domingo, 27 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 31



Paula no necesitó mirarse al espejo para saber que estaba roja como un tomate. La dependienta, obviamente, estaba convencida de que Pedro era una especie de Pigmalión y ya había avisado a una de las chicas de la sección de maquillaje.


–Enseguida habré terminado con los retoques.


¿Retoques?


–¿Forma parte del servicio?


–Nos gusta cuidar de nuestros mejores clientes –la dependienta sonrió.


Debía estar gastándose una fortuna.


Paula se sentó en la silla del espacioso probador y se dejó «retocar». Tras unos segundos se miró al espejo, sorprendida de que pudiera conseguirse ese efecto con unos cuantos brochazos. El tono elegido para el carmín era perfecto.


–Necesitará uno para más tarde.


–Claro que sí –contestó Paula–. Añádalo a la cuenta.


–Estaría bien que terminaras hoy –exclamó Pedro al otro lado de las cortinas.


–No le haga caso –susurró Paula a la dependienta–. Haga como yo.


Tardó otros diez minutos más en terminar de arreglarse y armarse del valor necesario para salir del probador. Se moría de ganas de ver la reacción de Pedro.


–¿Qué estás comprando? –preguntó mientras contemplaba un paquete envuelto en papel de seda que la dependienta metió en una bolsa junto a otra completamente llena.


–Nada –él le dedicó una sonrisa traviesa–. Un regalo de boda.


–¿Vas a regalarle a la nueva esposa de tu padre unas braguitas con volantes?


Paula no lo miró a la cara, pero no le pasó desapercibido el detalle del puño cerrado.


–¿Qué le ha pasado a tu brazo? –preguntó él sin rastro de humor en la voz.


–Nada –maldito fuera, lo había visto a través del echarpe.


–Entonces, ¿para qué la tirita?


Era la más fina que había encontrado, pero también era grande y cuadrada.


–De acuerdo –Paula rezó para que reaccionara con fría indiferencia–. Tengo un tatuaje.


–¿Qué? –Pedro le retiró el echarpe y levantó el borde de la tirita–. ¿Desde cuándo?


–Me lo hice en Mnemba.


–¿Mnemba? –preguntó él perplejo–. No vi ninguna tienda de tatuajes en la isla.


–Pues la había. Allí había de todo. Me lo hice el último día cuando me fui a dar un masaje mientras tú estabas nadando.


–Un tatuaje. Agujas. ¿Paula? ¿En África? –Pedro la agarraba con fuerza.


–Es de henna, Pedro –Paula puso los ojos en blanco–. Se borra con el tiempo.


–Entonces, ¿por qué te lo tapas? –él dejó escapar el aire mientras sus mejillas enrojecían.


–No es precisamente muy elegante mostrarlo en la boda de tu padre.


–La boda de papá no es elegante.


Le arrancó la tirita y ella se frotó instintivamente el brazo mientras esperaba que, por algún milagro, se hubiera borrado. Sin embargo, por la impenetrable máscara en que se había convertido el rostro de Pedro, supo que no había habido suerte.


Eran todo un espectáculo para las dependientas, discretas e impecablemente arregladas, pero incapaces de disimular sus sonrisas o su interés. Hubo un prolongado silencio durante el que las plantas que decoraban la tienda crecieron visiblemente, gracias al calor que irradiaba de su cara.


–¿Qué significa? –al fin Pedro habló.


–Sudáfrica.


Sus iniciales se enroscaban en el centro de un complejo torbellino y un diseño floral con forma ovalada cubría casi todo el brazo.


–Me parece que estás mal informada, no estuvimos en Sudáfrica sino en Tanzania.


–Fue idea de la chica –balbuceó ella–. El diseño… –aquello resultaba muy embarazoso–. Pensaban que estábamos de luna de miel.


–Porque yo se lo dije –contestó él en un susurro casi inaudible.


–Pensé que no sería más que un bonito dibujo –los balbuceos cesaron al sentir los dedos de Pedro deslizarse por las letras. La sonrisa había desaparecido por completo de su rostro.


–Me colocaré la tirita otra vez.


–Déjalo así.


–Llevo el echarpe… lo cubrirá. De todos modos hace frío y el vestido es demasiado corto.


–El vestido es espectacular.


–Será mejor que te quites la alianza –ella no le escuchaba –. ¿Por qué la llevas puesta?


–Porque en el trabajo soy el señor Hombre Casado. ¿Por qué no te has quitado la tuya?


–Lo hice. Hace varios meses.


–Mentirosa –él le tomó la mano–. Aún se ve la marca.


–Me la puse porque el guía sugirió que sería conveniente para una mujer que viajaba sola.


Pedro soltó un bufido que evidenciaba su incredulidad.


Paula lo fulminó con la mirada, olvidándose de las dependientas. Ajena a todo salvo a la cercanía del cuerpo de ese hombre que la miraba fijamente, acariciándola con los ojos.


–Esos zapatos son ridículos –observó él al fin.


–¿Demasiado altos? –apenas les separaban dos centímetros y medio, tanto en altura como en distancia.


