sábado, 2 de enero de 2021

SIN TU AMOR: CAPITULO 46

 


Cuatro horas después, Pedro estaba sentado frente a su madre en un pequeño reservado del exclusivo restaurante. Así, si se derrumbaba, podría recomponerse con cierta dignidad sin que todo el mundo se preguntara por qué lloraba aquella mujer.


–Ayer vi a papá –anunció respirando hondo.


–¿En serio? –su madre miró fijamente la jarra de agua–. Janine está embarazada, ¿verdad?


–¿Cómo lo sabías?


–Me lo he figurado, dado lo precipitado de la boda. Además no bebió nada, ni Eric tampoco –Lily inclinó la cabeza y sonrió–. Te ha enviado para que me lo digas, ¿verdad?


Pedro asintió.


–Pobre Pedro. Siempre tienes que estar en medio.


–Soy la frágil cuerda en el tira y afloja –él se mordió el labio–. No quería disgustarte.


–La cuerda no es frágil, Pedro–ella ignoró el comentario de su hijo–. Eres muy fuerte.


En absoluto. Era un cobarde. Había acusado a Paula de huir cuando él mismo lo hacía.


–Bueno –su madre habló con cierto tono de tristeza–. Es una noticia maravillosa para ellos.


–Qué raro, ¿no? –observó Pedro secamente–. Soy lo bastante mayor para ser su padre.


–Y yo podría ser su abuela.


«Genial, Pedro». No le estaba ayudando nada.


–Fue culpa mía –los ojos se su madre se llenaron de lágrimas–. Lo engañé.


–¿Cómo? ¿A papá?


–Sí –contestó ella–. Lo engañé. Ya llevaba tiempo con Miguel cuando abandoné a tu padre.


–¿Por qué?


–Me sentía sola. Quería tener más hijos y Eric se negaba a considerar otras opciones como la adopción. Me sentía atrapada, resentida, y me refugié en Miguel –miró fijamente a Pedro–. Por eso me separé. No tuvo nada que ver contigo.


–¿Te acostaste con Miguel porque querías quedarte embarazada? –preguntó él.


–¡No! –ella rió aunque con cierta tristeza–. Se había hecho la vasectomía.


Aquello fue como un jarro de agua fría. ¿Esa mujer había abandonado a su padre por un hombre que nunca habría podido darle los hijos que deseaba?


–Pero tú querías más hijos –Pedro se sentía confuso.


–Los habría adoptado, pero Miguel tampoco quiso. Él ya tenía hijos y no quería más.


Eso no fue ninguna sorpresa para Pedro. Miguel no lo había querido ni siquiera a él y se había alegrado de que su exmujer tuviera la custodia de sus hijos.


–¿Por eso te separaste de él?


–No. Miguel me engañó con otra –Lily se encogió de hombros–. Supongo que me lo merecía.


Se había casado otra vez. Lo había intentado de nuevo, pero sin suerte. Pedro era un adolescente por aquél entonces y recordaba cómo se le había roto el corazón a su madre sin poder hacer nada para que se sintiera mejor.


–¿Tú podrías, Pedro? ¿Podrías criar al hijo de otro hombre?


–Por supuesto –contestó Pedro–. Si fuera el hijo de la mujer que amo, también lo amaría.


Las palabras surgieron espontáneas, pero sólo al oírlas comprendió las implicaciones. Pues claro. Por la mujer amada, adoptaría a una tribu entera si se lo pidiera. Si Paula se lo pidiera.


¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¿Tendría el valor de proponérselo? ¿Podría con esa responsabilidad?


Porque lo que sí le podía prometer era que iba a encontrar el modo de formar la familia que sabía que ella deseaba. Y él también, ¿o no? Deseaba amar, compartir, la seguridad que ninguno de los dos había conocido.


Y eso también podía ofrecérselo. Pues jamás la abandonaría mientras estuviera vivo.


¿Aceptaría ella algo así? ¿Le bastaría con eso?


–¿Estás bien? –alargó una mano y tomó a su madre de la muñeca.


