eso hizo que le ardiese la sangre en las venas. ¿Por qué se lo estaba poniendo tan difícil?


—Pero… —repitió—. No vas a despedirme.


Él se quedó pensativo.


—No, pero es probable que vuelva a besarte. Si tú también quieres volver a besarme, no deberíamos permitir que algo tan tonto como los negocios se interponga entre ambos.


—No quiero volver a besarte —espetó ella.


—En ese caso, no hay ningún problema.


—Bien. De acuerdo.


Pedro no se lo discutió y ella se alegró.


—Sigo pensando que deberías cenar conmigo.


—¿Qué?


Él sonrió y Paula pensó que estaba muy sexy, allí apoyado en la pared.


—Cena conmigo.


—¿Cuándo?


—Esta noche.


—¿Me estás pidiendo salir? ¿Es que no has oído lo que te he dicho?


—No te estoy pidiendo salir. He pasado por el mercado y he comprado salmón fresco, espárragos y patatas. Es demasiado bueno para comerlo solo.


Ella frunció el ceño.


—No sabes cocinar, ¿verdad? Quieres que te haga la cena.


—Da la casualidad de que soy un excelente cocinero.


—No…


—Y así podrás contarme cómo han ido las visitas de hoy.


Paula no sabía por qué, pero parecía mucho más contento que cuando se había marchado de allí unas horas antes, y el buen humor era contagioso.


—¿Cómo es que de repente estás tan animado? Parecías enfadado cuando te has marchado.


—Cuando me has echado de mi casa, quieres decir —respondió él, tomando las bolsas y dirigiéndose hacia la cocina—. He tenido una revelación.


—¿Una revelación? No me lo digas. Te has dado cuenta de la suerte que tienes, disponiendo de la mejor agente inmobiliaria de todo Seattle.


Él se giró a mirarla por encima del hombro.


—Pensé que disponer de ti no era profesional.


Ella contuvo una sonrisa. Era demasiado fácil estar con él, coquetear con él.


—Veo que me has escuchado.


—Por supuesto que te he escuchado, aunque no estoy de acuerdo contigo. Pienso que se pueden mezclar los negocios con el placer y hacer que ambos sean interesantes.


—¿Alguna vez has…? —empezó Paula, pero se mordió la lengua.


—¿Si he tenido una relación con una compañera? Por supuesto. ¿Tú, no?


A Paula le sorprendió sentir una punzada de algo, ¿serían celos? Pedro podía salir con quien quisiese, no era asunto suyo.


—No, nunca.


Él cerró el grifo y se secó las manos. Paula se fijó en que tenía unas manos bonitas. De dedos largos, fuertes.


—¿Y con un cliente?


—No, ya te lo he dicho. Tengo una serie de normas.


—¿Y no has oído eso de que las normas están para romperlas?


—Apuesto a qué tú has roto unas cuantas.


Pedro rio.


—Una o dos.


Sacó del último cajón un delantal como si lo hubiese hecho muchas veces antes. Era verde con flores amarillas, sin duda, de su abuela. Se lo puso sin preocuparse de si estaba ridículo con él y a Paula se le derritió un poco el corazón.


No estaba en absoluto ridículo. Parecía cómodo con el delantal de su abuela, lo que significaba que también lo estaba con los recuerdos que tenía de ella. Bien.


Paula se quitó la chaqueta del traje y la dejó en el respaldo de una silla, luego se remangó la blusa de seda.


—¿Qué puedo hacer?


Pedro estaba sacando cosas de la bolsa. Dejó una botella de vino en la encimera.


—¿Puedes abrir el vino?


—Por supuesto.


Había comprado vino. Paula se preguntó si aquella cena improvisada no estaría en realidad planeada. Y si eso le importaba.


Abrió la botella y sirvió dos copas que encontró en el armario que él le indicó.


—¿Qué más?


—¿Quieres ser mi pinche?


—¿Por qué no?


Pedro abrió de nuevo el cajón y sacó otro delantal, en ese caso de color crema y con rosas rosas. Sujetó la cinta superior y esperó a que se acercase para meterle la cabeza. Luego la hizo girar y apoyó las manos en sus caderas, con un gesto que tal vez fuese propio de un chef, pero que a ella le pareció demasiado íntimo.


—Mi abuela era algo más corpulenta que tú —comentó Pedro, ajustándole el delantal.


Paula notó su aliento en la nuca mientras se lo ataba y deseó apoyarse en él y dejarse llevar por aquella atracción.


—Ya está —añadió Pedro, apartándose.


—Gracias.


Le pasó los espárragos y las patatas y mientras ella cortaba el tallo a los primeros y pelaba las segundas, él preparó la salsa para el salmón.


Trabajaron amigablemente, codo con codo.





UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 24

 


Al llegar a casa, le alegró ver que las luces seguían encendidas. Eso significaba que Paula debía de estar esperándolo.


Abrió la puerta y la vio saliendo de la cocina con la chaqueta del traje puesta y el bolso colgado del hombro.


—Te estaba esperando —le dijo.


—Ya veo —respondió él, levantando la bolsa con la compra—. Voy a cocinar, si te apetece quedarte a cenar.


Ella jugó con el botón de su chaqueta. Lo miró, se ruborizó y volvió a bajar la vista. Pedro tenía frío, estaba cansado y le dolía la pierna, pero se olvidó de todo con aquella mirada.


—Yo… creo que deberíamos hablar —respondió ella.


—¿Y eso?


Pedro dejó las bolsas, se quitó la chaqueta y la colgó en el perchero de roble que ella había vaciado antes de que llegasen los clientes, como si un perchero vacío no quedase mucho más extraño que uno con algún abrigo.


—Lo de la cena no estaba… previsto.


—Es la hora de cenar.


Ella agarró el asa de su maletín.


—Lo que ocurrió… —balbució, deteniéndose de repente.


—¿Te refieres al beso? —preguntó él, empezando a divertirse.


Se apoyó en la pared, en parte para aliviar su dolorida pierna y, en parte, para observar la expresión de su rostro.


—Sí, sí, el beso.


Estaba adorable, sexy, insegura, confundida, un poco molesta.


—No fue nada profesional —continuó—. No volverá a ocurrir.


Eso era una buena noticia, era evidente que ambos habían entrado en razón. No podía tener una aventura con una agente inmobiliaria que estaba intentando vender su casa.


Pero no pudo darle la razón. Solo podía pensar en besarla otra vez.


—¿Que no volverá a ocurrir?


Ella sacudió la cabeza.


—No.


—¿Y si yo quiero que vuelva a ocurrir?


Ella hizo una mueca y Pedro se dio cuenta de que estaba intentando sonreír.


—Soy tu agente inmobiliaria. Nuestra relación tiene que ser estrictamente profesional.


—Ya veo.


La miró a los ojos, se cruzó de brazos y le dijo:

—Supongo que te podría despedir.