jueves, 4 de febrero de 2021

APARIENCIAS: CAPÍTULO 11

 


Exactamente la clase de mujer que necesitaba en esos momentos. Una mujer que no esperase compromisos, que no tuviese tiempo para él.


Aunque si se enterase de que era millonario, tal vez cambiase de opinión.


–¿Y tú, por qué no tienes novia?


Él sonrió.


–¿Quién ha dicho que no la tenga?


–Si la tuvieses no estarías aquí conmigo.


Cierto.


–Tuve una prometida hasta el año pasado.


Paula se puso seria.


–¿Y no salió bien?


–Que no salió bien sería una manera educada de decir que me engañó con el capataz del rancho.


Ella sacudió la cabeza.


–No entiendo a las personas que engañan a sus parejas. Si no eres feliz con alguien, déjalo.


Alicia había seguido con él solo por su dinero, pero, al parecer, jamás había pretendido ser feliz a su lado ni serle fiel. O eso le había dicho cuando había roto con ella.


–¿Lo dices por experiencia?


–No, pero mi madre tuvo varios novios incapaces de mantener la bragueta del pantalón subida. Aunque no fuese fácil estar con mi madre.


–¿Qué quieres decir?


Paula dudó antes de responder.


–Era alcohólica. Empezó a beber cuando mi padre murió y no paró hasta morirse ella también.


–Debió de ser muy duro.


–Era débil, patética.


Y parecía que Paula seguía enfadada con ella, por lo que Pedro supuso que lo último que querría era parecerse a ella. Por eso le parecía tan importante tener éxito y ser autosuficiente. No era el tipo de mujer que salía con un hombre por su dinero, aunque él tampoco estuviese buscando una relación.


Pensó que había llegado el momento de relajar un poco el ambiente. Le hizo un gesto a Billie para que les sirviese otra ronda y, aprovechando que estaba sonando una canción lenta, se puso en pie y le tendió la mano a Paula.


–Baila conmigo.


Ella abrió los ojos y negó con la cabeza.


–No. No bailo.


–Todo el mundo baila.


–En serio, Pedro. No sé bailar.


–No es tan difícil.


–Lo es para mí.


–¿Cuándo fue la última vez que lo intentaste?


–En el baile de fin de curso del instituto. Pisé tantas veces a David Cornwall que cuando fue a devolver los zapatos de alquiler le hicieron pagar de más.


–No me lo creo.


–De verdad que sí. Bailo fatal.


–Bueno, pues a mí puedes pisarme las botas todo lo que quieras –le dijo, agarrándole la mano para hacerla levantarse, pero ella se resistió.


–No hay nadie bailando.


–Seremos los primeros. Dentro de un par de horas la pista estará llena.


Paula miró a su alrededor mientras dejaba que Pedro la llevase hasta la pista de baile.


–Nos está mirando todo el mundo. Voy a hacer el ridículo.


–Relájate –le aconsejó Pedro, agarrándola y empezando a moverse lentamente al ritmo de la música.


Paula era menuda, tenía la cintura estrecha y las manos delgadas, pero, al mismo tiempo, era una mujer fuerte, tanto, que le hizo daño cuando le pisó el pie izquierdo.


–¡Lo siento! –le dijo, ruborizándose–. Te lo advertí.


Pedro se dio cuenta de que el problema era que estaba intentando llevarlo ella.


–Relájate y déjate llevar.


Durante los tres primeros cuartos de la canción, Pedro tuvo la mirada clavada en lo alto de su cabeza y ella, en sus botas, pero en cuanto la levantó, volvió a pisarlo.


–¡Lo siento!


–No pasa nada. Ya empiezas a dominarlo. Dentro de nada estarás haciendo coreografías en grupo.


–¿Coreografías? –repitió, volviendo a clavarle el tacón en la bota–. ¡Lo siento!


–Mira mis pies. Y sí, coreografías.


–Eso sí que no puedo hacerlo.


–Todo el mundo puede hacerlo. Solo requiere práctica.


–No tengo coordinación.


–No te hace falta. Son solo movimientos repetitivos.


Paula lo miró y volvió a pisarlo. A ese paso, iba a destrozarle las botas.


–¡Lo siento!


–Tengo una idea –dijo Pedro–. Dame tu pie.


–¿Qué vas a hacer con él? –le preguntó Paula con el ceño fruncido.


–No te preocupes, te lo devolveré.


Paula levantó la pierna y él se agachó, le quitó el zapato y lo tiró debajo de su mesa.


–Pero…


–El otro –dijo, repitiendo la acción.


–¿Por qué has hecho eso?


–Porque nos estaban molestando.


–Me siento demasiado bajita sin los tacones.


–¿Cuánto mides?


–Un metro sesenta si me pongo muy recta. Siempre he querido ser más alta.


–¿Por qué? ¿Qué tiene de malo ser baja?


Ella puso los ojos en blanco.


–Esa pregunta solo la puede hacer una persona alta.


–Solo mido un metro ochenta y cinco.


–Solo. ¡Veinticinco centímetros más que yo!


Él sonrió.


–¿Te das cuenta que desde que te he quitado los zapatos no me has pisado ni una sola vez?


–¿No?


–Ya te he dicho que podías hacerlo




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