domingo, 1 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 23

 


Paula intentó contener los locos latidos de su corazón mientras levantaba la mano para llamar a la puerta de Pedro.


—Hola —dijo, intentando sonreír. Pero descubrió que sus labios se habían vuelto de goma, como sus piernas.


—Hola.


No tenía el ceño fruncido, ni siquiera ese gesto sombrío al que casi había empezado a acostumbrarse.


—¿Va todo bien? —preguntó él.


—Sí, claro.


Se le había olvidado y Paula quería ponerse a gritar de frustración. Ella deseando que llegase aquel día y a Pedro se le había olvidado.


—Es lunes.


—¿Y qué?


—Dijiste que me enseñarías a jugar al ajedrez.


Pedro arrugó el ceño y Paula dio un paso atrás.


—¡No hagas eso!


—¿Que no haga qué?


—Convertirte en el señor Hyde. Sé que no eres mi niñera ni mi amigo, pero al menos podríamos ser amables el uno con el otro y disfrutar de una partida de ajedrez, ¿no?


—Sí, bueno…


—Ayer lo pasamos bien.


Pedro levantó las cejas. Ojalá mostrase un poco más de entusiasmo, pensó ella.


—¿No has traído tarta de chocolate?


—Pues no. ¿No comiste suficiente ayer?


—No —sonrió Pedro. Y Paula se encontró respirando un poco mejor.


—El lunes que viene —le prometió.



CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 22

 


Paula apartó la mirada de la espalda de Pedro y se volvió hacia Camilo Whitehall.


—Es un buen chico —dijo el anciano.


¿Buen chico? Más bien un hombre insoportable. E incomprensible.


—Hemos estado comprando cosas en el mercadillo. Aunque yo debería haberme quedado en uno de los puestos…


—Bridget Anderson te ha pillado por banda, ¿verdad? —sonrió Camilo—. A esa mujer le gusta mucho mandar. Debería haberse metido en política.


Paula se rio, pero era verdad. Y pensó que a lo mejor a Camilo se le ocurría una buena profesión para ella.


—¿Lo estás pasando bien en Eagle's Reach?


Su vacilación la delató.


—Pues… es un poco solitario. Es muy bonito, pero yo no estoy hecha para esa soledad.


—Y Pedro tampoco.


—¿Lo dices en serio?


—Sí, completamente.


—Pero… él es tan duro. No parece que la soledad le moleste en absoluto, al contrario. Parece celoso de ella.


—Ah, tú lo has dicho.


Camilo no dijo nada más y Paula no quería preguntar. Pero entendió entonces por qué Pedro se había marchado tan abruptamente. Camilo Whitehall era la única persona de Martin's Gully que a Pedro le importaba de verdad. Su mutuo respeto, su amistad, habían sido evidentes desde el primer momento. Pero Camilo también era un hombre muy sabio que veía lo que no podían ver los demás.


—Yo sólo voy a estar aquí tres semanas. Y Pedro piensa que soy una pesada. Te aseguro que se alegrará cuando me vaya.


Camilo se rio.


—Eso es lo que quiere que pienses —dijo, apretándole la mano—. ¿Por qué no vas a visitarme la próxima vez que bajes al pueblo?


—Me encantaría.


—Yo vivo ahí —dijo el anciano, señalando una casa al otro lado de la calle.


Paula sonrió. Las próximas tres semanas empezaban a parecerle más agradables.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 21

 


—Debería darte vergüenza —se rio Paula unas horas después, dejándose caer sobre un banco de madera del merendero.


—¿Vergüenza? —repitió Pedro, atónito.


Había hecho un esfuerzo por relacionarse con ella esa tarde. Y creía haberlo hecho bien.


Aunque la verdad era que no le había costado nada. Ningún esfuerzo en absoluto. La gente del pueblo lo miraba con cara de sorpresa y le daba igual. Sus cotilleos no le importaban y, además, Paula se marcharía en tres semanas.


Tres semanas.


«Y no lo olvides», se advirtió a sí mismo. Sin embargo, se sentó frente a ella cuando lo que debería hacer era salir corriendo.


