miércoles, 14 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 9

 


Girándose sobre sus talones, la dejó de pie en medio de la habitación.


Paula lo siguió con la mirada cuando él salió de la habitación, furiosa aún por sus manipulaciones, y al mismo tiempo no tan enfadada como para no apreciar el porte regio y atractivo que presentaba al salir de su habitación.


Por una parte, suponía que debería sentirse halagada porque un príncipe quisiera llevársela a la cama. Imaginaba que la mayoría de las mujeres lo estarían.


El problema era que no parecía interesarle ella como persona, conocerla o empezar una relación con ella. En Texas le había pedido que pasara la noche con él, o varias noches a lo sumo. Y había esperado obediencia, sólo por ser quien era.


Aunque pudiera haberse sentido atraída por él en otras circunstancias, aquello le parecía repugnante. No quería convertirse en la diversión íntima de ningún donjuán, por muy príncipe que fuera.


Con un suspiro, se dispuso a explorar las diferentes habitaciones que formaban la suite y comprobar dónde habían colocado sus cosas. Los vestidos, blusas y pantalones de vestir estaban colgados en perchas en el armario. Otras camisas, camisetas y pantalones más informales estaban doblados y colocados en varias pilas sobre el tocador, junto con su ropa interior. Y por último, los objetos de aseo estaban todos en el cuarto de baño, algunos sobre la encimera del lavabo y otros guardados en cajones. Hasta los libros y proyectos de trabajo que se había llevado para leer en los ratos libres, estaban cuidadosamente apilados sobre un pequeño escritorio que había junto a una de las ventanas que daba a un balcón.


Aún no había decidido si se quedaría, pero tenía que admitir que, si se decantaba por cumplir su parte del trato con el príncipe de los mentirosos, sólo la vista que tenía desde su habitación la ayudaría a no pensar en aquella visita tanto como una manipulación y sí como unas vacaciones pagadas.


Salió al amplio balcón de piedra y se apoyó contra la barandilla desde la que se podía ver el mar. Las olas acariciaban la orilla con ese suave arrullo que podría calmar hasta las almas más agitadas.


Echó un vistazo al reloj y vio que aún tenía un par de horas antes de vestirse para cenar con la familia real. La sola idea de conocerlos le revolvió el estómago de los nervios.


Pero ya pensaría en ello cuando se acercara la hora. Por el momento, llamaría a casa para decirles a su padre y a su hermana que había llegado bien y tal vez le pediría a Elena consejo sobre su situación.


¿Debería quedarse o irse? ¿Debería decirle al príncipe lo que podía hacer con sus tejemanejes y abandonar así la posibilidad de ganar doscientos cincuenta mil dólares, que tan bien le irían a cualquiera de las organizaciones benéficas para las que recaudaba fondos? ¿O debería tragarse su orgullo y hacer lo que el contrato le decía que hiciera durante un mes?




EN SU CAMA: CAPÍTULO 8

 

Pedro estudió detenidamente a la mujer que tenía delante, esforzándose por no sonreír ante su actitud franca y la furia que asomaba a sus almendrados ojos castaños. Era digna de ver, y no hizo más que reafirmar lo inteligente de la campaña que había puesto en marcha.


Su rechazo no había aplacado su deseo hacia ella. Poco después de volver de Estados Unidos decidió que, dado que el enfoque directo no había funcionado, tal vez tuviera que intentarlo de una manera más sutil.


En lo referente a Paula Chaves, parecía que iba a necesitar de todas sus armas de seducción.


Le había llevado unos días dar con la idea de invitarla a pasar una temporada en su país. Sabía que no aceptaría una mera invitación…


Pero dado que tenían algo en común, la filantropía, se dio cuenta de que ése sería el único motivo que llamaría su atención. Estaba, además, la generosa prima que había incluido en el contrato como incentivo extra: doscientos cincuenta mil dólares, que él mismo donaría a la organización benéfica que ella eligiera, una vez cumplida su parte del acuerdo.


Y ahora la tenía allí, justo donde quería.


No parecía que estuviera deseando meterse en la cama con él en ese momento, eso seguro. Pero, como todo lo demás, ya llegaría.


Ya se ocuparía él.


—Yo no diría tanto —murmuró, en respuesta a la pregunta de Paula sobre si había cambiado de idea respecto a llevársela a la cama—. Pero soy perfectamente capaz de separar los negocios y el placer.