–No –Pedro le rodeó la cintura con un brazo y la atrajo hacia sí.


Paula se ruborizó nuevamente ante la sensación de su cuerpo.


–La altura es perfecta –susurró él con los labios casi pegados a los suyos.


Se apartó bruscamente y la arrastró con él fuera de la tienda.


Normalmente, Paula habría asociado esa prisa con azoramiento, pero Pedro nunca se azoraba. La gente los miraba mientras atravesaban la tienda. Pero eso también era normal. A ella siempre la miraban. Cosas que sucedían cuando se era más alta que la mayoría de los hombres. No obstante, con ese vestido, los zapatos y el carmín, se sentía espectacular. Y todo por la pasión que había visto en los ojos de Pedro.




SIN TU AMOR: CAPITULO 30

 


Mientras él desaparecía por las escaleras, echó una ojeada al apartamento. No tenía nada que ver con el que había conocido un año antes. Había sido remodelado y modernizado. Luminosa y espaciosa, la cocina era espectacular.


–¿Qué te parece? –preguntó Pedro.


–Felipe ha hecho un buen trabajo.


–Desde luego –se acercó a ella vestido únicamente con una toalla alrededor de la cintura.


–¿Qué haces? –Paula lo miró fijamente. Se había afeitado y duchado. Y estaba fantástico.


Las gotas de agua caían por el pecho, marcando aún más los tonificados músculos. Paula se derretía por dentro. No había nada comparable a la combinación de Pedro y agua.


–Necesito plancharme la camisa –Pedro parecía sorprendido ante la pregunta.


«No resulta sexy. Ver a un hombre vestido con una toalla y planchando no resulta sexy».

 

Sin embargo, ni los pechos ni el centro íntimo de Paula estaba recibiendo el mensaje.


–Voy a familiarizarme con tu coche –tenía que salir de allí.


Encontró las llaves y se dirigió al coche aparcado en la calle. Arrojó la bolsa que contenía el vestido y los zapatos a la parte trasera y buscó el limpiaparabrisas.


–Allá vamos –Pedro se sentó a su lado con una traviesa sonrisa dibujada en el rostro.


Paula mantuvo la mirada fija en la carretera. Hacía tiempo que no había visto a Pedro vestido de traje y si lo miraba en esos momentos tendrían un accidente. Mortal.

 

Pedro parecía haber resucitado y cuando pararon en la tienda de lencería, todo rastro de resaca había desaparecido. Se movía a sus anchas entre las prendas de seda y raso y levantó un par de ella en alto, mostrándose sorprendido ante el gesto airado de Paula.


–¿No podrías quedarte avergonzado en un rincón como cualquier hombre normal?


–¿Y perderme todo esto? De eso nada –Pedro rió al ver cómo se sonrojaba Paula–. De acuerdo, iré a echar un vistazo a los biquinis. ¿Contenta?


Diez minutos después, Paula suspiraba en el interior del probador. Imposible. No había ningún sujetador en el mundo que pudiera llevarse bajo ese vestido. Iría al descubierto.


Afortunadamente, el vestido llevaba un echarpe.Paula se volvió hacia la dependienta.


–Me siento fatal por no comprar…


–No se preocupe, su marido está ahí fuera comprando toda la tienda.


–¿En serio? –¿su «marido»?


–Desde luego no tiene la menor duda sobre su talla –la mujer asintió.



SIN TU AMOR: CAPITULO 29

 


Al fin se durmió y sólo despertó cuando oyó a Felipe apremiando a Mauricio para que se apresurara. Miró la hora y vio que eran más de las diez. Los chicos se iban un par de días a Mánchester para visitar a la familia de Mauricio y les aguardaba un largo trayecto en coche.


Se vistió y bajó las escaleras sonriendo ante el aspecto de Felipe.


–¿Has trasnochado?


–Resaca –gruñó él.

 

Paula le acompañó hasta el coche. Mauricio intentaba encajar una enorme maleta y otras veinte bolsas mientras protestaba por la cantidad de equipaje que Felipe se empeñaba en llevar.


–En el fondo le gustan mis gustos caros –Felipe suspiró.


–Pues claro –Felipe tenía gustos caros, pero también era muy divertido–. Que lo paséis bien.


–No vuelvas a desaparecer –habitualmente, Felipe tenía un gesto muy risueño, pero en aquella ocasión la miró muy serio.


Durante los meses que había pasado en el sur, no había contactado con él, pero Felipe no se lo había reprochado. Simplemente le había abierto su puerta para dejarla entrar.


–No lo haré –le aseguró Paula con intención de cumplir la promesa.


–¿Vas a despertar al Bello Durmiente? –el brillo regresó a los ojos de Felipe.


–Supongo –contestó ella.


–No hagas nada que yo no haría.


Felipe le guiñó un ojo y ella lo despidió con la mano antes de regresar al apartamento y contemplar el tronco inmóvil que seguía durmiendo en el sofá rodeado de botellas vacías.


