jueves, 4 de febrero de 2021

APARIENCIAS: CAPÍTULO 11

 


Exactamente la clase de mujer que necesitaba en esos momentos. Una mujer que no esperase compromisos, que no tuviese tiempo para él.


Aunque si se enterase de que era millonario, tal vez cambiase de opinión.


–¿Y tú, por qué no tienes novia?


Él sonrió.


–¿Quién ha dicho que no la tenga?


–Si la tuvieses no estarías aquí conmigo.


Cierto.


–Tuve una prometida hasta el año pasado.


Paula se puso seria.


–¿Y no salió bien?


–Que no salió bien sería una manera educada de decir que me engañó con el capataz del rancho.


Ella sacudió la cabeza.


–No entiendo a las personas que engañan a sus parejas. Si no eres feliz con alguien, déjalo.


Alicia había seguido con él solo por su dinero, pero, al parecer, jamás había pretendido ser feliz a su lado ni serle fiel. O eso le había dicho cuando había roto con ella.


–¿Lo dices por experiencia?


–No, pero mi madre tuvo varios novios incapaces de mantener la bragueta del pantalón subida. Aunque no fuese fácil estar con mi madre.


–¿Qué quieres decir?


Paula dudó antes de responder.


–Era alcohólica. Empezó a beber cuando mi padre murió y no paró hasta morirse ella también.


–Debió de ser muy duro.


–Era débil, patética.


Y parecía que Paula seguía enfadada con ella, por lo que Pedro supuso que lo último que querría era parecerse a ella. Por eso le parecía tan importante tener éxito y ser autosuficiente. No era el tipo de mujer que salía con un hombre por su dinero, aunque él tampoco estuviese buscando una relación.


Pensó que había llegado el momento de relajar un poco el ambiente. Le hizo un gesto a Billie para que les sirviese otra ronda y, aprovechando que estaba sonando una canción lenta, se puso en pie y le tendió la mano a Paula.


–Baila conmigo.


Ella abrió los ojos y negó con la cabeza.


–No. No bailo.


–Todo el mundo baila.


–En serio, Pedro. No sé bailar.


–No es tan difícil.


–Lo es para mí.


–¿Cuándo fue la última vez que lo intentaste?


–En el baile de fin de curso del instituto. Pisé tantas veces a David Cornwall que cuando fue a devolver los zapatos de alquiler le hicieron pagar de más.


–No me lo creo.


–De verdad que sí. Bailo fatal.


–Bueno, pues a mí puedes pisarme las botas todo lo que quieras –le dijo, agarrándole la mano para hacerla levantarse, pero ella se resistió.


–No hay nadie bailando.


–Seremos los primeros. Dentro de un par de horas la pista estará llena.


Paula miró a su alrededor mientras dejaba que Pedro la llevase hasta la pista de baile.


–Nos está mirando todo el mundo. Voy a hacer el ridículo.


–Relájate –le aconsejó Pedro, agarrándola y empezando a moverse lentamente al ritmo de la música.


Paula era menuda, tenía la cintura estrecha y las manos delgadas, pero, al mismo tiempo, era una mujer fuerte, tanto, que le hizo daño cuando le pisó el pie izquierdo.


–¡Lo siento! –le dijo, ruborizándose–. Te lo advertí.


Pedro se dio cuenta de que el problema era que estaba intentando llevarlo ella.


–Relájate y déjate llevar.


Durante los tres primeros cuartos de la canción, Pedro tuvo la mirada clavada en lo alto de su cabeza y ella, en sus botas, pero en cuanto la levantó, volvió a pisarlo.


–¡Lo siento!


–No pasa nada. Ya empiezas a dominarlo. Dentro de nada estarás haciendo coreografías en grupo.


–¿Coreografías? –repitió, volviendo a clavarle el tacón en la bota–. ¡Lo siento!


–Mira mis pies. Y sí, coreografías.


–Eso sí que no puedo hacerlo.


–Todo el mundo puede hacerlo. Solo requiere práctica.


–No tengo coordinación.


–No te hace falta. Son solo movimientos repetitivos.


