Avanzó hacia él, pero se obligó a apartar la mirada para observar el resto de la terraza. Tras Pedro había una zona de estar con coloridas tumbonas y un par de mesas. Incluso había una chimenea, y en lo alto giraba un ventilador de techo.
Él estaba tan concentrado mirando el mar que no vio que Paula se acercaba, cosa que ella agradeció. Cuando apenas le separaban dos metros de él, vio algunas gotas de agua en su musculoso cuerpo y en su pelo.
—Buenos días —saludó.
Pedro se volvió hacia ella con una sonrisa de bienvenida en los labios.
—Buenos días.
Al ver su sonrisa, Paula sintió una calidez que nada tenía que ver con el sexo. Afortunadamente.
—La verdad es que no tengo ni idea de la hora que es. Todo lo que sé es que anoche me dormí como un tronco en cuanto me metí en la cama, y cuando he despertado el sol ya había salido.
—Eso es todo lo que necesitas saber. La hora carece de importancia en estas islas —Pedro miro a Paula de arriba a abajo—. Estás muy guapa.
—Gracias —dijo ella e, instintivamente, trató de desviar la atención de sí misma—. Esta isla es una maravilla.
—Me alegra que te guste —la sonrisa de Pedro hizo, ver a Paula que sabía lo que estaba haciendo.
Había vuelto a leerle la mente.
—¿Ya has estado nadando?
Pedro asintió.
—El agua está estupenda. Te va a encantar.
Paula miró hacia el mar.
—Eso aún está por verse.
—Es cierto —Pedro tomó una camiseta azul que se hallaba sobre el respaldo de una silla y se la puso. El agua empapó rápidamente los lugares en que aún no estaba seco, como su pecho, donde Paula acababa de ver el brillo de unas gotas—. Lo primero es lo primero —dijo, enérgicamente—. Ya que anoche no cenaste, apostaría lo que fuera a que estás hambrienta.
—Ganarías la apuesta —dijo Paula, que en ese momento se fijó en una mesa larga y rectangular que se hallaba en un lateral de la zona de estar. Estaba dispuesta para dos.
Pedro la tomó de la mano.
—Ven conmigo.
Paula tenía la sensación de que aquello era lo único que había hecho durante los tres días anteriores.
Ocupó la silla que Pedro apartó para ella y él se sentó a su derecha. Había varios recipientes cubiertos en la mesa, junto con un gran cuenco lleno de fruta.
En ese momento salió de la casa una joven belleza de piel color caramelo y pelo corto y negro con un termo blanco en la mano.
—¿Quiere café, señorita?
—Sí, gracias. ¿Habría algún problema en que fuera descafeinado?
—Es descafeinado.
—Paula, esta es Liana. Liana, esta es mi amiga Paula.
—Hola —saludó Paula, que en respuesta recibió una cálida sonrisa.
—Bienvenida a Serenity —dijo Liana mientras servía el café.
—¿Serenity?
—Es el nombre de la isla.
—Liana y su familia son los encargados de la isla —dijo Pedro.
—Supongo que es un trabajo agradable —Paula miró sucesivamente a Liana y a Pedro—. El nombre de la isla parece muy adecuado.
Liana y Pedro intercambiaron sonrisas y, por algún motivo, el corazón de Paula se encogió. Sus sonrisas desprendían una íntima familiaridad. ¿Mantendrían una relación? ¿Sería Liana la mujer de la que se había enamorado Pedro? Y si era así, ¿Cómo le había roto el corazón? Era evidente que su relación seguía siendo cálida.
Liana la miró con sus bonitos ojos negros.
—¿Le apetece comer algo en especial, señorita Chaves?
—No estoy segura —dijo Paula, pensando que Pedro siempre tenía a su alrededor alguna mujer guapa. El día anterior había sido Jacqui. Ahora era Liana. Suspiró con suavidad. ¿Pero qué más le daba a ella?—. Pero lo cierto es que tengo hambre.
—Di lo que te apetece —dijo Pedro—. Si no lo tenemos, habrá que pensar en otra cosa.
—De acuerdo. ¿Qué tal unas tostadas con huevo y beicon?