Sin darle opción a discutírselo, continuó:—Ven conmigo. Te enseñaré tu habitación, para que puedas deshacer el equipaje y descansar un poco antes de la cena.


Dejando caer los brazos a lo largo de los costados, la rodeó y se dirigió hacia la puerta.


—No te preocupes —replicó ella con sequedad a la espalda del príncipe—. No voy a quedarme.


Pedro se giró un poco para mirarla con expresión neutra.


—No seas ridícula. Claro que vas a quedarte. Has firmado un contrato.


—Al cuerno el contrato —contestó ella, dirigiéndose hacia la puerta con actitud gélida.


Pedro esperó a que pasara y entonces la agarró por el brazo, cuando se disponía a salir por donde había entrado.


—¿De verdad vas a privar de un cuarto de millón de dólares a la organización benéfica que elijas?


El recordatorio hizo que Paula se detuviera en seco, circunstancia que él aprovechó para presionar un poco más.


—Si te vas ahora, incumpliendo así el contrato, perderás la prima. Quédate el mes de diciembre. Recibirás el salario acordado por contrato y también una considerable suma, que podrás emplear como consideres más oportuno.


Pedro casi podía oír los engranajes de su cerebro calibrando sus opciones. Irse y así quedar a salvo de él, puesto que no tendría oportunidad de convencerla para que se acostara con él. O quedarse, y meterse en la boca del lobo, pero eso implicaba que también ganaría un cuarto de millón de dólares, que podría emplear en alguno de sus proyectos. Un incentivo convincente.


Los segundos pasaban y ella seguía allí plantada en medio del pasillo, sin saber qué decisión tomar. Pedro aprovechó y le dio un ligero empujoncito en la dirección que él quería que tomara. Se acercó a ella y le colocó una mano en la parte inferior de la espalda. Paula se puso rígida y se apartó lo justo para romper el contacto físico.


—Por favor —empezó él con tono diplomático—, permíteme que te enseñe la habitación que ocuparás, si decides quedarte y cumplir el contrato. La familia se reunirá en el comedor a las ocho para la cena. Me gustaría que nos acompañaras, para que los conozcas a todos. Después, si todavía quieres volver a Estados Unidos…


Hizo una pausa, mientras buscaba sus siguientes palabras cuidadosamente.


—No diré que dejaré que te marches sin penalización alguna, pero estaré encantado de discutir el asunto contigo y buscar una solución satisfactoria para ambos.


Por un momento, Pedro pensó que Paula seguiría adelante con su decisión de irse. Y entonces la rígida línea de su espalda se relajó una fracción y Paula elevó imperceptiblemente los hombros, al tiempo que inspiraba profundamente.


—Está bien —dijo sin volverse—. Me quedaré a cenar.


—Excelente. Por aquí —replicó él, cuidando mucho de no mostrar su satisfacción. La rodeó y enfiló el largo pasillo.


Atravesaron el vestíbulo y subieron la escalera con forma curvada en dirección al ala oeste. La condujo a lo largo de varios pasillos más y otras escaleras hasta llegar a las habitaciones destinadas a los invitados.


Las habitaciones de la familia real estaban situadas en el ala este, justo en el extremo opuesto del palacio, pero así era mejor. Si su plan para seducirla tenía éxito, podría llevar su relación casi en secreto, gracias a la relativa intimidad del ala oeste puesto que ella sería la única persona de visita en el palacio en el próximo mes.


Al llegar a la suite que se le había designado, Pedro abrió la pesada puerta de caoba labrada y entró lo mínimo para dejarla pasar a ella primero. Brevemente, le mostró el espacioso salón, que contaba con una gigantesca televisión de plasma y una librería llena de DVDs. Pedro no había conseguido averiguar sus gustos personales, de manera que había ordenado que la biblioteca estuviera bien surtida y siempre podría llevarse lo que quisiera de la sala de entretenimiento de la familia.


Pedro echó un vistazo desde la puerta y comprobó, complacido, que el personal ya se había ocupado de deshacer y guardar en los armarios el equipaje de Paula. Esta observaba con detenimiento la habitación, y no pareció ofenderle que el personal del palacio le hubiera abierto la maleta. O al menos no dijo nada. Parecía complacida con el alojamiento, como dejaban ver sus expresivos ojos que no perdían ni un solo detalle de la exquisita decoración.


