Pedro acababa de romperle el corazón. No lo había hecho a propósito, pero lo había hecho. A pesar de sus hábitos de playboy, en el fondo y a su manera, sentía algo por ella. Consciente de que estaba decaída, se había propuesto alegrarla de la mejor manera que sabía: con un fabuloso y dulce sexo.
Y no había más. Un breve hechizo. Porque así era Pedro, un hombre de revolcones. Aventuras divertidas. Conociendo su historia, casi comprendía que se comportara así.
El problema era que lo que acababan de compartir no había sido para ella una diversión. Lo había significado todo.
¿Cómo se le había ocurrido pensar que podría controlarlo de nuevo? Era una idiota, pero no cometería dos veces el mismo error. No le pediría más, no le pediría lo que sabía que no deseaba darle. El sentimiento de mortificación que la había invadido tras la boda, resurgió. No quería volver a ser tan tonta.
Lo que necesitaba era protegerse y salir de allí.
–Tengo que volver a casa de Felipe. Me estará esperando.
–Yo le llamaré. Tú sigues cansada.
–Puedo llamarle yo.
No obstante, cuando Paula por fin habló con su amigo, tuvo la sensación de que Pedro ya había hablado con él antes, pues se encontró que los planes ya estaban organizados.
–Espero que no te importe, querida, pero ya he recogido la mayoría de tus cosas. Estoy esperando un pedido de telas y no tengo otro sitio donde guardarlo.
–Por supuesto.
–Tú quédate con Pedro, querida. Él tiene más sitio.
Estaba clarísimo que se trataba de una conspiración. Atrás quedaba el chico que había sido como una hermana para ella. Allí se había formado un club de chicos.
–Se te oye cansada. Deberías descansar.
–Tuve una migraña –sólo habían practicado sexo una vez. Nada que ver con la orgía que Felipe evidentemente se estaba imaginando.
Paula colgó el teléfono y se volvió hacia Pedro.
–Lo habéis organizado todo, ¿verdad? –preguntó mientras él se vestía–. Felipe y tú.
–Quería que te quedaras –Pedro se giró de modo que ella no pudiera ver su rostro.
–¿Y por qué no me lo propusiste?
–Porque pensé que dirías que no.
¿De verdad no lo sabía? ¿No lo había deducido aún? Estaba atrapada. No quería decirle que no y, después de lo de aquella mañana, no podía decirle que no. Ya no.
Pedro la miró de reojo mientras se abotonaba la camisa. Estaba demasiado callada, y seguía muy pálida. La repentina aparición de la migraña el día anterior le había asustado y aún no se había recuperado. Notaba la respiración tensa, como si estuviera permanentemente en alerta. Ni siquiera le había ayudado hundirse profundamente dentro de ella aquella mañana. En realidad, la experiencia no había hecho más que aumentar su sensación de peligro. Le había dicho que la notaba estresada, y seguramente lo estaba, pero él también.
Paula debía quedarse. A pesar de comprender la complejidad creciente que supondría para la relación, no estaba dispuesto a dejarla marchar. No mientras pareciera tan enferma.
–No me quedaré más de un día o dos, Pedro. Encontraré otro sitio.
–Relájate, Paula. Eso no me preocupa –bueno, le preocupaba un poco. Era un sentimiento que aún le costaba identificar–. Te traeré tus cosas a la hora de comer.
–No me hacen falta. Puedes traerlas cuando vuelvas de trabajar.
Para eso quedaban muchas horas y Pedro necesitaba verla mucho antes. Se acercó a la cama, pero en un alarde prodigioso de autocontrol, no la besó, consciente de que si lo hacía, no llegaría nunca al trabajo.
–Quédate en la cama. Necesitas dormir.
Media hora más tarde contempló las carpetas que se acumulaban sobre el escritorio y sacudió la cabeza. ¿Cuántos matrimonios había ayudado a disolver? Debían ser cientos. Resultaba demasiado sencillo: un papel por aquí y una declaración jurada por allá. Lo más difícil era el reparto de bienes. Cada uno velaba por sus intereses y Pedro siempre hacía lo mejor para sus clientes.
A no ser que hubiera hijos por medio. En ese caso siempre intentaba hacer lo mejor para los críos y echaba mano de los psicólogos si hacía falta. Él mismo había sido un niño testigo de la ruptura del matrimonio de sus padres y utilizado como moneda de cambio. En muchas ocasiones había más de un eximplicado y niños pertenecientes a más de una madre. Era un lío formidable.
Al menos Paula y él no tenían ese problema. La disolución de su unión sería sencilla. Cada uno tenía sus bienes y no habían invertido nada en el matrimonio. Y no había niños.
Cada vez que pensaba en ello, el corazón le daba un vuelco. Habían perdido un bebé. Decidió apartarlo de su mente. Paula había dicho que no quería hijos, y él tampoco. Su aventura podía continuar, quizás indefinidamente. Podían permanecer juntos el tiempo que quisieran sin el temor de la complicación de los hijos y sin comprometerse. Dado que la deseaba más que nunca, aquello era muy bueno. Aun así debería seguir adelante con el divorcio y firmar los papeles para poner el proceso en marcha.
Sin embargo, lo que hizo fue empezar a estudiar la primera carpeta. Los negocios primero.
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