sábado, 5 de diciembre de 2020

VENGANZA: CAPÍTULO 36

 



Paula seguía intentando decidir cuál debía ser su respuesta al día siguiente, cuando fueron al teatro para ver el espectáculo que la compañía había preparado para celebrar la Nochebuena.


Pedro había insistió en que se quedase a dormir en la suite… pero en la habitación de invitados, claro. Y, como no había llevado un vestido adecuado para la ocasión, Pedro también se encargó de que una de las elegantes boutiques del hotel le enviase uno a la suite.


Al abrir la caja, Paula vio una tela que brillaba como el cristal. El vestido era de su talla y le quedaba como hecho a medida. La tela, tornasolada, cambiaba del blanco al plateado más reluciente. Un par de sandalias y un bolsito plateado completaban el atuendo.


Ahora, mientras iba hacia la parte trasera del escenario con Pedro, Paula no se sentía embarazada en absoluto. De hecho, se sentía más guapa que nunca.


Hasta que se encontró con un par de ojos negros llenos de maldad.


Pedro —dijo Stella, tomándolo posesivamente del brazo—. Lo siento mucho, pero no sabes cómo me duele la garganta. No puedo cantar.


—¡Dios mío! —exclamó Mauricio—. Deberías habérmelo dicho antes. Ya hemos vendido todas las entradas…


—No quería molestar a nadie —se disculpó ella, bajando los ojos—. Pensé que se me pasaría.


Stella podía ser una bruja, pero si tenía una infección de garganta no podría cantar.


—Quizá si me tumbo un rato se me pasará…


—Mauricio, ¿dónde está el programa? —preguntó Pedro.


El gerente se lo entregó de inmediato.


—Cancelaremos el solo de Stella y lo reemplazaremos con un numerito de Lucie. Seguro que tiene alguna historia divertida que contar sobre Santa Claus. Y Aletha… —Pedro nombró a otra de las artistas de la compañía— puede cantar Oh, Christmas Tree. Paula, ¿te importaría mucho cantar SilentNight?


—Pero yo…


—Sé que no estás preparada, pero te lo pido por favor. Hazlo por mí.


Paula haría cualquier cosa por él. Y cantar su villancico favorito no sería nada.


—Muy bien. De acuerdo —murmuró.


—Stella, vete a la cama. Llamaremos al médico de inmediato.


—Pero no es necesario…


—Sí lo es. Paula puede cantar hoy por ti, pero mañana espero que estés recuperada. Hemos vendido todas las entradas y la gente viene a verte a ti —sonrió Pedro, que conocía bien su oficio—. Vamos, vete a tu suite. Y cuídate esa garganta.


—Pero…


—Paula, tienes que maquillarte —siguió él, sin prestarle la menor atención a su cantante—. Siento estropearte la noche, pero…


—¿Pero que dirá el publico cuando Stella no salga a cantar? Han pagado para oírla a ella.


Mauricio se encogió de hombros.


—Es demasiado tarde para preocuparse por eso.


Los siguientes minutos pasaron sin que se diera cuenta. Todo eran prisas y nervios. Luego, una vez en el escenario, empezó a calmarse, como le ocurría siempre.


Paula se llevó una mano al abdomen mientras oía los aplausos detrás del telón.


«¿Estás oyendo eso, cariño? El año que viene tú mismo verás el espectáculo».


Era tan difícil de creer…


Cuando llegó el momento de cantar Silent Night, Holy Night, Paula lo dio todo. Pedro estaba en la primera fila y cantó sólo para él. Después, se sentía terriblemente agotada y emocionada a la vez. Pero cuando estaba saludando volvió a buscar a Pedro con la mirada… y había desaparecido.


Paula notó que el público empezaba a murmurar, y sólo entonces se dio cuenta de que Pedro estaba en el escenario, a su lado, con un ramo de rosas en las manos.


Un ramo de rosas rojas para ella.


Pero entonces recordó. Aquel tributo era para Stella.


Las rosas no significaban nada.


—Ha sido una interpretación muy hermosa —dijo Pedro, acercándose al micrófono—. Ayer le pedí a Paula Chaves que fuese mi mujer. Ahora, quiero que todos ustedes celebren su respuesta conmigo.


