sábado, 7 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 42

 


Pedro tuvo que contener un suspiro cuando vio que el coche de Paula se alejaba. Levantó la mano cuando tomó la última curva, pero ella no le devolvió el saludo, ni tocó el claxon. Nada.


Aunque él no se merecía nada después de cómo la había tratado. Qué imbécil había sido por enfadarse tanto, por no olvidar el asunto hasta que ya era demasiado tarde.


¿Demasiado tarde para qué?


Amigos, le habría gustado gritar. Podrían haber sido amigos.


¿Y para qué quería él amigos?


Paula estaba mejor sin él, se dijo. Y él estaba mejor sin distracciones. Sin alguien que lo tentara con una vida a la que se había prometido no volver.


Cuando soltó el collar de Molly, la perrita salió corriendo por el camino, pero el coche de Paula ya había desaparecido. La pobre se puso a ladrar, volviéndose hacia él como esperando una explicación. Y Pedro entendía muy bien lo que sentía.


—Vamos, Molly —se dio un golpe en la pierna, pero la perra subió al porche y se tumbó frente a la puerta. Y él sintió la horrible tentación de tumbarse a su lado.


«No seas idiota», le dijo una vocecita interior.


Pero no se marchó de allí. Abrió la puerta y miró alrededor. En la cabaña no había nada, ni siquiera un periódico olvidado, sólo el olor de Paula, que había quedado prendido en el aire.


Molly entró corriendo y se subió al sofá como si eso la conectara con ella. Y Pedro no tuvo corazón para sacarla de allí. No, se sentó en la silla y respiró hondo. Sólo eso.



CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 41

 


En dos horas, Paula estaba lista para volver a Buchanan's Point. Pero antes había ido a Martin's Gully para despedirse de Luciana y de Camilo. Y de Bridget.


Todos le hicieron prometer que volvería a visitarlos y, con el corazón encogido, ella prometió hacerlo. Ahora sólo quedaba meter las maletas en el coche, devolverle a Pedro la llave de la cabaña y decirle adiós a Molly.


No quería hacer ninguna de esas cosas. Quería abrir el sofá-cama y esconderse en él. Pero no lo hizo. Si Julio había visto topógrafos y agentes inmobiliarios en Geraldine's Gardens, el resto de Buchanan's Point los habría visto también. Y ella no quería especulaciones.


Además, la casa era suya, su madre se la había dejado en herencia, de modo que Martin y Francisco no podían venderla. Y no podían obligarla a firmar nada.


Molly se apretó contra su pierna y Paula se puso de rodillas para abrazar a la perrita.


—Al menos tú me echarás de menos —susurró.


Le habría gustado quedarse un rato más, pero no podía esperar si quería llegar a casa antes de que se hiciera de noche. De modo que se incorporó y, arrastrando los pies, salió de la cabaña…


Pedro estaba en el porche, esperándola. ¿Desde cuándo estaba allí?


—Hola.


—He pensado que necesitarías ayuda con las maletas.


Genial. ¿Iba a escoltarla fuera de su propiedad para asegurarse de que se iba?


—Gracias.


Le gustaría poder parar el tiempo para recordarlo así. No sólo a Pedro, sino Eagle's Reach. Y a su fiel Molly, que lloraba intuyendo que aquello era una despedida.


—No sabes cómo voy a echarte de menos —murmuró, intentando contener las lágrimas.


Los ojos de Pedro se habían oscurecido hasta adquirir un tono azul marino. Pero no dijo nada.


—Tus llaves.


—Gracias.


Paula contuvo el aliento, esperando que la tomase entre sus brazos.


—Prométeme que pararás en el camino para comer algo. Aún no estás recuperada del todo.


—¿Ordenes del médico?


—Sí.


Aún había tiempo para que la tomase en sus brazos. Pero no lo hizo. Y Molly empezó a llorar, pegándose a la pierna de Pedro, que la sujetó por el collar.


—Esto es horrible… —musitó Paula, entrando en el coche.


Aún había tiempo para un beso. Aunque sólo fuera un beso breve con la puerta del coche entre ellos.


—Yo cuidaré de ella —dijo Pedro.


Claro que lo haría.


—Siento que hayamos discutido, de verdad.


Él se inclinó para acariciar suavemente su cara y luego cerró la puerta.


—Conduce con cuidado, Paula.


