sábado, 24 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 43

 


El ruido del fondo de la sala resonaba en los oídos de Paula. No tenía ninguna gana de hacer aquello.


A su llegada de Glendovia en mitad de la noche, la noche de Navidad, nada menos, había hecho todo lo posible por recuperar la normalidad. En Estados Unidos aún no se habían hecho eco de los detalles sobre su aventura con Pedro, y si alguien de su círculo más cercano había oído algún rumor, había tenido la sensibilidad de no decir nada.


Excepto su hermana. Elena había esperado a llegar a casa desde el aeropuerto para hablar, pero el instinto le decía que algo había ocurrido para que Paula hubiera vuelto corriendo a Texas.


Nada más quedarse a solas, Paula se vino abajo y le contó a su hermana todo, cómo había cometido el error de enamorarse de un hombre al que jamás podría tener. Y como siempre, su hermana lo comprendió. Le ofreció un hombro en el que llorar y también algunas respuestas apropiadas en los momentos apropiados, pero en ningún momento se comportó como si creyera que Paula había sido una tonta por acostarse con Pedro.


Elena fue también quien la animó a dedicarse, en cuerpo y alma, al trabajo para olvidar, cuando lo que Paula quería era hacerse un ovillo bajo las mantas y no salir en uno o dos meses.


Y así era como había terminado entre bastidores, en el club de campo de Gabriel's Crossing. Mucho antes de partir hacia Glendovia, había ayudado a ultimar los detalles de la subasta de solteras que se celebraría en Año Nuevo, pero lo malo era que se había dejado convencer para ser una de las solteras que se subastarían y ahora había llegado el momento de cumplir su palabra.


La fiesta estaba en todo su apogeo. Otras seis mujeres habían salido ya a la pasarela, mientras los solteros aplaudían y hacían sus generosas pujas. Quedaban dos chicas por salir y le tocaría a ella a continuación.


Tragó con dificultad, al tiempo que inspiraba profundamente en un intento de no dejarse llevar por un ataque de pánico. Aquello no era lo que ella definiría como un agradable entretenimiento. Ella prefería quedarse entre bastidores en aquella clase de eventos. Ser el centro de atención, sobre todo teniendo en cuenta el escándalo que la perseguía últimamente, hacía que le temblaran las rodillas.


Una más y le tocaría el turno a ella.


—Paula —le susurró la mujer que estaba echando una mano detrás de bambalinas—. Prepárate. Eres la siguiente.


«Ay, Dios, ay, Dios, ay, Dios».


Por un momento, se preguntó hasta dónde podría llegar sobre aquellos tacones de diez centímetros. Probablemente no muy lejos, pero era por una buena causa.


Inspiró hondo, rezando porque no se tropezara con el bajo del vestido, y salió a la improvisada pasarela, entre aplausos y la voz del maestro de ceremonias que ensalzaba sus virtudes femeninas y resumía brevemente los detalles concertados con anterioridad, para la cita que tendría lugar con el agraciado ganador.


Se sentía como un animal en un zoo, expuesta a las miradas de todos, objeto de sus valoraciones. A medida que se fue acercando al final de la pasarela, el estómago le dio un vuelco cuando se dio cuenta de que nadie había pujado por ella.


«Dios mío, por favor, que me trague la tierra».


Se detuvo al final de la pasarela y posó, más por vergüenza que por deseo de parecer una supermodelo. A excepción del maestro de ceremonias que preguntaba si alguien ofrecía algo por ella, en la sala reinaba el silencio más absoluto. Parecía que los escándalos no se habían olvidado por completo aún.


Paula parpadeó varias veces seguidas, sintiendo las miradas de un centenar de personas clavadas en ella como rayos láser. Ya iba a darse la vuelta, totalmente humillada para ocultarse tras el telón cuando una voz cortó el silencio desde el fondo de la sala.


—Doscientos cincuenta mil dólares.


Paula notó que se le paraba el corazón, mientras trataba de vislumbrar al hombre que había ofrecido una cantidad tan escandalosa por ella. El resto de la gente la imitó, girándose en sus asientos para ver quién podía ser el hombre misterioso.