—No hay problema, señorita.
—Estupendo —Paula miró a Liana con una cálida sonrisa y decidió que no podía culparla si estaba enamorada de Pedro. A veces parecía que la mitad de las mujeres que conocía estaban enamoradas de él—. Y, por favor, llámame Paula.
—Gracias, Paula. ¿Pedro?
—Quiero lo mismo que ella.
—Mamá y yo nos pondremos enseguida a prepararlo —Liana se volvió y desapareció en el interior de la casa.
Justo en ese momento, un golpe de viento recorrió la terraza y revolvió el pelo de Paula. Instintivamente, ella alzó el rostro hacia la brisa.
—Parece que eres de aquí —murmuró Pedro.
Ligeramente avergonzada por haberse dejado atrapar desprevenida, Paula le devolvió el comentario.
—Tú también. Debes venir aquí a menudo.
—¿Por qué dices eso?
—Porque tú y Liana parecéis conoceros bastante bien.
Pedro asintió.
—Es cierto que vengo bastante a menudo, o tan a menudo como puedo, al menos. Y sí, Liana y yo nos conocemos bastante bien.
—¿Hasta qué punto? —Paula quiso retirar sus palabras en cuanto surgieron de su boca.
De pronto, los ojos de Pedro empezaron a brillar.
—¿Qué está pasando por esa bonita cabeza tuya? ¿Crees que Liana y yo somos amantes?
—¿Lo sois?
Pedro negó con la cabeza.
—No, Paula. Conozco a Liana y a su familia desde hace diez años, que fue cuando empecé a venir aquí. Somos buenos amigos, y eso es todo. Además, no creo que a su marido le gustara —ladeó la cabeza y miró a Paula pensativamente—. ¿De acuerdo?
Paula se encogió de hombros, como si le diera lo mismo.
—Claro. Así que llevas diez años viniendo aquí —dijo, tras dar un sorbo al café.
—Sí.
—El dueño de la isla debe de ser muy buen amigo tuyo.
—Lo es.
—Tú eres el dueño, ¿verdad?
Pedro sonrió.
—Junto con Darío.
—No sabía que fuerais tan amigos.
—Te dije desde el principio que lo éramos.
Paula se mordió el labio inferior. Suponía que Pedro le había hecho un gran favor llevándola a una isla de la que Darío era dueño a medias. De manera que, ¿por qué estaba sintiendo aquel repentino pánico?
—¿Por qué no me dijiste quién era el dueño de la isla?
—Porque temía que te sintieras atrapada si te decía que era en parte mía.
Paula comprendió en ese momento que su pánico no tenía nada que ver con Darío, sino con Pedro. La tenía atrapada en un lugar del que no podía huir… huir de él.
—Si en cualquier momento quieres irte, no tienes más que decírmelo —añadió él.
Paula asintió. Una vez más, Pedro le había leído la mente, pero ya empezaba a acostumbrarse. Tal vez se debía a que le había dicho que podía irse cuando quisiera, pero de pronto ya no se sentía atrapada. Y, extrañamente, un burbujeante sentimiento de anticipación se apoderó de pronto de ella. ¿Pero qué estaba anticipando?
—¿Planeáis Darío y tú promocionar la isla?
—Nos gusta tal y como está, pero puede que algún día construyamos otra residencia para las ocasiones en que queramos traer a nuestras familias al mismo tiempo.
Paula estaba a punto de mencionar el dinero que podrían ganar si decidían desarrollarla como centro turístico, pero pensar en Pedro con una familia hizo que se le formara un nudo en la garganta.
Pedro con una esposa e hijos… Evidentemente, debía tener planeado formar una familia, o de lo contrario no habría mencionado la posibilidad de construir otra residencia.
—He pensado llevarte a dar una vuelta por la isla mientras digerimos el desayuno, pero si lo prefieres, podemos ir directamente a la piscina.
—¿A la piscina? —preguntó Paula, extrañada—. ¿Hay una piscina en la isla?
Pedro asintió.
—Está muy cerca, aunque no se ve hasta que llegas.
—¿No resulta un poco absurdo tener una piscina aquí?
Pedro río.