Puso en marcha la cafetera, sirvió una taza de café bien fuerte y regresó al salón.


–Despierta, Pedro –lo llamó mientras sujetaba la taza bajo la nariz del durmiente.


–Esto es un sueño –él abrió un ojo y lo cerró enseguida.


–No, no lo es.


–Es verdad –Pedro volvió a abrir los ojos–. Si estuviera soñando, tú estarías desnuda.


Pedro, tienes que levantarte. Llegarás tarde a la boda de tu padre.


–No voy a ir –gruñó él.


–¿Cómo?


–Escucha –Pedro suspiró–, no tengo ningún interés en ver cómo mi padre se casa de nuevo.


Pedro –ella sacudió la cabeza–. ¿No eres el padrino?


–Ya lo he sido. En dos ocasiones. No voy a repetir.


Pedro, es tu padre –ella no podía creerse que fuera a faltar. Lo lamentaría. Estaba segura.


–¿Y? No conozco a la familia de la novia y no habrá casi nadie de la mía. No será divertido, Paula, y todo habrá acabado en un año, dos como mucho. ¿Qué sentido tiene?


–No se trata de divertirse. Se trata de estar allí –Paula hizo una pausa.


–No voy a ir –Pedro levantó la cabeza del sofá, junto con la voz–. Resultan muy irritantes.


–Deberías dar gracias por tener unos padres que te irriten.


–Tenías que recurrir a ese golpe tan bajo, ¿verdad? –él volvió a apoyar la cabeza.


–Sí –Paula le ofreció la taza–. Tómatelo. Te llevaré a tu casa y luego a la boda.


–Soy perfectamente capaz de conducir.


–¿Con todo lo que debiste beber anoche? ¿Tanto como para no poder caminar tres manzanas hasta tu casa? No creo que lo hayas eliminado aún de tu sangre.


–No bebí tanto. En cualquier caso no lo suficiente.


–Pues por cómo hueles, creo que superaste tu límite.


Pedro gruñó, incapaz de ocultar su diversión. Cierto que apestaba, pero por culpa de la copa de whisky escocés que se había derramado por encima. Una lamentable pérdida. Phil había insistido en continuar la velada hasta tarde, el muy zorro. ¿Se había dado cuenta de que no tenía ninguna gana de regresar a su casa? Le había echado una manta por encima, diciéndole que hacía demasiado frío, o humedad, o que era tarde, para regresar a su casa a pie. Y había dormido mejor en el pequeño sofá de lo que había hecho desde hacía días en su enorme cama. Sólo con saberla cerca y que volvería a verla por la mañana…


–Volveré a mi casa andando –necesitaba aclarar sus ideas. Algo no iba bien en su cabeza.


–Te acompaño.


–¿Por qué? –Pedro se sintió inexplicablemente más animado.


–Porque tengo la sensación de que no aparecerás por la boda y creo que sería un error.


–¿Y cómo piensas impedírmelo? –él la miró adormilado. La boda le importaba un bledo.


–Te voy a llevar.


–¿Te estás invitando a la boda de mi padre? –el corazón de Pedro dejó de latir.


–Pues sí –ella alzó la barbilla–. ¿Por qué no?


¿Por qué no? Esa mujer no tenía idea de lo poco que había faltado para que cediera a sus instintos básicos y la tomara en brazos. El corazón dio un par de inestables latidos antes de tomar velocidad mientras el cerebro procesaba la idea de pasar un día entero con ella.


–¿Quieres ser testigo de la locura?


–¿De verdad es una locura, Pedro?


–Un infierno –él cerró los ojos y pensó en algo mucho más excitante–. ¿Qué vas a ponerte?


–Pues resulta que tengo unos cuantos vestidos increíbles. ¿Te gustaría ayudarme a elegir?


–De acuerdo –por supuesto que le gustaría.


–Iré a buscarlos.


–No te pongas nada negro –gritó mientras ella desaparecía escaleras arriba.


–No hay nada negro –un minuto después, Paula regresó con un vestido–. ¿Qué te parece?


–¿Alguna vez te lo has puesto en público? –Pedro contempló la prenda y sintió cómo su cuerpo reaccionaba, agradecido por seguir tapado por la manta.


–No.


Él casi consiguió reír.


–¿Qué te parece?


Los ojos de Paula estaban desmesuradamente abiertos y se mordía el labio inferior. Pedro se obligó a dirigir la mirada de nuevo sobre el vestido. Era verde, o quizás azul, de una tela vaporosa y con tirantes. Y era corto. Demasiado corto.


–No puedes ponerte eso –sin miramientos, expresó su opinión.


–¿Por qué no?


–Porque parece más propio de un dormitorio.


–¿Eso crees? –ella sonrió–. La mujer de la tienda me aseguró que era un vestido de noche. Lleva un echarpe, de modo que no pasaré frío –contempló la prenda pensativamente–, pero no puedo ponerme sujetador, se verían los tirantes.


–Ponte uno sin tirantes –Pedro casi se atragantó.