Paula lo miró y volvió a pisarlo. A ese paso, iba a destrozarle las botas.


–¡Lo siento!


–Tengo una idea –dijo Pedro–. Dame tu pie.


–¿Qué vas a hacer con él? –le preguntó Paula con el ceño fruncido.


–No te preocupes, te lo devolveré.


Paula levantó la pierna y él se agachó, le quitó el zapato y lo tiró debajo de su mesa.


–Pero…


–El otro –dijo, repitiendo la acción.


–¿Por qué has hecho eso?


–Porque nos estaban molestando.


–Me siento demasiado bajita sin los tacones.


–¿Cuánto mides?


–Un metro sesenta si me pongo muy recta. Siempre he querido ser más alta.


–¿Por qué? ¿Qué tiene de malo ser baja?


Ella puso los ojos en blanco.


–Esa pregunta solo la puede hacer una persona alta.


–Solo mido un metro ochenta y cinco.


–Solo. ¡Veinticinco centímetros más que yo!


Él sonrió.


–¿Te das cuenta que desde que te he quitado los zapatos no me has pisado ni una sola vez?


–¿No?


–Ya te he dicho que podías hacerlo




APARIENCIAS: CAPÍTULO 10

 


Pedro sabía que la tenía.


Le tocó la mano y vio cómo le flaqueaba la fuerza de voluntad. Aunque no estaba seguro de por qué quería que se quedase con él, cuando estaba claro que no iba a poder sonsacarle nada de información acerca del funcionamiento de la fundación.


Tal vez porque no había exagerado cuando le había dicho que se sentía solo. Hacía tiempo que no tenía compañía femenina. Casi no había mirado a ninguna mujer desde que había sorprendido a Alicia con el que en esos momentos era su excapataz, dos días antes de su boda, el anterior invierno.


Pero le gustaba Paula. No era como había esperado que fuese nada más verla. No era una niña de papá. Y el hecho de que hubiese accedido a tomar algo con un hombre que, para ella, era pobre e inculto, decía mucho acerca de su carácter. Llevaba ropa de marca para impresionar a sus clientes, no porque fuese una esnob.


En cierto modo, Paula le recordaba a él mismo.


Aislado y obsesionado con su trabajo. Después de la ruptura con Alicia había pasado casi todo su tiempo encerrado en el rancho. Se había aislado del mundo. Y en los últimos tiempos había estado tan obsesionado con Rafael Cameron que casi no había pensado en otra cosa. Solo después de haber conocido a Paula había tenido ganas de tener compañía.


Pero tenía que tener cuidado con dónde y con quién se dejaba ver. No podía arriesgarse a que lo reconociesen si no quería tirar por la borda cuatro meses de trabajo. Tenía pensado descubrirlo todo en la gala.


Dado que Paula parecía estar aislada del mundo, no parecía representar una amenaza para su plan. Y nadie iba a reconocerlo en aquel bar.


Personalmente, prefería el club de tenis de Vista del Mar, donde su padre y otros hombres como él bebían whisky de ochenta años y hacían negocios. También prefería estar en el rancho, en la montaña, a estar encerrado en un despacho. Eso debía de haberlo heredado de su madre.


Paula se mordisqueó el labio inferior, pero no apartó la mano de debajo de la suya. Tal vez le gustase la sensación. A él le estaba gustando. Y, si se salía con la suya, iría mucho más allá. Quizás hubiese llegado el momento de terminar con su celibato voluntario.


–Supongo que no me pasará nada por no trabajar esta tarde –comentó ella–, pero tendré que hacerlo mañana por la mañana, así que no podré quedarme mucho rato.


–Te llevaré a casa antes de que la camioneta vuelva a transformarse en calabaza, te lo prometo.


–Que quede claro que esto no es una cita–dijo ella, apartando la mano–. Podemos ser amigos, pero nada más.


–Amigos –repitió él. Con derecho a roce, tal vez.


Paula se relajó y le dio otro sorbo a su copa. El bar se estaba empezando a llenar. Pronto empezaría a bailar la gente y, a las siete, comenzaría a tocar la banda de música. Y Pedro la sacaría a bailar. Un par de copas más y la convencería, estaba seguro.


