lunes, 26 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 1

 


—¿Hola?


Paula Chaves se inclinó un poco para asomar la cabeza por la ventana entreabierta antes de llamar de nuevo a la puerta.


Ningún movimiento. Ningún sonido. Nada.


Mordiéndose los labios, dio un paso atrás y miró la casita pintada de blanco, con una sencilla cortina de cuadros grises en la ventana.


¿Grises? Paula suspiró. Estaba cansada del gris. Ella quería colores. Quería diversión y alegría.


Casi podía sentir el gris como un peso sobre sus hombros.


Sacudiendo la cabeza, se dio la vuelta y miró a su alrededor. El camino estaba barrido, el jardín cuidado, pero no había una sola flor que alegrase la uniformidad del paisaje, ni siquiera había una maceta. En aquel momento mataría por ver una gardenia, una rosa, algo.


Había seis cabañas en la falda de la colina, pero nada se movía. No había signos de vida. Ni coches, ni toallas secándose en el porche, ni bicicletas o balones de fútbol en los porches…


No había nadie.


Sin embargo, los jardines delanteros estaban bien cuidados. Alguien se tomaba la molestia de mantenerlos.


Si pudiera encontrar a esa persona…


O personas. Comenzó a rezar para que fueran personas.


Lo que tenía delante era un glorioso tablero de jardincitos verdes y eucaliptos a la orilla de un río que, al atardecer, parecía de plata. Sin un solo ser humano a la vista. Paula tuvo que contener el absurdo deseo de llorar.


¿Cómo se les había ocurrido a Martin y Francisco enviarla allí?


«Fuiste tú quien dijo que quería paz y tranquilidad», pensó, dejándose caer sobre los escalones del porche.


Sí, pero una cosa era la paz y la tranquilidad y otra cosa era aquello.


Paula se tapó la cara con las manos. Martín y Francisco la conocían lo suficiente como para saber que ella no habría querido ir a un cementerio, ¿no?


Ella no quería la clase de paz y tranquilidad que dejaba a una persona sin cobertura en el móvil.


Ella quería gente. Le gustaría tumbarse, cerrar los ojos y oír risas. Quería ver a gente riendo y viviendo. Quería…


Bueno, ya estaba bien. Aquello era lo único bueno que Martin y Francisco habían hecho por ella en…


Intentó recordar, pero tenía la mente en blanco. Muy bien, no eran precisamente los hermanos más cariñosos del mundo, pero pagarle unas vacaciones había estado muy bien. ¿Iba a estropearlo criticándolos de forma tan ingrata?


Miles de personas matarían por pasar un mes en el precioso valle Upper Hunter, en Nueva Gales del Sur, sin nada que hacer.


Paula miró alrededor, soñadora. Ojalá todas esas personas estuvieran allí en ese momento.


Quitándose el polvo de las manos, se levantó. Tendría que encontrar la forma de pasarlo bien. Aunque no iba a resultar fácil.


Según su mapa, había un pueblo a unos kilómetros. Podría ir allí cuando quisiera. Allí haría amigos, pensó.


Se preguntó entonces qué tipo de personas vivirían en aquel sitio. Con un poco de suerte, la clase de personas que tomaban a un alma solitaria bajo su ala para presentarle a todo el mundo. Y, con un poco más de suerte, les gustaría charlar mientras tomaban un té con pastas.


Paula podría llevar las pastas.


Impaciente, movió los hombros y respiró profundamente el aire fresco. No reconocía los olores que llegaban a sus pulmones, tan diferentes al olor de su casa en Buchanan's Point, en la playa.


Aquél no era su sitio, pensó.


—Tonterías —Paula intentó apartar de su mente aquella idea, pero el anhelo de volver a casa aumentaba por segundos.


Bajó los escalones hacia el camino de grava, esperando que moviéndose sus pensamientos tomaran otra dirección. Podía echar un vistazo a la parte de atrás, pensó. El hombre que le había alquilado la cabaña podría estar… plantando flores o algo así.


Deseando ver una cara amiga, Paula dio la vuelta a la casa. Necesitaba compañía, hablar con alguien. Cuando empujó la verja de madera se encontró con un jardín bien cuidado pero, de nuevo, sin flores o Macetas que rompieran la austeridad del paisaje. Y allí los setos estaban tan bien recortados como si hubieran usado una regla y un compás.


La verja estaba pintada de blanco, a juego con la casa, con el obligatorio tendedero en medio del jardín. Uno antiguo de metal como el que ella tenía en su casa. Su prosaica familiaridad la animó. Paula miró los vaqueros gastados, la camisa de cuadros y los calzoncillos que colgaban de la cuerda y decidió que su propietario debía de ser un hombre joven.


¿Por qué Martin o Francisco no le habían dicho su nombre? Aunque todo había sido tan rápido… Le habían dado la sorpresa la noche anterior, insistiendo en que se fuera al día siguiente. Pero la salud de su vecina, la señora Pengilly, hizo que se marchara con un peso en el corazón. Paula se mordió los labios. Quizá debería haberse quedado…


Un gruñido hizo que se detuviera.


«No, por favor».


No había ningún cartel de Cuidado con el perro. Lo habría visto. Ella prestaba atención a esas cosas. Mucha atención.


De nuevo oyó el gruñido y enseguida vio al animal que lo emitía. Su corazón se encogió tanto bajo sus costillas que pensó que iba a desmayarse del susto.


—Perrito… —murmuró, con la lengua pegada al paladar.




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