Y luego le pasó el micrófono.


El silencio era absoluto. El público esperaba. Pedro esperaba también, tenso.


Paula lo miró, atónita. ¿Qué podía decir? ¿Cómo podía casarse con un hombre que no la querría nunca?


Entonces una mujer que estaba en la primera fila se levantó.


—¡Di que sí, Paula!


Sorprendida, ella guiñó los ojos para ver a quién pertenecía la voz. Era una mujer rubia a la que no había visto nunca.


—No le hagas caso a mi madre —sonrió Pedro.


—¿Tu madre?


Sin darse cuenta, había hablado por el micrófono y el público soltó una carcajada. Pero Paula sabía lo que iba a hacer.


Iba a decirle que sí. Iba a casarse con Pedro por el niño. Y por ella misma… porque lo amaba.


—Sí —dijo por fin con voz clara.


Las rosas se le cayeron de las manos cuando Pedro la tomó entre sus brazos para buscar sus labios con ansia… y cierta desesperación.


Pero Paula no estaba actuando cuando le echó los brazos al cuello y ofreció la mejor, y la más pública, interpretación de su vida.



VENGANZA: CAPÍTULO 35

 



—¿Qué? —exclamó Paula, incrédula.


Las facciones de Pedro podían haber estado esculpidas en mármol.


—¿Ésta es tu venganza? ¿Tu manera de castigarme porque pensabas que yo era el causante de la muerte de tu hermana? ¿Lo habías planeado desde el principio?


—¡No!


—Entonces, ¿por qué dejaste que te hiciera el amor sabiendo que yo te creía Mariana?


Aquélla era una pregunta que Paula no podía contestar sin confesarle la verdad: que estaba enamorada de él. Que lo había estado desde el principio.


—Porque… me gustabas. Me gustabas más de lo que me había gustado nunca un hombre.


—¿Ésa es la única razón?


—Sí, la única.


—Porque te gustaba. Nada más.


—Bueno, ésa es la razón por la que tú te acostaste conmigo, ¿no?


—Es posible. O no. Quizá pensé que había encontrado a la mujer de mis sueños —replicó Pedro, irónico.


—Mira, yo sólo quería decirte que estoy embarazada. Me pareció lo más correcto. Pero si no quieres, ni siquiera le pondré al niño tu apellido.


—¿Por qué no?


—¿Quieres que lo haga?


—Por supuesto. Ningún hijo mío va a ir por la vida sin mi apellido.


—¿Y qué le diremos a la gente? ¿Qué pasa con… tu amante?


—¿Qué amante?


—La mujer morena con la que te vi en el bar.


—¿Stella? Es la cantante que ocupa tu puesto. Nada más.


—¿Estás diciendo que no hay nada entre vosotros?


—Absolutamente nada —contestó Pedro.


—¿No te has acostado con ella?


—No. Y no tienes que preocuparte de otras mujeres porque tú y yo vamos a casarnos.


—¿Cómo dices? —exclamó Paula—. ¿Por qué iba a casarme contigo?


—No quiero que un hijo mío crezca como niño ilegítimo.


—Muchas parejas tienen hijos sin casarse —replicó ella.


—Yo no quiero eso —dijo Pedro—. Mira, cuando yo era pequeño la gente criticaba esas cosas de la manera más cruel. Tuve que escuchar muchos comentarios cuando era un niño… y no quiero que eso le ocurra a mi hijo.


Cualquier noción romántica que Paula pudiera haber tenido sobre aquella proposición murió de inmediato. Pedro no la quería. No la querría nunca.




VENGANZA: CAPÍTULO 34

 



Maia, su representante, le había conseguido un contrato en Australia para los próximos tres meses. Y con el dinero que iban a pagarle podría cancelar la deuda de su tarjeta de crédito y ahorrar algo de dinero para cuando llegase el niño. Había sido algo inesperado… y fantástico.