Ella lo miró con los párpados caídos. Tenía unos ojos increíbles. En su despacho, a Pedro le había parecido que eran azules, pero con aquella luz parecían casi violetas.


–Me estás mirando fijamente –le dijo Paula.


Él se inclinó hacia delante, apoyando los brazos en la mesa.


–Estaba intentando averiguar de qué color tienes los ojos.


–Depende de qué humor esté. A veces son azules, otras violetas.


–¿Y de qué humor estás cuando son violetas?


–Contenta. Relajada.


Pedro se preguntó de qué color se le pondrían cuando estaba excitada y si tendría la suerte de poder averiguarlo.


–Desde que nos hemos sentado solo hemos hablado de mí –añadió Paula–. ¿Por qué no me cuentas algo de ti? Y no me digas que no hay mucho que contar. Todo el mundo tiene una historia.


Pero él no podía contarle la suya. En cualquier caso, no la versión completa. No obstante, sabía que cuantas menos mentiras contase, menos tendría que recordar.


–Nací en California –empezó–. No muy lejos de aquí. Mi padre vive muy cerca.


–¿Y vas a verlo a menudo?


–No. No estamos de acuerdo en casi nada.


–Has dicho que tu madre murió cuando eras pequeño.


–De una sobredosis accidental –le dijo.


Nunca se había considerado oficialmente un suicidio, pero solo porque no había dejado nota de despedida. Cualquiera que hubiese conocido a Denise Alfonso sabía que había sido lo suficientemente infeliz como para quitarse la vida. Y aunque él tenía solo catorce años, su muerte había sido la gota que había colmado el vaso. Desde entonces, casi no había vuelto a hablarse con su padre.


Su madre siempre había sentido debilidad por él mientras que Emma había sido la princesita de su padre. Y, según tenía entendido, lo seguía siendo.


–¿Tienes hermanos? –le preguntó Paula.


–Una hermana, pero hace quince años que no nos vemos.


Desde el día que se había marchado al internado, en la costa este. Aunque había oído que Emma se había casado hacía poco tiempo y estaba embarazada de su primer hijo. Iba a ser tío, pero lo más probable era que no viese nunca al niño.


–Quince años es mucho tiempo.


–Es complicado.


–Debe de serlo, porque es difícil imaginarse a alguien tan sociable y agradable como tú enfadado durante quince años.


Él sonrió.


–Casi no me conoces. Tal vez solo esté fingiendo que soy agradable.


Ella lo pensó un segundo, pero enseguida negó con la cabeza.


–No, te estás olvidando de que soy asesora de imagen. Se me da bien analizar a la gente. La manera en la que has engatusado a la vendedora hace un rato es imposible de fingir. Se te da bien la gente. Eres un tipo agradable.


Tal vez demasiado agradable y, sin duda, demasiado confiado. De eso se había dado cuenta con Alicia y había sido un trago bastante amargo, pero en esos momentos no quería volver a pensar en ella.


–Entonces, supongo que te gusto –comentó sonriendo–. Dado que soy un tipo tan encantador.


–Tal vez no me gusten los tipos encantadores –respondió ella, vaciando la segunda copa de vino–. Y prefiera a tipos que no me convienen.


El vino debía de estar subiéndosele a la cabeza.


Estaba empezando a coquetear.


Pedro se inclinó hacia delante y clavó la mirada en la suya.


–Que sepas que puedo llegar a ser muy malo.


Tal vez se lo imaginase, pero tuvo la sensación de que a Paula se le estaban oscureciendo los ojos. La cosa parecía ponerse interesante.


–¿Cómo es que una mujer tan guapa como tú no tiene novio?


–¿Quién ha dicho que no lo tengo?


–Si lo tuvieses no tendrías planeado trabajar un viernes por la noche. Ni tampoco estarías aquí conmigo.