–Claro –Lily le dedicó una sonrisa algo temblorosa–. He ido a muchos consejeros y sé lo duro que debió ser para ti. Lo mucho que te agobié y lo siento muchísimo –apretó la mano de su hijo–. Pero mírate. ¿Qué más podría querer una madre teniendo un hijo como tú?




SIN TU AMOR: CAPITULO 45

 


–Quédate en la cama –se despidió a primera hora de la mañana siguiente.


Durante toda la noche le había hecho el amor en numerosas ocasiones, y permanecido despierto alternando la sensación de ira con la de desánimo. Lo último que deseaba era dejarla, pero no tenía elección. Además, tenía una obligación que cumplir: hablar con su madre. Lo mejor sería que lo supiera por él y no por otra persona, ya había sufrido bastante. Aquello reforzó su decisión de abandonar a Paula. Necesitaba un hombre que le ofreciera todo lo que ella deseaba, y él no podía ser esa persona.


Se duchó con agua fría para intentar activar los músculos, pero tras vestirse se acercó a los pies de la cama y contempló la durmiente figura, y el deseo volvió a despertarse en él. Era tan cálida y dulce que sólo deseaba abrazarla y dormirse con ella. Pero Paula se merecía más, mucho más que lo poco que él le podía garantizar. Tal y como le había dicho la noche anterior, quería que lo tuviera todo.


Aun así no pudo aguantarse las ganas de acercarse una última vez y se sentó en la cama. Paula tenía los ojos cerrados, pero él sintió que había percibido su presencia. La besó, asegurándose de no despertarla. Quería que durmiera. Se puso en pie, apartó la mirada y se obligó a mover las piernas. Lejos de allí.


Entró en el estudio y tomó la carpeta, dudando un instante, reticente. No había otra opción. Sin embargo, una nueva idea empezó a formarse en su cabeza, una tan dulce y embriagadora que le hizo arder de deseo. Deseo de empezar de nuevo, rebobinar y volver a vivirlo todo, pero con sinceridad. ¿Sería ésa la prueba que Paula necesitaba?


Era una estupidez, una idea imposible. Así pues, tomó el bolígrafo y estampó una firma antes de arrojar la carpeta sobre el escritorio. Y entonces salió corriendo.




SIN TU AMOR: CAPITULO 44

 

Condujo hasta su casa sintiéndose miserable, pero tenía que hacerlo. Debía liberarla para que pudiera encontrar a otra persona, alguien que la colmara. Porque él no podía cargar con la responsabilidad de su felicidad, ni suya ni de nadie. Por eso sólo vivía aventuras de corta duración.


Apenas había llegado a la cocina cuando la vio y se paró en seco.


–¿Qué llevas puesto?


–Ya te dije que encontraría un par que me hiciera parecer más alta que tú.


Pedro sólo pudo mirarla boquiabierto.


Paula se acercó con sus tacones de casi trece centímetros, que le daban un aire de ama sadomasoquista. En efecto, le hacían una pizca más alta que él. Pedro la miró directamente a los ojos y… todas sus buenas intenciones se evaporaron.


Había tal belleza, tal fuerza… Ojos, nariz y labios estaban a la misma altura que los suyos y el desafío fue irresistible.


La rodeó con los brazos. Sintió rabia por los errores cometidos, la frustración del año transcurrido y la desesperanza ante el futuro. Se acostaría con ella una vez más.


La llevó prácticamente en vilo los dos pasos que necesitó para aplastarla contra la pared.


–¿Qué haces? –Paula parecía furiosa.


–Hago lo que ambos deseamos. Lo que siempre hemos deseado.


–No quiero desear esto –ella cerró los ojos.


–Pero lo deseas –en tiempo récord, Pedro se desabrochó los pantalones y le levantó la falda.


Sin embargo se detuvo, ignorando el pozo ardiente de su estómago, el instinto que le pedía a gritos que se hundiera dentro de ella rápida y enloquecidamente. También ignoró la súplica en los ojos de Paula, unos ojos que le pedían lo mismo que él deseaba.


Ella lo deseaba también, ¿no? sexo rápido, salvaje, sólo físico. Una rápida satisfacción.


No.