Pero en cuanto a decirle a Pedro lo del embarazo, al final sus padres la convencieron de que sería más honesto decírselo cara a cara. Su padre se ofreció voluntario para ir con ella a Strathmos, pero Paula insistió en que no hacía falta. Aunque se alegraba de verlo tan contento. Su embarazo había alegrado a su padre más que a nadie. Quizá porque era un poco como recuperar a Mariana…


Paula había insistido en que viajar hasta Strathmos era un gasto que no podía permitirse por el momento, pero sus padres insistieron en pagarle el billete y, al final, no pudo negarse.


De modo que, una semana después, Paula se encontró en la isla de Strathmos de nuevo. Había llamado antes para comprobar que Pedro estaría allí, claro. Y la primera persona a la que vio en cuanto llegó al hotel fue Lucie.


—¡Paula… has vuelto!


—No para quedarme. Sólo he venido para hablar con Pedro.


—Está por ahí. Pero tienes que quedarte para ver el espectáculo de Navidad. Stella Argyris es insoportable…


Siguieron charlando durante un rato y, mientras lo hacían, Paula miraba de un lado a otro.


—¿Sabes dónde puedo encontrar a Pedro?


—Antes lo he visto hablando con Mauricio en la puerta, pero no sé dónde puede estar ahora. Mira en el casino.


No lo encontró en el casino, ni el vestíbulo, ni el bar Dionisio. Paula estaba a punto de subir a su suite cuando lo vio sentado en uno de los muchos cafés del hotel, con una mujer que hacía todo lo posible por llamar su atención: tocarse la melena, pestañear, sonreír invitadora mientras mostraba un escote de escándalo.


Pedro sonreía, encantado.


Paula se dio la vuelta, con el corazón encogido. ¿Qué había esperado? Pedro Alfonso era un hombre muy atractivo, millonario, poderoso. Sin embargo, verlo con otra mujer le rompió el corazón. Cegada, salió prácticamente corriendo a la calle, el frío viento helando su cara.


Evidentemente, Pedro Alfonso tenía una nueva amante. Desde luego, no perdía el tiempo.


No podía hablar con él. No tenía sentido decirle que estaba embarazada. No, lo mejor sería volver a su casa…


Pero cuando se dio la vuelta, vio que Pedro se acercaba con expresión seria. ¿Por qué había vuelto a Strathmos?, se preguntó. ¿Qué había pensado conseguir con eso? Debería haberlo llamado por teléfono desde Auckland…


—Me había parecido que eras tú. ¿Qué quieres?


—He cometido un error. No debería haber venido.


—Entonces, ¿por qué estás aquí?


—Da igual. Ya no importa —suspiró Paula.


—Algo te ha traído aquí. ¿Vas a decírmelo o no?


El tono antipático y la expresión severa hicieron que Paula se diese la vuelta, indignada.


—Tenemos que hablar —insistió él, colocándose a su lado.


—No, no tenemos nada que hablar —replicó ella—. No hay nada que decir.


—Espera… —Pedro la tomó del brazo.


—¡Suéltame!


—Querías verme, ¿no? Pues ya me estás viendo. Dime lo que tengas que decir.


—Ya no tengo nada que decirte, Pedro. He cambiado de opinión.


—Muy bien, entonces hablaré yo. Pero sugiero que lo hagamos en un sitio privado. En mi suite. A menos que quieras hacerlo en público…


—No, claro que no. No está bien que el jefe discuta con su antigua amante en público.


—A mí me da igual la gente —replicó Pedro—. Lo decía por ti.


Paula lo pensó un momento y después asintió con la cabeza.


—Muy bien, hablemos —dijo en cuanto Pedro cerró la puerta de la suite.


Salvo por un árbol de Navidad adornado con bolas rojas y doradas, nada había cambiado. Paula no sabía por qué había esperado que algo cambiase. Quizá porque todo había cambiado para ella.


Ahora estaba esperando un hijo suyo.


—Siéntate… por favor. Dime, ¿por qué has venido a verme?


Paula se mordió los labios. No sabía cómo iba a reaccionar ante la noticia…


—Estoy embarazada.


Esperase lo que esperase, aquello lo pilló claramente por sorpresa.


—¿Cómo has dicho?


—Que estoy embarazada —repitió ella.


