Regresaron a la mañana siguiente, Nochebuena, muchas horas antes de que tuviera lugar la fiesta anual de la familia real. Pedro le había dejado muy claro a Paula que tenía que asistir, aunque a ella no le apeteciera mucho.
Al bajar del avión fueron abordados por la prensa, que no dejaba de acosarlos con preguntas y con los flashes de sus cámaras. Paula no consiguió comprender exactamente lo que decían, y Pedro la apremió a entrar en el asiento trasero de la limusina, antes de que pudiera descifrar el significado de sus preguntas.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó sin aliento, cuando el coche se puso en movimiento.
Él sacudió la cabeza.
—Han debido de enterarse de nuestro viaje y querrán cerciorarse de que es un buen tema de portada.
Aun así, el interés de la prensa le pareció de lo más extraño, puesto que había sido un viaje de trabajo y el palacio ya había enviado un comunicado explicando los planes del príncipe. Pero apartó sus recelos y se relajó en el cómodo sillón de cuero del coche.
A su llegada al palacio, la reina los estaba esperando en el vestíbulo. Tenía el rostro congestionado y los labios apretados en una línea que evidenciaba su enojo. Pese a no elevar la voz, era patente la desaprobación en su tono.
—A la biblioteca —espetó—. Ahora mismo.
Pedro y Paula intercambiaron una mirada de incomprensión, al tiempo que echaban a andar lentamente tras los pasos furiosos de la reina.
Una vez dentro de la biblioteca y con la puerta cerrada, Eleanor se giró. Se dirigió a ambos y los señaló con un periódico en sus manos temblorosas.
—¿Qué significa esto? —exigió saber.
Tenía los dientes apretados.
Paula estaba completamente inmóvil, aturdida ante el evidente disgusto de la reina, aun sin saber cuál era la causa. Por mucho que lo intentara, no comprendía lo que decía el titular que la reina blandía delante de ambos.
Pedro pareció no inmutarse ante el mal humor de su madre, cuando tomó el periódico. Ocupando casi toda la parte superior de la portada, podía verse un primer plano de Paula y él. Estaban en el balcón de la suite del hotel, unidos en un abrazo que no dejaba lugar a dudas.
La foto sólo podía haber sido tomada en un momento que salieron a tomar el aire después de haber hecho el amor, y terminaron besándose apasionadamente y entrando en el dormitorio para hacerlo otra vez.
Paula se puso como un tomate tanto por el recuerdo como por el hecho de que alguien hubiera sacado fotos de un momento tan íntimo.
Encima de la foto, podía leerse un titular escrito con letra negrita para que saltara más a la vista, que se refería a ella como la fulana americana del príncipe Pedro. Paula sintió ganas de vomitar.
Pedro soltó una grosera imprecación entre dientes y bajó el periódico.
Todavía temblando de ira, la reina dijo:—Tú y tu pequeña… americana estáis en la primera página de todos los periódicos de Glendovia. Te lo advertí, Pedro. Te advertí que no te relacionaras con ella, que sólo nos haría pasar vergüenza y bochorno.
La nauseabunda sensación de Paula se intensificó. Había ido a Glendovia huyendo de un escándalo y había terminado sumida en otro.
Y éste era aún peor, porque era cierto. Con Bruno Winters no había tenido una aventura, tal como había afirmado la prensa de su país, pero con Pedro sí se había acostado.
—Madre —dijo Pedro con un gruñido de advertencia, la mandíbula apretada.
La reina, sin embargo, decidió ignorar el tono de su hijo.
—La princesa Lidia llegó hace menos de una hora hecha un mar de lágrimas. Está hundida y sus padres, furiosos. ¿Tienes idea de cómo afectará esta humillación a vuestro próximo enlace? Si rompe el compromiso, ya podremos despedirnos de unir vínculos entre las dos familias, con lo que el futuro político de Glendovia podría peligrar.
—Creo que estás exagerando —señaló Pedro, pero a juzgar por su expresión, era evidente que le preocupaba la situación.
Paula, por su parte, sólo se quedó con dos palabras de la reina que le retorcieron el corazón como en un tornillo de banco.
—¿Estás prometido? —le preguntó a Pedro.
—No es lo que crees —dijo él con brusquedad—. Puedo explicarlo.
Pero ella no quería oír sus explicaciones, sus excusas, sus mentiras ni ninguno de esos persuasivos, y creativos argumentos, que tanto talento tenía para pergeñar.
Esta vez fue ella la que sacudió la cabeza al tiempo que retrocedía.
—Lo siento —murmuró con voz temblorosa, dirigiéndose a la reina, no a Pedro. A él no tenía que pedirle ningún tipo de disculpas—. Lo siento. No sabía que estaba prometido. No vine aquí con la intención de tener nada con Pedro. Jamás habría hecho a propósito nada que pudiera abochornar a su familia. Espero que me crea.
La reina miró a su hijo, sin cambiar por ello la expresión agria de su rostro.
—Espero que los dos mantengáis las distancias a partir de ahora. Os conduciréis con absoluto decoro y os mantendréis lo más lejos posible el uno del otro, hasta que solucionemos este asunto. ¿Me habéis comprendido?
Parecía que Pedro quería discutir las órdenes de su madre, pero Paula ya estaba asintiendo. Tuvo que parpadear repetidamente para contener las lágrimas de humillación, al tiempo que se humedecía los labios resecos.
—Puedes irte —le dijo Eleanor, despidiéndola—. Y tú —se dirigió a Pedro—, quiero que hables de inmediato con Lidia, y hagas todo lo posible por reparar el daño que le has hecho. ¿Me has comprendido?
Paula salió de la biblioteca y cerró las puertas, antes de poder oír la respuesta de Pedro. Después, se dirigió corriendo hacia las escaleras. Lo único que quería era irse de allí, volver a su habitación y no ver a nadie. Qué tonta había sido. Otra vez.