Ella tragó saliva mientras asentía con la cabeza. Luego arrancó el coche y desapareció por el camino sin mirar atrás.





CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 40

 


Paula no vio a Pedro durante el resto del día. Ni al día siguiente. Ni el día después. Molly y ella iban a dar paseos por el río y se sentaban a la orilla para tomar el sol, pero el sol nunca parecía penetrar el frío de su corazón.


Volvía a tiempo para charlar un rato con Camilo o para hacer crucigramas. Sola.


Comía con Luciana y, en cuanto Luciana se marchaba, se metía en la cama y se tapaba la cabeza con las mantas.


¿Eso era lo que iba a hacer durante el resto de su vida… echar de menos a Pedro Alfonso?


Intentó hacerse la fuerte y, durante el día, podía hacerlo. Pero, por las noches… por las noches era imposible.


Ya no se fijaba en el cambio de color de los árboles, ni en el brillo de plata del río. Cada día amanecía totalmente gris para ella, por mucho que brillara el sol.


El jueves, cuando volvió de su paseo con Molly, encontró una nota en su puerta. Y al reconocer la letra de Pedro, le dio un vuelco el corazón.


Ha llamado Julio Pengilly. Quiere que le devuelvas la llamada lo antes posible.


Nada más. Ni querida Paula, ni saludos. Absolutamente nada.


Con la nota en la mano, se dirigió a su casa y llamó a la puerta.


—Hola —intentó sonreír.


Él no le devolvió la sonrisa.


—He leído tu nota. ¿Puedo usar el teléfono?


Pedro, sin decir una palabra, se apartó para dejarla pasar.


—¿Estás bien? ¿Te encuentras mal o algo así? —preguntó ella.


—No. ¿Por qué?


Porque no decía una palabra, por eso.


—No te he visto estos días y se me ha ocurrido pensar que a lo mejor te había pegado el virus.


—No.


—Me alegro —Paula carraspeó—. No sé por qué me habrá llamado Julio aquí.


—¿Quién es?


—Un vecino. Bueno, el hijo de mi vecina. La vecina de la que te hablé, ¿te acuerdas?


—Sí, me acuerdo. Tuviste que llamarla… cuando conseguí que bajaras del tendedero.


—Espero que su madre esté bien. Y que no le haya pasado nada a mi casa…


Si hubiera alguna emergencia, Martin y Francisco la habrían llamado. A menos que la emergencia fuera sobre Martin y Francisco.


Paula marcó el teléfono a toda velocidad.


—¿Julio? Soy Paula Chaves. Por favor, dime que todo el mundo está bien…


—Sí, claro que sí. Lamento haberte asustado, Paula.


—¿Tu madre se está recuperando?


—Sí, está bien. Mira, Paula, no sabía si llamarte o no, pero…


—Dime.


—Martin y Francisco han enviado un equipo de topógrafos a tu casa.


Paula parpadeó. ¿Topógrafos? ¿Para qué? A lo mejor había algún problema con el suelo o… se le quedó la mente en blanco.


—Y también han venido con un agente inmobiliario. No sé por qué, pero esto no me gusta nada —siguió Julio—. Creo que deberías volver a casa.


—Me iré esta misma tarde —dijo Paula.


—Bien.


—Gracias por llamar.


—De nada. Tú te portas de maravilla con mi madre. Si puedo hacer algo por ti…


—Gracias, pero seguro que no hay nada de qué preocuparse.


Martin y Francisco eran sus hermanos. Tenía que haber una explicación.


Pero…


«No puedes confiar en ellos», le había dicho Pedro.


—¿Algún problema?


Ella se volvió. Después de lo que había dicho sobre sus hermanos no pensaba contárselo.


—Nada que no pueda solucionar, aunque me temo que voy a tener que acortar mis vacaciones.


—Ya lo he oído.


—En fin, sólo serán tres días.


Quería que Pedro dijera algo, cualquier cosa. Pero no lo hizo. Todo lo contrario, después de encogerse de hombros se dio la vuelta. Como si no le importase nada.





CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 39

 


—¿Por qué no me dejas invertir en el hotel?


Era lunes por la tarde y Camilo acababa de marcharse. Desde el día anterior, Pedro y ella habían ido de puntillas el uno con el otro. Habían sido muy amables, muy cautos.