—Estás embarazada. ¿Lo has hecho a propósito?




VENGANZA: CAPÍTULO 33

 


El tiempo en Auckland en diciembre era húmedo y desapacible. Paula, que había salido de compras con su madre, entró corriendo en el baño sujetando en la mano la cajita que había comprado en la farmacia. En menos de cinco minutos tenía la respuesta que tanto había temido.


—Mamá. Me temo que tengo que darte una sorpresa.


—¿Qué pasa, cariño?


—Estoy embarazada.


Su madre se llevó una mano al corazón.


—¿Estás segura?


—Acabo de hacerme la prueba… —contestó Paula, mostrándole el indicador.


—¿Y quién es el padre?


—Mamá…


—¿No quieres decírmelo?


—Lo haré cuando esté preparada —suspiró ella, abrazando a su madre—. No deberías ser tan comprensiva, mamá.


—¿Cómo no voy a serlo? ¿Sabes de cuánto tiempo estás?


—No mucho. Sólo he tenido una falta. Por eso compré la prueba. Como siempre he sido tan regular…


—Tienes que ir al ginecólogo. Puede que no estés embarazada. A veces pasan esas cosas. Quizá tu cuerpo está raro después de un viaje tan largo.


—Llevo aquí dos semanas, mamá.


Betty Chaves sacudió la cabeza.


—Pero si tomas la píldora es muy raro que estés embarazada.


—Es que no tomo la píldora. La dejé hace unos meses. No había nadie en mi vida, así que no tenía sentido tomarla. Pero él usó… bueno, ya sabes. No sé qué puede haber pasado. Iré al ginecólogo, pero dudo que eso vaya a cambiar nada.


—Cariño…


—Mamá, quizá debería decirte la verdad. El padre es…


—¿Sí, cielo?


—Es Pedro Alfonso.


Su madre se llevó una mano a la boca.


—Dios mío… No pasa nada, cariño. Tu padre y yo te ayudaremos en todo, ya lo sabes.


—Lo sé, pero quiero que entendáis una cosa: Pedro no es el responsable de la muerte de Mariana. Fue otro hombre, Jean-Paul Moreau. Creo que Mariana estaba enamorada de él, y él la recompensó convirtiéndola en adicta a la cocaína. Espero que se queme en el infierno.


Más tarde, Paula volvió a su apartamento. Le resultaba extraño vivir en una ciudad grande después de haber vivido en una isla…


Mientras se preparaba un té, no podía dejar de darle vueltas a la cabeza. Su hijo, iba a tener un hijo con Pedro Alfonso… y tenía que decírselo. Tenía que hacerle saber que iba a ser padre. Era su obligación.




viernes, 4 de diciembre de 2020

VENGANZA: CAPÍTULO 32

 


Desde la ventana, Pedro veía cómo se alejaba el ferry dejando una estela de espuma tras él. Apretando los dientes, metió las manos en los bolsillos del pantalón.


Paula se había ido.


El le había dicho que no quería volver a verla. Entonces, ¿por qué no se sentía aliviado? Todo lo contrario. No podía dejar de mirar el ferry… no pudo dejar de hacerlo hasta que desapareció de su vista.


Entonces vio un helicóptero de la policía dirigiéndose al helipuerto del hotel. Bien. La policía se había puesto en movimiento inmediatamente después de su llamada. Y Pedro estaba deseando que registrasen la habitación de Jean-Paul Moreau. Sospechaba que aquel hombre no volvería a pisar un hotel en mucho, mucho tiempo.


Como pasaría mucho tiempo hasta que él pudiese olvidar a Paula.




VENGANZA: CAPÍTULO 31

 


Por la mañana, Paula estaba guardando sus cosas en la maleta, con el corazón en un puño. Pero tenía la sospecha de que ese dolor era merecido. No debería haber engañado a Pedro. O al menos debería haberle contado la verdad cuando empezó a sospechar que él no era responsable de la muerte de Mariana.


Había llamado a recepción para preguntar a qué hora salía el ferry y le habían dicho que en veinte minutos, de modo que no tenía tiempo de pensar. Si se daba prisa, pronto saldría de allí. Pronto estaría en su casa.