—Es cierto, pero Darío y yo decidimos hacerla de todos modos. Hay algunas personas a las que les gusta ver lo que tienen debajo cuando se bañan de noche.
—Seguro que tú no eres una de esas personas.
—Así es. El océano es maravilloso de noche.
Paula se sintió atrapada por los ojos de Pedro. No era de extrañar que las mujeres se colaran por él.
—¿Y vas a enseñarme a bucear en la piscina? Para eso podíamos habernos quedado en Dallas. Yo tengo piscina en mi jardín, y tú también.
—Primero practicaremos en la piscina, para que luego puedas manejarte allí —Pedro señaló con la cabeza en dirección a la playa—. Después podremos ir al arrecife que he elegido para ti.
—Oh —Paula dio otro sorbo a su café—. Supongo que eso es una buena idea. Pero, por lo poco que sé, bucear parece algo relativamente fácil.
—Lo es, una vez que se han aprendido los principios básicos.
—Comprendo. Pero no os imagino a ti y a Darío buceando tan solo por la superficie. Seguro que practicáis el submarinismo con botellas.
La sonrisa de Pedro hizo aflorar su hoyuelo.
—Tienes razón, pero antes de practicar el submarinismo conviene que aprendas a bucear con gafas, tubo y aletas. Después, si convences a Darío para que se case contigo, él podría enseñarte a bucear con botellas.
Paula pensó que, una vez más, la respuesta de Pedro resultó totalmente razonable. Lo que no era razonable era que a ella le desagradara tanto.
—Por cierto, ¿sabes nadar?
Paula no pudo evitar reír.
—¿De verdad crees que me plantearía aprender a bucear si no supiera nadar?
—De acuerdo, pero, ¿hasta qué punto sabes hacerlo?
Paula pensó un momento en la pregunta de Pedro.
—Solía nadar bastante bien, pero no he vuelto a hacerlo desde que terminé mis estudios en el colegio. Mi padre se aseguró de que mis hermanas y yo aprendiéramos a nadar.
—Teniendo en cuenta que hay un lago enorme junto al Double B, comprendo por qué. Supongo que no quería correr el peligro de que os cayerais y os ahogarais.
—Ni siquiera habría parpadeado si alguna de nosotras se hubiera ahogado.
—Supongo que no lo dijese en serio.
—Te aseguro que, el día después del funeral, habría vuelto a sus ocupaciones como si tal cosa.
—Las personas tienen distintos modos de llorar a sus muertos, Paula.
—No tiene importancia —Paula hizo un gesto con la mano, como queriendo dejar el tema a un lado—. Pero el verdadero motivo por el que se aseguró de que supiéramos nadar fue para que pudiéramos competir entre nosotras. Todo formaba parte de su estrategia para volvernos competitivas. Por eso nos enseñó también a jugar al golf, al tenis y al baloncesto. Y ese es el motivo por el que dejé de nadar en cuanto pude. Por eso no estoy segura de hasta qué punto estoy en condiciones de volver a hacerlo.
Pedro la miró unos momentos como si quisiera decirle algo, sin duda algo sobre su padre, pero finalmente cambió de opinión.
—No tienes por qué preocuparte. Llevarás un cinturón que te mantendrá a flote, y un chaleco salvavidas en caso de que no te sientas segura. En cualquier caso, nunca se me ocurriría enseñar a bucear a alguien que no supiera nadar.
—Entonces, ¿por qué no me lo preguntaste antes de venir?
Pedro sonrió.
—Porque si no hubieras sabido nadar, te habría enseñado.
—Tan fácil como eso, ¿no? ¿Sabes lo que creo? Que te has equivocado de profesión. Deberías haber sido profesor.
—¿En serio?
Paula asintió.
—Estoy segura de que enseñar historia o matemáticas no es muy distinto a enseñar a una mujer a aceptar la caricia de un hombre, o a bailar arrimada, o a bucear. Solo sería otra lección en una larga lista de ellas, ¿no te parece?
Pedro volvió a sonreír.
—Correcto —dijo y volvió la cabeza hacia la puerta—. Ah, aquí está nuestro desayuno. Gracias, Liana.
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