–No tengo –Paula frunció el ceño antes de sonreír–, pararemos de camino en una tienda de lencería–. Tampoco puedo llevar bragas… se notarían las costuras.


–Eh… –tenía que estar haciéndolo a propósito.


–Un tanga.


–De acuerdo –asintió él con voz ronca–. Suena bien.


–¿Irás a la boda entonces?


–Sí –¿qué elección tenía?


Paula apenas pudo contener la risa mientras lo acompañaba hasta el apartamento. La expresión de su rostro no había tenido desperdicio. ¿Sin sujetador? ¿Sin bragas? Jamás había conseguido que nadie se derritiera a sus pies y le había resultado divertido, y embriagador. Pero Pedro debía ir a la boda y si tenía que atarle una soga al cuello y llevarlo a rastras, lo haría. Aunque tuviera motivos para sentirse dolido, tenía unos padres que lo amaban. Y donde había amor había esperanza, ¿no?



sábado, 26 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 28

 


–Suéltalo ya, Paula –Felipe estaba sentado en el sofá junto a Mauricio.


–Felipe, ya hablará si le apetece.


–Soy su más viejo y querido amigo. Tengo derecho a saber.


–Sólo lo que ella…


–No estoy pidiendo todos los detalles, sólo…


–Cuando esté dispuesta a contártelo.


–¿Por qué no te vas a fregar los platos? A solas conmigo se sincerará.


–A lo mejor prefiere hablar con alguien que tenga unas orejas de verdad, no sólo pintadas.


–¿Puedo decir algo? –aquella noche, las habituales chanzas no le hacían gracia a Paula.


–Claro –contestaron al unísono.


–Voy a acostarme temprano –Paula se puso en pie.


–Por supuesto, debes estar agotada después de las «calurosas» noches africanas –observó Felipe con más sarcasmo que simpatía.


–El vuelo fue muy largo –ella intentó dar por acabada la discusión.


–Apuesto a que viajasteis en clase preferente.


–En primera. Sobraba espacio –era mentira. La cercanía de Pedro había resultado asfixiante.


–Venga ya, Paula. Ese tipo te ha seguido por medio mundo. Algo habrá que contar.


–Lo digo en serio –insistió Paula–, aquello no significó nada.


–De modo que hubo un «aquello» –Felipe saltó de inmediato–. Define «aquello».


–¿Por qué tienes tanto interés en saberlo?


–Porque me preocupas –Felipe apoyó las manos en los hombros de Paula–. Pareces agotada.


–Ya te he dicho que ha sido un vuelo muy largo.


–Es por algo más.


–Bueno, en cualquier caso ya ha terminado –Paula se dirigió hacia la puerta.


–Pero…


–Déjalo, Felipe –intervino Mauricio.


–Pensaba que regresarías más contenta –Felipe no estaba dispuesto a dejarlo.


–¿Qué quieres decir? –ella lo miró extrañada.


–Pensé… –él frunció el ceño–. Paula, es evidente que hay algo entre Pedro y tú.


–Algo. Sí. Volvimos a acostarnos juntos… ¿era eso lo que querías saber?


–¿Y ahora qué? –su amigo parecía confuso.


–Y ahora, nada –dijo ella–. Ha acabado.


–La última vez que estuvisteis juntos –Felipe la siguió hasta la puerta–desapareciste durante meses. Ahora has vuelto a pasar una semana con él…


–No sucederá nada, Felipe. Sólo hemos… terminado lo que dejamos inacabado.


–¿Las mujeres son capaces de eso?


–¿De qué?


–Bueno, siempre pensé que os resultaba más difícil desligar el sexo de las emociones.


–A cualquiera le resulta difícil separar las emociones del amor –intercedió Mauricio.


–¡Por favor! –Paula puso los ojos en blanco–. No fue amor. Sólo lujuria, placer, desahogo físico. Nada más.


Felipe y Mauricio la miraron en silencio con gesto escéptico.


–Buenas noches, chicos –Paula suspiró y se encaminó hacia el dormitorio, obsesionada con una única cosa: dormir, poner la mente en blanco.


Durante el día se mantenía ocupada con el trabajo. Miraba escaparates y se sumergía en los olores, sonidos e imágenes de la gran ciudad, llenando los sentidos con tanta información que la playa, la arena, el silencio y el sexo no tenían cabida en su mente.


Pero por la noche daba tumbos en la cama mientras se repetía que ya no sentía nada.


El viernes entró en la cocina y encontró a Felipe y a Mauricio abriendo una botella de vino.


–Vamos a cenar fuera. Invito yo.


–¿En serio? –la miraron encantados.


–Sí –Paula les mostró un par de zapatos que pensó que nunca se pondría–. Necesito salir, pero si me veis hablar con algún extraño alto, moreno y guapo, dadme una bofetada.


–Trato hecho –Felipe rió–. Necesitas presumir de bronceado.