—¡Vendida al caballero del fondo! —declaró, eufórico, el maestro de ceremonias.


Al oírlo, el hombre dio un paso hacia delante. A medida que se iba acercando hacia ella, fue haciéndose más visible a la luz, y Paula notó que se le paraba el corazón otra vez, aunque por una razón muy distinta esta vez.




EN SU CAMA: CAPÍTULO 42

 


Pedro mantuvo una expresión impasible durante la noche. Su rostro no mostraba indicio alguno de su humor de perros. Con gran alivio por su parte, la fiesta terminó y pudo zafarse, por fin, de su familia y el resto de los invitados.


Lanzó una imprecación entre dientes mientras recorría el largo corredor que conducía a la habitación de Paula. Él no había planeado que las cosas terminaran así entre ellos, ni que la estancia de Paula en Glendovia tuviera un final tan desagradable.


Al llegar, llamó suavemente y entró sin esperar respuesta.


Las luces estaban encendidas y oía ruido proveniente del dormitorio, pero había algo que no encajaba.


—¿Paula? —llamó dirigiéndose al dormitorio.


Abrió la puerta y no tardó en darse cuenta de que la cama no tenía sábanas y que faltaban todos los artículos personales de Paula, objetos que había visto en la habitación la primera noche que pasaron juntos. Un segundo después, una criada apareció en la puerta del cuarto de baño y dio un grito de sorpresa.


—Alteza —dijo, inclinando la cabeza.


—¿Dónde está la señorita Chaves? —preguntó, el ceño fruncido en señal de consternación.


—Lo siento, señor, pero se ha ido. Justo antes de que empezara la fiesta.


—¿Que se ha ido? —repitió él, sintiendo como si la tierra se hundiera bajo sus pies.


—Sí, señor. Me parece que dejó algo para usted. Lo tiene Dolores. ¿Quiere que vaya a buscarla?


—Sí, gracias. Que vaya a verme a mi despacho, ¿quieres?


—Sí, alteza.


La criada pasó junto a Pedro y salió de la habitación. Este también abandonó la habitación, aunque a un paso mucho más lento. Tomó una escalera trasera que conducía al primer piso y se dirigió a su despacho. Al cabo de diez minutos, apareció Dolores. Llevaba un taco de expedientes en los brazos.


—La señorita Chaves dejó esto para usted, señor —dijo, entregándole los papeles por encima de la mesa.


Él le dio las gracias, y esperó a que se hubiera marchado para abrir la nota. Era una carta desprovista de emoción, en la que se limitaba a explicarle que no podía quedarse más tiempo, a pesar de lo que estipulaba el contrato, ahora que sabía que estaba prometido y que se habían hecho públicas las fotos. Vio que todos los expedientes tenían que ver con la fundación Soñar es Posible.


Debería haber imaginado que Paula no se iría sin asegurarse, personalmente, de que él recibiera toda la información detallada del proyecto, de modo que la fundación pudiera constituirse según lo planeado.


El problema era que no se había imaginado que Paula se iría. Que no lo haría sin hablar antes con él, sin dejarle que se explicara.


Debería haberle hablado de Lidia desde el principio. Debería haberle dicho que esa boda había sido acordada por sus padres, pero que él no había tenido nada que ver en la decisión. Que aunque estaba prometido, no habían tenido ningún tipo de relación física.


Su madre y Lidia se alegrarían mucho, cuando se enteraran de que Paula se había ido. Sin ella en Glendovia, el escándalo de su aventura se disiparía rápidamente, y la vida continuaría. También los planes de la boda.


Ojalá pudiera sentir lo mismo. Pero en vez de eso, lo único que deseaba era salir corriendo al aeropuerto y seguir a Paula a Texas.


Si le hubiera dado la oportunidad de explicarse.


Suspiró arrepentido y arrugó la nota.


Era mejor así se dijo, mientras salía del despacho y se dirigía a sus habitaciones en la segunda planta. Ahora que Paula se había ido, las cosas volverían a la normalidad. Podría ocuparse de sus asuntos, sin pasarse el día pensando en hacerle el amor una vez más.


