miércoles, 27 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 30

 


Paula simuló el repentino inicio de una migraña. En cuanto Pedro salió a la superficie, alegó un intenso dolor en el lado izquierdo de la cabeza. Mientras lo hacía no dejó de llamarse cobarde, pero le daba lo mismo. No pensaba meterse en la piscina con Pedro en aquellos momentos, después de la intimidad con que acababa de acariciarla.


Además, lo que había visto cuando se había lanzado al agua era una prueba indiscutible de que él también se había sentido afectado, aunque sabía que de forma distinta a la de ella.


Entendía que los hombres no necesitaban sentir lo mismo que las mujeres para excitarse sexualmente. Para ellos bastaba con un estímulo mínimo, lo que empeoraba aún más las cosas para ella. Lo que Pedro podía hacerla sentir con un mero guiño no significaba nada para él. En cuanto a ella… podía pensar en aquello más tarde.


Tomó su blusa, se la puso y se encaminó de regreso a la casa. Pedro la alcanzó rápidamente, la tomó en brazos y la llevó así hasta el dormitorio.


Paula no se sintió capaz de protestar. Después de todo, ya la había ayudado durante una de sus auténticas migrañas, y estaba preocupado.


Instintivamente, apoyó la cabeza en su hombro y lo rodeó con un brazo por el cuello. Pedro no había tenido tiempo de secarse, y aún tenía la piel húmeda y deslizante. Paula trató de no sentir nada, pero el intento fue inútil. El mero contacto de sus pieles reavivaba el recuerdo de los dedos de Pedro metidos bajo su biquini.


Afortunadamente, unos momentos después la dejaba cuidadosamente sobre la cama.


—¿Qué medicina quieres tomar?


Paula cerró los ojos. No quería que se preocupara por ella. No quería ver la protuberancia de su ceñido bañador. Aunque ya no estaba excitado, el mero contorno de su sexo era suficiente para que la boca se le hiciera agua.


—No te molestes. Me levantaré en un minuto.


—Tú limítate a decir qué pastilla quieres.


Aquello iba a resultar complicado. Paula quería librarse de él lo antes posible pero, teniendo en cuenta cómo se había comportado la noche que sufrió una auténtica migraña, sabía que no se iría hasta haber hecho todo lo posible por ella.


—Tráeme la bolsa.


Pedro se la acercó junto con un vaso de agua. Paula eligió una de las pastillas más suaves.


—¿Te importaría traerme un paño húmedo?


Pedro frunció el ceño.


—Primero tómate la pastilla.


Paula no tenía escapatoria. Se metió la pastilla en la boca, la colocó rápidamente bajo su lengua y dio un sorbo de agua. Satisfecho, Pedro volvió al baño. Ella tuvo el tiempo justo para sacarse la pastilla de la boca y volver a meterla en el frasco antes de que él reapareciese con el trapo.


—Gracias —dijo, y se cubrió los ojos con él.


—¿Qué más puedo hacer? ¿Quieres que cierre las contraventanas para oscurecer la habitación?


—No, quiero sentir la brisa. El trapo evitará que me moleste la luz —Paula se fijó de repente en que estaba hablando con frases completas. Era muy mala mintiendo, al menos a Pedro—. Vete. Voy a dormir.


Sintió que él se sentaba en la cama y la tomaba de la mano.


—¿Estás segura? La última vez…


—La última vez no… —Paula suspiró y se obligó a hablar entrecortadamente—… no corté el dolor de cabeza a tiempo. Este no será… tan malo —retiró su mano de la de Pedro con suavidad—. Todo lo que necesito es dormir.


—Hay un botón blanco en el teléfono que sirve para avisar. Lo tienes al alcance de la mano. Si necesitas algo, cualquier cosa, solo tienes que presionarlo, ¿de acuerdo?


—Sí… pero no será necesario.


Paula esperó, pero Pedro no se movió. Durante un rato temió que fuera a quedarse allí, como en la otra ocasión. El hecho de que su preocupación fuera sincera la hacía sentirse fatal. Y extraña. Aparte de Monica, nadie se preocupaba por ella. Sin embargo, Pedro sí. Se preguntó por qué, pero no supo qué responder.


Poco a poco logró relajarse y hacer que su respiración se volviera pausada y rítmica. Finalmente, Pedro se levantó de la cama y salió silenciosamente de la habitación.


Cuando por fin estuvo sola, Paula decidió seguir su costumbre en momentos de crisis y repasar lo que, sabía con certeza.


Había aceptado ir a la isla porque sentía que hacerlo le daría la oportunidad de descubrir cuáles eran los cambios que estaba experimentando y por qué estaban teniendo lugar. De momento no había tenido tiempo de hacerlo, pero la excusa del dolor de cabeza acababa de concedérselo.


Sin embargo, cuanto más se esforzaba en aclarar sus ideas, más confusa se sentía. Sus pensamientos estaban demasiado entremezclados con sensaciones y emociones que, de un modo u otro, tenían que ver con Pedro.


«Darío», se dijo con severidad. «Darío, Darío».


Repitió el nombre una y otra vez en su cabeza, tratando de centrarse en su meta original.


El problema era que no olvidaba por qué había aceptado el plan de Pedro. Se suponía que todo lo que había hecho durante los días pasados era para poder atraer la atención de Darío como mujer, no como una prima segunda por la que este nunca se había sentido demasiado atraído. Sin embargo, solo lograba pensar en Pedro.


