Se sentaron a la mesa y pronto llegó una camarera a tomarles nota. Era una mujer mayor, con rostro amable, con un delantal en el que ponía que las costillas a la brasa de Billie’s eran las mejores del oeste.
–Hola, Pedro –dijo la mujer sonriendo–. ¿Lo de siempre?
–Sí, señora.
Luego se giró hacia Paula y la miró sorprendida. Debió de ser por el traje.
–¿Y para tu amiga?
Paula se sintió obligada a explicarle que no era su amiga y que aquello era como una reunión de trabajo, aunque, en realidad, tenía que darle igual lo que pensase de ella una extraña.
–Una copa de chardonnay, por favor.
–¿El blanco de la casa le vale?
–De acuerdo.
–Ahora mismo vuelvo.
Cuando se hubo marchado, Paula comentó:
–Supongo que vienes mucho por aquí.
Pedro se encogió de hombros.
–De vez en cuando.
–¿Y dónde trabajas exactamente?
–En el rancho Copper Run, está a las afueras de Wild Ridge.
–Nunca he oído hablar de Wild Ridge.
–Está más o menos a dos horas al noroeste, en las montañas de San Bernardino. Era un pueblo minero.
–¿Y haces cuatro horas de trayecto cada vez que tienes que reunirte con tu profesor?
–Nos vemos dos veces por semana, jueves y domingos en la biblioteca. Vengo los jueves por la tarde y me quedo en un hotel, y vuelvo al rancho los domingos después de la clase.
–¿Y a tu jefe le parece bien que te tomes tantos días libres?
–Es un hombre generoso.
Más que la mayoría.
–¿Cuánto tiempo llevas trabajando para él?
–Ocho años.
–¿Y has pensado alguna vez en hacer algo… diferente?
–¿Cómo qué?
–No lo sé. Volver a estudiar, por ejemplo.
–¿Para qué? Me gusta lo que hago.
¿Pero no quería mejorar? Era evidente que se trataba de un hombre inteligente. Podía aspirar a mucho más.
La camarera volvió con la copa de vino de Paula y una cerveza para Pedro.
–¿Os traigo la carta? –preguntó.
–No, gracias –respondió Paula.
–¿Estás segura? –le dijo Pedro–. Te invito a cenar.
–No puedo, de verdad.
–Llamadme si cambiáis de opinión –les dijo la camarera.
–Gracias, Billie –le respondió Brandon mientras se alejaba.
–¿Billie? –repitió Paula–. ¿Es la dueña del local?
–Sí. Lo abrió con su marido hace treinta años. Tienen dos hijos y tres hijas. El mayor, David, es el cocinero y la más joven, Cristina, atiende la barra. Earl, el marido, murió de un infarto hace dos años.
–¿Cómo sabes todo eso?
–Hablo con ella –le dijo él antes de darle un sorbo a la cerveza–. ¿Y tú de dónde eres?
–Crecí en Shoehill, Nevada –le respondió, dándole un sorbo a la copa de vino que, sorprendentemente, estaba bueno.
–No me suena.
–Es un pueblo pequeño. El típico lugar en el que todo el mundo está al corriente de la vida de los demás.
Y en el que todo el mundo conocía a su madre, la borracha del pueblo.
–¿Sigues teniendo familia allí?
–Lejana, pero hace años que no la veo. Soy hija única y mis padres han fallecido los dos.
–Lo siento mucho. ¿Es reciente?
–Mi padre murió cuando yo tenía siete años y mi madre, cuando estaba en la universidad.
–¿De qué murieron?
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