Entró en el aparcamiento de Billie’s, un pequeño bar country al que Paula jamás habría entrado sola. Le recordaba demasiado a los locales de los que había tenido que sacar a su madre, demasiado perjudicada como para mantenerse en pie sola, en Nevada.
Y antes de que le diese tiempo a insistir en que diese la vuelta y la llevase a su despacho, Pedro se había bajado de la camioneta y estaba dándole la vuelta.
Abrió la puerta y le tendió una mano para ayudarla a bajar.
–No puedo hacer esto –le dijo Paula.
–Solo tienes que bajar hasta el suelo –le dijo él sonriendo–. Y te prometo agarrarte si vas a caerte.
Seguro que sabía que no era a eso a lo que se refería, pero intentó camelarla con una sonrisa. ¿Por qué tenía que ser tan encantador?
–Por norma, no salgo nunca con mis clientes.
–Buena norma, pero yo no soy uno de tus clientes.
En eso tenía razón.
–Pero la fundación lo es y, por lo tanto, tú también.
Era evidente que no estaba logrando convencerlo.
–Lo cierto es que no conozco a casi nadie en la ciudad y a veces me siento solo.
Paula no había esperado que fuese tan sincero con ella. Le estaba poniendo muy difícil decirle que no.
–Seguro que ahí dentro hay muchas mujeres que estarán encantadas de tomarse una copa contigo.
–Pero yo quiero tomármela contigo.
Paula tuvo que reconocer que, aunque fuese extraño, quería conocer mejor a Pedro. Había algo en él que la fascinaba. Y no se trataba solo de que fuese guapo, aunque tampoco pudiese negar que se sentía atraída por él.
Su vida personal era tan triste que cuando un hombre guapo y sexy la invitaba a tomar una copa, ella prefería volver a trabajar. ¿Cómo era posible que se hubiese obsesionado tanto con el éxito?
Aunque siempre podía verlo desde un punto de vista profesional. Pedro tenía mucho potencial. Tal vez si se conocían mejor, podría animarlo a hacer algo más con su vida.
Además, sería solo una copa.
–Una copa –le dijo–. Y luego me llevarás de vuelta al despacho.
–Prometido.
Y con una sonrisa que decía que había sabido desde el principio que iba a convencerla, le tendió la mano para ayudarla a bajar. Tenía la mano grande y callosa y cuando tomó la suya, Paula se sintió… segura. Era como si, instintivamente, supiese que Pedro jamás permitiría que nadie ni nada le hiciese daño.
Qué ridículo. Casi no lo conocía. Y, además, era muy capaz de cuidarse sola.
Lo soltó en cuanto estuvo en tierra firme, pero en cuanto echó a andar por el camino de gravilla con sus altísimos tacones se dio cuenta de que no iba vestida de manera apropiada.
–Pareces nerviosa –comentó Pedro cuando estaban llegando a la puerta.
–Voy vestida demasiado formal.
–A nadie le importará, confía en mí.
Paula avanzó.
Pedro se dispuso a abrir la puerta y a Paula le asaltó un torrente de recuerdos. Una habitación llena de humo y con olor a alcohol y a desesperanza.
Música country tan alta que uno casi no podía pensar, mucho menos mantener una conversación, aunque nadie fuese allí a hablar. Se imaginó a parejas bailando apretadas en la pista de baile y besándose en los rincones.
Y cuando Pedro abrió la puerta casi le dio miedo encontrarse allí a su madre, caída al final de la barra, con un vaso de whisky barato en las manos, pero no vio eso, sino un local limpio y bien cuidado. La música estaba a un volumen respetable y el ambiente no olía a tabaco y a alcohol, sino a carne a la brasa y a salsa barbacoa.
En la barra había varios hombres viendo un partido en una enorme pantalla plana, pero casi todas las mesas estaban vacías.
–Por aquí –le dijo Pedro, llevándola a la zona que había detrás de la pista de baile, donde no había nadie.
Paula se sobresaltó al notar que le ponía la mano en la espalda. ¿Por qué tenía que tocarla tanto? No era profesional.
Aunque tampoco lo fuese tomarse una copa con él.
No quería que la malinterpretase ni que pensase que estaba interesada en una relación que no fuese profesional. Aunque pensaba que ya se lo había dejado claro.
Ya me atrapó esta historia.
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