El día de Navidad amaneció gris y lluvioso. El repiqueteo de la lluvia en los cristales la entristecía, aunque no sabía por qué. Cuando entró en la cocina, se encontró a Pedro preparando el desayuno.
—Buenos días. Y feliz Navidad.
—Feliz Navidad —sonrió ella.
—Ha llamado mi madre. Vendrá a comer con nosotros, pero tenemos un rato para estar solos.
Desayunaron en el salón, con las luces del árbol encendidas.
«Alégrate por mí, Mariana», pensó Paula, cerrando los ojos un momento. Cuando los abrió, las luces del árbol parecieron hacerle un guiño, como diciendo que Mariana se alegraba.
«Gracias».
Pedro estaba frente a ella con un paquete en la mano. Era una caja envuelta en un precioso papel de colores. Afortunadamente, a Paula se le había ocurrido comprar a última hora un libro sobre mitos griegos y su influencia en la cultura occidental para él.
—Es preciosa —murmuró, al ver la túnica de seda salvaje—. Venga, abre el mío.
—Ah, éste no lo he leído —sonrió Pedro—. Gracias.
Luego sacó un paquetito del bolsillo y lo puso en su mano.
—¿Qué es esto?
Él se encogió de hombros. Pero sus ojos estaban más brillantes que de costumbre.
—Ábrelo.
Paula rasgó el papel dorado. Dentro había una cajita de terciopelo negro…
—¿Te gusta?
Sin habla, Paula miraba el elegante anillo, con diamantes baguette.
—Si no te gusta, podemos cambiarlo…
El tiempo pareció quedar suspendido. Paula no podía dejar de mirar el anillo. Un anillo de pedida debía ser regalado con amor. ¿Y si Pedro no la amaba nunca? ¿Cómo podría sobrevivir si sólo se casaba con ella porque iban a tener un hijo?
Por fin, levantó la mirada.
—No creo que pueda hacerlo.
—¿Qué, casarte conmigo?
—Sólo vas a casarte por el niño…
—Quiero ser parte de la vida de mi hijo.
—Eres un empresario famoso, Pedro. Vas de hotel en hotel, de reunión en reunión. No quieres tener una familia. No habías planeado tenerla.
—¿Sabes una cosa? He estado pensando mucho en algo que me dijo Basil Makrides. Voy a empezar a delegar. La familia es importante y quiero ser parte de la vida de mi hijo. Quiero que nos casemos, Paula, que lo criemos juntos.
—No saldrá bien.
—¿De qué tienes miedo?
«De que no me quieras nunca».
—No tengo miedo, es que…
—Sé que tienes miedo, Paula. ¿De qué? ¿Temes que siga confundiéndote con tu hermana?
—No —contestó ella. Eso había dejado de preocuparla.
—Me alegro. Porque Mariana y tú no os parecíais en nada. Sabía que habías cambiado, pero no se me ocurrió pensar que fueras otra persona. Pensé que eras única, Paula. Pero dime de qué tienes miedo.
—No quiero estar con un hombre que… que ha tenido mil mujeres.
Pedro la miró, pensativo.
—¿Por qué aceptaste casarte conmigo entonces?
—No lo sé.
—Dime la verdad, Paula.
—Muy bien, de acuerdo. Tengo miedo.
—¿De qué?
—De que si te lo digo, tú… —Paula temía que se riera de ella. O peor, ver compasión en sus ojos.
—¿Te ayudaría saber por qué te pedí que te casaras conmigo?
—¿Por el niño?
—No, por mí —murmuró Pedro, apretando su mano—. Cuando te marchaste de Grecia nada fue lo mismo. Mi vida estaba vacía. Te necesitaba para que me completases. Te quiero, Paula. El niño fue una excusa perfecta, una manera de conseguir lo que quería de verdad: a ti.
Paula lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Yo también te quiero.
—¡Por fin! —exclamó Pedro, tomándola entre sus brazos—. Y debo admitir que no me gustaba la idea de casarme con alguien que sólo me quería por mi cuerpo, bruja.
Ella rió.
—Podría haber sido peor. Podría haberte dicho que me casaba contigo por tu dinero. Para pagar la deuda de mi tarjeta de crédito.
—Yo sabía que eso ya no era un problema. El contrato de Sidney…
—¿Qué?
—He adquirido ese hotel recientemente —rió Pedro—. No pensaba dejarte escapar, cariño. Quería saber dónde estabas en cada momento.
—¿Has sido tú?
—Cuando por fin se me pasó la sorpresa de saber que tú no eras tu hermana… decidí trazar un plan para recuperarte. Y te pido disculpas por lo mal que me porté contigo. Ya sabes que yo siempre tardo un poco en pedir disculpas… ¿Me perdonas?
—¡Debería haberlo imaginado! Estuve a punto de rechazar el contrato porque quería quedarme en Nueva Zelanda, con mis padres. Pero la posibilidad de pagar esa deuda era demasiado tentadora.
Pedro le dio un beso en la frente.
—Ahora pasaremos nuestra luna de miel allí, y yo estaré unos meses vigilando que las reformas van exactamente como yo quiero.
—Hablando de trabajo… quiero seguir cantando. Pero algo que dijo Daphne sobre crear una fundación para advertir a los más jóvenes sobre los peligros de la droga… la verdad es que me gustaría ayudarla.
—Haz lo que quieras. Yo te apoyaré en todo.
Las cosas ya no eran «a su manera». Paula sonrió.
—Me gustaría que otra chica como Mariana pudiera salvarse. O alguien como el hijo de Daphne, Chris.
Pedro la abrazó.
—Tienes todo mi apoyo con una condición: que nos casemos antes de Año Nuevo.
—¡Trato hecho!
Pedro tenía una sorpresa final para Paula: sus padres, a los que llevó a Strathmos un día antes de la boda. Paula vio la cara de felicidad de su padre y pensó que el círculo se había cerrado. Todo era perfecto.
—¿Cansada? —le preguntó Pedro por la noche, después de haber cenado en El Vellocino De Oro.
—Más bien agotada.
El puso una mano sobre su abdomen, pensativo.
—¿Ya notas algo?
—No, todavía no —sonrió Paula.
—Nuestro hijo…
—Nuestro hijo.
—Te quiero, Paula. Sólo a ti. Nada más que a ti.
—Lo sé —murmuró ella—. Y para mí sólo existes tú.
—Te creo. Y estoy seguro, absolutamente seguro, de que no me traicionarás nunca.