–Estoy centrada en mi carrera y no tengo tiempo para relaciones.




miércoles, 3 de febrero de 2021

APARIENCIAS: CAPÍTULO 9

 


Aunque no estaba siendo fácil. Los clientes grandes de su anterior trabajo habían preferido quedarse con una empresa de prestigio. Y en los dos años que llevaba como empresaria, la fundación era la cuenta más importante que había conseguido. La gala sería muy importante, porque asistirían a ella políticos y personajes famosos.


–Parece que te ha ido bien –comentó Pedro.


–He trabajado mucho.


–¿Cuánto tiempo llevas haciéndolo con la fundación?


–Desde febrero.


–¿Y eres amiga de Ana Rodríguez y Emma Alfonso?


–No, conocí a Ana porque organicé la boda de una amiga suya. Le impresionó mi trabajo y, al buscar a alguien para organizar la gala, pensó en mí. Y a Emma casi no la conozco.


–¿Y qué sabes de la fundación?


–A parte de lo que hacen por la comunidad y de la información que me han dado para la gala, no mucho. ¿Por qué me lo preguntas?


–Por curiosidad –le dijo él, llamando a Billie, que estaba atendiendo a otra mesa, con la mano–. ¿Y qué haces en tu tiempo libre?


–La verdad es que no tengo tiempo libre.


–¿Y qué haces en tus días libres?


–No tengo días libres.


Él arqueó las cejas.


–¿Me estás diciendo que trabajas siete días a la semana?


–Normalmente, sí –contestó Paula, levantando la copa y dándose cuenta de que la tenía completamente vacía.


–Todo el mundo necesita tomarse un día libre de vez en cuando.


–Me tomo algún día, pero mi negocio está en estos momentos en una etapa crucial. La gala de la fundación va a servir para darle un impulso a mi carrera, o para terminar con ella.


Eso pareció sorprenderle.


–¿Tan importante es?


–Sí. El prometido de Ana, Guido Miller, está implicado en la organización, así que asistirán personas muy importantes. Justo la clientela que necesito para que mi empresa crezca.


–No pensé que fuese tan importante –comentó Pedro, como si la idea lo pusiese nervioso.


–No te preocupes. Lo harás bien. Te prepararé tan bien que nadie se dará cuenta de que es la primera vez que hablas en público.


Billie apareció con otra copa de vino y otra cerveza.


–Gracias –le dijo Pedro.


–Habías dicho una copa –le recordó Paula, mirando la hora en el teléfono móvil.


–¿No estás disfrutando de mi compañía?


Sí que estaba disfrutando. Estaba disfrutando de lo lindo. De hecho, se sentía cómoda hablando con él.


Tal vez porque la escuchaba de verdad. Hasta le gustaba ponerse nerviosa cuando la miraba fijamente con sus ojos azules.


Sabía que aquello no estaba bien, pero todo el mundo tenía derecho a soñar. Podía imaginarse cómo sería estar cerca de él. Aunque eso no fuese a ocurrir.


Tenía un plan.


Su vida ya estaba organizada y no había lugar en ella para un hombre como Pedro.


Aunque estaba segura de que sería divertido estar con él una noche o dos, todo en su interior le decía que no era buena idea.


–Yo no he dicho eso –le respondió–. Es solo que tengo mucho trabajo.


–¿Y qué pasaría si no lo hicieses esta noche?


Paula se sorprendió.


–¿Qué quieres decir?


–¿Se vendría abajo tu negocio? ¿Se terminaría el mundo?


Aquello era ridículo.


–Por supuesto que no.


Pedro alargó la mano por encima de la mesa y tomó la de Paula mientras la miraba a los ojos.


Paula se sintió aturdida. ¿Cuánto tiempo hacía que un hombre no la hacía sentirse así?


Demasiado.


–No vuelvas al trabajo –le pidió Pedro, derritiéndola con la mirada–. Pasa el resto de la tarde conmigo.




APARIENCIAS: CAPÍTULO 8

 


Pedro hacía muchas preguntas y ella no estaba acostumbrada a revelar tantas cosas de su vida privada a sus clientes, pero no quería ser grosera.


De modo que continuó:

–Mi padre, en un accidente. Era camionero. Se quedó dormido al volante. Dicen que sobrevivió al golpe, pero transportaba un tanque de combustible líquido que explotó.