Pero no podía. Cuando vio cómo miraba Paula a la gente, como si hiciera siglos que no se relacionaba con otros seres humanos, entendió todo lo que había dejado atrás mientras cuidaba de su padre.


No necesitaba unas vacaciones en un pueblo solitario. Necesitaba gente, necesitaba sentirse conectada otra vez. Necesitaba vivir y reír para mitigar la pena y el dolor por la muerte de su padre. Él lo entendía. Y maldecía a sus hermanos por no haberse dado cuenta.


Él no podía evitar vivir en las montañas, pero había decidido que Paula pasaría un día agradable en Martin's Gully. Y que nadie, ni siquiera Bridget Anderson, se aprovecharía de su generosidad.


—¿Por qué no tengo vergüenza?


—Mira todas estas cosas —sonrió Paula.


Debía de haber comprado una cosa en cada puesto. Y su alegría era contagiosa.


—¿Y qué?


—¿Cómo puedes tener las cabañas en ese estado si podrías decorarlas estupendamente?


—Sé que Eagle's Reach no es precisamente un hotel de cinco estrellas…


—Desde luego que no.


—Pero tú no eres el tipo de cliente que suele venir por aquí.


—Ya sé que las cabañas son para hombres duros a los que les gusta el campo y todo eso…


—Las cabañas son perfectamente adecuadas…


—¿Y sería mucho pedir que fueran un poquito más acogedoras?


Tenía que estar de broma.


—¿Acogedoras?


—Hasta a los hombres más duros les gusta encontrar algo agradable cuando vuelven de cazar o de pescar… o lo que hagan por aquí.


—¿Quieres que ponga jabones con olor a fresa en el cuarto de baño y velas aromáticas en el salón?


—El de olor a fresa no sé, pero… ¿qué tal el jabón de eucalipto? Le daría un poquito de color local y no es ninguna amenaza a la masculinidad de esos cazadores tan recios. ¿Qué hay de malo en eso?


Paula se cruzó de brazos, retándolo con la mirada. Pedro se cruzó de brazos también.


—Y las alfombras de la señora Gower tampoco estarían mal.


¡Alfombras!


—Por no hablar de un cuadro o dos.


Muy bien, la decoración de las cabañas podía mejorarse. Podía admitir eso.


—Y sé que no te interesan mucho las frutas y las flores…


—Desde luego que no.


—Pero un tarro de miel o los pepinillos de Lu serían un detalle. Para el pueblo, además de para tus clientes.


Pedro no quería fijarse en el brillo de sus ojos castaños o en esos labios tan jugosos. No. No debería pensar en besarla. Pero tuvo que apretar los puños para no alargar la mano y acariciar esa barbilla de duende. ¿Qué dirían los cotillas del pueblo?


—¿Sabes una cosa?


—¿Qué?


—Creo que te da miedo darles un toque acogedor a las cabañas —dijo Paula entonces—. Creo que te da miedo que tengan un aspecto hogareño.


Pedro apartó la mirada.


—¿Me dices todo eso porque me gustan las cosas sencillas?


—No sé si te gustan las cosas sencillas o te da miedo tener demasiados clientes, porque entonces tendrías que compartir tu montaña.


—En eso tienes toda la razón, cariño —dijo alguien detrás de ellos—. Nuestro Pedro no quiere compartir su soledad.


Pedro sonrió al ver a su amigo, el viejo Camilo Whitehall.


—Camilo, te presento a Paula Chaves.


—Ah, sí, me han dicho que estás pasando unos días en Eagle's Reach.


—Encantada de conocerlo, señor Whitehall.


—Llámame Camilo, por favor. El señor Whitehall era mi padre.


—Siéntate un rato con nosotros —sonrió Pedro.


—Gracias. La verdad es que me duelen un poco las piernas…


—¿Eres de aquí, de Martin's Gully? —preguntó Paula.


—Sí, nací aquí.


—Pues seguro que tienes muchas historias que contar.


Pedro se dio cuenta de que a Paula le encantaría oír todas y cada una de ellas.