—Te dejaré sola para que descanses o para que te des una vuelta, lo que prefieras. Alguien del servicio te acompañará al comedor cuando lo desees.



EN SU CAMA: CAPÍTULO 7

 


Menos de una semana más tarde, el sábado después de Acción de Gracias, Paula aterrizaba en la isla de Glendovia, esperando contra todo pronóstico que no hubiera vuelto a tomar la decisión equivocada.


Había tenido un vuelo sin incidentes. Y una limusina la estaba esperando en el aeropuerto, tal como decía el itinerario que le habían enviado por fax, nada más aceptar la oferta del príncipe Nicolás.


Paula iba mirando por la ventana del coche, maravillada con la belleza de los paisajes de la diminuta isla. Situada hacia el norte en el mar Mediterráneo, era la imagen de postal perfecta, con su cielo azul despejado de nubes, las verdes colinas y el mar azul verdoso que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.


Incluso lo que suponía que sería la capital del reino, parecía más pintoresco y limpio que cualquiera de las ciudades que conocía de Estados Unidos o Europa. Había edificios altos, pero no mamotretos. Las calles estaban concurridas, pero no abarrotadas y no resultaban agobiantes.


Las cosas parecían llevar un ritmo más tranquilo en aquel lugar, y por primera vez desde que firmara en la esquina inferior del acuerdo con la casa real, pensó que se alegraba de verdad de haber ido.


Su familia había apoyado la decisión de buena gana, porque sólo querían que fuera feliz y pudiera dejar atrás un escándalo, que todos sabían le estaba haciendo mucho daño. Así que había aceptado para protegerlos de una parte de su vida que se estaba volviendo muy desagradable, con la esperanza de que así no les salpicara.


La limusina redujo la velocidad y esperó a que se abriera la enorme verja de hierro forjado. Avanzaron a lo largo de un serpenteante camino, que discurría entre secciones de césped y jardines perfectamente recortados y cuidados.


La casa, o más bien el palacio, tenía aspecto de edificio histórico en el diseño, aunque parecía que había sido reformado para darle un toque más moderno. De color blanco roto, con sus columnas y balcones, e innumerables ventanales de suelo a techo, se elevaba en la cima de una pequeña elevación desde la que se podían ver las olas del Mediterráneo.


Cuando el chófer se bajó a abrirle la puerta y ayudarla a bajar, Paula no podía apartar la vista de la impresionante imagen del portal. Seguía mirando boquiabierta, cuando el chófer sacó su equipaje del maletero y la acompañó a la puerta principal.


Un mayordomo la abrió y la invitó a pasar al interior, donde varias criadas vestidas con uniforme gris se ocuparon de llevarse el equipaje.


—El príncipe ha pedido que la lleváramos ante su presencia nada más llegar, señorita Chaves. Si tiene la bondad de seguirme —dijo el mayordomo.


Sintiéndose como si acabara de aterrizar en un cuento de hadas, Paula hizo lo que le pedían, tomando nota de todos los detalles del vestíbulo a su paso.


El suelo era de un mármol resplandeciente, negro moteado de un gris blancuzco. Del techo colgaba una araña de cristal del tamaño de un autobús pequeño que lanzaba destellos a la luz natural. Justo frente a la puerta de entrada se abría una amplia escalinata que conducía hasta un primer piso y allí se dividía en dos.


El mayordomo la condujo hacia la parte derecha del vestíbulo, por un pasillo cubierto por una alfombra que describían complejos dibujos. Se detuvo entonces frente a una de las puertas cerradas y llamó con los nudillos. Del interior les llegó una voz amortiguada, ordenándoles que entraran y el mayordomo se echó a un lado y le hizo un gesto de que podía entrar.


El despacho personal era decididamente masculino. Había una zona cubierta por una alfombra de color oscuro, librerías encastradas cubrían las cuatro paredes de la habitación, y una enorme mesa de despacho de madera de cerezo ocupaba una buena porción de espacio.


Paula apartó finalmente la vista de los impresionantes alrededores y dirigió la atención hacia el hombre que estaba sentado tras el escritorio. Se quedó boquiabierta.


—Tú.