–Dios mío –murmuró Pedro, sacudiendo la cabeza.


–Mi madre se lo tomó muy mal.


En vez de superar la muerte de su padre, se había refugiado en la bebida.


–¿A qué se dedicaba ella?


–A cualquier cosa que le hiciese ganar dinero.


Aunque, gracias a la bebida, ningún trabajo le duraba demasiado y habían estado mucho tiempo sobreviviendo gracias a ayudas.


–¿Y cómo murió?


–De cáncer de hígado.


Ni siquiera había dejado de beber después de que se lo diagnosticasen. Se había rendido sin luchar.


De hecho, Paula sospechaba que había sido un alivio para ella, que su madre se había ido matando poco a poco. Y lo habría hecho antes si hubiese tenido el valor necesario. Y, en cierto modo, ella deseaba que hubiese sido así. No se imaginaba a sí misma siendo tan débil como para no poder luchar por la vida y por el bienestar de su hija por haber perdido al hombre al que amaba.


Había querido mucho a su madre, pero Fabiana había sido frágil y delicada.


Cosas que ella no sería jamás.


–Debió de ser muy duro –comentó Pedro.


–Hacía tiempo que no la veía, y estaba tan ocupada con mis estudios que no tuve tiempo para sentirme mal. Era mi primer año en la universidad de Los Ángeles y no quería bajar la media de sobresaliente.


–Una meta muy alta.


–No podía perder la beca.


–¿Y la mantuviste?


–Cuatro años.


Él le dio un trago a su cerveza.


–Debes de ser muy lista.


Parecía impresionado, como si no conociese a muchas personas inteligentes.


–Mereció la pena trabajar duro. Me gradué con matrícula de honor y empecé a trabajar en una de las empresas de organización de eventos más prestigiosas de San Diego.


–¿Y cómo terminaste en Vista del Mar?


–San Diego era demasiado caro para alguien que acababa de empezar y mi jefe tenía un local aquí. A mí me gustaba mucho esta zona, así que cuando abrí mi propia sucursal, decidí hacerlo aquí.


–¿Y por qué decidiste abrir tu propio negocio?


Paula le dio otro sorbo a su copa.


–Haces muchas preguntas.


Él tomó un cacahuete del cuenco que había en la mesa y se lo metió en la boca.


–Soy curioso por naturaleza.


Además, era encantador y sabía escuchar. Parecía interesarle realmente lo que le estaba contando.


–Algunos de los clientes más importantes de la empresa trabajaban con ella gracias a mí, pero yo solo me llevaba una parte muy pequeña de los beneficios.


–Así que fue por dinero.


–En parte. También quería dedicarme a la asesoría de imagen. Y la verdad es que me gusta ser mi propia jefa.


APARIENCIAS: CAPÍTULO 7

 


Se sentaron a la mesa y pronto llegó una camarera a tomarles nota. Era una mujer mayor, con rostro amable, con un delantal en el que ponía que las costillas a la brasa de Billie’s eran las mejores del oeste.


–Hola, Pedro –dijo la mujer sonriendo–. ¿Lo de siempre?


–Sí, señora.


Luego se giró hacia Paula y la miró sorprendida. Debió de ser por el traje.


–¿Y para tu amiga?


Paula se sintió obligada a explicarle que no era su amiga y que aquello era como una reunión de trabajo, aunque, en realidad, tenía que darle igual lo que pensase de ella una extraña.


–Una copa de chardonnay, por favor.


–¿El blanco de la casa le vale?


–De acuerdo.


–Ahora mismo vuelvo.


Cuando se hubo marchado, Paula comentó:

–Supongo que vienes mucho por aquí.


Pedro se encogió de hombros.


–De vez en cuando.


–¿Y dónde trabajas exactamente?


–En el rancho Copper Run, está a las afueras de Wild Ridge.


–Nunca he oído hablar de Wild Ridge.


–Está más o menos a dos horas al noroeste, en las montañas de San Bernardino. Era un pueblo minero.