—Eso desde luego —Camilo miró de uno a otro—. ¿Qué te parece la hospitalidad de Eagle's Reach?


—Está mejorando —sonrió ella.


Genial. Maravilloso. Pedro sabía muy bien lo que Camilo deduciría de esa frase.


Como esperaba, el anciano soltó una risita. No le importaba lo que pensaran cotillas como Bridget Anderson, pero sí lo que pensara su amigo. Y no quería que lo pensara.


—Bueno, es hora de marcharme —dijo, levantándose—. Quiero ir a ver a Lu antes de volver a casa.


—Me han dicho que no se encuentra bien. Dale recuerdos de mi parte.


Pedro asintió con la cabeza y luego se alejó, sintiendo dos pares de ojos clavados en su espalda.



sábado, 31 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 20

 

Cuando llegó al sauce, Paula tuvo que admitir que Pedro había elegido un sitio estupendo para una merienda. El río se deslizaba tranquilo, meditabundo, acariciando la orilla y… casi curando las heridas del alma. Se preguntó entonces si Pedro sentiría lo mismo. Quizá era por eso por lo que había decidido enterrarse allí.


Dejándose caer sobre la hierba, bajo la agradable sombra del árbol, pensó en el inusual rescate. Y en su más inusual salvador.


Pedro, llevando perritos calientes y una jarra de limonada, apareció entonces a su lado.


—Qué bien. Gracias.


—De nada.


El azul de su camisa destacaba el color de sus ojos. Los vaqueros gastados destacaban la firmeza de sus muslos. Y los latidos del corazón de Paula destacaban un desconocido afecto por aquellos estupendos muslos envueltos en tela vaquera.


—Gracias otra vez por… rescatarme.


—No hay de qué.


Paula apartó la mirada, intentando recrear la sensación de paz y bienestar que había experimentado unos segundos antes. Pero no podía dejar de mirar a Pedro por el rabillo del ojo.


—Ahora entiendo por qué vives aquí. Esto es precioso.


—¿No te imaginas a ti misma viviendo aquí?


—No.


No podría. Aquel sitio, aunque precioso, le daba un poco de miedo. Estaba tan apartado de todo…


—¿Eres una chica de ciudad?


—No, qué va. Vivo en un pueblo en la costa, a unas tres horas de aquí. Es precioso, sobre todo en esta época del año.


Cuando terminaba el verano y empezaba el otoño, cuando los días eran aún cálidos y las noches un poco más frescas.


—Si es tan bonito, ¿qué haces aquí?


Buena pregunta. Paula mordió su perrito caliente, pensativa.


—Mi padre murió… bueno, ya te lo he contado. Sufrió demencia senil durante unos años. Yo cuidé de él y… en fin, tenía que alejarme de allí durante un tiempo.


Pero a algún sitio divertido, alegre. Algún sitio donde pudiera cerrar los ojos y respirar con libertad. No un sitio en el que había que pelearse para hablar con alguien. Y tampoco había querido irse durante todo un mes. Una semana habría sido más que suficiente.


Paula tragó saliva. No debería ser tan ingrata.


—Supongo que fue muy difícil para ti —dijo Pedro.


Ella asintió con la cabeza, emocionándose al ver la amabilidad reflejada en sus ojos azules. Pedro Alfonso sabía lo que era la pena. Él tenía que entenderlo mejor que nadie.


Como si le hubiera leído el pensamiento, Pedro le apretó la mano y el corazón de Paula se aceleró al ver que miraba sus labios… con deseo. Ella lo deseaba también. Lo necesitaba. No recordaba haber deseado tanto las caricias de un hombre.


Sin pensar, se inclinó hacia él con los labios entreabiertos. Y el tiempo pareció detenerse. Deseaba acariciar su cara, respirar su aroma masculino, echarle los brazos al cuello y enredar los dedos en su pelo…


En los ojos de Pedro había un brillo de deseo pero luego, sacudiendo la cabeza, soltó su mano y miró hacia el río. Y Paula se sintió avergonzada.


—¿Quieres un trozo de pastel? —preguntó, por decir algo—. No sabía lo que te apetecería, así que he traído un poco de todo. También hay merengue…


—No habría sido buena idea —la interrumpió Pedro.


