sábado, 2 de enero de 2021

SIN TU AMOR: CAPITULO 44

 

Condujo hasta su casa sintiéndose miserable, pero tenía que hacerlo. Debía liberarla para que pudiera encontrar a otra persona, alguien que la colmara. Porque él no podía cargar con la responsabilidad de su felicidad, ni suya ni de nadie. Por eso sólo vivía aventuras de corta duración.


Apenas había llegado a la cocina cuando la vio y se paró en seco.


–¿Qué llevas puesto?


–Ya te dije que encontraría un par que me hiciera parecer más alta que tú.


Pedro sólo pudo mirarla boquiabierto.


Paula se acercó con sus tacones de casi trece centímetros, que le daban un aire de ama sadomasoquista. En efecto, le hacían una pizca más alta que él. Pedro la miró directamente a los ojos y… todas sus buenas intenciones se evaporaron.


Había tal belleza, tal fuerza… Ojos, nariz y labios estaban a la misma altura que los suyos y el desafío fue irresistible.


La rodeó con los brazos. Sintió rabia por los errores cometidos, la frustración del año transcurrido y la desesperanza ante el futuro. Se acostaría con ella una vez más.


La llevó prácticamente en vilo los dos pasos que necesitó para aplastarla contra la pared.


–¿Qué haces? –Paula parecía furiosa.


–Hago lo que ambos deseamos. Lo que siempre hemos deseado.


–No quiero desear esto –ella cerró los ojos.


–Pero lo deseas –en tiempo récord, Pedro se desabrochó los pantalones y le levantó la falda.


Sin embargo se detuvo, ignorando el pozo ardiente de su estómago, el instinto que le pedía a gritos que se hundiera dentro de ella rápida y enloquecidamente. También ignoró la súplica en los ojos de Paula, unos ojos que le pedían lo mismo que él deseaba.


Ella lo deseaba también, ¿no? sexo rápido, salvaje, sólo físico. Una rápida satisfacción.


No.


Porque aquélla iba a ser la última vez. Y, al igual que esa mañana, sería un lento tormento. Se apretó contra ella y le sujetó la cabeza entre las manos para, una vez más, ver hasta el fondo de su alma mientras, centímetro a centímetro, se hundía dentro de ella. Estuvo a punto de perderse al oír sus suspiros y sentirla estremecerse. Pero se retiró y repitió la embestida, más lenta, más fuerte. Una y otra vez, volviéndose loco de excitación. Paula suplicaba a gritos y las contracciones de su cuerpo lo sujetaban en el ardiente y dulce hogar.


Unos eternos minutos más tarde, Pedro se enfrentó a los hechos. No iba a ser una vez más sino una noche más. No podía resistirse. La tomó en sus brazos y la llevó hasta la cama, incapaz de dejarla ir. Aún no.


En aquella ocasión, Paula sí disfrutó como si fuera una liviana damisela. Con el cuerpo relajado, le permitió llevarla en brazos hasta su cama con facilidad.


No debería haber vuelto a suceder. Había pretendido pedirle el divorcio, marcharse. Pero como siempre, el deseo la había dominado.


Pedro… –Paula se sentó en la cama.


–No lo hagas.


Ella enarcó las cejas.


–No quiero pensar, no quiero hablar. Sólo quiero estar contigo. Te deseo.


Cielo santo, no soportaba unos cambios tan bruscos. Aquella mañana se había mostrado frío como el hielo y en esos momentos era más que ardiente. Debería pedirle explicaciones.


Pero había algo nuevo en su expresión, tanto en el rostro como en la voz. Algo parecido al dolor. Sin embargo, Pedro no podía sentirse dolido. Sus sentimientos no eran tan profundos, ¿no? Aquello no era más que otro revolcón para él. ¿No?


Volvió a mirarlo a los ojos. Y lo que vio le hizo dar un respingo.


–Sí –rugió él mientras se acomodaba una vez más sobre ella–. Sí.


No hubo lugar al descanso. Pedro la llevó a la cima una y otra vez, centrado en darle placer. Sus manos temblaban al acariciarla con suma delicadeza. Pero lo que hizo que Paula se estremeciera fue esa mirada.


–¿Pedro?


–Calla –él la besó–. Déjame hacer.


¿Dejarle hacer qué? ¿Dejarle hacerle el amor así?


Pues no había otra manera de definirlo. Aquello no era sexo. No era lujuria. Era algo mucho más profundo, más fuerte, más significativo.


Él hundió las manos entre sus cabellos y la obligó a mirarlo.


–Te lo mereces todo, Paula. Te lo mereces todo. Quiero que lo tengas todo.


Las palabras mitigaron el dolor y, por primera vez en años, Paula se sintió a salvo.


Pedro la besó, acarició y le hizo el amor. Con feroz placer la vio arquearse y estallar.


–Eres tan hermosa… –exclamó con sinceridad.


–Desde luego sabes cómo hacer que una mujer se sienta bien, Pedro –ella suspiró.


Se quedó helado. Si había un momento para olvidar su pasado de playboy, era ése. Y el inocente comentario fulminó su sueño más íntimo.


¿Acaso pensaba que no había sido más que el numerito que le ofrecía a toda mujer que le calentara la cama? ¿No era más que una aventura para ella? De repente se sintió inseguro.


–Si no hubiese hecho ese comentario en Mnemba –Pedro la miró atentamente–. ¿Me lo habrías contado alguna vez?


¿Habría confiado en él alguna vez? ¿Habría compartido su pérdida con él alguna vez? ¿Habría buscado consuelo en él?


El corazón de Pedro se paró en seco cuando ella bajó la mirada. Y supo la respuesta antes de que ella la formulara… No.


–¿Habrías querido que lo hiciera? –de repente Paula levantó los ojos y lo miró de nuevo.


–Sí –contestó él con más sinceridad de la que había manifestado jamás.


Pero ella volvió a bajar la mirada, ocultando su reacción. Y él lo supo. No se lo creía.


¿Qué podía hacer? Había sido entrenado en el arte de la persuasión, la demostración, en ganar los casos con sus argumentos. Sin embargo, con ella no parecía conseguirlo. ¿Cómo iba a convencerla? ¿Cómo podía tranquilizarla? A Paula no le bastaban las palabras, necesitaba acciones, algo para derribar los muros que había levantado en su corazón impidiéndole acercarse.


Deseaba desesperadamente decirle que lo sentía.



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