Respiró profundamente. Estaba claro que su cerebro necesitaba oxígeno, aunque era obvio que la isla tenía una sobrada cantidad.


Supuso que era lógico que lo hubiera podido pensar con claridad. Si aquellas lecciones le habían enseñado algo era por qué las mujeres perdían la cabeza y el corazón por Pedro. Era un hombre viril, profundamente sexual y muy atractivo.


Y las lecciones que le estaba dando contenían fuertes dosis de aquellos elementos. Para que se acostumbrara a las caricias de un hombre, la había acariciado. Para enseñarle cómo bailar con un hombre, se lo había demostrado. Entendía que algunas cosas solo podían enseñarse con la práctica.


Pero, como resultado, su mente y su cuerpo estaban reaccionando a Pedro, cuando estaba segura de que eso era lo último que él pretendía. Estaba segura de que, desde su punto de vista, se veía a sí mismo como un mero sustituto de Darío.


¿Y los cambios que sentía en su interior? Tal vez se debían sencillamente a que las lecciones de Pedro estaban funcionando, a que, de algún modo indescifrable, estaban haciendo que se suavizara y se sintiera más dispuesta a amar a un hombre.


A Darío, por supuesto.


Apenas logró reprimir un gemido. Las conclusiones a las que había llegado eran totalmente coherentes pero, por alguna razón que se le escapaba, no podía aceptarlas.


La tarde se acercaba. A pesar de todo lo que había dormido la noche anterior, logró volver a quedarse adormecida. Pero incluso con el trapo sobre los ojos siempre fue consciente de cuándo entraba Pedro en el dormitorio a comprobar cómo estaba. Permanecía a los pies de la cama, la miraba unos minutos y luego se iba.


Para las cinco de la tarde ya estaba aburrida. El falso dolor de cabeza le había servido para lo que pretendía: recuperar el equilibrio y colocar dentro de contexto lo que le estaba sucediendo. Si no podía asumir las explicaciones al cien por cien, al menos tenían cierto sentido.


Además, si seguía analizando lo que le sucedía acabaría por sufrir una auténtica migraña. No estaba acostumbrada a la inactividad y había un auténtico paraíso tras la puerta.


Se levantó y fue a buscar a Pedro. Ya se sentía lo suficientemente fuerte como para enfrentarse a las clases de buceo.




martes, 26 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 29

 


Paula se quitó la blusa y la dejó en el respaldo de una silla, junto a la piscina. Pedro dejó escapar un prolongado silbido.


—Debo decir que tengo un gusto excelente.


Paula se encogió de hombros, cohibida. Pedro estaba de pie con las manos apoyadas en las caderas, mirándola con evidente aprecio.


—Hice un buen trabajo eligiendo ese bañador, pero lo cierto es que tú tienes un cuerpo estupendo para lucirlo.


Muy a pesar suyo, el cumplido de Pedro hizo que Paula sintiera un repentino calor por todo el cuerpo.


—Deja de echarte flores y empecemos con la clase.


—Ven aquí.


Más irritada por cómo la estaba haciendo sentirse Pedro que por sus palabras, Paula señaló las escaleras junto a las que se hallaba.


—Por aquí es por donde tenemos que entrar.


—Aún no. Ven aquí.


El tono ronco de la voz de Pedro hizo que la irritación de Paula se esfumara. Avanzó hacia él, esforzándose por no mirar más arriba de donde acababa su bañador.


Cuando llegó hasta donde estaba, él la tomó por los hombros y le hizo darse la vuelta.


—¿Qué…? —de pronto, Paula sintió sus manos en la espalda, extendiendo algún tipo de crema.


—Nadie debería ir a ningún sitio en estas islas sin protector solar, pero sobre todo tú, que tienes la piel clara.


—De acuerdo, pero puedo ponérmelo yo sola.


Cuando Paula trató de volverse, Pedro se lo impidió.


—No puedes extendértelo por la espalda. Este bañador deja al descubierto demasiada piel.


—¿Y de quién es la culpa?


—Del diseñador, supongo.


Paula miró a lo alto, exasperada, pero Pedro estaba tras ella, de manera que su expresión cayó en saco roto. Pero, un instante después, la exasperación se transformó en placer.


Tras aplicarle la loción en los hombros, Pedro fue descendiendo de un modo muy concienzudo y sensual por su espalda. Sus largos dedos no pasaron por alto ni un centímetro cuadrado de piel, introduciéndose incluso bajo la tira del biquini y acercándose peligrosamente a los lados de los pechos.


Paula apenas podía respirar. Si Pedro avanzaba un poco más… solo un poco más… sus dedos le rozarían los pezones.


Cerró los ojos y sintió que se balanceaba. Quería pedirle que parara, pero no lograba encontrar su voz. Quería irse, pero las piernas no la obedecían.


Unos momentos después, sin dejar de masajearla, de acariciarla, Pedro llegó a su cintura. Cuando alcanzó el borde del bañador, introdujo los dedos bajo el elástico, pero solo un poco, lo justo para hacer que Paula volviera a contener el aliento.


A continuación pasó a los muslos y a los laterales de las nalgas. Paula tuvo que apoyarse contra el respaldo de una silla.


—Yo… puedo ocuparme del resto —dijo, aunque su voz fue solo un susurro.