—Señorita Chaves —dijo él, levantándose y rodeando con ademán regio la mesa hasta quedar frente a ella—. Me alegra mucho que aceptaras mi oferta para trabajar para nuestra familia.


—Tú eres el príncipe Nicolás…


Pedro Alfonso de Glendovia, sí. Puedes llamarme Pedro.


Pedro. El mismo Pedro que la había invitado a tomar una copa de champán para después pedirle que se fuera a la cama con él.


Paula notó la garganta seca de pura estupefacción, que se le había hecho un nudo en el estómago y el pulso le latía tan deprisa como si estuviera corriendo.


¿Cómo había ocurrido algo así?


—No lo entiendo —dijo ella con un hilo de voz, mientras trataba de dar voz a sus pensamientos—. ¿Por qué ibas a invitarme a trabajar aquí después de la manera en que nos separamos? Lo único que querías de mí era…


Y entonces cayó en la cuenta.


—Lo has hecho a propósito. Me has atraído con malas artes hasta aquí, para convencerme para que me vaya a la cama contigo.


—Mi querida señorita Chaves —replicó él, de pie, recto como una espada, y las manos enlazadas a la espalda—. Glendovia necesita a alguien especializado en organizar actos benéficos. Y, después de verte en acción, decidí que serías la persona ideal para el trabajo.


—¿Y has cambiado de opinión, respecto a lo de llevarme a la cama? —lo retó ella.




martes, 13 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 6

 


Una semana después


—¿Papá? ¿Paula? ¿Hay alguien ahí?


Paula oyó la voz de su hermana en el piso de abajo y le alegró poder tomarse un descanso. Llevaba toda la tarde sumida en los detalles de un acto que estaba organizando. Desde que Elena se casara, Paula no la veía tanto como antes.


Se levantó de la mesa y encontró a su hermana echando una ojeada a la pila de correo amontonada junto al arreglo de flores frescas situado en el centro de la mesa redonda del vestíbulo. Parecía agotada. Al oír que Paula se acercaba, Elena levantó la vista y puso los ojos en blanco.


—Un periodista trató de pasar detrás de mí la barrera de seguridad —le espetó, haciendo un gesto con la mano en dirección a la puerta principal—. Estaba acampado fuera, esperando.


Paula se acercó a abrazar a su hermana y frunció un poco el ceño.


—Lo siento. Creía que a estas alturas el asunto ya no les interesaría.


—No es culpa tuya —dijo Elena con un suspiro, devolviéndole el abrazo—. Y tarde o temprano, perderán el interés y se irán a molestar a otra parte.


—Bueno, ¿y qué haces por aquí? —preguntó con tono distraído, pensando aún en el periodista. Una cosa era que la acosaran y molestaran a ella por culpa de sus estúpidos actos, y otra muy distinta que metieran a su familia en el escándalo.


—Como Claudio no vendrá a casa a cenar porque tiene una reunión tarde, he venido a veros a papá y a ti, y comer algo con vosotros. Por no mencionar recoger el correo que aún me envían aquí —dijo Elena, metiéndose un par de cartas en el bolsillo del bolso.


Hacía un año que ya no vivía allí, pero el proceso de cambio de dirección llevaba su tiempo, y de vez en cuando todavía llegaban cartas para ella.


—La cena se servirá a las siete, como siempre, y que yo sepa, todo va bien por aquí. Papá sigue en el despacho y yo estaba trabajando en la organización de un acto benéfico, para recaudar fondos para un refugio para animales.


—¿Nos invitarás a Claudio y a mí?


—Por supuesto.


—Parece que alguien te envía algo importante —dijo su hermana, haciendo un gesto hacia la carta situada encima de todas las demás.


Paula tomó el grueso sobre y leyó la dirección del remitente, estampado con un elegante membrete en relieve en un tono azul oscuro en un sobre de gran calidad:


S.A.R. Príncipe Nicolás Pedro Alfonso, Reino de Glendovia.


—¿Su alteza real? —preguntó Elena—. ¿En serio? ¿Un príncipe te envía una carta?


—Eso parece —contestó ella, abriendo el sobre. Leyó por encima el membrete oficial y el texto cuidadosamente escrito en la parte superior. Y lo releyó, el corazón acelerado—. Oh, Dios mío —dijo con un hilo de voz.


—¿Qué?