Sí, era mejor así. Para todos.




EN SU CAMA: CAPÍTULO 41

 


De pie en su suite, Paula echó un último vistazo a su alrededor, comprobando que no se dejaba nada. No quedaba ni rastro de ella.


Cerró la puerta sin hacer ruido y echó a andar pasillo abajo, tirando de su maleta con ruedas. En vez de dirigirse hacia la puerta principal del palacio, por donde estarían entrando a esas alturas los invitados a la fiesta de Nochebuena, se escabulló por la puerta de atrás, donde un coche la esperaba para llevarla al aeropuerto.


Marcharse de esa forma significaba renunciar a la generosa prima, que Pedro le había prometido para que la invirtiera en la organización benéfica que quisiera, pero no podía quedarse ni un minuto más. Quería volver a casa con su familia, donde podría, con un poco de suerte, esconderse y lamerse las heridas.


En ese momento, sentía que el dolor que le atenazaba el corazón no se iría nunca, pero no perdía la esperanza. La esperanza de que cuanto antes abandonara Glendovia, antes podría dejar atrás el bochornoso incidente. Que cuanto más se alejara de Pedro, antes empezaría a olvidar que se había permitido enamorarse de él, y que él le había estado mintiendo todo el tiempo.


—Gracias por su ayuda —le dijo a la mujer, que la había ayudado a buscar el coche y el vuelo de regreso a Estados Unidos.


Paula le entregó un grueso taco de expedientes y encima de todo, una nota sujeta en la portada de una de las carpetas con un clip. Pese a lo ansiosa que estaba por salir de allí, había estado trabajando toda la tarde, para asegurarse de que la fundación pudiera echar a rodar lo antes posible.


—Por favor, ocúpese de que el príncipe Pedro lo reciba. Creo que aquí está todo lo que necesita para continuar con el proyecto de la fundación Soñar es Posible.


La mujer asintió y le hizo una pequeña inclinación con la cabeza.


—Sí, señorita. Ha sido un placer conocerla.


—Gracias —dijo Paula, tragándose las lágrimas. En sólo unas pocas semanas había llegado a conocer al personal que trabajaba en el palacio y les iba a echar mucho de menos.


Incapaz de hablar, debido al nudo que se le había hecho en la garganta, salió y entró en el coche. El interior estaba oscuro, demasiado para ver nada a través de los cristales tintados.


Pero pese a ello, Paula mantuvo la cabeza al frente cuando el coche empezó a alejarse lentamente del palacio. No quería echar un último vistazo al lugar en el que había conocido la felicidad más increíble, pero también un insoportable dolor de corazón.




EN SU CAMA: CAPÍTULO 40

 


Regresaron a la mañana siguiente, Nochebuena, muchas horas antes de que tuviera lugar la fiesta anual de la familia real. Pedro le había dejado muy claro a Paula que tenía que asistir, aunque a ella no le apeteciera mucho.


Al bajar del avión fueron abordados por la prensa, que no dejaba de acosarlos con preguntas y con los flashes de sus cámaras. Paula no consiguió comprender exactamente lo que decían, y Pedro la apremió a entrar en el asiento trasero de la limusina, antes de que pudiera descifrar el significado de sus preguntas.


—¿De qué iba todo eso? —preguntó sin aliento, cuando el coche se puso en movimiento.


Él sacudió la cabeza.


—Han debido de enterarse de nuestro viaje y querrán cerciorarse de que es un buen tema de portada.


Aun así, el interés de la prensa le pareció de lo más extraño, puesto que había sido un viaje de trabajo y el palacio ya había enviado un comunicado explicando los planes del príncipe. Pero apartó sus recelos y se relajó en el cómodo sillón de cuero del coche.


A su llegada al palacio, la reina los estaba esperando en el vestíbulo. Tenía el rostro congestionado y los labios apretados en una línea que evidenciaba su enojo. Pese a no elevar la voz, era patente la desaprobación en su tono.


—A la biblioteca —espetó—. Ahora mismo.