Sin responder, Pedro continuó hasta las pantorrillas y los tobillos. Luego se colocó frente a ella.


Paula no podía ver. Solo podía sentir las manos de Pedro en sus espinillas, en sus rodillas, más arriba… Estaba utilizando ambas manos, una para cada pierna, con la misma concentración que Leonardo da Vinci debió necesitar para pintar la Mona Lisa.


Paula se aclaró la garganta.


—Creo que…


Al llegar a lo alto de sus muslos, Pedro deslizó los dedos bajo el bañador, lo suficiente como para sentir los pequeños rizos que había debajo.


Paula dejó escapar un gritito ahogado.


Él se quedó paralizado, pero no movió los dedos. Su respiración era claramente irregular. Miró el lugar en que se unían los muslos de Paula.


De pronto, se levantó, dio varios pasos hacia la piscina y se lanzó al agua. Y mientras su cuerpo se arqueaba contra el cielo, Paula captó un destello de su dura y poderosa erección contra la tela del bañador.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 28

 


Avanzó hacia él, pero se obligó a apartar la mirada para observar el resto de la terraza. Tras Pedro había una zona de estar con coloridas tumbonas y un par de mesas. Incluso había una chimenea, y en lo alto giraba un ventilador de techo.


Él estaba tan concentrado mirando el mar que no vio que Paula se acercaba, cosa que ella agradeció. Cuando apenas le separaban dos metros de él, vio algunas gotas de agua en su musculoso cuerpo y en su pelo.


—Buenos días —saludó.


Pedro se volvió hacia ella con una sonrisa de bienvenida en los labios.


—Buenos días.


Al ver su sonrisa, Paula sintió una calidez que nada tenía que ver con el sexo. Afortunadamente.


—La verdad es que no tengo ni idea de la hora que es. Todo lo que sé es que anoche me dormí como un tronco en cuanto me metí en la cama, y cuando he despertado el sol ya había salido.


—Eso es todo lo que necesitas saber. La hora carece de importancia en estas islas —Pedro miro a Paula de arriba a abajo—. Estás muy guapa.


—Gracias —dijo ella e, instintivamente, trató de desviar la atención de sí misma—. Esta isla es una maravilla.


—Me alegra que te guste —la sonrisa de Pedro hizo, ver a Paula que sabía lo que estaba haciendo.


Había vuelto a leerle la mente.


—¿Ya has estado nadando?


Pedro asintió.


—El agua está estupenda. Te va a encantar.


Paula miró hacia el mar.


—Eso aún está por verse.


—Es cierto —Pedro tomó una camiseta azul que se hallaba sobre el respaldo de una silla y se la puso. El agua empapó rápidamente los lugares en que aún no estaba seco, como su pecho, donde Paula acababa de ver el brillo de unas gotas—. Lo primero es lo primero —dijo, enérgicamente—. Ya que anoche no cenaste, apostaría lo que fuera a que estás hambrienta.


—Ganarías la apuesta —dijo Paula, que en ese momento se fijó en una mesa larga y rectangular que se hallaba en un lateral de la zona de estar. Estaba dispuesta para dos.


Pedro la tomó de la mano.


—Ven conmigo.


Paula tenía la sensación de que aquello era lo único que había hecho durante los tres días anteriores.


Ocupó la silla que Pedro apartó para ella y él se sentó a su derecha. Había varios recipientes cubiertos en la mesa, junto con un gran cuenco lleno de fruta.


En ese momento salió de la casa una joven belleza de piel color caramelo y pelo corto y negro con un termo blanco en la mano.


—¿Quiere café, señorita?


—Sí, gracias. ¿Habría algún problema en que fuera descafeinado?


—Es descafeinado.


—Paula, esta es Liana. Liana, esta es mi amiga Paula.


—Hola —saludó Paula, que en respuesta recibió una cálida sonrisa.


—Bienvenida a Serenity —dijo Liana mientras servía el café.


—¿Serenity?


—Es el nombre de la isla.


—Liana y su familia son los encargados de la isla —dijo Pedro.


—Supongo que es un trabajo agradable —Paula miró sucesivamente a Liana y a Pedro—. El nombre de la isla parece muy adecuado.


Liana y Pedro intercambiaron sonrisas y, por algún motivo, el corazón de Paula se encogió. Sus sonrisas desprendían una íntima familiaridad. ¿Mantendrían una relación? ¿Sería Liana la mujer de la que se había enamorado Pedro? Y si era así, ¿Cómo le había roto el corazón? Era evidente que su relación seguía siendo cálida.


Liana la miró con sus bonitos ojos negros.


—¿Le apetece comer algo en especial, señorita Chaves?


—No estoy segura —dijo Paula, pensando que Pedro siempre tenía a su alrededor alguna mujer guapa. El día anterior había sido Jacqui. Ahora era Liana. Suspiró con suavidad. ¿Pero qué más le daba a ella?—. Pero lo cierto es que tengo hambre.


—Di lo que te apetece —dijo Pedro—. Si no lo tenemos, habrá que pensar en otra cosa.


—De acuerdo. ¿Qué tal unas tostadas con huevo y beicon?


—No hay problema, señorita.


—Estupendo —Paula miró a Liana con una cálida sonrisa y decidió que no podía culparla si estaba enamorada de Pedro. A veces parecía que la mitad de las mujeres que conocía estaban enamoradas de él—. Y, por favor, llámame Paula.