Pedro se dio cuenta en cuanto apareció. Cierto que había tenido la mirada fija en la entrada, pero aun así, fue como si el cuerpo lo presintiera un segundo antes de que abriera la puerta. La adrenalina aullaba en sus venas y no hubo la menor duda de que ella también lo había visto. Enarcó las cejas y sus ojos emitieron un destello, aunque no tuvo tiempo de interpretarlo pues de inmediato desvió la mirada.


Sin embargo, se acercó hasta él con una sonrisa dibujada en el rostro.


–No esperaba encontrarte aquí. ¿No te dedicabas sólo a maratones y bicicletas?


–Y yo pensaba que estarías demasiado ocupada poniendo en marcha tu negocio como para salir por ahí –él la miró por encima del borde de la copa.


–Eso no me impide llevar una vida social. Vine bastante fresca de África.


Desde luego lo parecía, mientras que él no había dormido bien desde su regreso.


–Voy a pedir algo –Paula vio el vaso medio vacío de Pedro–. ¿Necesitas otra?


Él sacudió la cabeza mientras Paula se dirigía a la barra del bar y era sustituida por Felipe.


–Gracias por el mensaje –Pedro lo miró de reojo.


–No te equivoques, Pedro –Felipe no sonreía–. Paula es amiga mía.


–También es amiga mía –más o menos.


De todos modos había pensado acudir a ese local. Sabía que era el bar de copas preferido de Felipe y Mauricio y que si salían con ella, la llevarían allí.


–¿Cenas con nosotros? –preguntó Felipe–. Estamos esperando mesa en el tailandés.


–No creo que sea una buena idea –Pedro no pudo evitar mirar a Paula.


–Pensé que Paula y tú erais amigos. Estoy seguro de que a ella no le importará.


Eso era lo que le preocupaba: que sintiera tan poco por él como para que no le importara.


–De acuerdo –cedió sin poder resistirse a la tentación.


«Hada madrina Felipe». Paula miró furiosa a su amigo. Era mejor que mirar a Pedro, porque cada vez que lo hacía sentía retorcerse algo en su interior, una cierta incomodidad. Pedro tenía un aspecto lamentable. Parecía cansado y, al igual que ella, no estaba comiendo.


–¿No estás con tu padre esta noche? –ella no pudo resistirse a provocarlo un poco.


–No celebra ninguna despedida de soltero si es eso lo que preguntas.


–¿A qué hora es la boda?


Pedro se encogió de hombros y frunció el ceño. Los ojos reflejaban tristeza a pesar de compartir risas con Mauricio y con Felipe. Era evidente que todo el asunto de la boda lo estaba destrozando. Una ridícula necesidad de consolarlo la asaltó y quiso abrazarlo.


Y a medida que avanzó la velada, esa necesidad de consolarlo no hizo más que aumentar. Al fin se encaminaron bajo la llovizna a casa de Felipe y Mauricio. Los chicos insistieron en que Pedro subiera a tomar una última copa, Felipe abrió la botella de whisky y los tres hombres se sentaron en el salón. Paula intentó unirse al grupo y se preparó un chocolate caliente, pero al cabo de un rato sólo quería salir huyendo.


Se tumbó en la cama mientras oía las masculinas voces de fondo. A pesar de las risas que llegaban desde la planta inferior, no pudo evitar imaginárselo con el gesto de dolor en el rostro. Sólo había aparecido durante un instante, pero ella había percibido su intensidad.




SIN TU AMOR: CAPITULO 27

 


Unas horas más tarde, Pedro la guió hasta el avión. Paula nunca había viajado en primera clase y miraba sorprendida a su alrededor.


–Podríamos haber viajado en clase superior –Pedro la observó investigar con curiosidad los artículos de aseo.


–¿Existe otra clase?


–Podríamos tener nuestra propia suite –él la miró pensativo–, con una enorme cama, pero ya estaba reservada.


Menos mal. Paula ya se había resignado mentalmente a haber dormido con él por última vez. Y después de lo que le había hecho el masajista en Mnemba, no estaba dispuesta a que Pedro viera siquiera una pequeña parte de su cuerpo desnudo. Había sido un buen método de represión.


–¿No te gustaría unirte al Mile High Club conmigo?


–Hoy no –ella ni siquiera se molestó en mentir.


Pedro la miró con una incredulidad que rápidamente se transformó en determinación mientras daba un paso hacia ella y la atmósfera empezaba a resultar pesada.


–No, Pedro, ya no estamos en África.


–Estamos sobrevolando su espacio aéreo, ¿no?


–No –ya habían acabado y no tenía la menor intención de sucumbir de nuevo.


Su equipaje fue el primero en llegar a la cinta, ventajas de gastar una desmesurada cantidad de dinero en unos asientos convertibles en unas sorprendentemente cómodas camas. Sin embargo, Pedro no había pegado ojo en toda la noche. Paula se le adelantó y recogió ella misma su bolsa de viaje depositándola sobre un carrito. Se sentía muy malhumorado.


–Gracias por…


–He pedido un taxi –le interrumpió él–. Ya debería estar esperándonos.


–Esto… no hace falta.