Paula no sabía cómo iba a soportar una semana si las cosas seguían así.


—Porque no.


—Eso no es una respuesta.


—Agradezco mucho la oferta, Pedro, pero no pienso dejar que arriesgues tu dinero sin saber si voy a poder sacar el proyecto adelante.


—Lo harás, estoy seguro.


Su sonrisa la deshizo. Claro que podían ser agradables el uno con el otro. Eran adultos, ¿no?


—Si invierto en tu proyecto, sé que obtendré beneficios.


—¿Para qué quieres más dinero? Aquí no tienes ningún sitio donde gastarlo. Además, segura que querrías dar tu opinión sobre todo…


—No, tú tomarías las decisiones.


Lo decía en serio. Y a Paula se le hizo un nudo en la garganta.


—No quiero caridad.


—¿De dónde sacarías el dinero para la decoración y todo lo demás?


—De Martin y Francisco. Ésta es la clase de proyecto que podría unirnos un poco.


Eran su familia, la ayudarían. Paul cruzaba los dedos para que fuera así, porque tenía la impresión de que iba a necesitar su apoyo cuando volviera a casa. En muchos sentidos.


—¡Martin y Francisco! —exclamó Pedro.


Paula se quedó atónita.


—¿Estás enfadado?


Lo estaba. Muy enfadado. Pero ella no lo entendía.


—No…


—Son mi familia. Ellos son los que deberían ayudarme.


Era el plan perfecto. Salvo que entonces Pedro desaparecería de su vida. Aunque tampoco estaría en su vida si invirtiera dinero en el hotel, no como a ella le gustaría, desde luego.


—¿De verdad crees que tus hermanos van a ayudarte?


—¿Por qué no iban a hacerlo?


—Te enviaron aquí, ¿no?


—Y eso demuestra que son cariñosos…


—No, Paula. Sólo demuestra lo poco que te conocen.


Ella odiaba la verdad que había en esas palabras. Pero sus hermanos se habían molestado en pagarle unas vacaciones…


—Unas vacaciones en el infierno —dijo Pedro, como si le hubiera leído el pensamiento.


Sí, lo habían sido. En pasado. Pero ahora le gustaba estar allí, le gustaba charlar con Luciana y Camilo. Le gustaba Eagle's Reach.


—Al final, todo ha salido bien.


—¡Te has puesto enferma!


—Eso podría haberme pasado en cualquier parte.


Pedro se pasó una mano por el pelo.


—No deberías confiar en ellos.


Paula lo miró, atónita. No podía creer que hubiera dicho eso, no podía creer que quisiera matar todas sus esperanzas.


—Pero si no conoces nada a mis hermanos… Has hablado con Martín por teléfono sólo durante dos minutos y… —de repente, una oscura sospecha empezó a tomar forma—. A menos que no me lo hayas contado todo. ¿Pedro, hay algo que yo debería saber?


¿Qué podría haber dicho Martin para que Pedro reaccionase de esa manera?


—No.


—Entonces… crees que se aprovecharán de mí porque no sé cuidar de mí misma. Crees que me dejaré manipular. No crees que sea una persona con carácter.


—No pienso hablar de eso —dijo Pedro.


Paula tragó saliva, deseando no haberse visto a través de sus ojos. ¿Que no tenía carácter? Pues iba a demostrarle que lo tenía.


—¿Y quién crees que eres para darme una charla cuando eres tú el que se ha enterrado aquí en vida como un niño asustado? Me da igual que te creas responsable por la muerte de tu familia. No lo eres.


—No sigas…


Pedro no terminó la frase.


—No fuiste tú el que prendió la cerilla. Estás haciendo penitencia por un crimen que no has cometido.


—¡Yo tenía que haberlas salvado de mi padre!


Pero, aunque sus ojos brillaban de furia, Paula podía ver la desolación que había en ellos.


—Debería haber imaginado que haría algo así —añadió Pedro con desesperación.


Ella quería llorar. Y quería poner la cabeza de Pedro sobre su hombro y abrazarlo. Ninguna de las dos cosas resolvería nada, claro, de modo que se tragó sus impulsos.


—¿Por qué? ¿Por qué ibas tú a leer sus pensamientos cuando los demás no podemos hacerlo? ¿Por qué tenías que saber lo que haría cuando ni tu madre ni tu hermana lo sospecharon?


Pedro parpadeó.