Pedro no había vuelto a la habitación. Ella había esperado, impaciente, pero no volvió.


El mensaje estaba claro: tenía que aceptar que todo había terminado. Pedro no quería volver a verla. Para él, su traición había sido peor que la de Mariana.


El vestíbulo de recepción estaba lleno de gente, y Paula esperó en la puerta el autobús que la llevaría hasta el ferry. El mural del dios del sol conduciendo sus fieros caballos por el cielo hizo que se le formase un nudo en la garganta. Se había acercado demasiado al sol y se había quemado.


Pero sobreviviría.


—¿Paula?


Cuando se volvió, se llevó una desagradable sorpresa. Porque no era Pedro, sino Jean-Paul.


—¿Qué?


—¿Tú eres Paula?


—Sí, claro.


—Pero no eres la mujer que yo conocí una vez… íntimamente.


Jean-Paul lo había entendido por fin.


—No.


—Eres idéntica a ella. Tenéis que ser gemelas.


—Eramos gemelas —replicó Paula—. Mi hermana ha muerto. Y ha muerto por tu culpa.


Jean-Paul Moreau no pareció en absoluto afectado por la noticia.


—Si le dices algo a Alfonso, le contaré quién eres. Le diré que lo has engañado, que has estado riéndote de él a sus espaldas. Decías haber olvidado el pasado… así explicabas por qué no sabías cosas que deberías saber.


El conserje que había dicho que la avisaría cuando llegase el autobús estaba haciéndole señas, y Paula asintió con la cabeza.


—Haz lo que quieras. Pedro ya lo sabe todo.


Y se alejó, dejando a Jean-Paúl Moreau, el canalla responsable de la muerte de su hermana, mirándola con expresión incrédula.




VENGANZA: CAPÍTULO 30

 


En el dormitorio, se desnudaron a toda prisa y cayeron en la cama hechos un lío de brazos y piernas. Una lámpara en una esquina de la habitación, entre la cama y la pared, era la única iluminación.


—¿Cómo pude dejarte ir? —murmuró Pedro, acariciando la curva de sus caderas.


Un momento de angustia turbó la pasión del momento. Pensaba que era su hermana. Y ella tenía que contarle la verdad.


Pedro


Pero él estaba acariciando sus pechos, y Paula sintió un escalofrío de placer. A partir de ese momento, no quiso recordar nada ni pensar en nada.


Pedro empezó a lamer su oscura aureola, y su vientre comenzó a arder. Paula dejó escapar un grito cuando esa boca enloquecedora la devoró…


¿Qué tenía Pedro Alfonso que hacía desaparecer todas sus inhibiciones? Lo deseaba, sí… pero era algo más. Una sensación de que debían estar juntos, una comprensión total entre ellos que no había experimentado con nadie.


La abrumaba y la asustaba a la vez. Porque aquella relación no podría sobrevivir a lo que tenía que confesarle.


—¿En qué estás pensando?


—En nada —mintió ella.


—Entonces, intentaré darte algo en qué pensar —rió Pedro, acariciándola entre las piernas—. Estás temblando.


—Sí.


—¿Estás bien?


Paula se pasó la punta de la lengua por los labios y Pedro perdió el control. Se colocó sobre ella, el torso sobre sus pechos, y se inclinó para buscar su boca.


Paula abrió las piernas y levantó las caderas, buscándolo hasta que no quedaba espacio entre los dos.


Tan cerca, sus ojos eran dos pozos de deseo, y Pedro era consciente de su fuerza, del poder de sus brazos a cada lado de su cara, del peso de su torso rozando los pechos desnudos. Por contraste, ella era tan femenina…


Jadeando, levantó la cabeza y, apoyándose en un codo, se preparó a sí mismo con una mano, esperando no terminar antes de entrar en ella. Mientras envolvía su miembro con la funda de látex, Paula se movió, impaciente.


Luego, cuando la penetró, ensanchándola, ella se quedó inmóvil. Pedro se dejó caer sobre su pecho con la cabeza inclinada, los ojos cerrados, respirando la suave fragancia de su piel.