Paula sabía que no estaba hablando de los pasteles. Estaba hablando de besarla.


—Sí, lo sé —murmuró. Nerviosa, miró alrededor y se quedó sorprendida al ver la cantidad de gente que estaba llegando al merendero—. ¿De dónde han salido?


—De Gloucester —contestó Pedro—. Desde hace un par de años algunas de las especialidades locales se han hecho un buen nombre en la zona.


—¿Por ejemplo?


—¿Quieres decir además de la salsa de tomate y la miel? —bromeó él.


Paula soltó una carcajada. De modo que Pedro Alfonso también sabía hacer bromas.


—Dímelo, tonto.


—Los sándwiches de salchichas con pepinillos, por ejemplo.


—¿En serio?


—Nada está más rico que eso… salvo esto quizá —sonrió Pedro, señalando la tarta de chocolate—. Está mejor que buena.


—Ya te dije que me salía mejor si la hacía sin la mezcla ésa de sobre. ¿Qué más cosas se venden?


—El jabón casero de Chloe Isaac. La opinión popular se divide entre el de olor a fresa y el de limón.


—Ah, qué bien. Ése es el tipo de detalle que deberías poner en las cabañas. A la gente le encantaría. ¿Y la miel? ¿Tenéis buena miel por aquí?


Pedro tomó un trozo de tarta de chocolate, sonriendo.


—Tendré que presentarte a nuestro productor de miel local, Franco Todd. Vende tarros de miel recién sacada del panal. Y está buenísima.


—Estupendo —sonrió Paula—. ¿No quieres probar el merengue?


—¿Crees que necesito engordar?


—No te hace falta.


Desde luego que no.


—Lo guardaré para después —dijo él, señalando el mercadillo—. Pensé que querrías que fuéramos a comprar algo.


A Paula le gustó que hablase en plural. Eso significaba que no pensaba marcharse por el momento.


—Primero quiero disfrutar de esto.


—¿De qué?


—De ver a la gente pasándolo bien, de oírlos reír. Eso es lo que quería cuando les dije a mis hermanos que necesitaba un respiro.


—¿No quieres ser parte de la diversión?


—Sí, supongo… —Paula no dejaba de mirar a la gente—. Pero disfruto saboreándolo antes. Ah, mira, una pintora está colocando su caballete.


—Es uno de los tesoros de Martin's Gully. Ven, voy a enseñarte los productos locales —dijo Pedro, tomando su mano.


Ella estaba más que contenta de darle la mano, más que contenta de formar parte del grupo de gente que lo pasaba bien.





CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 19

 


Paula se marchó temprano por la mañana. Pedro lo sabía porque estaba observándola desde su casa. De modo que Bridget Anderson la había convencido para que la ayudase a montar el puesto… qué típico de ella.


Cuando el coche desapareció por el camino, recordó cómo había abrazado a Molly el primer día, recordó sus curvas pegadas a él cuando la ayudó a bajar del árbol…


Pedro sacudió la cabeza y se llamó idiota de todas las maneras posibles. Paula Chaves podía cuidar de sí misma. No era su responsabilidad.


—Ve a mirar el ganado —murmuró. Al menos eso era algo de lo que sí era responsable.


Pero tardó menos de una hora en hacerlo. Y se preguntó qué tal lo estaría pasando Paula en el mercadillo. Seguro que había vendido sus pasteles. Y seguro que Bridget Anderson la haría estar en el puesto todo el día…


—¡Ve a limpiar las cabañas!


Antes de las doce había terminado y todo estaba tan limpio como antes. Las cabañas llevaban semanas sin alquilarse, de modo que no había mucho que hacer.


Pedro apartó la mirada al pasar frente a la de Paula, pero recordó cómo se habían iluminado sus ojos cuando le dijo que lamentaba lo que le había pasado a su familia…


Nadie en Martin's Gully, ni siquiera Lu Perkins, se atrevía a mencionar esa historia. Todos sabían lo que había pasado y andaban de puntillas con él. Paula no. Y no podía dejar de admirar su sinceridad.