—Gracias, Paula. ¿Pedro?


—Quiero lo mismo que ella.


—Mamá y yo nos pondremos enseguida a prepararlo —Liana se volvió y desapareció en el interior de la casa.


Justo en ese momento, un golpe de viento recorrió la terraza y revolvió el pelo de Paula. Instintivamente, ella alzó el rostro hacia la brisa.


—Parece que eres de aquí —murmuró Pedro.


Ligeramente avergonzada por haberse dejado atrapar desprevenida, Paula le devolvió el comentario.


—Tú también. Debes venir aquí a menudo.


—¿Por qué dices eso?


—Porque tú y Liana parecéis conoceros bastante bien.


Pedro asintió.


—Es cierto que vengo bastante a menudo, o tan a menudo como puedo, al menos. Y sí, Liana y yo nos conocemos bastante bien.


—¿Hasta qué punto? —Paula quiso retirar sus palabras en cuanto surgieron de su boca.


De pronto, los ojos de Pedro empezaron a brillar.


—¿Qué está pasando por esa bonita cabeza tuya? ¿Crees que Liana y yo somos amantes?


—¿Lo sois?


Pedro negó con la cabeza.


—No, Paula. Conozco a Liana y a su familia desde hace diez años, que fue cuando empecé a venir aquí. Somos buenos amigos, y eso es todo. Además, no creo que a su marido le gustara —ladeó la cabeza y miró a Paula pensativamente—. ¿De acuerdo?


Paula se encogió de hombros, como si le diera lo mismo.


—Claro. Así que llevas diez años viniendo aquí —dijo, tras dar un sorbo al café.


—Sí.


—El dueño de la isla debe de ser muy buen amigo tuyo.


—Lo es.


—Tú eres el dueño, ¿verdad?


Pedro sonrió.


—Junto con Darío.


—No sabía que fuerais tan amigos.


—Te dije desde el principio que lo éramos.


Paula se mordió el labio inferior. Suponía que Pedro le había hecho un gran favor llevándola a una isla de la que Darío era dueño a medias. De manera que, ¿por qué estaba sintiendo aquel repentino pánico?


—¿Por qué no me dijiste quién era el dueño de la isla?


—Porque temía que te sintieras atrapada si te decía que era en parte mía.


Paula comprendió en ese momento que su pánico no tenía nada que ver con Darío, sino con Pedro. La tenía atrapada en un lugar del que no podía huir… huir de él.


—Si en cualquier momento quieres irte, no tienes más que decírmelo —añadió él.


Paula asintió. Una vez más, Pedro le había leído la mente, pero ya empezaba a acostumbrarse. Tal vez se debía a que le había dicho que podía irse cuando quisiera, pero de pronto ya no se sentía atrapada. Y, extrañamente, un burbujeante sentimiento de anticipación se apoderó de pronto de ella. ¿Pero qué estaba anticipando?


—¿Planeáis Darío y tú promocionar la isla?


—Nos gusta tal y como está, pero puede que algún día construyamos otra residencia para las ocasiones en que queramos traer a nuestras familias al mismo tiempo.


Paula estaba a punto de mencionar el dinero que podrían ganar si decidían desarrollarla como centro turístico, pero pensar en Pedro con una familia hizo que se le formara un nudo en la garganta.


Pedro con una esposa e hijos… Evidentemente, debía tener planeado formar una familia, o de lo contrario no habría mencionado la posibilidad de construir otra residencia.


—He pensado llevarte a dar una vuelta por la isla mientras digerimos el desayuno, pero si lo prefieres, podemos ir directamente a la piscina.


—¿A la piscina? —preguntó Paula, extrañada—. ¿Hay una piscina en la isla?


Pedro asintió.


—Está muy cerca, aunque no se ve hasta que llegas.


—¿No resulta un poco absurdo tener una piscina aquí?


Pedro río.


—Es cierto, pero Darío y yo decidimos hacerla de todos modos. Hay algunas personas a las que les gusta ver lo que tienen debajo cuando se bañan de noche.


—Seguro que tú no eres una de esas personas.


—Así es. El océano es maravilloso de noche.


Paula se sintió atrapada por los ojos de Pedro. No era de extrañar que las mujeres se colaran por él.


—¿Y vas a enseñarme a bucear en la piscina? Para eso podíamos habernos quedado en Dallas. Yo tengo piscina en mi jardín, y tú también.


—Primero practicaremos en la piscina, para que luego puedas manejarte allí —Pedro señaló con la cabeza en dirección a la playa—. Después podremos ir al arrecife que he elegido para ti.


—Oh —Paula dio otro sorbo a su café—. Supongo que eso es una buena idea. Pero, por lo poco que sé, bucear parece algo relativamente fácil.


—Lo es, una vez que se han aprendido los principios básicos.


—Comprendo. Pero no os imagino a ti y a Darío buceando tan solo por la superficie. Seguro que practicáis el submarinismo con botellas.


La sonrisa de Pedro hizo aflorar su hoyuelo.


—Tienes razón, pero antes de practicar el submarinismo conviene que aprendas a bucear con gafas, tubo y aletas. Después, si convences a Darío para que se case contigo, él podría enseñarte a bucear con botellas.