—Sé que las habrías salvado de haber tenido la oportunidad. Sé que te cambiarías por ellas si pudieras. Pero no puedes, Pedro. Te culpas a ti mismo y te escondes aquí porque eso es más fácil que arriesgarse a vivir otra vez. Así que, hasta que estés preparado para reunirte con los vivos, Pedro Alfonso, no me des charlas sobre el carácter.


Y después de decir eso tuvo que sentarse.


—Puedes hacer lo que te dé la gana, pero no me digas cómo tengo que vivir mi vida —replicó él, apretando los dientes.


—Ése es un derecho que te reservas para ti mismo, ¿no? ¿Confía en mí pero no confíes en tus hermanos?


Paula vio cómo, poco a poco, se convertía en el extraño del primer día. Y no podía decirle que lo amaba. Pedro no querría oír eso.


—Aceptaré una inversión en mi proyecto si vuelves a ejercer la Medicina.


—No.


Su última esperanza había muerto. No lo había ayudado en absoluto, quizá todo lo contrario. Había despertado dolorosos recuerdos que él quería olvidar.


Pero antes de que pudiera pedir disculpas, Pedro se dio la vuelta y salió de la cabaña.


Molly dejó escapar un gemido desde detrás del sofá, donde se había escondido al oír los gritos.


—He metido la pata, Molly. No sólo no me querrá nunca, seguramente no volverá a dirigirme la palabra.


Ése sería el final de sus vacaciones en Eagle's Reach. Había tantas posibilidades de que Pedro volviera a besarla como de que le salieran alas



viernes, 6 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 38

 

Pedro no sabía cómo lo había conseguido, pero allí estaba, en la cocina, haciendo una tarta. Intentaba convencerse a sí mismo de que sólo se había quedado con ella para que no trabajase demasiado, pero era mentira.


Se quedaba porque no podía alejarse de Paula. Disfrutaba cuando ella lo regañaba por su ineptitud en la cocina, se reía con sus bromas, le gustaba ver que el color había vuelto a sus mejillas…


Paula metió la tarta en el horno y luego tomó un poquito de chocolate que había quedado en el bol y se lo llevó a los labios. También le gustó eso.


—Venga, pruébalo. Seguro que Belen y tú os peleabais por lamer la cuchara cuando vuestra madre hacía algo rico.


Pedro dio un paso atrás, esperando sentir la amargura de siempre al pensar en su familia. Pero no fue así.


—Mi madre no solía hacer tartas. Pero hacía unas sopas riquísimas.


No había pensado en eso en mucho tiempo.


—¡Sopa! —Paula lo miró, indignada—. ¡Tu madre hacía unas sopas riquísimas y tú tienes la poca vergüenza de darme sopa de bote!


—Si quieres que te sea sincero, pensé que no te darías cuenta.


—Si quieres que te sea sincera, la verdad es que no. Estaba demasiado enferma.


Pedro deseaba besarla otra vez, de modo que se apartó un poco. Paula había convertido la cabaña en un sitio agradable, lleno de color. Seguramente fuera la cabaña más alegre de esas montañas. Él nunca había estado en casa de Smiley McDonald, pero estaba seguro de que la señora McDonald no tenía el mismo talento para la decoración. Paula tenía la habilidad de crear un hogar de la nada.


Quizá debiera dedicarse a la decoración. Pedro se preguntó si una persona necesitaría un título para hacer eso o…


—¿Cuántos dormitorios has dicho que había en tu casa?


—Ocho —contestó ella.


—¿Y cuántas habitaciones más?


Ella lo miró por encima del hombro.


—Hay dos salones, el cuarto de estar, un office, el comedor y la biblioteca. Ah, y el salón de baile.


Pedro abrió los ojos como platos.


—¿Por qué no conviertes tu casa en un pequeño hotel?


Ella dejó el plato que estaba fregando y se volvió. Con la boca abierta. Y Pedro se encontró a sí mismo deseando besarla.


Otra vez.


Paula, incapaz de contener su emoción, corrió a su lado.


—¿Tú crees que podría hacerlo?


—Por supuesto. Mira lo que has hecho con este sitio.


Paula no podía dejar de sonreír. Pedro, además de guapo, era bueno, amable y generoso. Por mucho que intentara ocultarlo, de una forma u otra eso siempre salía a la superficie.