—Este tal príncipe Nicolás quiere que vaya a su reino y me encargue de supervisar todas sus organizaciones benéficas.


Las dos leyeron la carta nuevamente. El príncipe comentaba, con toda clase de alabanzas, los logros conseguidos por Paula en algunos de sus proyectos, y hacía hincapié en lo mucho que podría ayudarle tenerla en Glendovia. Había incluido en el sobre las copias del contrato y esperaba que lo leyera y considerara seriamente aceptarlo.


Paula separó la carta de acompañamiento y leyó el contrato de una página. Señalaba brevemente cuáles serían sus responsabilidades y obligaciones, si decidía aceptar la oferta de la familia real, así como las obligaciones de ésta hacia ella.


—¿Crees que es legítimo? —preguntó Elena. El nombre Alfonso le sonaba de algo.


—Supongo que no me costaría mucho comprobarlo —respondió Paula.


Las dos se dirigieron al despacho de Paula, que se puso a buscar entre sus listas de invitados, mientras su hermana hacía una rápida búsqueda en Internet.


—Aquí está —comentó Elena, cuando las dos descubrieron casi al mismo tiempo que Nicolás Pedro Alfonso era un príncipe real, y que la isla de Glendovia existía de verdad. Según los datos de Paula, otro miembro de la familia real, la princesa Mia, había asistido a una de las últimas galas benéficas que ella había organizado.


—¿Qué vas a hacer? —preguntó Elena.


—Responder, por supuesto, y agradecerle su generosa oferta, pero no creo que pueda aceptarla. Estoy inmersa en mi próximo evento, y falta muy poco para Navidad. No quiero pasarla lejos de mi familia.


—No te culpo, pero tienes que admitir que es una oferta muy halagadora.


Extremadamente halagadora, pensó Paula, mirando una vez más el membrete real de la carta. Le daban ganas casi de pasar el dedo por el nombre del príncipe. Estaba claro que no le iba a resultar fácil redactar una carta de rechazo.


—Pero tal vez…


Paula miró a su hermana.


—¿Qué?


—Sólo pensaba que, tal vez, este trabajo en Glendovia sea exactamente lo que necesitas.


—¿Qué? —Paula frunció el ceño.


—Las cosas no te están resultando precisamente sencillas por aquí en estos momentos. Un periodista acampa delante de la casa, ese cretino de Winters sigue llamándote, y… bueno… —apartó la mirada y su voz se suavizó ligeramente—. He oído que la gala de la semana pasada no salió tan bien como en otras ocasiones.


Paula inspiró profundamente, tratando de no dejarse abrumar por el dolor de oír a su hermana recitarle sus defectos.


Elena le pasó el brazo por encima de los hombros en señal de apoyo filial y continuó: —Estaba pensando que, si te fueras de aquí un tiempo, a un lugar donde nadie pudiera encontrarte, todo se olvidaría. Y para cuando vuelvas, podrás seguir con tu vida como si nada de esto hubiera pasado.


—Pero estaría lejos de vosotros también —murmuró Paula—. En Navidad encima.


—Podrías volver antes de las fiestas. Pero aunque no lo hagas, sólo son unas vacaciones. Siempre quedará el año próximo —la abrazó y añadió—: No quiero que te vayas, sólo digo que, tal vez, deberías pensar en ello y decidir qué es lo mejor para ti. Creo que papá estará de acuerdo conmigo.


—Lo pensaré —prometió Paula, consciente de que su hermana tenía razón. Tal vez la mejor manera de dejar atrás todo el escándalo levantado en torno a su persona, fuera huir a otro país





EN SU CAMA: CAPÍTULO 5

 



¿Quién se había creído que era esa mujer, para hablarle de esa manera?


Pedro nunca había sido rechazado antes.


Parpadeó una vez, lentamente, tratando de recordar un incidente similar. Pero no, no recordaba que una mujer lo hubiera rechazado jamás.


¿Acaso había dado a entender que era incapaz de encontrar compañía femenina por sí solo o que tenía que ordenar a Oscar que pagara a una mujer, para hacerle compañía?


Sacudió la cabeza sin poder creer lo que acababa de suceder. Oscar se le acercó por detrás casi sin hacer ruido y se encorvó por encima del hombro derecho de su jefe.


—Alteza, ¿quiere que vaya detrás de ella y la traiga de vuelta para que puedan terminar con la conversación?