Paula pensó que, una vez más, la respuesta de Pedro resultó totalmente razonable. Lo que no era razonable era que a ella le desagradara tanto.


—Por cierto, ¿sabes nadar?


Paula no pudo evitar reír.


—¿De verdad crees que me plantearía aprender a bucear si no supiera nadar?


—De acuerdo, pero, ¿hasta qué punto sabes hacerlo?


Paula pensó un momento en la pregunta de Pedro.


—Solía nadar bastante bien, pero no he vuelto a hacerlo desde que terminé mis estudios en el colegio. Mi padre se aseguró de que mis hermanas y yo aprendiéramos a nadar.


—Teniendo en cuenta que hay un lago enorme junto al Double B, comprendo por qué. Supongo que no quería correr el peligro de que os cayerais y os ahogarais.


—Ni siquiera habría parpadeado si alguna de nosotras se hubiera ahogado.


—Supongo que no lo dijese en serio.


—Te aseguro que, el día después del funeral, habría vuelto a sus ocupaciones como si tal cosa.


—Las personas tienen distintos modos de llorar a sus muertos, Paula.


—No tiene importancia —Paula hizo un gesto con la mano, como queriendo dejar el tema a un lado—. Pero el verdadero motivo por el que se aseguró de que supiéramos nadar fue para que pudiéramos competir entre nosotras. Todo formaba parte de su estrategia para volvernos competitivas. Por eso nos enseñó también a jugar al golf, al tenis y al baloncesto. Y ese es el motivo por el que dejé de nadar en cuanto pude. Por eso no estoy segura de hasta qué punto estoy en condiciones de volver a hacerlo.


Pedro la miró unos momentos como si quisiera decirle algo, sin duda algo sobre su padre, pero finalmente cambió de opinión.


—No tienes por qué preocuparte. Llevarás un cinturón que te mantendrá a flote, y un chaleco salvavidas en caso de que no te sientas segura. En cualquier caso, nunca se me ocurriría enseñar a bucear a alguien que no supiera nadar.


—Entonces, ¿por qué no me lo preguntaste antes de venir?


Pedro sonrió.


—Porque si no hubieras sabido nadar, te habría enseñado.


—Tan fácil como eso, ¿no? ¿Sabes lo que creo? Que te has equivocado de profesión. Deberías haber sido profesor.


—¿En serio?


Paula asintió.


—Estoy segura de que enseñar historia o matemáticas no es muy distinto a enseñar a una mujer a aceptar la caricia de un hombre, o a bailar arrimada, o a bucear. Solo sería otra lección en una larga lista de ellas, ¿no te parece?


Pedro volvió a sonreír.


—Correcto —dijo y volvió la cabeza hacia la puerta—. Ah, aquí está nuestro desayuno. Gracias, Liana.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 27

 


Paula se estiró lentamente en la cama. La luz del sol y una suave brisa entraban por una gran puerta, acompañados del aroma de flores tropicales y del sonido del mar.


Todo era tan distinto a lo que estaba acostumbrada que permaneció tumbada unos minutos más, tratando de orientarse.


La noche anterior, cuando llegaron a la isla, Pedro le indicó cuál era su dormitorio y le dijo que cuando estuviera lista podía salir a cenar algo a la terraza. Pero Paula estaba demasiado cansada y, tras tomar una ducha, se fue directamente a la cama. El torbellino interior que había soportado durante los últimos días la había dejado agotada.


Salió de la cama y se acercó a la puerta, que daba a una amplia terraza. El día anterior, Pedro le explicó que la casa había sido cuidadosamente construida para que no pudiera verse desde ningún punto de la isla, excepto desde el aire.


Ni siquiera tuvo que salir a la terraza para darse cuenta de que la casa se hallaba sobre una colina cubierta de vegetación, que descendía hasta una playa de arena blanca. Flores de colores tan brillantes que apenas parecían reales formaban enormes ramos entre árboles y arbustos.


Había tomado una buena decisión aceptando ir allí, pensó. La isla era un mundo completamente diferente, con una belleza muy distinta a la que estaba acostumbrada. Si algún lugar podía sacarla de la rutina a la que estaba acostumbrada era aquel.


Y ya que iba a pasar allí algunos días, lo mejor que podía hacer era vestirse y salir a ver qué encontraba.


Pedro había dicho que el propósito de aquel viaje era enseñarla a bucear, de manera que rebuscó en sus maletas y encontró seis biquinis diferentes. Tomó uno de color rosa oscuro y lo miró con ojo crítico. Pequeño. Muy pequeño. Pero los demás no eran más grandes.


Suspirando, fue con él al baño y se lo puso. Luego se miró en el espejo y frunció el ceño. La parte baja empezaba varios centímetros por debajo de su ombligo y el corte de las piernas era muy alto. El sujetador era poco más que dos trocitos de tela sujetos por una cuerda. De todos modos, nada vital quedaba expuesto, y no resultaba demasiado escandaloso. Giró para verse desde otro ángulo y la conclusión a la que llegó resultó sorprendente: el bañador le sentaba muy bien.


Sonrió. El hecho de estar allí con aquel diminuto biquini era otro indicio de que estaba cambiando. Lo que no sabía aún, y lo que pretendía averiguar durante su estancia en la isla, era si esos cambios le gustaban.