–¿Y haces cuatro horas de trayecto cada vez que tienes que reunirte con tu profesor?


–Nos vemos dos veces por semana, jueves y domingos en la biblioteca. Vengo los jueves por la tarde y me quedo en un hotel, y vuelvo al rancho los domingos después de la clase.


¿Y a tu jefe le parece bien que te tomes tantos días libres?


–Es un hombre generoso.


Más que la mayoría.


–¿Cuánto tiempo llevas trabajando para él?


–Ocho años.


–¿Y has pensado alguna vez en hacer algo… diferente?


–¿Cómo qué?


–No lo sé. Volver a estudiar, por ejemplo.


–¿Para qué? Me gusta lo que hago.


¿Pero no quería mejorar? Era evidente que se trataba de un hombre inteligente. Podía aspirar a mucho más.


La camarera volvió con la copa de vino de Paula y una cerveza para Pedro.


–¿Os traigo la carta? –preguntó.


–No, gracias –respondió Paula.


–¿Estás segura? –le dijo Pedro–. Te invito a cenar.


–No puedo, de verdad.


–Llamadme si cambiáis de opinión –les dijo la camarera.


–Gracias, Billie –le respondió Brandon mientras se alejaba.


–¿Billie? –repitió Paula–. ¿Es la dueña del local?


–Sí. Lo abrió con su marido hace treinta años. Tienen dos hijos y tres hijas. El mayor, David, es el cocinero y la más joven, Cristina, atiende la barra. Earl, el marido, murió de un infarto hace dos años.


–¿Cómo sabes todo eso?


–Hablo con ella –le dijo él antes de darle un sorbo a la cerveza–. ¿Y tú de dónde eres?


–Crecí en Shoehill, Nevada –le respondió, dándole un sorbo a la copa de vino que, sorprendentemente, estaba bueno.


–No me suena.


–Es un pueblo pequeño. El típico lugar en el que todo el mundo está al corriente de la vida de los demás.


Y en el que todo el mundo conocía a su madre, la borracha del pueblo.


–¿Sigues teniendo familia allí?


–Lejana, pero hace años que no la veo. Soy hija única y mis padres han fallecido los dos.


–Lo siento mucho. ¿Es reciente?


–Mi padre murió cuando yo tenía siete años y mi madre, cuando estaba en la universidad.


–¿De qué murieron?





martes, 2 de febrero de 2021

APARIENCIAS: CAPÍTULO 6

 


Entró en el aparcamiento de Billie’s, un pequeño bar country al que Paula jamás habría entrado sola. Le recordaba demasiado a los locales de los que había tenido que sacar a su madre, demasiado perjudicada como para mantenerse en pie sola, en Nevada.


Y antes de que le diese tiempo a insistir en que diese la vuelta y la llevase a su despacho, Pedro se había bajado de la camioneta y estaba dándole la vuelta.


Abrió la puerta y le tendió una mano para ayudarla a bajar.


–No puedo hacer esto –le dijo Paula.


–Solo tienes que bajar hasta el suelo –le dijo él sonriendo–. Y te prometo agarrarte si vas a caerte.


Seguro que sabía que no era a eso a lo que se refería, pero intentó camelarla con una sonrisa. ¿Por qué tenía que ser tan encantador?


–Por norma, no salgo nunca con mis clientes.


–Buena norma, pero yo no soy uno de tus clientes.


En eso tenía razón.


–Pero la fundación lo es y, por lo tanto, tú también.


Era evidente que no estaba logrando convencerlo.


–Lo cierto es que no conozco a casi nadie en la ciudad y a veces me siento solo.


Paula no había esperado que fuese tan sincero con ella. Le estaba poniendo muy difícil decirle que no.


–Seguro que ahí dentro hay muchas mujeres que estarán encantadas de tomarse una copa contigo.


–Pero yo quiero tomármela contigo.


Paula tuvo que reconocer que, aunque fuese extraño, quería conocer mejor Pedro. Había algo en él que la fascinaba. Y no se trataba solo de que fuese guapo, aunque tampoco pudiese negar que se sentía atraída por él.


