jueves, 31 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 42

 


Una hora más tarde cerró la carpeta. Su mente flotaba a la deriva como un trozo de corcho en el océano.


Decidió ir en busca de las cosas de Paula. Poco importaba que aún quedaran varias horas hasta la hora de comer, necesitaría ropa limpia que ponerse.


Mientras dejaba caer las bolsas en el suelo del dormitorio, Pedro soltó una carcajada. Entró en el vestidor y empujó la ropa del perchero hacia un lado.


–Esta mitad es para ti –a juzgar por la cantidad de bolsas que aún tenía en el coche, iba a necesitar también el armario de la habitación de invitados.


Paula estaba sentada en la cama con la bata de Pedro puesta. Aún estaba muy pálida.


–Cielo santo –dijo él mientras abría una de las bolsas–. No bromeabas sobre tu colección de zapatos –allí debía haber unos veinte pares de altísimos tacones.


–Son bonitos, ¿verdad?


–La mayoría parece sin estrenar.


–Y así es –ella lo miró avergonzada–. No soy capaz de deshacerme de ellos. Me recuerdan mi estupidez, pero lo cierto es que me siguen gustando y que cada vez me los pongo más.


–Ya me había dado cuenta –y le encantaba.


Pedro le pasó unas cuantas perchas y ella se llevó una bolsa al vestidor y empezó a colgar faldas y camisas mientras él colocaba los zapatos por parejas. Encontró una segunda bolsa y repitió la operación. En el fondo de la bolsa había otra más pequeña, pero no eran zapatos de tacón. Eran zapatillas… zapatillas de bebé.


El corazón de Pedro se paró en seco.


Lentamente hundió la mano en la bolsa y sacó tres pares de zapatitos que dispuso en fila.


–¿Paula?


Ella salió del vestidor y los vio de inmediato. En realidad se quedó paralizada mirándolos.


Y él se quedó paralizado mirándola a ella.


–Los has conservado –consiguió decir al fin.


–He conservado todo, Pedro –ella hizo una mueca–, tal y como puedes comprobar.


–Dijiste que no querías hijos –aquello era diferente.


–Y no los quiero.


–Entonces, ¿para qué guardarlos?


–No los guardé. Simplemente no me deshice de nada. Soy una acaparadora –contestó ella sin mirarlo a la cara y mientras regresaba al interior del vestidor, ocultándose claramente.


Pedro se sintió mareado. Por supuesto que los había guardado… a propósito. Había querido conservarlos, tal y como había querido conservar al bebé. Deseaba tener hijos… y no podía ni debía negarlo. No debería negarse a ser fiel a sí misma ni debería intentar ser como él. El revolcón, el acuerdo al que habían llegado en África. Ella no era así. La mujer de mirada soñadora que había conocido un año atrás no propondría una aventura breve y sin compromiso. Era una mujer dulce y amorosa hecha para el amor y la familia.


El que hubiera conservado los zapatitos lo demostraba, ¿no? Al igual que el brillo en su mirada durante la boda de su padre, que había revelado que el romanticismo, el idealismo, seguía latente en su interior.


Quería más. Y se merecía más.


Pero él no era el hombre que podía ofrecérselo.


–¿Qué vas a hacer con ellos? –insistió con el estómago encogido.


–No lo sé –Paula se asomó entre la ropa que acababa de colgar y respiró hondo.


–No creo que los puedas alquilar en tu negocio.


Por supuesto que no. Paula se sintió invadida por la ira. ¿Qué pretendía? ¿Qué quería que dijera? Salió del vestidor y metió los zapatitos de nuevo en la bolsa.


–No los quiero –arrojó la bolsa al pasillo–. Los entregaré a la beneficencia.


Iba a necesitar un buen pegamento para juntar los pedacitos de su corazón, y rápido, si no quería que el dolor volviera a estallar. Las cosas ya eran lo bastante complicadas.


–Tengo que volver al trabajo –anunció Pedro–. Tengo que ponerme al día.


–Por supuesto, yo también tengo trabajo que hacer –aparte de ducharse, vestirse y construirse una vida. Porque si había interpretado bien el gesto de Pedro, habían terminado.


–Utiliza mi estudio –él se marchó sin tocarla.


–Gracias –Paula tragó con dificultad, estupefacta ante la frialdad de ese hombre.


Se llevó una mano al pecho e intentó borrar los recuerdos de lo sucedido aquella mañana. No podía seguir pensando en ello. Ni podía pensar en la pequeña bolsa del pasillo.


Había llegado la hora de la despedida, pero en aquella ocasión no iba a huir.


Iba a ser ella quien echara el cerrojazo.




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