Ahora entendía lo que Camilo había querido decir. A Pedro no le gustaba aquella soledad. Y enterrarse allí era un crimen.


Pero no era asunto suyo, le dijo una vocecita interior.


Bah. ¿Qué importaba eso? Ella metería la nariz en sus cosas si así podía hacerle algún bien. Pero Pedro no la escucharía. Se volvería un extraño y se alegraría de verla marchar.


—Si has podido hacer esto aquí, donde no había nada, ¿qué no podrías hacer en tu casa?


Podría hacer muchas cosas, desde luego. Podría decorar cada habitación de una manera diferente, con estilos distintos. Incluso podría organizar tours de los viñedos cercanos para los turistas.


—Y podrías vender productos locales.


Oh, sí. Susana hacía unas frutas en conserva para chuparse los dedos y había mucha gente en Buchanan's Point que hacía pepinillos y mermeladas.


—Además, se te da bien la gente. Serías una anfitriona perfecta.


Paula se dejó caer sobre una silla.


—Hay cien pueblos en la costa idénticos a Buchanan's Point. Por no hablar de las ciudades grandes, que ofrecen restauración y todo lo demás. ¿Cómo voy a competir con ellos? ¿Qué puedo ofrecerles además de una casa enorme?


—Tenemos que pensar algo —Pedro tamborileó en la mesa con los dedos—. ¿Por qué no ofreces habitaciones para personas mayores? Incluso personas que no puedan valerse por sí mismas y vayan con un acompañante. En este país el porcentaje de jubilados es enorme. Ahí hay mercado, Paula.


Ella lo miró, atónita.


—Podrías tener razón.


—¿Tienes algo de dinero ahorrado?


—Algo. ¿Por qué?


—Porque necesitarás dinero para hacer las reformas y todo lo demás.


Paula se preguntó si el banco le concedería un préstamo…


—Deja que yo invierta en ese proyecto —dijo Pedro entonces.


—¿Qué?


—No te preocupes, no estoy siendo completamente altruista. Tengo dinero ahorrado y me da la impresión de que esa inversión podría ser rentable.


¿De verdad tenía tanta fe en ella? Paula habría querido decir que sí inmediatamente, pero decidió pensarlo un momento.


—No —dijo por fin.


—¿Por qué no?


Porque él había dejado claro que no estaba interesado en ningún tipo de relación personal. Si invertía en su proyecto, tendría que mantener contacto con él… y no podría evitar hacerse ilusiones.


Que no llegarían a ningún sitio.


Paula lo miró entonces y sintió una pena que no podría describir. No llegaría a ningún sitio y, sin embargo, en algún momento durante esas semanas se había enamorado de Pedro Alfonso.


¿Cuándo? ¿Cuando cuidaba de ella? O antes, cuando la rescató del varano. O quizá la primera vez que habían jugado al ajedrez. O en el mercadillo de Martin's Gully o en el río…


«¡Bueno, basta ya!».


Pedro no la querría nunca. Ella tenía miedo de los perros, de los varanos, de las garrapatas y hasta de las arañas. Incluso a veces de Bridget Anderson. Él nunca querría a una mujer así.


Y aunque el destino quisiera que se enamorase, ella no podría vivir allí, en aquella soledad.


Y él no se marcharía nunca de Eagle's Reach.


Estaban en tablas.


Pedro se inclinó y le levantó la barbilla con un dedo.


—Estás muy pálida, tienes que descansar. Hablaremos de esto después.


Paula quería reír, no porque lo encontrase divertido, sino porque se le estaba rompiendo el corazón y la preocupación de Pedro sobre su palidez le parecía de repente trivial.


Sin embargo, no protestó. Se tumbó sobre el sofá-cama y hundió la cara en la almohada.


Los minutos le parecieron horas mientras lo oía lavar los platos y sacar la tarta del horno cuando sonó el temporizador. Lo sentía a su lado, pero no quería darse la vuelta, se negaba a apartar la cara de la almohada.


Sólo cuando lo oyó salir de la cabaña dejó rodar las lágrimas por su rostro.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 37

 


—Jaque mate.


Paula apartó el tablero y dejó escapar un suspiro.


—No estoy mejorando nada.


—Es que no te concentras —sonrió Pedro.


¿Cómo iba a concentrarse en la partida cuando los labios de Pedro estaban justo frente a ella, creando todo tipo de tentadoras fantasías?