Porque aquélla iba a ser la última vez. Y, al igual que esa mañana, sería un lento tormento. Se apretó contra ella y le sujetó la cabeza entre las manos para, una vez más, ver hasta el fondo de su alma mientras, centímetro a centímetro, se hundía dentro de ella. Estuvo a punto de perderse al oír sus suspiros y sentirla estremecerse. Pero se retiró y repitió la embestida, más lenta, más fuerte. Una y otra vez, volviéndose loco de excitación. Paula suplicaba a gritos y las contracciones de su cuerpo lo sujetaban en el ardiente y dulce hogar.


Unos eternos minutos más tarde, Pedro se enfrentó a los hechos. No iba a ser una vez más sino una noche más. No podía resistirse. La tomó en sus brazos y la llevó hasta la cama, incapaz de dejarla ir. Aún no.


En aquella ocasión, Paula sí disfrutó como si fuera una liviana damisela. Con el cuerpo relajado, le permitió llevarla en brazos hasta su cama con facilidad.


No debería haber vuelto a suceder. Había pretendido pedirle el divorcio, marcharse. Pero como siempre, el deseo la había dominado.


Pedro… –Paula se sentó en la cama.


–No lo hagas.


Ella enarcó las cejas.


–No quiero pensar, no quiero hablar. Sólo quiero estar contigo. Te deseo.


Cielo santo, no soportaba unos cambios tan bruscos. Aquella mañana se había mostrado frío como el hielo y en esos momentos era más que ardiente. Debería pedirle explicaciones.


Pero había algo nuevo en su expresión, tanto en el rostro como en la voz. Algo parecido al dolor. Sin embargo, Pedro no podía sentirse dolido. Sus sentimientos no eran tan profundos, ¿no? Aquello no era más que otro revolcón para él. ¿No?


Volvió a mirarlo a los ojos. Y lo que vio le hizo dar un respingo.


–Sí –rugió él mientras se acomodaba una vez más sobre ella–. Sí.


No hubo lugar al descanso. Pedro la llevó a la cima una y otra vez, centrado en darle placer. Sus manos temblaban al acariciarla con suma delicadeza. Pero lo que hizo que Paula se estremeciera fue esa mirada.


–¿Pedro?


–Calla –él la besó–. Déjame hacer.


¿Dejarle hacer qué? ¿Dejarle hacerle el amor así?


Pues no había otra manera de definirlo. Aquello no era sexo. No era lujuria. Era algo mucho más profundo, más fuerte, más significativo.


Él hundió las manos entre sus cabellos y la obligó a mirarlo.


–Te lo mereces todo, Paula. Te lo mereces todo. Quiero que lo tengas todo.


Las palabras mitigaron el dolor y, por primera vez en años, Paula se sintió a salvo.


Pedro la besó, acarició y le hizo el amor. Con feroz placer la vio arquearse y estallar.


–Eres tan hermosa… –exclamó con sinceridad.


–Desde luego sabes cómo hacer que una mujer se sienta bien, Pedro –ella suspiró.


Se quedó helado. Si había un momento para olvidar su pasado de playboy, era ése. Y el inocente comentario fulminó su sueño más íntimo.


¿Acaso pensaba que no había sido más que el numerito que le ofrecía a toda mujer que le calentara la cama? ¿No era más que una aventura para ella? De repente se sintió inseguro.


–Si no hubiese hecho ese comentario en Mnemba –Pedro la miró atentamente–. ¿Me lo habrías contado alguna vez?


¿Habría confiado en él alguna vez? ¿Habría compartido su pérdida con él alguna vez? ¿Habría buscado consuelo en él?


El corazón de Pedro se paró en seco cuando ella bajó la mirada. Y supo la respuesta antes de que ella la formulara… No.


–¿Habrías querido que lo hiciera? –de repente Paula levantó los ojos y lo miró de nuevo.


–Sí –contestó él con más sinceridad de la que había manifestado jamás.


Pero ella volvió a bajar la mirada, ocultando su reacción. Y él lo supo. No se lo creía.


¿Qué podía hacer? Había sido entrenado en el arte de la persuasión, la demostración, en ganar los casos con sus argumentos. Sin embargo, con ella no parecía conseguirlo. ¿Cómo iba a convencerla? ¿Cómo podía tranquilizarla? A Paula no le bastaban las palabras, necesitaba acciones, algo para derribar los muros que había levantado en su corazón impidiéndole acercarse.