Tras lavarse la cara, cepillarse los dientes y darse crema protectora en la cara y el cuello, se centró en su pelo y descubrió que tenía poco que hacer.


El peluquero que la había atendido el día anterior se lo había cortado a capas. El corte lo había aligerado de peso y revelaba la tendencia natural a rizarse contra la que Paula había luchado toda su vida. El peluquero también le había cortado las puntas, de manera que le llegaba justo hasta los hombros. Como resultado, lo único que tenía que hacer era pasar los dedos por él para que adquiriera el mismo aspecto que tenía nada más salir de la peluquería.


Después de mirarse un momento en el espejo y decidir que el corte de pelo era un cambio al que aún no se había acostumbrado, volvió al dormitorio, se puso una blusa y un par de sandalias que encontró en una de las maletas y salió a la terraza.


Pero se detuvo tras dar tan solo unos pasos. Pedro estaba de pie en un extremo de la terraza, mirando hacia el mar, con una taza de café en una mano y la otra apoyada contra un poste.


Y lo único que llevaba puesto era un bañador azul marino, ceñido y corto.


Muy corto. Y muy ceñido.


Se ruborizó y sintió que se le secaba la boca. Viéndolo de perfil, el abultamiento de su sexo era evidente.


Se quedó paralizada ante aquella visión, y el corazón empezó a latirle como si estuviera a punto de salirse de su pecho. Pero, ¿por qué? Ya había sentido su tamaño y forma cuando bailaron. Entre sus brazos, en la pista de baile, estuvo a punto de desvanecerse al sentirlo presionado contra la parte baja de su cuerpo. Aún podía recordar el deseo que se apoderó de ella.


Pero no podía permitir que sucediera algo parecido en aquel lugar. No podía y no lo permitiría.


Además, estaban en una isla, y lo normal era ir en bañador. Más le valía acostumbrarse a la visión del magnífico cuerpo de Pedro, y de su sexo…


Un deseo incontrolable recorrió sus venas, haciéndola sentirse febril. Apenas pudo contener el impulso de retirarse a su dormitorio. Aquel no era un buen modo de empezar su estancia en la isla. Hacía tiempo que había dejado de ocultarse en el armario de su dormitorio, y no tenía intención de empezar a hacerlo de nuevo.





lunes, 25 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 26

 


—¿Estás lista para despertarte?


Paula oyó la pregunta a través de una gruesa capa de sueño. La voz era suave, y sonaba claramente divertida y muy masculina. Era la voz de Pedro. Se despertó al instante.


Estaba sentado junto a la tumbona, sosteniéndole la mano y sonriendo.


—Deduzco que la mañana ha sido una experiencia relajante para ti.


—No ha estado mal —replicó ella, con cautela. Después de todo, había ido a regañadientes, y no quería que Pedro se sintiera demasiado satisfecho consigo mismo—. Anoche no dormí demasiado bien, así que he aprovechado la oportunidad para echar una siesta.


—Bien. Me alegra que hayas podido descansar. ¿Estás lista para comer?


Si de algo estaba segura Paula era que se encontraba demasiado relajada como para vestirse y acudir a algún restaurante de moda a comer.


—No.


Pedro arqueó las cejas con gesto escéptico.


—¿No quieres aprovechar lo que has pagado? La comida está incluida en el precio del tratamiento.


—Oh, no lo sabía.


—Pues ahora que lo sabes, vamos —Pedro tiró suavemente de la mano de Paula—. Después de comer solo tienes que hacer otro par de cosas, y luego podremos irnos.


Paula estaba tan relajada que no habría podido levantarse sin la ayuda de Pedro. Cuando finalmente estuvo en pie, recordó de pronto que estaba desnuda bajo la bata de felpa. Se la ajustó y se ciñó el cinturón. No se había sentido consciente de su relativa desnudez hasta que Pedro había aparecido.


Él la miró y apartó un mechón de pelo de su frente.


—Creo que nunca te había visto tan relajada.


Paula rió.


—Estoy segura de que nadie me ha visto nunca así. Aquí no solo relajan tus músculos; tengo la sensación de que también relajan tus huesos.


Pedro alzó una mano y le acarició una mejilla.


—Te sienta muy bien estar relajada —dijo, con voz ronca.


Cuando inclinó el rostro y la besó con delicadeza en los labios, fue casi como si Paula lo hubiera estado esperando. De pronto, todas las terminaciones nerviosas de su piel volvieron a la vida y le produjeron un cálido cosquilleo por todo el cuerpo. Pero estaba demasiado relajada como para erigir alguna defensa contra él.


Despacio, Pedro abrió su boca, y ella entreabrió los labios en respuesta. Sabía lo que venía a continuación, y lo deseaba. Cuando sus lenguas se acariciaron, Paula temió perder el sentido. Un intenso calor floreció entre sus piernas. Olvidó todo lo que la rodeaba. Solo podía concentrarse en lo que estaba sintiendo.


Un instante después, Pedro deslizó una mano bajo la bata de Paula, abarcó con ella uno de sus pechos desnudos y acarició su pezón con la yema del pulgar hasta que un suave gemido escapó de su garganta. De inmediato, retiró la mano.


La sensación que su retirada produjo a Paula fue de intenso vacío. Lo miró confusa, insegura. ¿Qué le estaba haciendo aquel hombre?


Él exhaló un prolongado y tembloroso aliento. Su rostro parecía atormentado, pero sus siguientes palabras desmintieron aquella idea.