Pedro y Paula intercambiaron una mirada de incomprensión, al tiempo que echaban a andar lentamente tras los pasos furiosos de la reina.


Una vez dentro de la biblioteca y con la puerta cerrada, Eleanor se giró. Se dirigió a ambos y los señaló con un periódico en sus manos temblorosas.


—¿Qué significa esto? —exigió saber.


Tenía los dientes apretados.


Paula estaba completamente inmóvil, aturdida ante el evidente disgusto de la reina, aun sin saber cuál era la causa. Por mucho que lo intentara, no comprendía lo que decía el titular que la reina blandía delante de ambos.


Pedro pareció no inmutarse ante el mal humor de su madre, cuando tomó el periódico. Ocupando casi toda la parte superior de la portada, podía verse un primer plano de Paula y él. Estaban en el balcón de la suite del hotel, unidos en un abrazo que no dejaba lugar a dudas.


La foto sólo podía haber sido tomada en un momento que salieron a tomar el aire después de haber hecho el amor, y terminaron besándose apasionadamente y entrando en el dormitorio para hacerlo otra vez.


Paula se puso como un tomate tanto por el recuerdo como por el hecho de que alguien hubiera sacado fotos de un momento tan íntimo.


Encima de la foto, podía leerse un titular escrito con letra negrita para que saltara más a la vista, que se refería a ella como la fulana americana del príncipe Pedro. Paula sintió ganas de vomitar.


Pedro soltó una grosera imprecación entre dientes y bajó el periódico.


Todavía temblando de ira, la reina dijo:—Tú y tu pequeña… americana estáis en la primera página de todos los periódicos de Glendovia. Te lo advertí, Pedro. Te advertí que no te relacionaras con ella, que sólo nos haría pasar vergüenza y bochorno.


La nauseabunda sensación de Paula se intensificó. Había ido a Glendovia huyendo de un escándalo y había terminado sumida en otro.


Y éste era aún peor, porque era cierto. Con Bruno Winters no había tenido una aventura, tal como había afirmado la prensa de su país, pero con Pedro sí se había acostado.


—Madre —dijo Pedro con un gruñido de advertencia, la mandíbula apretada.


La reina, sin embargo, decidió ignorar el tono de su hijo.


—La princesa Lidia llegó hace menos de una hora hecha un mar de lágrimas. Está hundida y sus padres, furiosos. ¿Tienes idea de cómo afectará esta humillación a vuestro próximo enlace? Si rompe el compromiso, ya podremos despedirnos de unir vínculos entre las dos familias, con lo que el futuro político de Glendovia podría peligrar.


—Creo que estás exagerando —señaló Pedro, pero a juzgar por su expresión, era evidente que le preocupaba la situación.


Paula, por su parte, sólo se quedó con dos palabras de la reina que le retorcieron el corazón como en un tornillo de banco.


—¿Estás prometido? —le preguntó a Pedro.


—No es lo que crees —dijo él con brusquedad—. Puedo explicarlo.


Pero ella no quería oír sus explicaciones, sus excusas, sus mentiras ni ninguno de esos persuasivos, y creativos argumentos, que tanto talento tenía para pergeñar.


Esta vez fue ella la que sacudió la cabeza al tiempo que retrocedía.


—Lo siento —murmuró con voz temblorosa, dirigiéndose a la reina, no a Pedro. A él no tenía que pedirle ningún tipo de disculpas—. Lo siento. No sabía que estaba prometido. No vine aquí con la intención de tener nada con Pedro. Jamás habría hecho a propósito nada que pudiera abochornar a su familia. Espero que me crea.


La reina miró a su hijo, sin cambiar por ello la expresión agria de su rostro.


—Espero que los dos mantengáis las distancias a partir de ahora. Os conduciréis con absoluto decoro y os mantendréis lo más lejos posible el uno del otro, hasta que solucionemos este asunto. ¿Me habéis comprendido?


Parecía que Pedro quería discutir las órdenes de su madre, pero Paula ya estaba asintiendo. Tuvo que parpadear repetidamente para contener las lágrimas de humillación, al tiempo que se humedecía los labios resecos.