Deseaba desesperadamente decirle que lo sentía.



jueves, 31 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 43

 


–No me digas que ya te quieres divorciar –Pedro levantó la vista hacia la alta figura que acababa de entrar en su despacho.


–Muy gracioso –contestó su padre antes de cerrar la puerta.


–¿No deberías estar de luna de miel? –preguntó sorprendido.


–Sólo nos fuimos el fin de semana –el hombre se encogió de hombros–. París.


–Seguro que fue muy romántico –Pedro no sentía ningún interés en conocer los detalles.


–Janine está embarazada.


Durante un largo rato, Pedro fue incapaz de mover un músculo.


–Enhorabuena –su esfuerzo por mostrarse contento era evidente–. Hace mucho que lo deseabas.


–Sí –el otro hombre sonrió encantado.


Pedro rodeó el escritorio para estrechar la mano de su padre antes de fundirse en un abrazo con él.


Una sensación de opresión en el pecho fue haciéndose más fuerte, y el ardor también.


No eran celos, ¿no?, pero no pudo evitar pensar que si Paula no hubiera sufrido un aborto, en esos momentos serían padres. De un bebé que habría tenido un tío más joven que él…


–¿Lo sabe mamá?


–Aún no –su padre lo miró con gesto culpable mientras se movía inquieto.


Pedro sabía muy bien qué sería lo siguiente.


–Me preguntaba si no podrías hablar tú con ella.


–¿Quieres que se lo comunique yo por ti?


–No quiero herirla.


–Ni yo tampoco –al fin había descubierto la razón de la visita.


–Eres su hijo.


–¿Y?


–Lo eres todo para ella.


Respuesta equivocada. Pedro no era ni de lejos lo que ella hubiera deseado, sólo una fracción, y no había bastado. Nunca.


Su padre reparó en uno de los recortes de prensa que la secretaria le dejaba sobre el escritorio. Una reseña de uno de sus más recientes casos ganados: la desagradable ruptura entre una estrella del rock y una modelo en declive. Entre ellos juntaban un par de hijos y varios millones de libras.


–Tu madre y yo la fastidiamos, ¿verdad? –su padre rió tímidamente–. Menuda estupidez siendo tú lo más valioso para ambos. Esta vez no permitiré que suceda.


Pedro desvió la mirada.


–Luché por ti, hijo. Siempre lucharé por ti.


Pero no lo suficiente. Se había esforzado mucho por ser el hijo perfecto, deportista, estudiante y profesional, por ser todo lo que ellos habían buscado en un hijo. Pero ambos habían deseado más.


Por eso sabía que no era hombre para Paula. Si no había sido suficientemente bueno para sus padres, ¿Cómo podría serlo para ella? ¿Qué pasaría si no lograban formar la familia que ella deseaba? ¿No les destrozaría como había sucedido con sus padres?


Porque ella sí quería una familia. Lo había visto en sus ojos, lo había sentido al verla estremecerse de dolor, de tristeza, por su pérdida. Por supuesto, lo negaba siempre, pero le había bastado con ver los zapatitos que aún conservaba. El deseo seguía allí, y algún día se manifestaría. ¿Podría soportar verla sufrir si esos niños no llegaban?


No, no podría. No soportaría estar con ella y verla alejarse de su lado poco a poco.


Lo mejor sería acabar de inmediato. La agonía ya lo desgarraba sólo con pensarlo.


Ir más allá de una aventura jamás había formado parte de su plan. Nunca había deseado tener hijos a los que hacer vivir el drama que él había vivido. Aun así, sabiendo lo cerca que había llegado a estar, sintió una punzada de pérdida.


–Hablaré con mamá –rechazó esos pensamientos, miró a su padre y suspiró.


No entendía bien cómo podría serle de ayuda. Nunca había sabido qué hacer al oírle llorar en su dormitorio por las noches cuando, mes tras mes sufría la desilusión. Cambiaba de marido, pero sin suerte. Siempre había querido tener otro hijo más. Por mucho que él lo había intentado, no había sido capaz de hacerle feliz. Y se negaba a fallarle a Paula.




