El perro lanzó un gruñido como respuesta. No, no era un perrito y, aunque no parecía tan fiero como un Rottweiler o un Doberman, mostraba los dientes como si lo fuera. Podía imaginar lo fácil que le resultaría clavar esos dientes en su pierna…
Paula dio un paso atrás. El perro dio un paso adelante.
Ella se detuvo. Él se detuvo.
Le latía el corazón con tanta fuerza que le hacía daño. No quería apartar la mirada del perro, que bajó la cabeza y volvió a lanzar un gruñido, mostrándole los dientes.
Ésa no era buena señal. Y sabía que no le daría tiempo de llegar a la verja. El perro llegaría antes y con esos dientes…
Tragando saliva, dio otro paso hacia atrás. El animal no se movió.
Otro paso. El perro seguía inmóvil.
Paula empezó a correr y se subió al tendedero.
—¡Socorro! —gritó.
Algo rozó su cara y, nerviosa, levantó una mano para apartarlo. ¡Una telaraña! Ésa fue la gota que colmó el vaso. Paula se puso a llorar.
El perro se colocó debajo de ella y siguió gruñendo. Y Paula siguió llorando.
—¿Se puede saber…?
Una persona.
—Gracias a Dios.
«Por fin una cara amiga», pensó Paula, volviéndose hacia la voz…
Y su corazón se detuvo durante una décima de segundo.
¿Aquélla era una cara amiga?
¡No!
El perro volvió a gruñir de forma amenazadora.
—Por el amor de…
El hombre se puso las manos en las caderas. Bonitas y delgadas caderas, se fijó Paula.
—¿Se puede saber por qué demonios llora?
El hombre no parecía nada amistoso. Pero nada. El brillo de sus ojos no tenía calor alguno. Y estaba segura de que «demonios» no era la expresión que habría querido usar.
Que Dios la ayudase. No era la clase de hombre que tomaría a un alma solitaria bajo su ala.
—¿Es usted el dueño?
—¿Es usted Paula Chaves?
—La misma.
—Entonces, sí. Soy Pedro Alfonso.
No le ofreció su mano, aunque habría sido difícil estrecharla estando agarrada al tendedero.
—Le he preguntado por qué lloraba.
En otra persona la pregunta podría haber sonado comprensiva, pero no en Pedro Alfonso. En cualquier caso, ella habría hecho otra pregunta, por ejemplo: ¿qué demonios hace colgada de mi tendedero?
—¿Por qué lloro?
Debía de pensar que era una demente.
—Sí.
—¿Por qué lloro? Pues voy a decirle por qué lloro. Lloro porque… mire este sitio —dijo, señalando alrededor—. ¡Esto es el fin del mundo! ¿Cómo han podido Martin y Francisco pensar que me gustaría venir aquí?
—Mire, señorita Chaves, creo que debería calmarse…
—No, de eso nada. Me ha hecho una pregunta y yo se la voy a contestar —lo interrumpió Paula, señalándolo con el dedo como si él fuera el responsable de todo—. No sólo estoy perdida aquí, en el fin del mundo, sino colgando de un tendedero. ¡Se me pinchó una rueda mientras intentaba encontrar este sitio y luego su perro me persiguió hasta que me subí al tendedero y… y hay telarañas por todas partes!
Sabía que debía de parecer una histérica, pero no podía calmarse.
—Oiga…
—Y encima la señora Pengilly se puso mala esta mañana y tuve que llamar a una ambulancia… y enterré a mi padre hace quince días y…
La furia se esfumó. Así, de repente. Paula cerró los ojos y bajó la cabeza.
—Y lo echo de menos —terminó, en un tono casi inaudible.
Cuando abrió los ojos encontró a Pedro Alfonso mirándola como si fuera una loca. Pero ella no era una loca. Y, a pesar de los gritos, no le apetecía pedir disculpas. Aquel hombre no tenía la clase de cara que invitaba a una disculpa.
—¿Tiene miedo de mi perro?
Paula levantó una ceja. ¿Pensaba que lo de subirse a un tendedero era algo que hacía de forma habitual?
—Aunque estemos en el fin del mundo, debería poner un cartel de Cuidado con el perro para advertir a la gente.
Él se quedó mirándola fijamente y Paula se levantó un poco la camiseta. No tenía que mirar para ver la cicatriz que cruzaba su estómago. Podía trazarla con detalle hasta en sus sueños. Pero él apenas parpadeó.
—¿Cuántos años tenía?
—Doce.
—¿Y Molly le da miedo?
¿No era evidente?
Paula miró al perro. ¿Molly? No era nombre para un perro asesino. Y con Pedro Alfonso a su lado, la perra no parecía tan formidable como antes.
—¿Es una chica?
—Sí.
El perro que la había atacado era un Doberman.
—Me ha gruñido.
—Porque usted la asustó.
—¿Yo? —Paula estuvo a punto de caerse del tendedero.
—Si hubiera dado un par de palmaditas, habría salido corriendo.
—Sí, seguro.
—¡Molly! —la llamó. La perra se acercó moviendo la cola y él se inclinó para acariciar su cabeza—. Túmbate, chica.
Su voz era suave, dulce. Nada que ver con el tono que usaba para hablar con ella. Cuando Molly se tumbó sobre la hierba, Paula lo entendió. Si Pedro Alfonso le hablase a ella de esa manera, seguramente también se tumbaría.
«No seas ridícula», pensó, mientras Pedro acariciaba la tripita de la perra. Tenía unas manos grandes, masculinas. Pero incluso desde allí arriba podía ver que eran manos de trabajador, llenas de callos.
—Mire esto.
Ella miró y vio una cicatriz como la suya en la tripita de Molly.
—Qué horror.
—Un canalla se lo hizo con un palo.
Paula hizo una mueca de horror. ¿Cómo podía alguien maltratar a un animal indefenso? Era inhumano.
Por fin, bajó del tendedero y se puso en cuclillas para tocar a la perrita.
—Pobrecita mía —murmuró, abriendo los brazos.
Y Molly se echó en ellos como si la conociera de toda la vida.