—Eso es lo que Darío habría hecho —dijo, y a continuación tomó la mano de Paula y prácticamente la arrastró hasta la puerta—. Vamos.


Aturdida, lo siguió por el pasillo hasta que se detuvieron ante otra puerta.


—Jacqui ha hecho que nos sirvan aquí la comida para que podamos tener algo de intimidad.


Intimidad. «Oh sí, claro», reflexionó Paula con sarcasmo. Eso era exactamente lo que necesitaban.


Entraron en una habitación muy bien iluminada y en la que dominaban los tonos verde y melocotón. En un rincón había una mesa dispuesta para dos, con los platos y las copas ya llenas.


Paula se dirigió de inmediato a ella y tomó una de las copas de champán. Sin mirar a Pedro, eligió una silla y se llevó la copa a los labios. Cuando la vació, buscó la botella con la mirada.


Pedro se anticipó a ella y volvió a llenarle la copa.


—Tal vez sería mejor que comieras algo antes de beber más.


Su sugerencia, aunque amable, fue recibida con el humor de un rinoceronte. A pesar de todo, Paula acabó por fijarse en el plato de pollo con espinacas y ensalada.


De pronto se dio cuenta de dos cosas: tenía hambre y necesitaba desesperadamente apartar a Pedro de su mente.


Tomó los cubiertos y se concentró en la comida. Estaba deliciosa.


Por fortuna, su mente quedó en blanco mientras comía, y aún seguía muy relajada. Para cuando terminó de comer, incluso los latidos de su corazón habían vuelto a recuperar su ritmo normal. Pero recordaba el beso… vaya si lo recordaba.


Miró a Pedro y vio que la estaba mirando. Debía llevar mucho rato observándola, porque apenas había tocado la comida de su plato.


Cuidadosamente, Paula dejó la servilleta en el brazo de su silla.


—Has dicho que tenía que hacer una o dos cosas más. ¿De qué se trata?


—Ir a la peluquería y recibir una clase de maquillaje.


—No necesito ir a ninguna clase de maquillaje, pero estoy de acuerdo en lo de la peluquería.


—Bien —la expresión de Pedro era totalmente enigmática.


¿En qué estaría pensando?, se preguntó Paula. ¿Sería consciente del fuego que había despertado en ella al acariciarle el pecho? ¿Sabría que se sentía una persona distinta a la de la noche de la fiesta? ¿Y que la diferencia empezó cuando averiguó que había pasado la noche abrazada a él?


—¿Y tienes algo planeado para después de la peluquería?


—Iremos al aeropuerto, donde subiremos a mi avión para volar a las American Virgin Islands.


Pedro hizo una pausa, esperando que Paula dijera algo, que protestara, pero ella permaneció en silencio. No quería hablar antes de saber exactamente qué lo preocupaba. Además, sabía que Pedro aún no se lo había dicho todo.


—Un amigo mío es dueño de una de las islas y nos la presta unos días.


Pedro volvió a hacer una pausa, pero Paula siguió en silencio. Pero, a pesar de lo quieta que estaba, su mente iba a toda velocidad. Una isla privada significaba que estarían solos, con la posible excepción de los empleados domésticos. Su corazón latió más rápido al pensarlo.


Tras un momento, Pedro se irguió en la silla.


—Uno de los motivos por el que vamos a ir es que quiero darte unas clases de buceo. A Dario le encanta bucear —jugueteó un momento con el borde de su plato y luego lo apartó—. Así que, como he dicho, iremos de aquí al aeropuerto. Nuestro equipaje ya está en el coche. Esta mañana hice el mío, y mientras te daban el masaje hice que enviaran de Nieman una selección de las cosas que podías necesitar, junto con unas maletas. Jacqui me ha ayudado a hacerlas y se ha asegurado de que hubiera todo lo necesario. También he llamado a Monica, que ha ido a tu casa para recoger tus medicinas, tu bolso y otras cosas que ha dicho que querrías.


Era evidente que Pedro había pensado en todo, y que se había ocupado de arreglarlo a sus espaldas. Paula sabía que esperaba que se enfadara, que le dijera que no pensaba ir con él a ningún sitio. Y debería hacerlo.


Pero las cosas estaban cambiando y moviéndose en su interior con si fueran algo tangible que pudiera ver con rayos X. Podía sentirlas. Era como si estuviera sufriendo un terremoto interior. Pero aún no estaba segura de qué cosas iban a cambiar, ni de por qué le estaba sucediendo aquello.


—Prometí a Monica que la llamarías desde el avión para ponerla al tanto de lo que quieres que haga.


Paula sabía que si se quedaba en la ciudad se sumergiría en su trabajo con la habitual intensidad y apartaría a un rincón las preguntas que rondaban su cabeza.


Pero el instinto le decía que aquellas preguntas eran demasiado importantes como para dejarlas de lado. Además, ¿por qué no tomarse unos días libres? Llevaba trabajando toda su vida. Empezó a hacerlo de pequeña, cuando decidió esforzarse al máximo para tratar de satisfacer a un padre, labor que resultaba imposible.


—¿Paula?


Paula miró a Pedro. Parecía preocupado. Quería una respuesta y se la daría.


—De acuerdo.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 25

 


—¿Señorita Chaves? ¿Señorita Chaves?


—¿Sí? —Paula hizo un esfuerzo para abrir los ojos—. ¿Qué pasa?


—El masaje ha terminado.


—¿En serio? —preguntó Paula, decepcionada.


Recordaba haberse quedado medio dormida mientras Helena le daba el masaje. Obedeció cuando le pidió que se diera la vuelta, pero después volvió a sumergirse en una nube. Y en aquellos momentos no sentía un solo hueso del cuerpo.


—Siéntese lentamente —dijo Helena—. Puede que se sienta un poco mareada a principio, pero se le pasará enseguida.


Paula se irguió, pero enseguida deseo volver a tumbarse para que le dieran otra hora de masaje. No recordaba la última vez que se había sentido tan relajada. Pero Helena ya la estaba ayudando a bajar de la camilla. Incluso la ayudó a ponerse las zapatillas de felpa y la bata que le habían facilitado en el centro.


—¿Se siente mejor? —preguntó Helena, sonriente.


—Sí, muchas gracias. Realmente tiene un don.


Helena asintió, agradecida, y a continuación salieron de la sala de masajes.


—Sígame. Ahora viene el tratamiento facial.


—¿Sabe dónde está el señor Alfonso? —preguntó Paula. Le había dicho a Pedro que, ya que la había llevado allí, lo menos que podía hacer era esperarla. Él había reído y le había asegurado que no se iría.


—No. Lo siento pero no lo sé. Ya hemos llegado —Helena abrió una de las puertas que daban al pasillo por el que circulaban y Paula entró en una sala tenuemente iluminada en la que la esperaban tres mujeres vestidas con batas verdes. También había una tumbona con el aspecto más cómodo que había visto en su vida—. Es toda vuestra —dijo Helena, y se fue tras despedirse de Paula.


Una mujer con el pelo plateado se acercó a ella.


—Me llamo Mary, señorita Chaves. Voy a ocuparme de su tratamiento facial —se volvió y presentó a sus compañeras, Cordelia y Alicia.


—Hola —saludó Paula y recibió dos «holas» en respuesta.


—Mientras yo me ocupo de su rostro —dijo Mary—, Cordelia le hará la manicura y Alicia la pedicura.


—Qué eficiencia —dijo Paula, sinceramente impresionada.


—A algunos de nuestros clientes les gusta pasar aquí todo el día, pero a otros no —explicó Mary—. El señor Alfonso nos ha explicado que usted pertenece al segundo grupo.


—Ah, ¿sí? —Al parecer, Pedro la conocía demasiado bien—. ¿Y por casualidad sabe dónde está en estos momentos?


—Creo que está con Jacqui en una de nuestras salas privadas.


—¿En una sala privada? ¿Y sabe qué están haciendo? —preguntó Paula, sin poder contenerse.


—No, me temo que no.


¿Qué más le daba lo que Pedro estuviera haciendo con la preciosa Jacqui?, se reprendió Paula, molesta consigo misma.


—Si se sienta, nos ocuparemos de que esté lo más cómoda que sea posible antes de empezar.


Cuando Paula se sentó en la tumbona estuvo a punto de gruñir de placer. No tenía idea de quién la habría diseñado, pero pensaba averiguarlo y encargar una docena.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 24

 


—¿Está cómoda, señorita Chaves?


La voz suave y grave de Helena, la masajista que estaba atendiendo a Paula, irritó a esta.


—Tan cómoda como es posible estando semidesnuda y boca abajo en una camilla de masaje con las manos de una desconocida sobre mí.


—Deduzco que nunca le han dado un masaje hasta ahora.


—Es cierto —Paula nunca había tenido tiempo, y tampoco lo tenía en aquellos momentos.


No podía creer que hubiera permitido a Pedro que la llevara a aquel salón de belleza.


—Espero no estar haciéndole daño.


—No —lo cierto era que la experiencia no estaba resultando tan desagradable como esperaba. Pero no podía permitirse perder el tiempo de aquella manera. Además, no entendía qué tenía que ver un masaje con conquistar a Darío.


—Está muy tensa. Lo siento en sus músculos, así que trate de relajarse y déjeme hacer mi trabajo.


Paula alzó la cabeza y miró por encima del hombro.


—¿Por casualidad tiene un teléfono móvil por aquí?


—No, señorita Chaves —Helena la empujó con suavidad para que volviera a tumbarse—. Ocuparse de su trabajo a la vez que le doy un masaje podría resultar contraproducente. Además, incluso las personas más ocupadas consideran que un día en Jacqui resulta beneficioso. Pero tiene que darse la oportunidad. Así que, por favor, trate de relajarse para que pueda liberar los nudos de tensión que tiene en los hombros.


Paula bostezó mientras Helena echaba más aceite en su espalda. A pesar de sus intentos de convencer a Pedro, lo más probable era que este creyera que ella no iba a cumplir con su parte del compromiso si él no cumplía con la suya. Afortunadamente, aquello tenía fácil arreglo. En cuanto volviera a la oficina pondría a trabajar a sus abogados para que redactaran un acuerdo. Entonces, Pedro tendría que creerla.


¿Dónde estaría? La última vez que lo había visto estaba en el salón principal, despidiéndose de ella con la mano mientras Jacqui, la preciosa dueña de aquel lugar, la acompañaba a la sala de masajes. Suspiró. Si al menos tuviera el móvil podría…