SIN TU AMOR: CAPITULO 42

 


Una hora más tarde cerró la carpeta. Su mente flotaba a la deriva como un trozo de corcho en el océano.


Decidió ir en busca de las cosas de Paula. Poco importaba que aún quedaran varias horas hasta la hora de comer, necesitaría ropa limpia que ponerse.


Mientras dejaba caer las bolsas en el suelo del dormitorio, Pedro soltó una carcajada. Entró en el vestidor y empujó la ropa del perchero hacia un lado.


–Esta mitad es para ti –a juzgar por la cantidad de bolsas que aún tenía en el coche, iba a necesitar también el armario de la habitación de invitados.


Paula estaba sentada en la cama con la bata de Pedro puesta. Aún estaba muy pálida.


–Cielo santo –dijo él mientras abría una de las bolsas–. No bromeabas sobre tu colección de zapatos –allí debía haber unos veinte pares de altísimos tacones.


–Son bonitos, ¿verdad?


–La mayoría parece sin estrenar.


–Y así es –ella lo miró avergonzada–. No soy capaz de deshacerme de ellos. Me recuerdan mi estupidez, pero lo cierto es que me siguen gustando y que cada vez me los pongo más.


–Ya me había dado cuenta –y le encantaba.


Pedro le pasó unas cuantas perchas y ella se llevó una bolsa al vestidor y empezó a colgar faldas y camisas mientras él colocaba los zapatos por parejas. Encontró una segunda bolsa y repitió la operación. En el fondo de la bolsa había otra más pequeña, pero no eran zapatos de tacón. Eran zapatillas… zapatillas de bebé.


El corazón de Pedro se paró en seco.


Lentamente hundió la mano en la bolsa y sacó tres pares de zapatitos que dispuso en fila.


–¿Paula?


Ella salió del vestidor y los vio de inmediato. En realidad se quedó paralizada mirándolos.


Y él se quedó paralizado mirándola a ella.


–Los has conservado –consiguió decir al fin.


–He conservado todo, Pedro –ella hizo una mueca–, tal y como puedes comprobar.


–Dijiste que no querías hijos –aquello era diferente.


–Y no los quiero.


–Entonces, ¿para qué guardarlos?


–No los guardé. Simplemente no me deshice de nada. Soy una acaparadora –contestó ella sin mirarlo a la cara y mientras regresaba al interior del vestidor, ocultándose claramente.


Pedro se sintió mareado. Por supuesto que los había guardado… a propósito. Había querido conservarlos, tal y como había querido conservar al bebé. Deseaba tener hijos… y no podía ni debía negarlo. No debería negarse a ser fiel a sí misma ni debería intentar ser como él. El revolcón, el acuerdo al que habían llegado en África. Ella no era así. La mujer de mirada soñadora que había conocido un año atrás no propondría una aventura breve y sin compromiso. Era una mujer dulce y amorosa hecha para el amor y la familia.


El que hubiera conservado los zapatitos lo demostraba, ¿no? Al igual que el brillo en su mirada durante la boda de su padre, que había revelado que el romanticismo, el idealismo, seguía latente en su interior.


Quería más. Y se merecía más.


Pero él no era el hombre que podía ofrecérselo.


–¿Qué vas a hacer con ellos? –insistió con el estómago encogido.


–No lo sé –Paula se asomó entre la ropa que acababa de colgar y respiró hondo.


–No creo que los puedas alquilar en tu negocio.


Por supuesto que no. Paula se sintió invadida por la ira. ¿Qué pretendía? ¿Qué quería que dijera? Salió del vestidor y metió los zapatitos de nuevo en la bolsa.


–No los quiero –arrojó la bolsa al pasillo–. Los entregaré a la beneficencia.


Iba a necesitar un buen pegamento para juntar los pedacitos de su corazón, y rápido, si no quería que el dolor volviera a estallar. Las cosas ya eran lo bastante complicadas.


–Tengo que volver al trabajo –anunció Pedro–. Tengo que ponerme al día.


