Paula dejó caer los hombros y Pedro sintió el deseo de sentarla en sus rodillas y envolverla en sus brazos hasta que dejase de tener esa expresión tan triste.
Pero no era buena idea.
Estaba seguro de que, si la abrazaba, Paula se haría una idea equivocada.
—¿Martin te dijo algo más cuando hablaste con él? ¿Ha llamado Francisco?
¿Estaba disgustada por culpa de sus hermanos?
—No y no —suspiró Pedro—. Estaban preocupados por ti, naturalmente, pero les dije que te pondrías bien.
Aunque ellos no se habían molestado en llamar para preguntar cómo estaba su hermana.
—¿Por qué? —dijo Pedro.
—No, por nada.
—¿Es por ellos por lo que pareces tan enfadada?
—No. Es que aún no he decidido qué voy a hacer el resto de mi vida y ésa era la razón para estas vacaciones —suspiró Paula.
—¿Por qué no sigues haciendo lo que hacías antes?
¿La habrían despedido?
—Durante los últimos dos años lo único que hice fue cuidar de mi padre. Y ese puesto de trabajo ya no existe.
—Lo siento, yo…
—No es culpa tuya. Mi padre sufría demencia senil y yo no quise llevarlo a una residencia, así que hice un curso de auxiliar de enfermería. Y no lo lamento.
—Pero ya no quieres hacer eso.
—No, ya no quiero hacer eso —suspiró Paula.
Pedro lo entendía. Ver morir a alguien era lo más difícil del mundo. Especialmente cuando era una persona querida.
—¿Qué hacías tú, Pedro? Antes de venir a Eagle's Reach quiero decir.
La pregunta lo pilló por sorpresa. Sabía que no le había creído cuando le había dicho que era médico y él no se había molestado en insistir…
—¿Pedro?
—Era médico.
Un hombre dedicado a salvar vidas. Pero se había apartado de todo cuando se dio cuenta de que tenía un gran talento para destrozarlas.
Y si tuviera una pizca de decencia, también dejaría en paz a Paula.
—¿Eres médico? —ella se echó hacia delante en la silla con tal energía que estuvo a punto de caerse.
—Sí, médico de familia.
—¿Y por qué…?
—Me di cuenta de que no estaba capacitado para ejercer esa profesión.
Paula no lo creía en absoluto.
—Entonces, las órdenes del médico que he estado siguiendo estos días…
—Sí.
¿No habría dejado su profesión por lo que le pasó a su familia?, se preguntó.
—Puedes pedir una segunda opinión, si quieres. El doctor Jenkins es el médico de Gloucester…
—No, no. Confío en ti. Tú cuidaste de Molly, ¿no? —al oír su nombre, la perrita levantó la cabeza y movió la cola. Apenas se había separado de su lado desde que se puso enferma—. Y ella estaba mucho peor que yo.
—No me gusta tener que decir esto, Paula, pero Molly es un perro.
—Pero tú la curaste como me estás curando a mí. No creo que no estés capacitado para ejercer tu profesión, Pedro. Aunque a mí no me esté sirviendo de nada…
Pedro soltó una carcajada.
—Vaya, gracias.
—No, tonto. Quería decir en cuanto a ayudarme a decidir qué voy a hacer con mi vida.
—¿Qué hacías antes de cuidar de tu padre?
—Estudiaba Magisterio, pero volver a la universidad no me apetece mucho. Además, no quiero irme de Buchanan's Point y no hay muchos puestos de trabajo para profesores en esa zona.
—¿Por qué no quieres irte?
—Porque es mi sitio —contestó Paula—. Tengo una casa que ha pertenecido a mi familia durante generaciones. No puedo dejarla.
—¿Tus hermanos no podrían cuidar de ella?
Martin y Francisco otra vez. El cielo se volvió un poco más gris, aunque no había una sola nube.
—La casa era de mi madre. Su familia había vivido en ella desde que la construyeron hace más de cien años.
Y no pensaba venderla.
—Si tienes una casa, al menos tienes un techo sobre tu cabeza.
—Tengo un hogar —lo corrigió ella. Algo que Pedro no podía decir de su cabaña en Eagle's Reach, por muchas vacas que tuviera. O terneros.
—¿Y cómo es esa casa?
Cuando pensó en Geraldine's Gardens, Paula no pudo evitar una sonrisa.
—Muy bonita. Tiene nombre y todo. Se llama Geraldine's Gardens y está frente al mar. Se llega a la playa por un caminito… es una playa privada. Pequeña, pero muy bonita.
—Ah, qué suerte.
—Es estilo federación, con un porche que da la vuelta a toda la casa y tejas antiguas. Es demasiado grande para una sola persona, pero… ¿quién sabe?