Y su generosidad.


Una generosidad de la que, sin ninguna duda, Bridget Anderson se estaba aprovechando en aquel momento.


Pedro dejó el cubo y la fregona en la cocina y, sin pensar, tomó las llaves del coche. De repente, le apetecía tomar salsa de tomate y miel. Se negaba a reconocer que era algo más que eso.


Vio a Paula enseguida, sola en un puesto, con los hombros caídos.


—¡Pedro! ¿Qué haces aquí?


—Me he quedado sin salsa de tomate.


Paula sonrió y esa sonrisa fue como una patada en el estómago.


—¿Puedo tentarte con alguno de nuestros pasteles?


«¿Nuestros?». Pedro reconoció la tarta de manzana de Luciana, pero estaba seguro de que el resto de los pasteles eran de Paula.


—¿Cuánto tiempo llevas aquí?


—Da igual. En cuanto termine la subasta, Bridget volverá…


—No te has movido de aquí en toda la mañana, ¿verdad? Seguro que aún no has tenido oportunidad de ver los demás puestos.


—Pero tengo mucho tiempo…


—¿Has comido?


—El destino me está castigando por saltarme el desayuno —sonrió Paula—. Detrás de la iglesia están organizando una barbacoa y se me hace la boca agua.


—¿Dónde está Lu?


—Está enferma.


Enferma de su hermana, seguro.


—Ven —dijo Pedro entonces.


—No puedo dejar el puesto…


—¿Por qué no? Todos los demás se han ido.


—Pero le dije a Bridget que me quedaría aquí… Además, está el bote del dinero y…


—Bridget volverá en cuanto vea que no hay nadie. ¿Ves ese sauce grande a la orilla del río? Toma un par de pasteles y reúnete allí conmigo.


—No puedo llevarme los pasteles…


—¿Por qué no? Los has hecho tú.


—¡Es para una obra benéfica! —protestó ella, indignada.


Pedro tuvo que sonreír mientras sacaba un billete de veinte dólares. Paula Chaves lo hacía sentirse diez años más joven.


—Eso es mucho dinero.


—Es para una obra benéfica, ¿no?


Paula sonrió y esa sonrisa, de nuevo, calentó partes de él que no deberían calentarse.


—O sea, que tienes hambre.


—No te lo puedes ni imaginar.


Y haría falta algo más que azúcar para satisfacerlo.


—¿El sauce llorón? —sonrió Paula.


—El sauce llorón —asintió él.


Después, se dio la vuelta para no tomarla entre sus brazos y besarla hasta dejarla sin aire.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 18

 


El viernes por la mañana Paula fue a Gloucester para comprar suministros y un libro de recetas.


Por la tarde, Molly y ella fueron a dar un largo paseo. Pedro tenía razón: los caminos que llevaban al río eran preciosos. Aunque no tuvo oportunidad de decírselo porque no lo vio.


El viernes por la noche hizo merengues de limón y bollos de licor.


El sábado por la mañana hizo magdalenas, pastel de caramelo y una tarta de chocolate.


Y el sábado por la tarde encontró una garrapata en su cintura.


Asustada, se dejó caer en el sofá, intentando recordar lo que sabía de primeros auxilios. Era auxiliar de enfermería, debía recordar algo. Paula tragó saliva, pero tenía la mente en blanco. Ella no sabía nada sobre garrapatas.


Se bajó la cinturilla del pantalón y miró el parásito. Debía de habérsele pegado durante el paseo del día anterior. Se movía… Agggg, era asquerosa. ¿Y si tenía más? ¿Y si estaba cubierta de garrapatas?


De repente, le picaba todo el cuerpo.


—No seas ridícula —dijo en voz alta. Pero empezaba a sentir pánico. A lo mejor la adrenalina les hacía algo a las garrapatas. Sí, seguramente las convertiría en súper garrapatas—. Por favor…


Molly apoyó la cara en su pierna y Paula la miró, asustada. ¿Y si la perra también tenía garrapatas? ¿Cómo se le quitaba una garrapata a un perro? Entonces se levantó. Tendría que preguntarle a Pedro.