–Por supuesto, yo también tengo trabajo que hacer –aparte de ducharse, vestirse y construirse una vida. Porque si había interpretado bien el gesto de Pedro, habían terminado.


–Utiliza mi estudio –él se marchó sin tocarla.


–Gracias –Paula tragó con dificultad, estupefacta ante la frialdad de ese hombre.


Se llevó una mano al pecho e intentó borrar los recuerdos de lo sucedido aquella mañana. No podía seguir pensando en ello. Ni podía pensar en la pequeña bolsa del pasillo.


Había llegado la hora de la despedida, pero en aquella ocasión no iba a huir.


Iba a ser ella quien echara el cerrojazo.




SIN TU AMOR: CAPITULO 41

 


Pedro acababa de romperle el corazón. No lo había hecho a propósito, pero lo había hecho. A pesar de sus hábitos de playboy, en el fondo y a su manera, sentía algo por ella. Consciente de que estaba decaída, se había propuesto alegrarla de la mejor manera que sabía: con un fabuloso y dulce sexo.


Y no había más. Un breve hechizo. Porque así era Pedro, un hombre de revolcones. Aventuras divertidas. Conociendo su historia, casi comprendía que se comportara así.


El problema era que lo que acababan de compartir no había sido para ella una diversión. Lo había significado todo.


¿Cómo se le había ocurrido pensar que podría controlarlo de nuevo? Era una idiota, pero no cometería dos veces el mismo error. No le pediría más, no le pediría lo que sabía que no deseaba darle. El sentimiento de mortificación que la había invadido tras la boda, resurgió. No quería volver a ser tan tonta.


Lo que necesitaba era protegerse y salir de allí.


–Tengo que volver a casa de Felipe. Me estará esperando.


–Yo le llamaré. Tú sigues cansada.


–Puedo llamarle yo.


No obstante, cuando Paula por fin habló con su amigo, tuvo la sensación de que Pedro ya había hablado con él antes, pues se encontró que los planes ya estaban organizados.


–Espero que no te importe, querida, pero ya he recogido la mayoría de tus cosas. Estoy esperando un pedido de telas y no tengo otro sitio donde guardarlo.


–Por supuesto.


–Tú quédate con Pedro, querida. Él tiene más sitio.


Estaba clarísimo que se trataba de una conspiración. Atrás quedaba el chico que había sido como una hermana para ella. Allí se había formado un club de chicos.


–Se te oye cansada. Deberías descansar.


–Tuve una migraña –sólo habían practicado sexo una vez. Nada que ver con la orgía que Felipe evidentemente se estaba imaginando.


Paula colgó el teléfono y se volvió hacia Pedro.


–Lo habéis organizado todo, ¿verdad? –preguntó mientras él se vestía–. Felipe y tú.


–Quería que te quedaras –Pedro se giró de modo que ella no pudiera ver su rostro.


–¿Y por qué no me lo propusiste?


–Porque pensé que dirías que no.


¿De verdad no lo sabía? ¿No lo había deducido aún? Estaba atrapada. No quería decirle que no y, después de lo de aquella mañana, no podía decirle que no. Ya no.


Pedro la miró de reojo mientras se abotonaba la camisa. Estaba demasiado callada, y seguía muy pálida. La repentina aparición de la migraña el día anterior le había asustado y aún no se había recuperado. Notaba la respiración tensa, como si estuviera permanentemente en alerta. Ni siquiera le había ayudado hundirse profundamente dentro de ella aquella mañana. En realidad, la experiencia no había hecho más que aumentar su sensación de peligro. Le había dicho que la notaba estresada, y seguramente lo estaba, pero él también.


Paula debía quedarse. A pesar de comprender la complejidad creciente que supondría para la relación, no estaba dispuesto a dejarla marchar. No mientras pareciera tan enferma.


–No me quedaré más de un día o dos, Pedro. Encontraré otro sitio.


–Relájate, Paula. Eso no me preocupa –bueno, le preocupaba un poco. Era un sentimiento que aún le costaba identificar–. Te traeré tus cosas a la hora de comer.


–No me hacen falta. Puedes traerlas cuando vuelvas de trabajar.


