martes, 26 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 27

 


Paula se estiró lentamente en la cama. La luz del sol y una suave brisa entraban por una gran puerta, acompañados del aroma de flores tropicales y del sonido del mar.


Todo era tan distinto a lo que estaba acostumbrada que permaneció tumbada unos minutos más, tratando de orientarse.


La noche anterior, cuando llegaron a la isla, Pedro le indicó cuál era su dormitorio y le dijo que cuando estuviera lista podía salir a cenar algo a la terraza. Pero Paula estaba demasiado cansada y, tras tomar una ducha, se fue directamente a la cama. El torbellino interior que había soportado durante los últimos días la había dejado agotada.


Salió de la cama y se acercó a la puerta, que daba a una amplia terraza. El día anterior, Pedro le explicó que la casa había sido cuidadosamente construida para que no pudiera verse desde ningún punto de la isla, excepto desde el aire.


Ni siquiera tuvo que salir a la terraza para darse cuenta de que la casa se hallaba sobre una colina cubierta de vegetación, que descendía hasta una playa de arena blanca. Flores de colores tan brillantes que apenas parecían reales formaban enormes ramos entre árboles y arbustos.


Había tomado una buena decisión aceptando ir allí, pensó. La isla era un mundo completamente diferente, con una belleza muy distinta a la que estaba acostumbrada. Si algún lugar podía sacarla de la rutina a la que estaba acostumbrada era aquel.


Y ya que iba a pasar allí algunos días, lo mejor que podía hacer era vestirse y salir a ver qué encontraba.


Pedro había dicho que el propósito de aquel viaje era enseñarla a bucear, de manera que rebuscó en sus maletas y encontró seis biquinis diferentes. Tomó uno de color rosa oscuro y lo miró con ojo crítico. Pequeño. Muy pequeño. Pero los demás no eran más grandes.


Suspirando, fue con él al baño y se lo puso. Luego se miró en el espejo y frunció el ceño. La parte baja empezaba varios centímetros por debajo de su ombligo y el corte de las piernas era muy alto. El sujetador era poco más que dos trocitos de tela sujetos por una cuerda. De todos modos, nada vital quedaba expuesto, y no resultaba demasiado escandaloso. Giró para verse desde otro ángulo y la conclusión a la que llegó resultó sorprendente: el bañador le sentaba muy bien.


Sonrió. El hecho de estar allí con aquel diminuto biquini era otro indicio de que estaba cambiando. Lo que no sabía aún, y lo que pretendía averiguar durante su estancia en la isla, era si esos cambios le gustaban.


Tras lavarse la cara, cepillarse los dientes y darse crema protectora en la cara y el cuello, se centró en su pelo y descubrió que tenía poco que hacer.


El peluquero que la había atendido el día anterior se lo había cortado a capas. El corte lo había aligerado de peso y revelaba la tendencia natural a rizarse contra la que Paula había luchado toda su vida. El peluquero también le había cortado las puntas, de manera que le llegaba justo hasta los hombros. Como resultado, lo único que tenía que hacer era pasar los dedos por él para que adquiriera el mismo aspecto que tenía nada más salir de la peluquería.


Después de mirarse un momento en el espejo y decidir que el corte de pelo era un cambio al que aún no se había acostumbrado, volvió al dormitorio, se puso una blusa y un par de sandalias que encontró en una de las maletas y salió a la terraza.


Pero se detuvo tras dar tan solo unos pasos. Pedro estaba de pie en un extremo de la terraza, mirando hacia el mar, con una taza de café en una mano y la otra apoyada contra un poste.


Y lo único que llevaba puesto era un bañador azul marino, ceñido y corto.


Muy corto. Y muy ceñido.


Se ruborizó y sintió que se le secaba la boca. Viéndolo de perfil, el abultamiento de su sexo era evidente.


Se quedó paralizada ante aquella visión, y el corazón empezó a latirle como si estuviera a punto de salirse de su pecho. Pero, ¿por qué? Ya había sentido su tamaño y forma cuando bailaron. Entre sus brazos, en la pista de baile, estuvo a punto de desvanecerse al sentirlo presionado contra la parte baja de su cuerpo. Aún podía recordar el deseo que se apoderó de ella.


Pero no podía permitir que sucediera algo parecido en aquel lugar. No podía y no lo permitiría.


Además, estaban en una isla, y lo normal era ir en bañador. Más le valía acostumbrarse a la visión del magnífico cuerpo de Pedro, y de su sexo…


Un deseo incontrolable recorrió sus venas, haciéndola sentirse febril. Apenas pudo contener el impulso de retirarse a su dormitorio. Aquel no era un buen modo de empezar su estancia en la isla. Hacía tiempo que había dejado de ocultarse en el armario de su dormitorio, y no tenía intención de empezar a hacerlo de nuevo.





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