Se sentía orgullosa de no haber ido corriendo y haber llamado a la puerta con los puños. No, se obligó a sí misma a caminar lentamente y, cuando llegó a la puerta, levantó una mano y llamó dos veces: toc, toc.


Un ceño fruncido fue lo primero que vio.


—Sólo quiero hacerte una pregunta. No tardaré nada, te lo prometo.


—¿Qué?


—¿Cuál es el tratamiento para las garrapatas?


Dejando escapar un suspiro, Pedro la tomó del brazo y la llevó al interior.


—¿Dónde está? —preguntó.


—Por favor, mira a Molly primero. Ella es más pequeña que yo y tengo entendido que las garrapatas pueden causar infecciones…


—A los humanos también. Molly se pondrá bien, le daré la pastilla antiparásitos que le doy todos los meses.


—Menos mal. Pensé…


—¿Dónde tienes la garrapata? —la interrumpió Pedro.


—Pues verás… dime lo que tengo que hacer y yo misma me la quitaré.


Tenía la impresión de que sería mucho más seguro no dejar que Pedro Alfonso la tocase.


—Lo que tienes que hacer es decirme dónde está la maldita garrapata. Tranquila, soy médico.


—Sí, ya.


Pedro Alfonso estaba disfrutando con su angustia, seguro. Pero entonces recordó lo que Bridget le había contado…


—Aquí —murmuró, bajándose la cinturilla del pantalón.


Pedro se puso en cuclillas, girándola hacia la luz. Luego se levantó, tomó un tarro de vaselina, volvió a ponerse en cuclillas y aplicó una generosa cantidad sobre la garrapata.


—¿Vaselina? —murmuró Paula, casi sin voz. Sus dedos eran tan cálidos, tan seguros…


Oh, no. Sabía que había áreas de su vida que había desatendido durante los últimos meses, pero aquello era ridículo.


—Las garrapatas respiran a través del trasero, pero no pueden hacerlo si están cubiertas de vaselina. Luego la quitaré con esto —Pedro le mostró unas pinzas de depilar—. Para que la cabeza no se quede enganchada.


Ella tragó saliva.


—Ah, bien.


No quería que la garrapata dejase una sola porción de su cuerpo atrás, muchas gracias. Y no quería saber lo que pasaría si lo hiciera.


—¿Tienes más?


—No lo sé.


—Date la vuelta.


Paula obedeció y Pedro le levantó la camiseta para ver si tenía alguna en la espalda.


—No, está bien. Siéntate. Las garrapatas, como la mayoría de las criaturas, buscan calor y zonas protegidas. Voy a mirarte detrás de las orejas y en el cuello.


Ella se apartó el pelo a un lado y… tuvo que hacer un esfuerzo para que el calor de sus manos no la derritiera. Como el aroma de su cuerpo, una mezcla de madera y hierba. Quería respirar ese aroma y no dejar de hacerlo nunca…


Pensamientos locos, se dijo. Por culpa de la garrapata.


—Gracias por aconsejarme que llevase las magdalenas a Martin's Gully —empezó a decir, para distraerse.


—¿Has conocido a Luciana Perkins?


—No. Lu no estaba en la tienda, pero he hablado con su hermana Bridget.


—Ah, Bridget. La cotilla del pueblo.


—Voy a ir al mercadillo benéfico del domingo… mañana, al mercadillo de mañana —al día siguiente era domingo, pero con Pedro Alfonso tan cerca no podría estar segura.


—¿Por eso no dejas de hacer pasteles?


—Sí.


¿Cómo sabía él que estaba haciendo pasteles?


—El olor llega hasta aquí. Y huele muy bien —dijo Pedro, rozándole el cuello con los dedos.


—¿Cuál es tu pastel favorito?


Si se lo decía, lo haría para él. Para darle las gracias por quitarle la garrapata. Pero no cometería el error de pensar que iban a compartirlo.


—¿Por qué?


—Por nada, para encontrar inspiración.