Pedro imaginaba perfectamente a su enorme guardaespaldas, muy parecido a un muro de ladrillo, lanzándose sobre la señorita Chaves y llevándosela a rastras… y también a ella, defendiéndose con uñas y dientes.


—No, gracias, Oscar —replicó—. Creo que esta noche volveré solo a mi suite.


Se apoyó entonces en el tablero de la mesa y se puso de pie, se alisó la pechera de la chaqueta y echó a andar hacia la salida, seguido de cerca por su leal guardia de seguridad.


De camino a su lujosa habitación, Paula iba pensando que debería sentirse molesto. Lo irónico era que la belleza del pelo de ébano, había conseguido intrigarle aún más. Al principio habían sido su rostro y su figura lo que le habían llamado la atención, y al verla de cerca no había cambiado de idea respecto a su intención de llevársela a la cama.


Lo lógico habría sido que una reprimenda como la que le había echado hubiera apagado su libido, y hubiera hecho que se diera cuenta de que no quería acostarse con una mujer de lengua tan afilada. Pero en vez de eso, su fuerte carácter le había encendido la sangre.


Ahora la deseaba aún más. Era adorable y salvaje; sólo podía imaginar lo que la mezcla de aquellas cualidades haría de ella en la cama.


Tal vez Paula Chaves pensara que había dicho la última palabra, al decirle que podía tomar su proposición e irse al infierno con ella. Pero el príncipe Pedro Alfonso estaba acostumbrado a salirse siempre con la suya, a conseguir lo que quería.


Y la quería a ella.


De modo que la conseguiría. Sólo tenía que buscar la manera.



EN SU CAMA: CAPÍTULO 4

 


Desde luego, no era la primera vez que le hacían ese tipo de proposiciones. Jóvenes o viejos, ricos o pobres, los hombres se sentían indefectiblemente atraídos por ella, y nunca le faltaban invitaciones a cenar, al teatro y hasta románticas escapadas a alguna isla privada.


Y, sí, era perfectamente consciente de que todos y cada uno de esos hombres albergaban siempre esperanzas de que la cena, el teatro o la escapada a un paraíso tropical les ayudarían a llevarla a la cama.


Pero ningún hombre le había pedido jamás tan descaradamente que se acostara con él.


De pronto se dio cuenta, de que la situación que estaba viviendo se debía al escándalo de su relación con Bruno Winters, y se puso rígida de indignación. Los malditos artículos que circulaban por ahí la tachaban de inmoral y de haber destrozado un feliz hogar. Y estaba claro que el hombre que tenía delante lo sabía y opinaba que una mujer como ella no se mostraría reacia a ese tipo de proposición indecente.


Bueno, pues sí que era reacia. Se sentía disgustada e insultada.


Paula empujó la silla hacia atrás y se levantó, se colocó bien el chal sobre la espalda y los brazos, y apretó con fuerza la cartera de mano. Concentrándose en respirar, permaneció totalmente rígida, mirándole.


—No sé qué tipo de mujer crees que soy, pero te aseguro que no soy de las que se van a la cama con un hombre al que acaban de conocer.


Lanzó una breve mirada de refilón al hombretón que permanecía a la espera de órdenes a escasos metros.


—Tal vez tu guardaespaldas pueda encontrarte a alguien más dispuesta y mucho menos refinada, para que te acompañe esta noche. Eso si es que eres incapaz de buscarte un ligue sin ayuda.


Y diciendo esto, Paula se giró sobre los talones y salió del salón en dirección al ascensor.


¿Quién demonios se había creído aquel hombre que era?



lunes, 12 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 3

 


Recorrió el salón una última vez, despidiéndose de los invitados a medida que iban saliendo, y comprobó que nadie se dejara nada en el salón, antes de que llegara el personal del hotel a limpiar.


Recogió entonces su pequeña cartera de mano con piedras aplicadas y su chal, y se dispuso a marcharse repasando mentalmente cosas que tenía que hacer al día siguiente, cuando una voz masculina y profunda, la llamó por su nombre.


—¿Señorita Chaves?


Paula se dio la vuelta y se encontró frente a un hombre moreno y grande, como un armario de dos cuerpos. Tragó con dificultad y a continuación estampó una sonrisa en los labios. El hombre era tan alto que la obligó a levantar mucho el rostro para mirarlo a los ojos.