–Por el amor de Dios, Paula, al menos déjame acompañarte sana y salva a tu casa –Pedro se subió al taxi después de ella–. ¿Te alojas en casa de Felipe? –preguntó secamente.


–Sí.


Un destello de c.elos prendió en su pecho. Menuda estupidez. No le sorprendió que Felipe no le hubiera mencionado que vivía con ella. La lealtad de ese hombre hacia Paula era mayor que la tenía hacia él. Sin embargo, lo irritó. Si se hubiera mostrado más sincero, habría encontrado a Paula antes de que se marchara a África. Demonios, ¿cuánto tiempo llevaba viviendo allí?


Además, la cosa empeoraba cuando se imaginaba a Paula sentada entre esos dos tipos en el sofá, tomando un café, o algún zumo, mientras les contaba sus penas. Por el amor de Dios, ¿estaría Felipe al corriente de lo del bebé? De su bebé…


El taxi paró frente a la casa de Felipe. No quedaba lejos de la casa de Pedro, aunque sí lo bastante como para irritarlo.


–Te ayudaré con el equipaje.


Ella alzó una ceja. El equipaje consistía en una bolsa de viaje. Era evidente que Pedro intentaba retrasar lo inevitable.


–Tengo llave, por si no hay nadie en casa –le explicó Paula mientras llamaba al timbre.


Por supuesto que la tendría. Sin embargo, sí estaban en casa, como evidenciaron las pisadas que se aproximaron a velocidad creciente.


–¡Paula!


Era Mauricio, la pareja de Felipe, un contable ultraconservador que le sacaba unos diez años al flamante genio del interiorismo que apareció en la puerta justo detrás de él.


–¡Cariño! –Felipe apartó a Mauricio de un empujón y abrazó a Paula–. Empezaba a pensar que te había tragado un cocodrilo.


–Más o menos –contestó Paula en tono cáustico.


Pedro… –los ojos de Felipe brillaron–. El cocodrilo, supongo –añadió mientras cerraba la puerta.


–¿Qué pasa con el taxi? –preguntó Paula sorprendida al ver que Pedro seguía allí.


–Puede esperar. El taxímetro sigue corriendo –no estaba dispuesto a marcharse aún.


–¿Te tomas algo, Pedro?


–Gracias –él los siguió hasta el salón. No había tenido la intención de quedarse a tomar algo. Una rápida despedida, nada más, pero la perversidad parecía imprescindible en esos momentos.


–¿Whisky? –Felipe le dedicó una escrutadora mirada antes de decidirse por algo fuerte.


–Gracias –pura malta. Si algo podía decirse de Felipe era que tenía un gusto exquisito.


–Llevaré la bolsa a mi habitación.


De modo que Paula emprendía la huida…


–Ya lo hará Mauricio –intervino Felipe con delicadeza–. Qué curioso que os encontrarais allí.


–Muy curioso –contestó Pedro con frialdad sin mirar a Felipe a la cara. Paula acabaría por descubrir que había sido su amigo el que le había dicho dónde estaba.


–No tenía ni idea de que os conocierais –Paula no había probado el vino.


Tenía aspecto de cansancio y, de repente, Pedro sintió los brazos muy vacíos.


Pedro es cliente mío –explicó Felipe.


–Un cliente muy importante –añadió Pedro secamente. Le había pagado unos enormes honorarios, pero había merecido la pena, principalmente por su relación con Paula.


Sintió que la ira lo invadía. Estaba furioso por tener que abandonarla, y aún más por estar enfadado por ello. Debería sentirse aliviado. Debería tenerlo superado. Había practicado más sexo en los últimos días que en todo un año. Y, pensándoselo bien, había sido el mejor sexo de su vida. Se puso en pie. Había llegado la hora de marcharse.


Felipe y Mauricio se mostraron inusualmente silenciosos, inusualmente atentos mientras Pedro aguardaba a que ella lo acompañara a la puerta.


Paula abrió la puerta delantera y esperó mirando al vacío. No quedaba ni rastro de intimidad. No se acercó a él, no le sonrió. Para ella todo había terminado y parecía desear verlo partir.


Así pues, Pedro no le dio un beso, reprimiéndose con más control del que hubiera necesitado para ganar un triatlón. Furioso, porque era eso lo que habían acordado: África y nada más.


Sin embargo, en el trayecto de regreso a su apartamento, el afilado filo de la soledad se hundió profundamente en su cuerpo. Al entrar, encendió el equipo de música en un intento de acallar el atronador silencio. Se sentía mal, como si sus pulmones se hubieran cambiado de sitio.


Debía ser el jet lag. El cansancio por el largo viaje. Tenía mucho trabajo y empezó a repasar sus correos electrónicos. Había algunos de su padre, con los detalles de la próxima boda del siglo. Demonios, si le tocaba llevar otro más de los divorcios de sus padres, iba a ponerse serio y cobrarles la tarifa completa. Apagó el ordenador y el equipo de música y puso la calefacción. Llevó el bolso de viaje al descansillo y sacó de él el juego de bao que impulsivamente había comprado el último día. Irritado, lo dejó en lo más alto de la librería y le dio la espalda.