Para eso quedaban muchas horas y Pedro necesitaba verla mucho antes. Se acercó a la cama, pero en un alarde prodigioso de autocontrol, no la besó, consciente de que si lo hacía, no llegaría nunca al trabajo.


–Quédate en la cama. Necesitas dormir.


Media hora más tarde contempló las carpetas que se acumulaban sobre el escritorio y sacudió la cabeza. ¿Cuántos matrimonios había ayudado a disolver? Debían ser cientos. Resultaba demasiado sencillo: un papel por aquí y una declaración jurada por allá. Lo más difícil era el reparto de bienes. Cada uno velaba por sus intereses y Pedro siempre hacía lo mejor para sus clientes.


A no ser que hubiera hijos por medio. En ese caso siempre intentaba hacer lo mejor para los críos y echaba mano de los psicólogos si hacía falta. Él mismo había sido un niño testigo de la ruptura del matrimonio de sus padres y utilizado como moneda de cambio. En muchas ocasiones había más de un eximplicado y niños pertenecientes a más de una madre. Era un lío formidable.


Al menos Paula y él no tenían ese problema. La disolución de su unión sería sencilla. Cada uno tenía sus bienes y no habían invertido nada en el matrimonio. Y no había niños.


Cada vez que pensaba en ello, el corazón le daba un vuelco. Habían perdido un bebé. Decidió apartarlo de su mente. Paula había dicho que no quería hijos, y él tampoco. Su aventura podía continuar, quizás indefinidamente. Podían permanecer juntos el tiempo que quisieran sin el temor de la complicación de los hijos y sin comprometerse. Dado que la deseaba más que nunca, aquello era muy bueno. Aun así debería seguir adelante con el divorcio y firmar los papeles para poner el proceso en marcha.


Sin embargo, lo que hizo fue empezar a estudiar la primera carpeta. Los negocios primero.



miércoles, 30 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 40

 


Después de haberse aseado, regresó lentamente al dormitorio. Pedro se reunió con ella a medio camino y con suma delicadeza le quitó la camiseta y los pantalones. Ya había abierto la cama y corrido las cortinas. Las sábanas estaban frescas y la habitación a oscuras. Temblando, Paula enterró el lado afectado de la cabeza en la almohada. Notó que el colchón se hundía un poco más y emitió un suspiro al sentirle ocupar un espacio a su lado. Sin embargo, Pedro no dijo nada ni se movió más que para apoyar delicadamente un brazo sobre su cadera y acunarla contra él. Poco a poco, el calor de su cuerpo la inundó y sintió cómo el sueño se apoderaba de ella. El alivio era inmenso.


Cuando despertó, experimentó un inmenso alivio al comprobar que el dolor de cabeza había desaparecido. Mejor aún, él yacía enroscado a su lado, abrazándola para mantenerla caliente. Estaba desnudo y no ocultaba nada, ni siquiera la erección.


–¿Estás mejor? –le susurró con dulzura al oído.


–Sí.


Pedro la hizo girar hasta mirarlo de frente y la contempló con gesto grave.


–No hemos terminado –anunció con calma–. Aún no.


Ella intentó apartarse y levantarse de la cama, pero Pedro se lo impidió con el peso de su cuerpo, y con un beso que la dejó sin aliento.


–Tu migraña de ayer lo demuestra –insistió.


–¿Qué demuestra? –¿ayer? ¿Había dormido hasta el día siguiente?


–Que aún no estás preparada para marcharte. Que todo este asunto te estresa.


Por supuesto que la estresaba. Precisamente por eso tenían que terminar. Pero él no le dio la oportunidad de decirlo. Su boca le atrapó los labios silenciándola largo rato.


–Escúchame –murmuró él–. Mírame –las fuertes manos la atormentaban con sus caricias–. Si me miras, dejaré de hacerlo.


No tenía otra elección y, lentamente, levantó la vista.


–Tienes unas piernas increíbles. Largas, suaves y ahí arriba –deslizó los dedos hasta la parte interna de los muslos–, tan dulces.


¿Qué otra cosa podía hacer salvo separar las piernas?


