Marcó el número de información de Tallahassee.
—¿Podría darme el número de teléfono de Marta Chaves? —garabateó el número de teléfono en un papel.
El corazón le latía a una velocidad vertiginosa. Podía saberlo todo sobre sí misma sólo con una llamada telefónica. Seguramente la tía Marta sabría cosas sobre ella. Y, precipitadamente, marcó el número.
Tras numerosos pitidos, contestó una somnolienta voz femenina.
Al oírla, a Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¿Paula? ¡Oh, Dios santo! ¿Dónde estás?
—En Colorado.
—¡Estaba terriblemente preocupada! ¿Por qué no me has llamado? Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hablé contigo, y cada vez que te llamaba, me saltaba el contestador. Te he dejado miles de mensajes.
—Lo siento, tía Marta. Tuve un accidente.
—¿Un accidente? Oh, no. Paula, cariño...
—Ahora estoy perfectamente —se apresuró a asegurarle—. Excepto que... Bueno, no soy capaz de recordar algunas cosas.
—¿No puedes recordar? Oh, Dios mío. Eso parece serio. ¿Y por qué Gaston no me ha llamado?
—¿Gaston? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Quién es Gastón?
—¿Quieres decir que no lo sabes? —preguntó su tía con incredulidad—. Oh, Dios mío, Dios mío. Entonces, ¿no estás en casa? ¿No estás con él?
Paula se aferró al teléfono con fuerza. «En casa». «Con él». No le gustaba nada cómo sonaban aquellas palabras.
—Dime quién es Gastón. Por favor.
—Es tu marido, querida.
A Paula se le cayó el alma a los pies. Su marido.
Y de pronto se imaginó un rostro vinculado a aquel nombre. El rostro de un hombre bastante atractivo, de una belleza convencional. Iba vestido de forma muy elegante y tenía una risa un tanto afectada.
Su tía le puso al corriente de la generosidad con la que Gastón la había cortejado: le explicó que veneraba el suelo que ella pisaba y cómo, a causa de su empresa, había tenido que mudarse a Colorado. Paula no era capaz de asimilar todo lo que oía.
Gaston Tierney. De manera que había sido él el que le había puesto la alianza en el dedo. Pero no recordaba nada más de él.
Cerró los ojos y se obligó a preguntar, a pesar de las tenazas que parecían haber inutilizado su garganta:—¿Viniste a mi boda, tía Marta?
—No, cariño. El médico jamás me habría dejado hacer un viaje tan largo.
—¿Y hablamos después de la boda?
—¡Ni una sola vez! Me imaginé que estaríais de luna de miel, pero dos meses son demasiado tiempo, incluso para un hombre tan rico como Gastón.
—Necesito su número de teléfono. Su número de teléfono y su dirección.
—Pero, por Dios, Paula, ¿de verdad no los recuerdas? —a Marta le llevó algunos minutos comprender que pudiera ocurrir algo así, y otros tantos encontrar los datos que su sobrina le pedía.
Los dictó lentamente, y Paula los copió.
—Ah, una pregunta más, tía Marta. ¿Conoces a un hombre llamado Mauro Forrester?
—Mauro Forrester. Humm. Creo que no —tras pensarlo en silencio, preguntó con ansiedad—. Te pondrás bien, ¿verdad, cariño? Creo que lo que tendrías que hacer es quedarte conmigo hasta que estés completamente curada. Honey y Spice te echan de menos. Te acuerdas de ellos, ¿verdad? Se suponía que tenía que enviártelos cuando te instalaras.
—Gracias por cuidarlos, tía Marta —musitó Paula—. Te llamaré mañana.
Y colgó el teléfono absolutamente confusa.
—¿Paula? —la voz profunda y vibrante de Pedro le llegó desde el pasillo—. ¿Estabas hablando por teléfono?
Paula asintió en silencio.
—¿Y con quién estabas hablando?
—Con mi tía —susurró.
—¿Tu tía? —centró rápidamente en el cuarto de estar y se sentó a su lado—. ¿Te has acordado de tu tía?
Paula volvió a asentir en silencio.
Pedro abrió los ojos de par en par, con expresión de alerta.
—¿Y qué te ha dicho?
Aunque quería contestar, las palabras se negaban a salir de su garganta.
—Paula—Pedro frunció el ceño y se inclinó hacia ella—. Dime qué te ha dicho.
—Estoy casada.
Pedro se la quedó mirando en un atónito silencio.
—Con un hombre llamado Gaston Tierney —le temblaba la voz—. Lo recuerdo —añadió en un trémulo susurro—. Recuerdo haberme casado con él.
El silencio parecía vibrar entre ellos.
Pedro cerró los ojos y respiró hondo. Estaba muy quieto.
Paula intentaba no pensar. No quería pensar.
—Es tarde —dijo Pedro por fin, con una voz casi irreconocible—. A estas horas... No podemos pensar con claridad —abrió los ojos y la miró desolado—. Hablaremos mañana.
Se levantó de la silla y le tendió la mano. Fueron juntos al dormitorio. El dormitorio de Pedro. Paula se estremeció al pensar en ello. En la puerta de la habitación, se detuvo y le soltó la mano. No podía dormir con Pedro si estaba casada con otro hombre.
—No creo que hubieras podido hacer el amor conmigo tal como lo has hecho —susurró Pedro—, si hubieras estado enamorada de otro hombre.
Paula no contestó. Pero, en su corazón, estaba de acuerdo con él.
Pedro se metió en su dormitorio. Solo.