Su vida personal era tan triste que cuando un hombre guapo y sexy la invitaba a tomar una copa, ella prefería volver a trabajar. ¿Cómo era posible que se hubiese obsesionado tanto con el éxito?


Aunque siempre podía verlo desde un punto de vista profesional. Pedro tenía mucho potencial. Tal vez si se conocían mejor, podría animarlo a hacer algo más con su vida.


Además, sería solo una copa.


–Una copa –le dijo–. Y luego me llevarás de vuelta al despacho.


–Prometido.


Y con una sonrisa que decía que había sabido desde el principio que iba a convencerla, le tendió la mano para ayudarla a bajar. Tenía la mano grande y callosa y cuando tomó la suya, Paula se sintió… segura. Era como si, instintivamente, supiese que Pedro jamás permitiría que nadie ni nada le hiciese daño.


Qué ridículo. Casi no lo conocía. Y, además, era muy capaz de cuidarse sola.


Lo soltó en cuanto estuvo en tierra firme, pero en cuanto echó a andar por el camino de gravilla con sus altísimos tacones se dio cuenta de que no iba vestida de manera apropiada.


–Pareces nerviosa –comentó Pedro cuando estaban llegando a la puerta.


–Voy vestida demasiado formal.


–A nadie le importará, confía en mí.


Paula avanzó.


Pedro se dispuso a abrir la puerta y a Paula le asaltó un torrente de recuerdos. Una habitación llena de humo y con olor a alcohol y a desesperanza.


Música country tan alta que uno casi no podía pensar, mucho menos mantener una conversación, aunque nadie fuese allí a hablar. Se imaginó a parejas bailando apretadas en la pista de baile y besándose en los rincones.


Y cuando Pedro abrió la puerta casi le dio miedo encontrarse allí a su madre, caída al final de la barra, con un vaso de whisky barato en las manos, pero no vio eso, sino un local limpio y bien cuidado. La música estaba a un volumen respetable y el ambiente no olía a tabaco y a alcohol, sino a carne a la brasa y a salsa barbacoa.


En la barra había varios hombres viendo un partido en una enorme pantalla plana, pero casi todas las mesas estaban vacías.


–Por aquí –le dijo Pedro, llevándola a la zona que había detrás de la pista de baile, donde no había nadie.


Paula se sobresaltó al notar que le ponía la mano en la espalda. ¿Por qué tenía que tocarla tanto? No era profesional.


Aunque tampoco lo fuese tomarse una copa con él.


No quería que la malinterpretase ni que pensase que estaba interesada en una relación que no fuese profesional. Aunque pensaba que ya se lo había dejado claro.





APARIENCIAS: CAPÍTULO 5

 


Para ser un hombre que se pasaba el día aislado del mundo, con los caballos, Pedro tenía buena mano con la gente.


La tienda a la que había llamado Paula llevaba poco tiempo abierta y por eso quería probarla, pero doce minutos después de entrar en ella supo que no volvería. La vendedora, una señora mayor de aire severo que siempre tenía el ceño fruncido, estaba hablando por teléfono cuando ellos llegaron y ni siquiera los saludó. Cinco minutos después, cuando por fin colgó, fue directa a la trastienda, todavía sin saludarlos, y tardó en salir otros siete minutos.


Cuando por fin se acercó lo hizo con actitud altanera, mirando a Pedro por encima del hombro. Y puso los ojos en blanco cuando Paula le anunció que tenían poco presupuesto y que querían ver qué tenían de saldo.


Fue tan grosera que Paula estuvo a punto de marcharse e ir a otra parte, pero Pedro empezó a bromear y a flirtear y, solo unos minutos después, la mujer estaba riendo y sonrojándose como una colegiala. Y, todavía más sorprendente, cuando Pedro comentó que el esmoquin era para un acto benéfico, la mujer le ofreció un modelo más caro por el mismo precio. Entonces Pedro le contó que Paula organizaba eventos y la mujer debió de darse cuenta de que era una clienta en potencia, y fue todo amabilidad con ellos. Aunque Paula seguía dudando que volviese a aquella tienda otra vez.


