Para ser un hombre que se pasaba el día aislado del mundo, con los caballos, Pedro tenía buena mano con la gente.
La tienda a la que había llamado Paula llevaba poco tiempo abierta y por eso quería probarla, pero doce minutos después de entrar en ella supo que no volvería. La vendedora, una señora mayor de aire severo que siempre tenía el ceño fruncido, estaba hablando por teléfono cuando ellos llegaron y ni siquiera los saludó. Cinco minutos después, cuando por fin colgó, fue directa a la trastienda, todavía sin saludarlos, y tardó en salir otros siete minutos.
Cuando por fin se acercó lo hizo con actitud altanera, mirando a Pedro por encima del hombro. Y puso los ojos en blanco cuando Paula le anunció que tenían poco presupuesto y que querían ver qué tenían de saldo.
Fue tan grosera que Paula estuvo a punto de marcharse e ir a otra parte, pero Pedro empezó a bromear y a flirtear y, solo unos minutos después, la mujer estaba riendo y sonrojándose como una colegiala. Y, todavía más sorprendente, cuando Pedro comentó que el esmoquin era para un acto benéfico, la mujer le ofreció un modelo más caro por el mismo precio. Entonces Pedro le contó que Paula organizaba eventos y la mujer debió de darse cuenta de que era una clienta en potencia, y fue todo amabilidad con ellos. Aunque Paula seguía dudando que volviese a aquella tienda otra vez.
–Qué experiencia tan interesante –comentó Pedro cuando ya estaban de nuevo en la camioneta, conduciendo de vuelta al despacho de Paula.
–Tengo que disculparme. Era la primera vez que iba a esa tienda y no volveré a hacerlo.
–¿Por qué?
–¿Después de cómo nos ha tratado? Ha sido muy poco profesional. No entiendo cómo has podido ser tan agradable con ella.
Pedro se encogió de hombros.
–Me gusta darle a la gente el beneficio de la duda. Tal vez estuviese muy ocupada. O quizás tuviese un mal día y necesitaba que alguien se lo alegrase.
–Eso no es un motivo para ser grosero con nadie.
Pedro la miró.
–No me digas que nunca has tenido un mal día, que no has hablado mal a alguien que en realidad no se lo merecía.
–No a un cliente.
–Entonces es que eres mejor persona que la mayoría.
O que había aprendido a separar las emociones del trabajo.
Le pareció una pena que alguien con las habilidades sociales de Pedro estuviese de peón en un rancho. Podría llegar mucho más lejos en la vida con la motivación adecuada. Tal vez pudiese incluso ir a la universidad.
Paula se recordó que lo que hiciese con su vida no era asunto suyo. Como asesora de imagen formaba parte de su trabajo ayudar a la gente a cambiar su vida, y le encantaba lo que hacía, pero Pedro ya le había dicho que le gustaba ser como era. Y, en realidad, ni siquiera era su cliente. Solo tenía que aconsejarle cómo comportarse durante la gala. Aparte de eso, no tenía ningún derecho a inmiscuirse en su vida. Aunque fuese una pena ver cómo se perdía semejante potencial.
Se dio cuenta de que Pedro no giraba donde debía para volver a su despacho.
–Tenías que haber girado ahí –le dijo.
–Sé adónde voy –respondió él.
–A mi despacho se va por ahí. Por este camino nos alejamos.
E iban hacia la peor zona de la ciudad.
Además, tenía que hacer un par de llamadas esa tarde.
Pedro habló:
–Tal vez no te esté llevando a tu despacho.
A Paula le dio un vuelco el corazón. ¿Qué significaba eso? ¿Y si no debía haberse subido a aquella camioneta? ¿Qué sabía de aquel hombre? Era atractivo y encantador, pero bien podía ser un asesino en serie.
Lo miró. Estaba relajado, no parecía que fuese a sacarle una pistola de repente.
Aun así, se acercó un poco más hacia la puerta, para abrirla de golpe cuando la camioneta se detuviese si era necesario.
–¿Adónde me llevas?
Él la miró y sonrió.
–Relájate. No te estoy secuestrando. Solo te llevo a tomar algo. Es lo mínimo que puedo hacer para darte las gracias.
Paula suspiró aliviada y se tranquilizó.
–No es necesario, de verdad. La fundación me compensará por mi tiempo.
–Aun así, quiero hacerlo.
–Mira, la verdad es que tengo que volver al trabajo.
–Son casi las cinco de la tarde y es viernes.
Eran exactamente las cuatro y veintisiete y cuanto más siguiesen avanzando en dirección contraria a su despacho, más tardaría en volver.
–Tenía pensado trabajar hasta tarde.
Se detuvieron en un semáforo en rojo y él se giró a mirarla.
–¿Por qué?
«Porque no tengo vida», fue lo primero que pensó Paula. Aunque, por triste que fuese, no era un motivo.
–Tengo obligaciones.
–Que seguro que pueden esperar a mañana –comentó Pedro, acelerando cuando el semáforo se puso en verde–. ¿Verdad?
–Estrictamente hablando, sí, pero…
–Entonces, ¿no preferirías divertirte un poco?
–Me divierte trabajar.
Él arqueó una ceja.
–¿A ti no te divierte trabajar? –le preguntó ella.
–No un viernes por la tarde –contestó Pedro, mirándola de reojo–. Apuesto a que bailas muy bien.
En realidad se le daba fatal bailar.
–Pues no. Y tengo que volver al despacho.
–No –la contradijo él sin más.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario