Paula simuló el repentino inicio de una migraña. En cuanto Pedro salió a la superficie, alegó un intenso dolor en el lado izquierdo de la cabeza. Mientras lo hacía no dejó de llamarse cobarde, pero le daba lo mismo. No pensaba meterse en la piscina con Pedro en aquellos momentos, después de la intimidad con que acababa de acariciarla.
Además, lo que había visto cuando se había lanzado al agua era una prueba indiscutible de que él también se había sentido afectado, aunque sabía que de forma distinta a la de ella.
Entendía que los hombres no necesitaban sentir lo mismo que las mujeres para excitarse sexualmente. Para ellos bastaba con un estímulo mínimo, lo que empeoraba aún más las cosas para ella. Lo que Pedro podía hacerla sentir con un mero guiño no significaba nada para él. En cuanto a ella… podía pensar en aquello más tarde.
Tomó su blusa, se la puso y se encaminó de regreso a la casa. Pedro la alcanzó rápidamente, la tomó en brazos y la llevó así hasta el dormitorio.
Paula no se sintió capaz de protestar. Después de todo, ya la había ayudado durante una de sus auténticas migrañas, y estaba preocupado.
Instintivamente, apoyó la cabeza en su hombro y lo rodeó con un brazo por el cuello. Pedro no había tenido tiempo de secarse, y aún tenía la piel húmeda y deslizante. Paula trató de no sentir nada, pero el intento fue inútil. El mero contacto de sus pieles reavivaba el recuerdo de los dedos de Pedro metidos bajo su biquini.
Afortunadamente, unos momentos después la dejaba cuidadosamente sobre la cama.
—¿Qué medicina quieres tomar?
Paula cerró los ojos. No quería que se preocupara por ella. No quería ver la protuberancia de su ceñido bañador. Aunque ya no estaba excitado, el mero contorno de su sexo era suficiente para que la boca se le hiciera agua.
—No te molestes. Me levantaré en un minuto.
—Tú limítate a decir qué pastilla quieres.
Aquello iba a resultar complicado. Paula quería librarse de él lo antes posible pero, teniendo en cuenta cómo se había comportado la noche que sufrió una auténtica migraña, sabía que no se iría hasta haber hecho todo lo posible por ella.
—Tráeme la bolsa.
Pedro se la acercó junto con un vaso de agua. Paula eligió una de las pastillas más suaves.
—¿Te importaría traerme un paño húmedo?
Pedro frunció el ceño.
—Primero tómate la pastilla.
Paula no tenía escapatoria. Se metió la pastilla en la boca, la colocó rápidamente bajo su lengua y dio un sorbo de agua. Satisfecho, Pedro volvió al baño. Ella tuvo el tiempo justo para sacarse la pastilla de la boca y volver a meterla en el frasco antes de que él reapareciese con el trapo.
—Gracias —dijo, y se cubrió los ojos con él.
—¿Qué más puedo hacer? ¿Quieres que cierre las contraventanas para oscurecer la habitación?
—No, quiero sentir la brisa. El trapo evitará que me moleste la luz —Paula se fijó de repente en que estaba hablando con frases completas. Era muy mala mintiendo, al menos a Pedro—. Vete. Voy a dormir.
Sintió que él se sentaba en la cama y la tomaba de la mano.
—¿Estás segura? La última vez…
—La última vez no… —Paula suspiró y se obligó a hablar entrecortadamente—… no corté el dolor de cabeza a tiempo. Este no será… tan malo —retiró su mano de la de Pedro con suavidad—. Todo lo que necesito es dormir.
—Hay un botón blanco en el teléfono que sirve para avisar. Lo tienes al alcance de la mano. Si necesitas algo, cualquier cosa, solo tienes que presionarlo, ¿de acuerdo?
—Sí… pero no será necesario.
Paula esperó, pero Pedro no se movió. Durante un rato temió que fuera a quedarse allí, como en la otra ocasión. El hecho de que su preocupación fuera sincera la hacía sentirse fatal. Y extraña. Aparte de Monica, nadie se preocupaba por ella. Sin embargo, Pedro sí. Se preguntó por qué, pero no supo qué responder.
Poco a poco logró relajarse y hacer que su respiración se volviera pausada y rítmica. Finalmente, Pedro se levantó de la cama y salió silenciosamente de la habitación.
Cuando por fin estuvo sola, Paula decidió seguir su costumbre en momentos de crisis y repasar lo que, sabía con certeza.
Había aceptado ir a la isla porque sentía que hacerlo le daría la oportunidad de descubrir cuáles eran los cambios que estaba experimentando y por qué estaban teniendo lugar. De momento no había tenido tiempo de hacerlo, pero la excusa del dolor de cabeza acababa de concedérselo.
Sin embargo, cuanto más se esforzaba en aclarar sus ideas, más confusa se sentía. Sus pensamientos estaban demasiado entremezclados con sensaciones y emociones que, de un modo u otro, tenían que ver con Pedro.
«Darío», se dijo con severidad. «Darío, Darío».
Repitió el nombre una y otra vez en su cabeza, tratando de centrarse en su meta original.
El problema era que no olvidaba por qué había aceptado el plan de Pedro. Se suponía que todo lo que había hecho durante los días pasados era para poder atraer la atención de Darío como mujer, no como una prima segunda por la que este nunca se había sentido demasiado atraído. Sin embargo, solo lograba pensar en Pedro.
Respiró profundamente. Estaba claro que su cerebro necesitaba oxígeno, aunque era obvio que la isla tenía una sobrada cantidad.
Supuso que era lógico que lo hubiera podido pensar con claridad. Si aquellas lecciones le habían enseñado algo era por qué las mujeres perdían la cabeza y el corazón por Pedro. Era un hombre viril, profundamente sexual y muy atractivo.
Y las lecciones que le estaba dando contenían fuertes dosis de aquellos elementos. Para que se acostumbrara a las caricias de un hombre, la había acariciado. Para enseñarle cómo bailar con un hombre, se lo había demostrado. Entendía que algunas cosas solo podían enseñarse con la práctica.
Pero, como resultado, su mente y su cuerpo estaban reaccionando a Pedro, cuando estaba segura de que eso era lo último que él pretendía. Estaba segura de que, desde su punto de vista, se veía a sí mismo como un mero sustituto de Darío.
¿Y los cambios que sentía en su interior? Tal vez se debían sencillamente a que las lecciones de Pedro estaban funcionando, a que, de algún modo indescifrable, estaban haciendo que se suavizara y se sintiera más dispuesta a amar a un hombre.
A Darío, por supuesto.
Apenas logró reprimir un gemido. Las conclusiones a las que había llegado eran totalmente coherentes pero, por alguna razón que se le escapaba, no podía aceptarlas.
La tarde se acercaba. A pesar de todo lo que había dormido la noche anterior, logró volver a quedarse adormecida. Pero incluso con el trapo sobre los ojos siempre fue consciente de cuándo entraba Pedro en el dormitorio a comprobar cómo estaba. Permanecía a los pies de la cama, la miraba unos minutos y luego se iba.
Para las cinco de la tarde ya estaba aburrida. El falso dolor de cabeza le había servido para lo que pretendía: recuperar el equilibrio y colocar dentro de contexto lo que le estaba sucediendo. Si no podía asumir las explicaciones al cien por cien, al menos tenían cierto sentido.
Además, si seguía analizando lo que le sucedía acabaría por sufrir una auténtica migraña. No estaba acostumbrada a la inactividad y había un auténtico paraíso tras la puerta.
Se levantó y fue a buscar a Pedro. Ya se sentía lo suficientemente fuerte como para enfrentarse a las clases de buceo.