Menos de una semana más tarde, el sábado después de Acción de Gracias, Paula aterrizaba en la isla de Glendovia, esperando contra todo pronóstico que no hubiera vuelto a tomar la decisión equivocada.
Había tenido un vuelo sin incidentes. Y una limusina la estaba esperando en el aeropuerto, tal como decía el itinerario que le habían enviado por fax, nada más aceptar la oferta del príncipe Nicolás.
Paula iba mirando por la ventana del coche, maravillada con la belleza de los paisajes de la diminuta isla. Situada hacia el norte en el mar Mediterráneo, era la imagen de postal perfecta, con su cielo azul despejado de nubes, las verdes colinas y el mar azul verdoso que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Incluso lo que suponía que sería la capital del reino, parecía más pintoresco y limpio que cualquiera de las ciudades que conocía de Estados Unidos o Europa. Había edificios altos, pero no mamotretos. Las calles estaban concurridas, pero no abarrotadas y no resultaban agobiantes.
Las cosas parecían llevar un ritmo más tranquilo en aquel lugar, y por primera vez desde que firmara en la esquina inferior del acuerdo con la casa real, pensó que se alegraba de verdad de haber ido.
Su familia había apoyado la decisión de buena gana, porque sólo querían que fuera feliz y pudiera dejar atrás un escándalo, que todos sabían le estaba haciendo mucho daño. Así que había aceptado para protegerlos de una parte de su vida que se estaba volviendo muy desagradable, con la esperanza de que así no les salpicara.
La limusina redujo la velocidad y esperó a que se abriera la enorme verja de hierro forjado. Avanzaron a lo largo de un serpenteante camino, que discurría entre secciones de césped y jardines perfectamente recortados y cuidados.
La casa, o más bien el palacio, tenía aspecto de edificio histórico en el diseño, aunque parecía que había sido reformado para darle un toque más moderno. De color blanco roto, con sus columnas y balcones, e innumerables ventanales de suelo a techo, se elevaba en la cima de una pequeña elevación desde la que se podían ver las olas del Mediterráneo.
Cuando el chófer se bajó a abrirle la puerta y ayudarla a bajar, Paula no podía apartar la vista de la impresionante imagen del portal. Seguía mirando boquiabierta, cuando el chófer sacó su equipaje del maletero y la acompañó a la puerta principal.
Un mayordomo la abrió y la invitó a pasar al interior, donde varias criadas vestidas con uniforme gris se ocuparon de llevarse el equipaje.
—El príncipe ha pedido que la lleváramos ante su presencia nada más llegar, señorita Chaves. Si tiene la bondad de seguirme —dijo el mayordomo.
Sintiéndose como si acabara de aterrizar en un cuento de hadas, Paula hizo lo que le pedían, tomando nota de todos los detalles del vestíbulo a su paso.
El suelo era de un mármol resplandeciente, negro moteado de un gris blancuzco. Del techo colgaba una araña de cristal del tamaño de un autobús pequeño que lanzaba destellos a la luz natural. Justo frente a la puerta de entrada se abría una amplia escalinata que conducía hasta un primer piso y allí se dividía en dos.
El mayordomo la condujo hacia la parte derecha del vestíbulo, por un pasillo cubierto por una alfombra que describían complejos dibujos. Se detuvo entonces frente a una de las puertas cerradas y llamó con los nudillos. Del interior les llegó una voz amortiguada, ordenándoles que entraran y el mayordomo se echó a un lado y le hizo un gesto de que podía entrar.
El despacho personal era decididamente masculino. Había una zona cubierta por una alfombra de color oscuro, librerías encastradas cubrían las cuatro paredes de la habitación, y una enorme mesa de despacho de madera de cerezo ocupaba una buena porción de espacio.
Paula apartó finalmente la vista de los impresionantes alrededores y dirigió la atención hacia el hombre que estaba sentado tras el escritorio. Se quedó boquiabierta.
—Tú.
—Señorita Chaves —dijo él, levantándose y rodeando con ademán regio la mesa hasta quedar frente a ella—. Me alegra mucho que aceptaras mi oferta para trabajar para nuestra familia.
—Tú eres el príncipe Nicolás…
—Pedro Alfonso de Glendovia, sí. Puedes llamarme Pedro.
Pedro. El mismo Pedro que la había invitado a tomar una copa de champán para después pedirle que se fuera a la cama con él.
Paula notó la garganta seca de pura estupefacción, que se le había hecho un nudo en el estómago y el pulso le latía tan deprisa como si estuviera corriendo.
¿Cómo había ocurrido algo así?
—No lo entiendo —dijo ella con un hilo de voz, mientras trataba de dar voz a sus pensamientos—. ¿Por qué ibas a invitarme a trabajar aquí después de la manera en que nos separamos? Lo único que querías de mí era…
Y entonces cayó en la cuenta.
—Lo has hecho a propósito. Me has atraído con malas artes hasta aquí, para convencerme para que me vaya a la cama contigo.
—Mi querida señorita Chaves —replicó él, de pie, recto como una espada, y las manos enlazadas a la espalda—. Glendovia necesita a alguien especializado en organizar actos benéficos. Y, después de verte en acción, decidí que serías la persona ideal para el trabajo.
—¿Y has cambiado de opinión, respecto a lo de llevarme a la cama? —lo retó ella.
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