Paula se movió un poco y sus músculos interiores se cerraron, apretándolo más, exigiendo una respuesta. Pedro notaba que estaba perdiendo el control y empezó a moverse, embistiéndola, llevándolos a los dos hacia un sitio que no habían conocido nunca.


El ritmo aumentaba, y aumentaba también la intensidad de las embestidas. La sujetó por las caderas, empujando con fuerza, Paula haciéndose eco de su ferocidad.


Cuando creyó que no podía esperar más, cuando el placer era tan grande que pensó que iba a explotar si no terminaba, sintió que ella se contraía una, dos veces. Y eso fue suficiente para enviarlo hacia el precipicio, hacia la hoguera que amenazaba con consumirlo. Pedro se tumbó de lado y la apretó contra su corazón.


—Mírame.


Paula evitaba su mirada, apoyando la cara en su torso, respirando su aroma masculino.


Estaba allí ahora. En su cama, en su vida. ¿Importaba quién creía que fuera? Pero ella lo amaba… ¿podía conservar ese secreto para siempre?


No. No quería vivir con un pasado que Mariana había ensuciado con su traición. Tenía que decírselo. Ahora. Mientras estaban inmersos en aquella especie de mundo mágico. Pedro lo entendería. Tenía que hacerlo.


Paula intentó reunir valor para mirarlo a la cara; esa cara que había aprendido a amar.


—Oye, ven aquí, quiero abrazarte…


Pedro… tengo que decirte algo.


—Dime. ¿Qué pasa?


Paula se mordió los labios. ¿Por dónde empezar?


—Te dije que mi hermana había muerto…


—Sí, lo sé.


—Era mi hermana gemela.


—Lo siento. He oído que los gemelos tienen una conexión especial. ¿Has dicho que se llamaba Mariana?


—Así es. Murió el día de Navidad, hace tres años.


—¿Hace tres años? —repitió Pedro.


—Sí. Mariana era… en fin, Mariana. Nos hacia reír a todos con sus cosas, le encantaba gastar bromas pesadas cuando éramos pequeñas. No le tenía miedo a nada.


Sí, Mariana tenía terror a no gustar a los demás. Siempre quería ser la primera en probarlo todo, la primera en decir palabrotas, en fumar.


—Cuando éramos pequeñas hacíamos teatrillos. Yo cantaba y ella bailaba.


—Ah, entonces las dos teníais talento. ¿A qué se dedicaba tu hermana?


Había llegado el momento de la verdad.


—Era bailarina. Bailarina exótica.


Pedro la miró, sin entender.


—¿Las dos hacíais lo mismo? ¿Trabajasteis juntas alguna vez? Gemelas… supongo que podríais haber conseguido muchos contratos. ¿O no os parecíais?


—No nos parecíamos en nada… aunque físicamente éramos casi iguales.


—¿Qué quieres decir?


—Que teníamos un carácter muy diferente, pero éramos gemelas idénticas —le confesó Paula—. En el colegio los profesores nunca sabían quién era quién.


—Paula…


—Yo no soy una bailarina exótica, no lo he sido nunca.


—No te entiendo. ¿Qué quieres decir?


—Que tú conociste a Mariana, Pedro. Hace tres años…


—Yo conocí a Paula —la interrumpió él—. ¿Quién demonios eres tú?


—Yo soy Paula.


—Paula trabajó para mí. Tengo una copia de su contrato y de su pasaporte…


—Mi hermana me robó el pasaporte —lo interrumpió ella entonces—. No tenía permiso de trabajo porque la detuvieron por robar en unos grandes almacenes. Lo pidió en el consulado, pero se lo denegaron, por eso robó mi pasaporte y mi documentación.


—Mírame. Quiero ver tu cara —dijo Pedro entonces, incorporándose—. Pero tú eres… ella.


—No, no lo soy.


Él la miraba sin entender. Sin poder creerlo.


—¿Y por qué has venido aquí? ¿Por qué esta charada de hacerte pasar por tu hermana?


—Quería hablar contigo…


—¿Y también habías planeado acostarte conmigo?


—No —contestó Paula—. Al principio pensé tontamente que podría seducirte para despreciarte después, pero enseguida abandoné la idea. Creí que tú eras responsable por la muerte de mi hermana…


—¿Yo?


