Una semana después
—¿Papá? ¿Paula? ¿Hay alguien ahí?
Paula oyó la voz de su hermana en el piso de abajo y le alegró poder tomarse un descanso. Llevaba toda la tarde sumida en los detalles de un acto que estaba organizando. Desde que Elena se casara, Paula no la veía tanto como antes.
Se levantó de la mesa y encontró a su hermana echando una ojeada a la pila de correo amontonada junto al arreglo de flores frescas situado en el centro de la mesa redonda del vestíbulo. Parecía agotada. Al oír que Paula se acercaba, Elena levantó la vista y puso los ojos en blanco.
—Un periodista trató de pasar detrás de mí la barrera de seguridad —le espetó, haciendo un gesto con la mano en dirección a la puerta principal—. Estaba acampado fuera, esperando.
Paula se acercó a abrazar a su hermana y frunció un poco el ceño.
—Lo siento. Creía que a estas alturas el asunto ya no les interesaría.
—No es culpa tuya —dijo Elena con un suspiro, devolviéndole el abrazo—. Y tarde o temprano, perderán el interés y se irán a molestar a otra parte.
—Bueno, ¿y qué haces por aquí? —preguntó con tono distraído, pensando aún en el periodista. Una cosa era que la acosaran y molestaran a ella por culpa de sus estúpidos actos, y otra muy distinta que metieran a su familia en el escándalo.
—Como Claudio no vendrá a casa a cenar porque tiene una reunión tarde, he venido a veros a papá y a ti, y comer algo con vosotros. Por no mencionar recoger el correo que aún me envían aquí —dijo Elena, metiéndose un par de cartas en el bolsillo del bolso.
Hacía un año que ya no vivía allí, pero el proceso de cambio de dirección llevaba su tiempo, y de vez en cuando todavía llegaban cartas para ella.
—La cena se servirá a las siete, como siempre, y que yo sepa, todo va bien por aquí. Papá sigue en el despacho y yo estaba trabajando en la organización de un acto benéfico, para recaudar fondos para un refugio para animales.
—¿Nos invitarás a Claudio y a mí?
—Por supuesto.
—Parece que alguien te envía algo importante —dijo su hermana, haciendo un gesto hacia la carta situada encima de todas las demás.
Paula tomó el grueso sobre y leyó la dirección del remitente, estampado con un elegante membrete en relieve en un tono azul oscuro en un sobre de gran calidad:
S.A.R. Príncipe Nicolás Pedro Alfonso, Reino de Glendovia.
—¿Su alteza real? —preguntó Elena—. ¿En serio? ¿Un príncipe te envía una carta?
—Eso parece —contestó ella, abriendo el sobre. Leyó por encima el membrete oficial y el texto cuidadosamente escrito en la parte superior. Y lo releyó, el corazón acelerado—. Oh, Dios mío —dijo con un hilo de voz.
—¿Qué?
—Este tal príncipe Nicolás quiere que vaya a su reino y me encargue de supervisar todas sus organizaciones benéficas.
Las dos leyeron la carta nuevamente. El príncipe comentaba, con toda clase de alabanzas, los logros conseguidos por Paula en algunos de sus proyectos, y hacía hincapié en lo mucho que podría ayudarle tenerla en Glendovia. Había incluido en el sobre las copias del contrato y esperaba que lo leyera y considerara seriamente aceptarlo.
Paula separó la carta de acompañamiento y leyó el contrato de una página. Señalaba brevemente cuáles serían sus responsabilidades y obligaciones, si decidía aceptar la oferta de la familia real, así como las obligaciones de ésta hacia ella.
—¿Crees que es legítimo? —preguntó Elena. El nombre Alfonso le sonaba de algo.
—Supongo que no me costaría mucho comprobarlo —respondió Paula.
Las dos se dirigieron al despacho de Paula, que se puso a buscar entre sus listas de invitados, mientras su hermana hacía una rápida búsqueda en Internet.
—Aquí está —comentó Elena, cuando las dos descubrieron casi al mismo tiempo que Nicolás Pedro Alfonso era un príncipe real, y que la isla de Glendovia existía de verdad. Según los datos de Paula, otro miembro de la familia real, la princesa Mia, había asistido a una de las últimas galas benéficas que ella había organizado.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Elena.
—Responder, por supuesto, y agradecerle su generosa oferta, pero no creo que pueda aceptarla. Estoy inmersa en mi próximo evento, y falta muy poco para Navidad. No quiero pasarla lejos de mi familia.
—No te culpo, pero tienes que admitir que es una oferta muy halagadora.
Extremadamente halagadora, pensó Paula, mirando una vez más el membrete real de la carta. Le daban ganas casi de pasar el dedo por el nombre del príncipe. Estaba claro que no le iba a resultar fácil redactar una carta de rechazo.
—Pero tal vez…
Paula miró a su hermana.
—¿Qué?
—Sólo pensaba que, tal vez, este trabajo en Glendovia sea exactamente lo que necesitas.
—¿Qué? —Paula frunció el ceño.
—Las cosas no te están resultando precisamente sencillas por aquí en estos momentos. Un periodista acampa delante de la casa, ese cretino de Winters sigue llamándote, y… bueno… —apartó la mirada y su voz se suavizó ligeramente—. He oído que la gala de la semana pasada no salió tan bien como en otras ocasiones.
Paula inspiró profundamente, tratando de no dejarse abrumar por el dolor de oír a su hermana recitarle sus defectos.
Elena le pasó el brazo por encima de los hombros en señal de apoyo filial y continuó: —Estaba pensando que, si te fueras de aquí un tiempo, a un lugar donde nadie pudiera encontrarte, todo se olvidaría. Y para cuando vuelvas, podrás seguir con tu vida como si nada de esto hubiera pasado.
—Pero estaría lejos de vosotros también —murmuró Paula—. En Navidad encima.
—Podrías volver antes de las fiestas. Pero aunque no lo hagas, sólo son unas vacaciones. Siempre quedará el año próximo —la abrazó y añadió—: No quiero que te vayas, sólo digo que, tal vez, deberías pensar en ello y decidir qué es lo mejor para ti. Creo que papá estará de acuerdo conmigo.
—Lo pensaré —prometió Paula, consciente de que su hermana tenía razón. Tal vez la mejor manera de dejar atrás todo el escándalo levantado en torno a su persona, fuera huir a otro país