—Puedes irte —le dijo Eleanor, despidiéndola—. Y tú —se dirigió a Pedro—, quiero que hables de inmediato con Lidia, y hagas todo lo posible por reparar el daño que le has hecho. ¿Me has comprendido?


Paula salió de la biblioteca y cerró las puertas, antes de poder oír la respuesta de Pedro. Después, se dirigió corriendo hacia las escaleras. Lo único que quería era irse de allí, volver a su habitación y no ver a nadie. Qué tonta había sido. Otra vez.





EN SU CAMA: CAPÍTULO 39

 


Más tarde por la noche, Paula permanecía despierta en la cama, acurrucada en los brazos de Pedro. Físicamente, no podría sentirse más cómoda y saciada, pero en su interior reinaba un caos emocional.


Había hecho precisamente lo que se había jurado que no haría, convertirse en la amante de Pedro.


Por alarmante que fuera, por mucho que la llevara a cuestionarse su propia personalidad, no era eso lo que la mantenía despierta.


Menos de una hora antes, había llegado a la conclusión, mientras Pedro la besaba, la acariciaba y la hacía suspirar, que se estaba enamorando de él.


Tragó con dificultad y parpadeó rápidamente para contener las incipientes lágrimas. Tenía la mejilla apoyada sobre el pecho de Pedro, que subía y bajaba pausadamente con su respiración.


Aquello sí que era un problema. Una aventura era una cosa. Pero ¿cómo iba a volver a casa con una sonrisa, dejando en Glendovia su corazón roto? ¿Cómo se suponía que iba a fingir que lo que había habido entre ellos, no había sido más que una aventura pasajera, cuando para ella había sido mucho más?


Pedro se removió ligeramente y Paula contuvo la respiración. Al ver que seguía dormido, se relajó un poco.


Dado que sabía que para él no era más que una distracción pasajera, y que no compartía sus sentimientos, tendría que manejar la situación lo mejor que pudiera. Ocultar sus sentimientos. Y cuando llegara el momento, se iría.


Cerró los ojos y se fue adormeciendo, convenciéndose de que tendría que ir acostumbrándose al dolor que le atenazaba el corazón, porque iba a convivir con él mucho tiempo.



viernes, 23 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 38

 


Permaneció en el dormitorio hasta que oyó que el camarero servía la cena y salía de nuevo. Abrió la puerta una rendija y vio a Pedro de pie delante de la mesa redonda situada a un lado de la zona de estar, dispuesta en ella la vajilla y la cristalería.


Salió del dormitorio y se paró en medio del salón, esperando a que se diera cuenta de su presencia. Al verla, Pedro detuvo en seco el movimiento de levantar la tapa de plata de una de las fuentes y clavó la vista en ella.


Paula se había puesto un camisón largo negro con tirantes finos y aberturas a cada lado hasta medio muslo. Iba descalza y las uñas pintadas de rojo sobresalían del bajo del camisón. El pelo suelto le caía por encima de los hombros. Supo, a juzgar por la mirada de Pedro, que éste apreciaba lo que estaba viendo.


—No estoy desnuda, pero espero que te parezca bien.


Él tragó con dificultad.


—Muy bien. No creí que fuera posible, pero ese camisón es casi mejor que la desnudez total.


Ella sonrió divertida.


—Vaya, me alegra oírlo. Ahora sé que no tengo que quitármelo, por mucho que me supliques que lo haga.


—Los príncipes no suplican —le informó él, avanzando lentamente hacia ella.


—¿No? —preguntó ella, sintiendo la boca seca de repente.


—No.


Estaba frente a ella, lo bastante cerca como para tocarla, pero mantenía los brazos a lo largo de los costados. Paula creía que el corazón se le iba a salir y tuvo que contener las ganas de contonearse.


—¿Y qué hacen los príncipes? —preguntó, con voz ronca de creciente deseo.


Pedro tendió la mano y le rozó la mejilla con los dedos.


—Será mejor que te lo enseñe.


—¿No se nos enfriará la cena?


—¿Te importa?