Pedro terminó de inspeccionarla y ella respiró aliviada cuando se alejó… pero sólo un momento, porque inmediatamente se puso en cuclillas para volver a mirar la garrapata.


—Hay que esperar un par de minutos más. ¿Estás bien? ¿Sientes náuseas, mareos?


—No —contestó Paula. Estaba un poquito mareada por el roce de sus manos, pero nada más.


—¿Así que Bridget te ha convencido para que te pongas a hacer pasteles?


—Bueno, me ha dicho que su hermana y ella tienen un puesto en el mercadillo y yo voy a ayudarlas.


—Es una oportunista.


En fin, Bridget le había pedido que fuera temprano para ayudarla a montar el puesto, pero…


—No, qué va. Yo quería hacerlo de todas formas. ¿Tú piensas ir?


—¿Yo? Lo dirás en broma.


—¿Por qué no? Es una comunidad muy pequeña y deberías apoyarlos.


—¿Dejando que Bridget se meta en mi vida? No, gracias. Tengo cosas mejores que hacer.


¿Como qué?, le habría gustado preguntar. Pero no lo hizo, no se atrevió.


—Pues yo creo que será divertido. Además, por aquí no hay mucho que hacer y Bridget…


—¿Bridget qué?


—Sí, tienes razón, es un poco cotilla. Pero eso no significa que sea mala persona. Además, no todo el mundo en Martin's Gully será así, ¿no?


Los ojos de Pedro se oscurecieron.


—¿Por qué lo dices?


—Bridget me contó lo que le pasó a tu familia —contestó Paula, nerviosa.


Él dio un paso atrás, como si lo hubiera abofeteado.


—No tenía derecho…


—No, ya lo sé. Lo siento, lo que te pasó… debió de ser lo más horrible del mundo para ti. Lo siento mucho, de verdad.


Pedro la miraba como si no supiera qué decir. Tampoco ella sabía qué decir.


—Creo que ya podemos quitar la garrapata.


Antes de que pudiera decir nada más, él tomó las pinzas y, delicadamente, apartó el parásito.


—Gracias —murmuró Paula, levantándose—. ¿Quieres que te traiga algo de Martin's Gully?


—¿Por ejemplo?


—No sé… a lo mejor te gusta la salsa de tomate que hace la señora Elwood o la miel del señor Smith.


—No hay ninguna señora Elwood en Martin's Gully.


—¿Y tampoco hay señores Smith?


—Varios, pero ninguno de ellos produce miel.


—Entonces, ¿nada de salsa de tomate?


—No, gracias.


—Muy bien. Buenas noches —murmuró ella, abriendo la puerta.


—Paula.


—¿Sí?


—Tienes que darte una ducha. Lávate bien las axilas y el cuello. Cualquier sitio donde pueda alojarse una garrapata.


—Lo haré.


Esperó un momento, pero cuando él no dijo nada más, se marchó.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 17

 

Paula volvió a su cabaña temblando de rabia.


—¡Será arrogante! ¿Una aventura de verano? ¿Quién se cree que es?


Dejó el plato de magdalenas en la cocina y se dio la vuelta. ¡Ja! Al menos se había librado del gris.


—Y no pensará que voy a quedarme aquí toda la tarde llorando.


Molly apretó la nariz contra su mano y Paula se puso en cuclillas para acariciarla.


—Lo siento, chica. No es culpa tuya. Tú eres leal y buena. Es una lástima que te haya tocado un amo tan antipático —Molly se tumbó de espaldas y gruñó de placer cuando Paula le acarició la tripita—. Y, además, eres preciosa.


Tardó exactamente doce minutos y medio en llegar a Martin's Gully. No era exactamente un pueblo abandonado, pero tampoco estaba lejos de serlo. Había como máximo doce casas, una iglesia, una oficina de correos abierta dos días a la semana y una tienda de alimentación.


Paula entró en esta última.


—¿Quería algo? —le preguntó una mujer de mediana edad.


—Hola, me llamo Paula Chaves y me alojo en Eagle's Reach.


—Bridget Anderson —se presentó la mujer—. ¿Eagle's Reach no es la propiedad de Pedro Alfonso?