–Y tus pechos –Pedro sonrió–. ¡Esos pechos! –se inclinó y capturó un pezón con la boca y luego el otro–. Perfectos –se acomodó encima de ella y la besó–. Y ahí –deslizó la mano hasta el centro íntimo– tienes el lugar más caliente con el que podría soñar un hombre.


La sensación era demasiado fuerte para poder soportarla y Paula tuvo que cerrar los ojos.


Sin embargo, fiel a su palabra, Pedro paró y se hizo a un lado.


–¡No! –gimió ella.


–Mírame, Paula –le ordenó él con dulzura.


Ella obedeció y se encontró con una mirada penetrante, aunque tierna.


–Si me deseas, tendrás que quedarte conmigo.


Paula se estremeció y pestañeó repetidamente.


–Conmigo –le advirtió él.


Nerviosa, ella se humedeció los labios aunque no desvió la mirada.


Sus rostros estaban prácticamente pegados y no había ni un milímetro de espacio entre los cuerpos casi fundidos. Paula admiró la masculina belleza y supo que él era capaz de leer cada uno de sus pensamientos. Jamás habían compartido tanta intimidad.


–Pero lo más hermoso de tu cuerpo son tus ojos. No, no los cierres. Déjame verlos.


Y ella le dejó mientras sus cuerpos se entrelazaban lenta y silenciosamente para luego separarse y volver a unirse aún más. Las respiraciones de ambos eran entrecortadas.


Paula quiso suplicarle que no se mostrara tan tierno porque no podría soportarlo, pero fue incapaz de hablar pues el corazón le iba a estallar. Sin embargo, no estalló sino que se expandió, llenándose del calor de la mirada azul. Y ya no pudo soportarlo más.


Pedro no volvió a hablar. Tomó el rostro de Paula con la palma ahuecada de la mano, impidiéndole desviar la mirada, aunque no hubiera hecho falta, pues ella era incapaz de apartar los ojos de los suyos. En su interior veía todo aquello que había soñado y al mismo tiempo no se atrevía a soñar. Vio que las dulces palabras eran sinceras, vio que la deseaba.


Sin embargo no se atrevía a creérselo y el esfuerzo por no hacerlo la destrozaba, hasta que ya no pudo impedir el escozor que le nublaba la vista.


–Pero aún más hermoso que tus ojos es tu alma –Pedro le besó cada una de las lágrimas.


Y con cada prolongada y lenta embestida, derribó hasta la última de sus defensas.


Paula se incorporó y tomó la preciosa boca con sus labios. El beso se prolongó mientras se abrazaban. A pesar de cerrar los ojos no pudo ocultarle nada, no cuando sentía el fuerte cuerpo flexionarse y los gruñidos que resonaban en el musculoso torso mientras aceleraba el ritmo. Lo único que podía hacer era aferrarse a él, dejar que su cuerpo se moviera libre. Tocarlo, acercarlo más a ella. Apremiarlo para que culminara.


Los dedos de Pedro se hundieron en sus cabellos, sujetándole el rostro levantado hacia él mientras interrumpía el beso e, implacablemente, se hundía dentro de ella una vez más.


–¡Por favor! –Paula necesitaba que fuera más rápido. De lo contrario, moriría.


Sin embargo, él se resistió y mantuvo un ritmo lento, lento y profundo, durante una eternidad volviéndola loca de desesperación. Los gritos de Paula eran cada vez más fuertes hasta convertirse en un aullido casi inhumano al alcanzar la cima y ser lanzada al vacío.


El clímax, de una intensidad casi brutal, continuó sin parar. Clavó las uñas en los fuertes músculos y su cuerpo se estremeció.


Pero aún no había acabado pues Pedro continuaba moviéndose, insoportablemente despacio, abrumadoramente intenso. Su rostro se ensombreció por el esfuerzo y su cuerpo se empapó de sudor. Al fin no pudo más y estalló en profundos gruñidos de placer.


Paula se estremeció con los brazos y las piernas enroscadas alrededor de su cuerpo. Sentía como si él estuviera vertiendo en su interior todo lo que ella había deseado en la vida.


Se negaba a abrir los ojos por miedo a romper el hechizo bajo el que se encontraba, la sublime y deseada sensación. Pero la realidad se abrió paso poco a poco.