Fantasías mucho más excitantes que una partida de ajedrez.


Era domingo y habían pasado dos días desde el beso. Pero Paula no había pensado en otra cosa. Lamentablemente, Pedro parecía creer que aún no estaba suficientemente recuperada para repetir la experiencia.


—¿Qué tal el catering? —dijo él de repente.


—¿Eh?


—Podrías abrir una empresa de catering. Con los pasteles tan ricos que haces…


Ah, estaban hablando de eso. En fin, era mejor que nada.


—No puedo dedicarme al catering.


—¿Por qué no?


—Susana de Freits se ha hecho con todo el mercado en Buchanan's Point, por no hablar de los pueblos cercanos como Crescent Beach y Diamond Head.


—¿Te da miedo la competencia?


Paula sonrió. Evidentemente, pensaba que tenía que darle una charla.


—Sus canapés son mejores que los míos. Más imaginativos.


—Pero seguro que no hace una tarta de chocolate como la que haces tú.


Qué bueno era. Parecía decirlo en serio, además. De repente, Paula volvió a pensar en besarlo.


—Susana es madre soltera y tiene tres hijos pequeños. No pienso robarle a sus clientes.


—¿Ni siquiera… para salvar tu casa?


—La gente es más importante que los ladrillos y el cemento. Prefiero cuidar de otro paciente con demencia senil.


—No, no hagas eso.


Podría no tener más remedio, pensó ella, frustrada. Debería haber pasado los últimos días buscando una solución a ese problema en lugar de obsesionarse con Pedro.


—Ooooh, una araña gigantesca —dijo entonces, señalando la pared.


Suspirando, Pedro enrolló un periódico y se dirigió a la pared…


—¿Se puede saber qué estás haciendo?


—Iba a aplastarla.


—Pero tú eres cien millones de veces más grande que ella —protestó Paula, quitándole el periódico—. Sólo es una araña.


—Pero si has dicho…


—¡No he dicho que la matases! —exclamó ella, dándole un golpe con el periódico—. Y que sea una chica no significa que vaya a salir corriendo cuando veo una araña.


—Pero sales corriendo cuando ves un perro o un varano.


—Voy a hacer como que no he oído eso. Apártate.


Paula desenrolló el periódico, lo dobló por la mitad y, con mucho cuidado, consiguió que la araña se subiera. Estaba bajando al jardín cuando el arácnido, que de repente le parecía enorme, empezó a correr hacia ella. Paula soltó el periódico lanzando un alarido de pavor.


Pedro soltó una carcajada.


—Creo que he encontrado un trabajo para ti.


—¿Cuál?


—Cómica.


—Ah, ja, ja, qué gracioso —murmuró ella, poniendo los ojos en blanco—. ¿Dónde está?


—No te dan miedo la arañas, ¿eh?


—No tanto como para matarlas a sangre fría.


Pedro sacudió la cabeza. Y luego, sin pensar, la besó.


—Si quieres curar mi miedo a las arañas, creo que me harán falta dos o tres sesiones más de esa terapia.


Su sonrisa, cuando apareció, fue una de esas sonrisas torcidas que hacían que el corazón de Paula se pusiera al borde del infarto.


—Eres imposible.


—Si ser cómica es lo mío, será mejor que practique, ¿no? ¿Qué piensas hacer esta tarde?


—¿Por qué?


—Me apetece hacer una tarta de chocolate.


—Se supone que tienes que descansar…


—No te preocupes —sonrió Josie—. Serás tú quien haga todo el trabajo.





CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 36

 


Paula dejó caer los hombros y Pedro sintió el deseo de sentarla en sus rodillas y envolverla en sus brazos hasta que dejase de tener esa expresión tan triste.


Pero no era buena idea.


Estaba seguro de que, si la abrazaba, Paula se haría una idea equivocada.


—¿Martin te dijo algo más cuando hablaste con él? ¿Ha llamado Francisco?


¿Estaba disgustada por culpa de sus hermanos?


—No y no —suspiró Pedro—. Estaban preocupados por ti, naturalmente, pero les dije que te pondrías bien.


Aunque ellos no se habían molestado en llamar para preguntar cómo estaba su hermana.


—¿Por qué? —dijo Pedro.


—No, por nada.