—Sí, tú. Pero después de hablar con Jean-Paul…


—¿Y la amnesia? —Pedro no la dejó terminar—. ¿Todo eso era mentira?


Paula apartó la mirada.


—Me temo que sí. No hubo ningún accidente y no he sufrido amnesia en mi vida. No sé dónde fue Mariana cuando se marchó de Strathmos, no sé por qué volvió a casa convertida en una criatura patética. Murmuraba constantemente cosas sobre el hombre que la había engañado… y yo pensé que eras tú.


Pedro la miró, pensativo.


—Una vez pillé a tu hermana tomando cocaína en una fiesta y le dejé bien claro que no pensaba tolerarlo, que, si volvía a hacerlo, rompería con ella. Me dijo que había sido un error… que no lo había hecho nunca. Y yo la creí. Pero también sospechaba que tenía un problema con el alcohol.


—Sí, sé que bebía mucho.


—Una noche, en una fiesta, decidió quitarse la ropa para divertir a los invitados.


—Dios mío…


—Decía que había sido una simple borrachera, una noche loca. Que todo había sido una broma. Intenté romper con ella, pero me pidió perdón y me suplicó que le diera otra oportunidad —suspiró Pedro—. ¿Y tú pensabas que yo era responsable de su adicción? ¿Te lo dijo ella? ¿Mencionó mi nombre?


—No, sólo hablaba de un hombre que la había engañado, y como me había enviado un correo electrónico hablando de ti…


—¿No le preguntaste el nombre de ese hombre?


—Cuando volvió a casa, ya no era mi hermana. Y poco después de llegar a Auckland tomó una sobredosis y murió.


—¿Lo hizo a propósito?


—Eso pensé yo. Creí que la habías echado de tu lado después de meterla en el mundo de las drogas y que Mariana no podía vivir sin ti.


—Es lógico que me odiases entonces. Y es lógico que quisieras vengarte —suspiró Pedro—. ¿Pero te das cuenta de que te has puesto en peligro? ¿Y si yo hubiera sido la clase de hombre que sospechabas que era?


—Tenía que hacerlo, Pedro. Era mi hermana. Mi otra mitad —contestó Paula. Pero entonces se dio cuenta de que eso no era verdad. Él era su otra mitad. El lazo, la empatía que había entre ellos era más fuerte que la que había habido nunca con su hermana—. Pedro, tenía que hacerlo…


—¿Aunque tu hermana te mintió, te engaño, te robó? Mariana usó tu pasaporte y tu tarjeta de crédito, ¿no es verdad?


—Sí, claro. Pero, por lo que me has contado, las fechas coinciden con su salida de Strathmos. Debía de estar con ese Jean-Paul. Y él le vendía las drogas… prácticamente lo ha admitido esta mañana.


—¿Jean-Paul Moreau es un traficante de drogas?


—Sí. ¿No lo sabías?


—¿Cómo iba a saberlo? —murmuró Pedro, pasándose una mano por el pelo—. Pues no pienso tener un traficante en mi isla. Yo me encargaré de él. Pero tiene sentido… Si Mariana ya no tenía el dinero que yo le daba, debió de usar tu tarjeta de crédito… ¿Por qué no cancelaste la tarjeta al ver las cuentas que llegaban?


Paula se encogió de hombros.


—Llevaba toda la vida cuidando de mi hermana, tapando sus errores, ayudándola… Además, no podía dejarla en un país extranjero sin dinero. Pero no sabía que lo usaba para comprar droga.


—Ya, claro —Pedro la miraba, incrédulo—. No puedo creer lo que has hecho.


—Lo siento, creí que era mi deber.


—Me decía a mí mismo que habías cambiado. Pensé que había encontrado a una mujer especial… única. Pero tú eres aún más engañosa que tu hermana. Tu engaño ha sido calculado, premeditado…


—Yo no quería hacerte daño…


—¿No? —Pedro se levantó de la cama—. Encontraré otro sitio para pasar la noche. Pero quiero que te vayas. Y no vuelvas. No quiero volver a verte.