—¿Sí?


—Si tiene un minuto, a mi jefe le gustaría hablar con usted.


Inclinó la cabeza en dirección al fondo del salón, donde un caballero aguardaba sentado solo en una de las mesas vacías.


Por lo que podía distinguir en la distancia, era bastante guapo.


Y la estaba mirando, fijamente.


—¿Su jefe?


—Así es, señorita.


Ésa iba a ser toda la información que iba a conseguir de aquella mole humana, sobre la identidad de su jefe.


Pero si había asistido a la cena benéfica, había posibilidades de que quisiera hacer una donación, y ella siempre tenía tiempo para atender a aquéllos dispuestos a colaborar económicamente en una causa. Y más aún cuando podía permitirse guardaespaldas propio o agente de la CIA o luchador profesional o lo que fuera…


—Por supuesto —contestó, manteniendo su actitud optimista.


El gigante se colocó de medio lado y le hizo un gesto para que lo precediera y de esa guisa la escoltó hasta el extremo opuesto del vacío salón. Los acompañaba el tintineo de la vajilla como sonido de fondo, mientras el personal de limpieza del hotel se afanaba en desmontar mesas, guardar sillas y retirar vajillas.


A medida que se acercaba al hombre que quería hablar con ella, éste levantó una copa de champán y se la llevó a los labios.


Llevaba una chaqueta de color azul marino y corte impecable, aunque muy distinta a las de los demás invitados. Definitivamente, era extranjero. Comprobó entonces que se había quedado corta con de «bastante guapo». Era guapo como una estrella de cine, con el cabello oscuro y unos asombrosos ojos azules, que parecían penetrar en ella como si fueran rayos láser.


Paula le tendió la mano y se presentó.


—Hola, soy Paula Chaves.


—Ya lo sé —replicó él, aceptando su mano. Se negaba a soltarla y de hecho tiró suavemente de ella hacia él—. Tome asiento, por favor.


Dejando caer el chal por la espalda desnuda, se sentó en una silla junto a él.


—Su… empleado me ha dicho que quería usted hablar conmigo.


—Si —replicó lentamente—. ¿Le apetece una copa de champán?


Ella abrió la boca para rechazar el ofrecimiento, pero el guardaespaldas o lo que fuera estaba ya sirviéndole una copa que dejó delante de ella.


—Gracias.


Pese a estar servidos los dos y que la velada hubiera terminado, el hombre permaneció allí sentado sin decir nada. Paula se removió incómoda en medio del silencio, y sintió que se le ponía la piel de gallina en los brazos.


—¿De qué quería hablar conmigo, señor…? —presionó ella, con cuidado de mostrarse tan educada como le fuera posible.


—Puede llamarme Pedro —respondió él.


El hombre tenía un ligero acento, tal vez la cadencia musical británica, pero Paula no lograba situarlo.


Pedro —repitió, porque el hombre parecía esperar que lo hiciera—. ¿Estás interesado, tal vez, en donar dinero para construir un ala infantil dedicada a los niños con cáncer? —preguntó, decidida a averiguar los motivos por los que quería hablar con ella—. Si es así, puedo esperar mientras me extiendes un cheque ahora o, si lo prefieres, puedo ponerte en contacto con alguien de la organización para que te pongas en contacto con ellos personalmente.


Pedro siguió examinándola cuidadosamente, con sus profundos ojos de lapislázuli cuando ésta terminó de hablar.


Un sorbo más del caro champán y entonces dijo lentamente:—Estaré encantado de contribuir a tu pequeña… causa. Sin embargo, no es para eso para lo que quería que vinieras aquí.


La sorpresa hizo que Paula abriera los ojos un poco más, sólo una imperceptible fracción, pero trató con sumo cuidado de que no mostrar su consternación.


—Me hospedo en una suite en este hotel —prosiguió él—. Y me gustaría que me acompañaras. Me gustaría que pasaras el resto de la noche en mi cama. Si las cosas van bien y somos… compatibles, tal vez podamos considerar llegar a algún tipo de acuerdo.


Paula pestañeó varias veces, pero por todo lo demás se quedó completamente paralizada, rígida como un maniquí. No podría haber quedado más sorprendida, aunque aquel hombre la acabara de abofetear.


No sabía qué decir. No sabía qué debería decir.