–Qué experiencia tan interesante –comentó Pedro cuando ya estaban de nuevo en la camioneta, conduciendo de vuelta al despacho de Paula.


–Tengo que disculparme. Era la primera vez que iba a esa tienda y no volveré a hacerlo.


–¿Por qué?


–¿Después de cómo nos ha tratado? Ha sido muy poco profesional. No entiendo cómo has podido ser tan agradable con ella.


Pedro se encogió de hombros.


–Me gusta darle a la gente el beneficio de la duda. Tal vez estuviese muy ocupada. O quizás tuviese un mal día y necesitaba que alguien se lo alegrase.


–Eso no es un motivo para ser grosero con nadie.


Pedro la miró.


–No me digas que nunca has tenido un mal día, que no has hablado mal a alguien que en realidad no se lo merecía.


–No a un cliente.


–Entonces es que eres mejor persona que la mayoría.


O que había aprendido a separar las emociones del trabajo.


Le pareció una pena que alguien con las habilidades sociales de Pedro estuviese de peón en un rancho. Podría llegar mucho más lejos en la vida con la motivación adecuada. Tal vez pudiese incluso ir a la universidad.


Paula se recordó que lo que hiciese con su vida no era asunto suyo. Como asesora de imagen formaba parte de su trabajo ayudar a la gente a cambiar su vida, y le encantaba lo que hacía, pero Pedro ya le había dicho que le gustaba ser como era. Y, en realidad, ni siquiera era su cliente. Solo tenía que aconsejarle cómo comportarse durante la gala. Aparte de eso, no tenía ningún derecho a inmiscuirse en su vida. Aunque fuese una pena ver cómo se perdía semejante potencial.


Se dio cuenta de que Pedro no giraba donde debía para volver a su despacho.


–Tenías que haber girado ahí –le dijo.


–Sé adónde voy –respondió él.


–A mi despacho se va por ahí. Por este camino nos alejamos.


E iban hacia la peor zona de la ciudad.


Además, tenía que hacer un par de llamadas esa tarde.


Pedro habló:

–Tal vez no te esté llevando a tu despacho.


A Paula le dio un vuelco el corazón. ¿Qué significaba eso? ¿Y si no debía haberse subido a aquella camioneta? ¿Qué sabía de aquel hombre? Era atractivo y encantador, pero bien podía ser un asesino en serie.


Lo miró. Estaba relajado, no parecía que fuese a sacarle una pistola de repente.


Aun así, se acercó un poco más hacia la puerta, para abrirla de golpe cuando la camioneta se detuviese si era necesario.


–¿Adónde me llevas?


Él la miró y sonrió.


–Relájate. No te estoy secuestrando. Solo te llevo a tomar algo. Es lo mínimo que puedo hacer para darte las gracias.


Paula suspiró aliviada y se tranquilizó.


–No es necesario, de verdad. La fundación me compensará por mi tiempo.


–Aun así, quiero hacerlo.


–Mira, la verdad es que tengo que volver al trabajo.


–Son casi las cinco de la tarde y es viernes.


Eran exactamente las cuatro y veintisiete y cuanto más siguiesen avanzando en dirección contraria a su despacho, más tardaría en volver.


–Tenía pensado trabajar hasta tarde.


Se detuvieron en un semáforo en rojo y él se giró a mirarla.


–¿Por qué?


«Porque no tengo vida», fue lo primero que pensó Paula. Aunque, por triste que fuese, no era un motivo.


–Tengo obligaciones.


–Que seguro que pueden esperar a mañana –comentó Pedroacelerando cuando el semáforo se puso en verde–. ¿Verdad?


–Estrictamente hablando, sí, pero…


–Entonces, ¿no preferirías divertirte un poco?


–Me divierte trabajar.


Él arqueó una ceja.


–¿A ti no te divierte trabajar? –le preguntó ella.


–No un viernes por la tarde –contestó Pedro, mirándola de reojo–. Apuesto a que bailas muy bien.


En realidad se le daba fatal bailar.


–Pues no. Y tengo que volver al despacho.


–No –la contradijo él sin más.