—¿Es por ellos por lo que pareces tan enfadada?


—No. Es que aún no he decidido qué voy a hacer el resto de mi vida y ésa era la razón para estas vacaciones —suspiró Paula.


—¿Por qué no sigues haciendo lo que hacías antes?


¿La habrían despedido?


—Durante los últimos dos años lo único que hice fue cuidar de mi padre. Y ese puesto de trabajo ya no existe.


—Lo siento, yo…


—No es culpa tuya. Mi padre sufría demencia senil y yo no quise llevarlo a una residencia, así que hice un curso de auxiliar de enfermería. Y no lo lamento.


—Pero ya no quieres hacer eso.


—No, ya no quiero hacer eso —suspiró Paula.


Pedro lo entendía. Ver morir a alguien era lo más difícil del mundo. Especialmente cuando era una persona querida.


—¿Qué hacías tú, Pedro? Antes de venir a Eagle's Reach quiero decir.


La pregunta lo pilló por sorpresa. Sabía que no le había creído cuando le había dicho que era médico y él no se había molestado en insistir…


—¿Pedro?


—Era médico.


Un hombre dedicado a salvar vidas. Pero se había apartado de todo cuando se dio cuenta de que tenía un gran talento para destrozarlas.


Y si tuviera una pizca de decencia, también dejaría en paz a Paula.


—¿Eres médico? —ella se echó hacia delante en la silla con tal energía que estuvo a punto de caerse.


—Sí, médico de familia.


—¿Y por qué…?


—Me di cuenta de que no estaba capacitado para ejercer esa profesión.


Paula no lo creía en absoluto.


—Entonces, las órdenes del médico que he estado siguiendo estos días…


—Sí.


¿No habría dejado su profesión por lo que le pasó a su familia?, se preguntó.


—Puedes pedir una segunda opinión, si quieres. El doctor Jenkins es el médico de Gloucester…


—No, no. Confío en ti. Tú cuidaste de Molly, ¿no? —al oír su nombre, la perrita levantó la cabeza y movió la cola. Apenas se había separado de su lado desde que se puso enferma—. Y ella estaba mucho peor que yo.


—No me gusta tener que decir esto, Paula, pero Molly es un perro.


—Pero tú la curaste como me estás curando a mí. No creo que no estés capacitado para ejercer tu profesión, Pedro. Aunque a mí no me esté sirviendo de nada…


Pedro soltó una carcajada.


—Vaya, gracias.


—No, tonto. Quería decir en cuanto a ayudarme a decidir qué voy a hacer con mi vida.


—¿Qué hacías antes de cuidar de tu padre?


—Estudiaba Magisterio, pero volver a la universidad no me apetece mucho. Además, no quiero irme de Buchanan's Point y no hay muchos puestos de trabajo para profesores en esa zona.


—¿Por qué no quieres irte?


—Porque es mi sitio —contestó Paula—. Tengo una casa que ha pertenecido a mi familia durante generaciones. No puedo dejarla.


—¿Tus hermanos no podrían cuidar de ella?


Martin y Francisco otra vez. El cielo se volvió un poco más gris, aunque no había una sola nube.


—La casa era de mi madre. Su familia había vivido en ella desde que la construyeron hace más de cien años.


Y no pensaba venderla.


—Si tienes una casa, al menos tienes un techo sobre tu cabeza.


—Tengo un hogar —lo corrigió ella. Algo que Pedro no podía decir de su cabaña en Eagle's Reach, por muchas vacas que tuviera. O terneros.


—¿Y cómo es esa casa?


Cuando pensó en Geraldine's Gardens, Paula no pudo evitar una sonrisa.


—Muy bonita. Tiene nombre y todo. Se llama Geraldine's Gardens y está frente al mar. Se llega a la playa por un caminito… es una playa privada. Pequeña, pero muy bonita.


—Ah, qué suerte.


—Es estilo federación, con un porche que da la vuelta a toda la casa y tejas antiguas. Es demasiado grande para una sola persona, pero… ¿quién sabe?


Ella esperaba llenarla de niños algún día.


—¿Demasiado grande? ¿Cuántos dormitorios tiene?


—Ocho.


—¡Ocho!


—Sí, es grande.


Y costaba mucho limpiarla. Pero no pensaba venderla.


—¿Paula?


—¿Sí?


—¿Martin y Francisco… viven en esa casa?