Terminado. Había terminado.




SIN TU AMOR: CAPITULO 26

 


Dedicaron el día a nadar y a dormir. No hablaron de nada que no fueran temas banales. También jugaron al bao. Aun así, se buscaron con más frecuencia que nunca. La pasión era rápida e intensa, pero nunca parecía bastarles.


La diminuta isla era exquisita y ofrecía todas las comodidades posibles entre las que se incluía el teléfono, el fax y el correo electrónico. A última hora de la tarde, Paula vio a Pedro con la PDA. Inevitablemente, la vida real les invadía. No podrían evitar el futuro eternamente. Se dirigió a la choza dejándole el espacio que necesitaba, no queriendo inmiscuirse en su vida de Londres. La separación era inminente y lo mejor sería empezar ya a distanciarse. Pero veinte minutos más tarde, cuando Pedro regresó a la choza, su expresión era demasiado sombría como para ignorarla.


–¿Malas noticias?


–Papá va a volver a casarse –Pedro arrojó el teléfono sobre la mesilla junto a la cama.


–No me digas. ¿Con quién? –preguntó Paula boquiabierta.


–Parece un juego. Mamá se casó por cuarta vez el año pasado –se tiró sobre la cama y presionó las palmas de las manos contra los ojos–. No me lo puedo creer. Además será el sábado. Este sábado –rugió–. ¿A qué demonios vienen tantas prisas?


–De tal palo tal astilla –rió ella.


–¿Cómo? –él alzó los ojos y esbozó una especie de sonrisa–. Desde luego, pero eso no…


–Desde luego –ella lo vio claramente intentar digerir la afirmación–. ¿Importa acaso, Pedro?


–Entiendo que tengan amantes –Pedro se tendió sobre la cama con los brazos extendidos–. Que tengan todos los que quieran, pero ¿a qué viene tanta boda?


–¿No te parece romántico?


–No. Me parece un acto de desesperación.


Pedro


–Tú tampoco eres aficionada a las bodas –se sentó de golpe–. Me parece de mal gusto.


–O sea que para ti no son más que adornos y damas de honor…


–Umm –gruñó él, antes de soltar una carcajada–. Depende. No hay dos iguales.


–¿Conoces a la actual novia?


–Apenas –él sacudió la cabeza–. No pensé que fueran en serio, aunque supongo que tenía que alcanzar a mi madre que le llevaba una boda de ventaja.


–Estás de guasa.


–No. Distribución de bienes, experiencias… siempre se aseguran de ir a medias en todo.


–Pero tú eras uno. ¿Cómo hicieron para repartirte entre los dos?


Pedro la miró y se encogió de hombros con resignación. En lugar de contestar, hizo una pregunta:

–¿Paula…?


Ella supo qué quería y se lo dio.


A la mañana siguiente se despertó tarde y lo encontró ya vestido y con aire distante.


–Será mejor que hagas la maleta, Paula. Nos vamos al mediodía.


Eso explicaba por qué apenas le había dejado descansar la noche anterior. Por qué la había despertado una y otra vez con sus deliciosas caricias. Había llegado la hora.


Mentalmente ya se había marchado. Pedro contemplaba el mar, pero a juzgar por el ceño fruncido era evidente que no veía su belleza. ¿Sería por su padre? Paula no preguntó. África llegaba a su fin y necesitaba desengancharse. Era el acuerdo al que habían llegado.


Minutos más tarde, de pie en la terraza, lo observó fascinada nadar con poderosas brazadas paralelas a la costa.


De inmediato se recriminó su propia estupidez. No iba a quedarse allí toda la mañana contemplándolo, de modo que regresó al interior decidida a encontrar algo para rellenar las pocas horas que aún les quedaban allí. Y encontró la distracción perfecta en el spa.


–¿Dónde estabas? –Pedro parecía malhumorado mientras caminaban hacia el barco.


–Fui a darme un masaje.


–Yo te lo habría dado.


–Sabes que ya hemos terminado con eso –Paula sacudió la cabeza y soltó una carcajada.


Subió al barco y saludó a Hamim con la mano antes de darle la espalda a la isla, decidida a mirar sólo hacia delante… en todo.



SIN TU AMOR: CAPITULO 25

 


Pedro contempló dormir a Paula. Debería salir huyendo de allí a toda velocidad, pero no podía. Tenía una ligera idea de lo que debía haber sufrido, sin decir nada a nadie. ¿Acaso no había sido testigo del sufrimiento de su propia madre mientras el tan ansiado segundo hijo que esperaba no llegaba? ¿No había visto y sentido cómo se le partía el corazón?


A pesar de que el bebé no hubiera sido planeado, aunque ella jamás hubiera deseado tener hijos, comprendía cuánto y por qué debía haberle destrozado la pérdida.