Ella esperaba llenarla de niños algún día.
—¿Demasiado grande? ¿Cuántos dormitorios tiene?
—Ocho.
—¡Ocho!
—Sí, es grande.
Y costaba mucho limpiarla. Pero no pensaba venderla.
—¿Paula?
—¿Sí?
—¿Martin y Francisco… viven en esa casa?
—No, ellos quieren que la venda. Creen que es demasiado para mí.
Pedro juntó las cejas.
—Ya.
—La casa es una herencia familiar, me la dejó mi madre. Tengo que preservarla para la siguiente generación.
—Debe de ser una casa muy bonita, Paula Chaves —murmuró Pedro, rozando su cara con los dedos.
El corazón de Paula empezó a latir como loco.
—Entonces deberías ir a visitarme alguna vez. No me faltan habitaciones. La próxima vez que pases por allí…
Imposible, lo sabía. Y también sabía que estaba diciendo tonterías.
—Bueno, es hora de que vuelvas a la cama.
—Pero si no estoy haciendo nada. Estoy sentada.
La protesta murió en sus labios cuando Pedro la tomó en brazos.
—Oye… que puedo andar.
Aunque no quería hacerlo. Quería quedarse donde estaba. Cuando le pasó un brazo por los hombros, sus anchos hombros, tuvo que disimular un ronroneo de placer.
La mirada de Pedro se deslizó hacia sus labios… pero luego movió las cejas cómicamente.
—Tienes que conservar la energía. Órdenes del médico.
Pero no se movió. Paula sentía el duro cuerpo masculino apretado contra ella y su corazón seguía latiendo como una locomotora.
—Yo… creo que conservaré mejor la energía si me dejas en el suelo.
—¿Ah, sí?
—Le haces cosas muy raras a mi pulso, Pedro Alfonso.
Él sacudió la cabeza.
—Y eso no es bueno para conservar la energía. Tendremos que hacer algo.
¿Como qué? Todas las imágenes, ideas y sugerencias que pasaban por su mente incluían acciones en las que había que usar mucha energía, no conservarla.
—Ordenes del médico, ¿eh?
—Eso es.
Paula pasó un dedo por su cara y luego, haciéndose la valiente, acarició el vello oscuro que asomaba por el cuello de la camisa. Pedro se quedó sin aliento.
—Paula…
—¿Sabes una cosa? Me dan miedo los perros que no conozco, los lagartos y no ver a otro ser humano en tres días, pero no le tengo miedo a esto.
Él la apretó con fuerza, pero se mantenía rígido, negándose a responder.
Ella nunca había tomado la iniciativa. En parte la asustaba, en parte la emocionaba.
No, la emocionaba por completo. Pero la falta de entusiasmo de Pedro era frustrante.
—Qué rico —murmuró, trazando su labio inferior con la lengua.
Él se puso tenso como si hubiera recibido una descarga eléctrica, pero luego la aplastó contra su pecho, devorándola. Paula no sabía que pudiera ponerse tanto sentimiento en un beso y le echó los brazos al cuello, poniendo en aquella caricia todo lo que llevaba guardado en el corazón. Apretada contra él, su parte más sensible rozando el bulto bajo los vaqueros, todo dejó de tener sentido salvo Pedro Alfonso.
Pedro, que la besaba ardientemente en el cuello. Una mano sobre su trasero para apretarla contra su entrepierna, la otra enredada en su pelo. Siguió besándola apasionadamente hasta que casi se le doblaron las piernas…
Y entonces le dio un ataque de tos.
Pedro la dejó en el suelo y Paula se apoyó en él, sin fuerzas, intentando buscar aire. Desgraciadamente, el momento estaba roto.
Aun así, menudo beso.
Una mirada al rostro de Pedro le dijo que aquel día no habría doble función. Y, por su expresión, al día siguiente tampoco.
Bueno, así podría recuperarse. Con un suspiro de pena, se apartó.
—Ha sido…
Las palabras murieron en sus labios porque, por segunda vez, Pedro la tomó en brazos y entró en la cabaña. Que Pedro Alfonso la tomase en brazos era como estar en casa.
Y ella echaba de menos su casa. Mucho.
La dejó sobre la cama con un cuidado normalmente reservado para las obras de arte y luego dio un paso atrás.
—Ese beso…
—Ha sido una maravilla —lo interrumpió Paula—. ¿Cuándo podemos hacerlo otra vez?
Él la miró, boquiabierto. Y luego se dio la vuelta y salió de la cabaña.
—Pedro Alfonso—murmuró ella, cerrando los ojos—. Eres un hombre muy sexy.
Pero se preguntó si algún día dejaría de escapar.