—Eso es.


Había pensado que en Martin's Gully lo conocería todo el mundo. Pero a lo mejor Pedro Alfonso mantenía las distancias también con la gente del pueblo.


Como si le hubiera leído el pensamiento, la mujer se inclinó hacia ella, con gesto conspirador.


—Ésta es la tienda de mi hermana, pero ahora está enferma. Yo la estoy ayudando durante unos días.


¿Otra recién llegada? Ah, a lo mejor podían hacerse amigas.


—El marido de Lu, Gustavo, murió en noviembre.


—Ah, lo siento.


—Ella no deja que nadie hable mal de Pedro Alfonso.


¿Ah, sí? Paula intentó no mostrar su sorpresa. De modo que Pedro tenía una amiga en el pueblo.


—Yo, por otro lado…


—Es muy solitario —la interrumpió Paula.


—¿Solitario? Antipático, diría yo. Pero claro, una tiene que entenderlo, con esa tragedia en su pasado…


—¿Una tragedia?


—Su padre intentó asesinar a toda la familia mientras dormían. Incendió la casa de madrugada y Pedro fue el único que pudo escapar. Su madre, su hermana y su padre murieron en el incendio.


Paula se quedó boquiabierta. Tenía la impresión de que la tienda giraba y tuvo que agarrarse al mostrador.


—Pero… eso es horrible. Es una de las cosas más horribles que he oído en mi vida.


—El padre era un hombre violento. ¿Y sabe lo peor?


No, Paula no lo sabía. Había oído más que suficiente, pero no podía moverse.


Pedro se había llevado a su madre y a su hermana a vivir con él, para protegerlas. Pero no salió bien.


Ella tuvo que tragar saliva. Ahora entendía que Pedro fuese como era. Perder a su familia de esa manera tan terrible…


De inmediato, perdonó sus groserías. Pero… ¿enterrarse en vida era la forma de olvidar aquella tragedia?


Recordó entonces cómo se había comido la tarta de chocolate… seguro que estaba hambriento de algo más que harina y azúcar, pensó.


Cuando Bridget abrió la boca para añadir lo que Paula sospechaba eran detalles morbosos, abrió la tapa de la fiambrera de plástico que llevaba para cambiar de tema.


—Quería saber si alguien estaría interesado en comprar magdalenas caseras.


Bridget tomó una y la devoró.


—Umm, está muy rica. En fin, nunca se sabe. Podemos ver si se venden. Pero si sólo estás aquí de vacaciones… ¿por qué te has puesto a hacer magdalenas?


Paula tragó saliva. No quería ser objeto de cotilleos en el pueblo.


—Es una afición —mintió—. Quería probar nuevas recetas ahora que tengo tiempo.


Bridget se sirvió otra magdalena.


—¿Cuáles son tus especialidades?


—¿Qué cree usted que se podría vender?


—Tarta de limón, merengues, magdalenas de fresa…


Paula se preguntó si Bridget estaría recitando sus pasteles favoritos.


—El domingo, en la iglesia, se hace un mercadillo benéfico y se venden muchos pasteles. ¿Por qué no haces unas bandejas de los que más te gusten?


Si Paula tuviera orejas como las de Molly, se le habrían levantado de inmediato. ¿Un mercadillo benéfico? Así tendría algo que hacer durante el fin de semana…


—Me parece muy bien.


—Lu y yo tenemos un puesto. ¿Quieres venir con nosotras?


—Sí, claro.


—¿Has hecho alguna vez tarta de chocolate?


—Sí…


—Pues hazla. Seguro que se vende.


Paula sonrió cuando Bridget iba a tomar la tercera magdalena. Por lo visto, no iban a faltarle clientes por allí. Pero a ese paso no quedarían magdalenas para el resto de Martin's Gully.


No pasaba nada. Haría más para el domingo.


Pero mientras volvía a Eagle's Reach no pensaba en el mercadillo ni en las recetas, sino en la horrible historia que Bridget le había contado sobre Pedro. Más que nada, se encontró deseando poder hacer algo por él. Algo más que una tarta de chocolate.