Él mismo sentía un profundo dolor en su interior, como si le hubieran arrancado una parte del corazón, una sensación que no había experimentado nunca. Había perdido algo precioso. ¿Cómo hubiera sido ese bebé? ¿Habría tenido los brillantes ojos azules de su madre o los más pálidos de su padre? Sin duda habría sido alto y moreno…


Cerró los ojos y puso la mente en blanco. No podía continuar en esa dirección. Los niños nunca habían formado parte de sus planes, y jamás lo harían. Respiró hondo. Lo que había sucedido no era más que el destino, ¿no? Así debían ser las cosas. No obstante, en esos momentos deseaba poder hacer que todo desapareciera.


Se sentó en una silla frente a la cama y la observó moverse. Paula al fin abrió los ojos. Desde su posición vio cómo palidecía a medida que los recuerdos regresaban.


–Siento haber lloriqueado toda la noche –Paula se sentó en la cama y se cubrió con la sábana–. Ya se me ha pasado. En serio.


En cierto modo era así, al menos físicamente, y tenía planes para continuar con su vida. Por eso había enviado los papeles del divorcio, ¿no? Quería pasar página para poder continuar.


–No pasa nada. Me alegra haberme enterado al fin –murmuró él con voz ronca–. Lo siento.


Lo decía en serio. Pero seguía habiendo un problema que debían tratar: el final de su relación.


–Supongo que querrás regresar –ella se frotó la frente con una mano, tapándose los ojos.


–No, aún no estoy preparado para abandonar la isla –ni estaba preparado para abandonarla a ella. Él también quería finalizar la relación. Por eso había ido allí, ¿no? Al descubrir dónde se encontraba, no había sido capaz de firmar los papeles sin verla primero.


Y una vez la hubo encontrado, había comprendido por qué no había podido firmar sin más. Seguía viva. Y para ella también. Esa maldita electricidad, el infierno que ardía entre ellos. Tenían que concluir aquello. Meses antes se habían bajado demasiado pronto del autobús, pero en esa ocasión iban a quedarse hasta el final de trayecto.


Pedro arrojó un paquete de preservativos sobre la cama.


–Los he conseguido en recepción.


¿Acaso se podía ser más descarado? Sin embargo, no se le ocurría otra manera de abordarlo.


–No quiero sexo por compasión –ella lo miró y se sonrojó violentamente.


–No es eso lo que te estoy ofreciendo –no se trataba de sexo por compasión sino de una imposibilidad de controlar el deseo, y estaba desesperado por deshacerse de esa sensación.


–Entonces, ¿qué me estás ofreciendo?


–¿Qué es lo que quieres tú? –Pedro no pudo reprimir el tono áspero en su voz. Sabía lo que deseaba él. Quería hacerle sentirse bien. Quería sentirse bien. Porque en esos momentos se sentía miserable y el instinto le decía a gritos que sólo se sentiría mejor acercándose a ella.


Paula encogió las piernas y apoyó las rodillas contra el pecho. Los cabellos caían revueltos alrededor del rostro y los enrojecidos ojos bordeados de un halo morado estaban brillantes.


–Quiero lo que acordamos –empezó con rabia–. La aventura a la que nos tendríamos que haber limitado hace un año. Unos días de caprichos para consumir el deseo antes de irnos cada uno por nuestro lado.


Había cambiado. Era más fuerte, ya no era la blandengue de hacía un año. Tenía claro lo que deseaba. Dejó escapar un suspiro. ¿Acaso no era eso mismo lo que deseaba él?


Incapaz de permanecer sentado un segundo más, Pedro se puso en pie. Ya no podía reflexionar, no podía hacer otra cosa que ceder a sus instintos. Se arrodilló en la cama, sobre ella, apoyándole la espalda contra la almohada para que no le cupiera la menor duda de cuáles eran sus intenciones.


Paula alzó las manos con los dedos separados, hundiéndolos en los cabellos de Pedro y atrayéndolo hacia sí. Y lo besó con la misma agónica desesperación que sentía él.


Y durante un instante, pero sólo un instante, Pedro lamentó que ella no deseara nada más.


En eso consistía aquello, ¿no?, en una desgarradora atracción, en la necesidad de saciarse. A pesar de todas las cosas, seguía siendo lo principal. Nada más. Nada menos.


Paula tardó una eternidad en calmar su agitada respiración y cuando lo consiguió se movió, aún entre los fuertes brazos de Pedro, despertándolo, excitándolo. Decidida a hacerlo bien y hasta el final. El reloj avanzaba. África era lo único que tenían.


Sabía que tendría el valor para hacerlo. El año transcurrido le había enseñado que era lo bastante fuerte como para poder con cualquier cosa. Incluso con él.

 

Se alegró de que se hubiera enterado de lo sucedido. Jamás habría esperado recibir un trato tan sensible de su parte y le había sorprendido. Se sentía agradecida por el consuelo que le habían ofrecido los fuertes brazos mientras ella había llorado en ellos. Y no le había pasado desapercibido el dolor en los ojos de Pedro y que, en cierto modo, había contribuido a calmar su propio dolor. Ya no se encontraba sola con su tristeza por la pérdida del bebé. Él también la sentía y eso bastaba para hacerlo algo más soportable.