—No, ellos quieren que la venda. Creen que es demasiado para mí.


Pedro juntó las cejas.


—Ya.


—La casa es una herencia familiar, me la dejó mi madre. Tengo que preservarla para la siguiente generación.


—Debe de ser una casa muy bonita, Paula Chaves —murmuró Pedro, rozando su cara con los dedos.


El corazón de Paula empezó a latir como loco.


—Entonces deberías ir a visitarme alguna vez. No me faltan habitaciones. La próxima vez que pases por allí…


Imposible, lo sabía. Y también sabía que estaba diciendo tonterías.


—Bueno, es hora de que vuelvas a la cama.


—Pero si no estoy haciendo nada. Estoy sentada.


La protesta murió en sus labios cuando Pedro la tomó en brazos.


—Oye… que puedo andar.


Aunque no quería hacerlo. Quería quedarse donde estaba. Cuando le pasó un brazo por los hombros, sus anchos hombros, tuvo que disimular un ronroneo de placer.


La mirada de Pedro se deslizó hacia sus labios… pero luego movió las cejas cómicamente.


—Tienes que conservar la energía. Órdenes del médico.


Pero no se movió. Paula sentía el duro cuerpo masculino apretado contra ella y su corazón seguía latiendo como una locomotora.


—Yo… creo que conservaré mejor la energía si me dejas en el suelo.


—¿Ah, sí?


—Le haces cosas muy raras a mi pulso, Pedro Alfonso.


Él sacudió la cabeza.


—Y eso no es bueno para conservar la energía. Tendremos que hacer algo.


¿Como qué? Todas las imágenes, ideas y sugerencias que pasaban por su mente incluían acciones en las que había que usar mucha energía, no conservarla.


—Ordenes del médico, ¿eh?


—Eso es.


Paula pasó un dedo por su cara y luego, haciéndose la valiente, acarició el vello oscuro que asomaba por el cuello de la camisa. Pedro se quedó sin aliento.


—Paula…


—¿Sabes una cosa? Me dan miedo los perros que no conozco, los lagartos y no ver a otro ser humano en tres días, pero no le tengo miedo a esto.


Él la apretó con fuerza, pero se mantenía rígido, negándose a responder.


Ella nunca había tomado la iniciativa. En parte la asustaba, en parte la emocionaba.


No, la emocionaba por completo. Pero la falta de entusiasmo de Pedro era frustrante.


—Qué rico —murmuró, trazando su labio inferior con la lengua.


Él se puso tenso como si hubiera recibido una descarga eléctrica, pero luego la aplastó contra su pecho, devorándola. Paula no sabía que pudiera ponerse tanto sentimiento en un beso y le echó los brazos al cuello, poniendo en aquella caricia todo lo que llevaba guardado en el corazón. Apretada contra él, su parte más sensible rozando el bulto bajo los vaqueros, todo dejó de tener sentido salvo Pedro Alfonso.


Pedro, que la besaba ardientemente en el cuello. Una mano sobre su trasero para apretarla contra su entrepierna, la otra enredada en su pelo. Siguió besándola apasionadamente hasta que casi se le doblaron las piernas…


Y entonces le dio un ataque de tos.


Pedro la dejó en el suelo y Paula se apoyó en él, sin fuerzas, intentando buscar aire. Desgraciadamente, el momento estaba roto.


Aun así, menudo beso.


Una mirada al rostro de Pedro le dijo que aquel día no habría doble función. Y, por su expresión, al día siguiente tampoco.


Bueno, así podría recuperarse. Con un suspiro de pena, se apartó.


—Ha sido…


Las palabras murieron en sus labios porque, por segunda vez, Pedro la tomó en brazos y entró en la cabaña. Que Pedro Alfonso la tomase en brazos era como estar en casa.


Y ella echaba de menos su casa. Mucho.


La dejó sobre la cama con un cuidado normalmente reservado para las obras de arte y luego dio un paso atrás.


—Ese beso…


—Ha sido una maravilla —lo interrumpió Paula—. ¿Cuándo podemos hacerlo otra vez?


Él la miró, boquiabierto. Y luego se dio la vuelta y salió de la cabaña.


Pedro Alfonso—murmuró ella, cerrando los ojos—. Eres un hombre muy sexy.


Pero se preguntó si algún día dejaría de escapar.