EN SU CAMA: CAPÍTULO 37

 


El vuelo de un extremo a otro de la isla no duraba mucho, y fueron directos, desde la pequeña pista de aterrizaje privada, a la oficina en la que tendría lugar la reunión.


Paula se quedó muy sorprendida cuando se enteró de que no habían ido allí a tratar de la constitución de la nueva fundación en una reunión informal, sino a poner el proyecto en funcionamiento.


A medida que transcurría la mañana de reunión en reunión con las distintas personas involucradas, Paula se dio cuenta de que Pedro no se había equivocado. Se alegraba mucho de haber ido.


Era muy emocionante, ver lo mucho que estaban avanzando en tan poco tiempo. Tuvieron una comida de trabajo, en la que conoció a un montón de personas entusiastas, ansiosas por empezar a trabajar. No tenía duda de que la fundación marcharía a las mil maravillas con gente así, tanto si ella estaba presente como si no.


Se despidieron del futuro equipo de Soñar es Posible a las cinco, y Pedro ordenó al conductor que los llevara al hotel, en el que había siempre reservada una suite para la familia real.


Paula no se sorprendió y tampoco se enfadó. De hecho, se había dado cuenta, tarde, que lo había estado esperando. Después de su pequeña revelación, en el coche de camino al aeropuerto por la mañana, casi había estado esperando ansiosamente ver qué le deparaba la noche.


La suite real era preciosa. Más aún que las habitaciones que ocupaba en el propio palacio.


Las paredes, alfombras y cortinas, presentaban distintos tonos de azul, con alguna pincelada de blanco y tostado. A través de unas ventanas francesas de madera de caoba, se accedía a una pequeña veranda desde la que se podía contemplar la ciudad y el litoral al fondo. Una fresca brisa se colaba a través de una de las ventanas abiertas, agitando las cortinas diáfanas e invadiendo el ambiente con su aroma a sal marina.


—¿Tienes hambre? —preguntó Pedro, acercándose hasta un pequeño escritorio, donde había un grueso catálogo con información de todas las comodidades que ofrecía el hotel.


Ella asintió, al tiempo que se acercaba a él sin dejar de contemplar la habitación. Se preguntaba si molestarse en deshacer el equipaje, o pasar sencillamente de la bolsa que había llevado consigo.


—Pediré que nos suban algo —dijo Pedro, echando un vistazo a la carta del servicio de habitaciones.


Llamó y pidió lo que parecía un bufé completo de aperitivos y entrantes. Antes de colgar, pidió también una botella de su mejor vino y fresas con nata de postre.


—Tardarán unos treinta minutos —le dijo a Paula, cuando colgó. Se quitó entonces la corbata y la chaqueta y las dejó sobre el respaldo de un sillón—. ¿Te apetece cambiarte y ponerte algo más cómodo, mientras llega la cena?


La recorrió con la mirada de pies a cabeza, erizándole el vello de todo el cuerpo a su paso. Paula sabía cuándo admitir una derrota y disfrutar de un hombre muy guapo, que estaba más que dispuesto a adorarla y complacerla, aunque sólo fuera durante un corto espacio de tiempo.


—¿Alguna preferencia? —preguntó entonces ella, quitándose muy despacio el reloj y los pendientes. Después se llevó una mano al escote de la camisa y se desabrochó el primer botón.


Pedro observaba detenidamente cada uno de sus movimientos, con ojos resplandecientes de deseo, excitándola de manera incomparable.


—Desnuda me parece perfecto —murmuró él, con la voz ronca de deseo.


Ella se echó a reír suavemente, sintiéndose poderosa.


—Todavía no, me parece —dijo ella, girándose sobre sus talones para dirigirse hacia el dormitorio—. No quiero que se asuste el camarero cuando llegue con la cena.


—Si te ve desnuda, podría matarlo.


Ella volvió a reír, mirándolo desde la puerta doble que daba acceso al dormitorio, las manos apoyadas en los tiradores.


—Esperemos un poco antes de transformar este viaje en una escapada íntima. Si podemos evitarlo —añadió, mientras entraba y cerraba tras de sí—. Voy a ver qué encuentro.