miércoles, 14 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 9

 


Girándose sobre sus talones, la dejó de pie en medio de la habitación.


Paula lo siguió con la mirada cuando él salió de la habitación, furiosa aún por sus manipulaciones, y al mismo tiempo no tan enfadada como para no apreciar el porte regio y atractivo que presentaba al salir de su habitación.


Por una parte, suponía que debería sentirse halagada porque un príncipe quisiera llevársela a la cama. Imaginaba que la mayoría de las mujeres lo estarían.


El problema era que no parecía interesarle ella como persona, conocerla o empezar una relación con ella. En Texas le había pedido que pasara la noche con él, o varias noches a lo sumo. Y había esperado obediencia, sólo por ser quien era.


Aunque pudiera haberse sentido atraída por él en otras circunstancias, aquello le parecía repugnante. No quería convertirse en la diversión íntima de ningún donjuán, por muy príncipe que fuera.


Con un suspiro, se dispuso a explorar las diferentes habitaciones que formaban la suite y comprobar dónde habían colocado sus cosas. Los vestidos, blusas y pantalones de vestir estaban colgados en perchas en el armario. Otras camisas, camisetas y pantalones más informales estaban doblados y colocados en varias pilas sobre el tocador, junto con su ropa interior. Y por último, los objetos de aseo estaban todos en el cuarto de baño, algunos sobre la encimera del lavabo y otros guardados en cajones. Hasta los libros y proyectos de trabajo que se había llevado para leer en los ratos libres, estaban cuidadosamente apilados sobre un pequeño escritorio que había junto a una de las ventanas que daba a un balcón.


Aún no había decidido si se quedaría, pero tenía que admitir que, si se decantaba por cumplir su parte del trato con el príncipe de los mentirosos, sólo la vista que tenía desde su habitación la ayudaría a no pensar en aquella visita tanto como una manipulación y sí como unas vacaciones pagadas.


Salió al amplio balcón de piedra y se apoyó contra la barandilla desde la que se podía ver el mar. Las olas acariciaban la orilla con ese suave arrullo que podría calmar hasta las almas más agitadas.


Echó un vistazo al reloj y vio que aún tenía un par de horas antes de vestirse para cenar con la familia real. La sola idea de conocerlos le revolvió el estómago de los nervios.


Pero ya pensaría en ello cuando se acercara la hora. Por el momento, llamaría a casa para decirles a su padre y a su hermana que había llegado bien y tal vez le pediría a Elena consejo sobre su situación.


¿Debería quedarse o irse? ¿Debería decirle al príncipe lo que podía hacer con sus tejemanejes y abandonar así la posibilidad de ganar doscientos cincuenta mil dólares, que tan bien le irían a cualquiera de las organizaciones benéficas para las que recaudaba fondos? ¿O debería tragarse su orgullo y hacer lo que el contrato le decía que hiciera durante un mes?




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