martes, 29 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 53

 


—¿Te resulta familiar alguno de esos nombres, Paula? —preguntó Ana.


Paula se retorcía las manos nerviosa.


—Siempre he tenido la sensación de que me llamaba Paula —susurró con un hilo de voz—. Y Chaves me resulta familiar. Pero... —sacudió la cabeza.


Paula Chaves. Sí, suponía que podía llamarse así.


Paula Chaves Tierney. Hasta el sonido de aquel nombre le hacía sentirse enferma. Y también el nombre de Mauro Forrester. Al oír mencionar su nombre había sentido escalofríos. ¿Y por qué habría dado dos posibles nombres para localizarla?


—Déjame ver el número desde el que ha llamado —pidió Pedro, y tomó el papel que Ana le tendía.


—No llames —gritó Paula—. Si ese hombre es el que me perseguía antes del accidente, podría localizar la llamada —el miedo que había sentido durante sus pesadillas nocturnas, se instaló de nuevo en ella. Era como si su perseguidor se hubiera materializado de repente—. No quiero que sepa dónde encontrarnos.


Estaba asustada. Y se sentía terriblemente culpable por haber llevado aquellos problemas a la vida de Ana y Pedro.


—Paula, cariño, tranquilízate —la consoló Pedro—. No voy a llamar a ese número. Pero quiero dárselo al detective que contraté ayer, y pedirle también que investigue los nombres de Mauro Forrester y Paula Chaves Tierney. Eso no puede hacernos ningún daño, ¿verdad?


—No, supongo que no.


Pedro la abrazó con fuerza y fue a llamar por teléfono.


Incapaz de dominar su ansiedad, Paula comenzó a caminar nerviosa por el cuarto de estar.


—Supongo que tendré que dejar que seáis vosotros los que os ocupéis de todo esto —dijo Ana, sin poder disimular su preocupación—. Pero avisadme en cuanto el detective averigüe algo.


Paula le agradeció que le hubiera llevado aquella noticia. La acompañó a la puerta y desde allí la observó marcharse.


Permaneció con la mirada perdida en la oscuridad de la noche hasta que las luces del coche de Ana se desvanecieron mientras se enfrentaba a la más que obvia posibilidad de que Chaves pudiera ser su apellido de soltera y Tierney el de casada.


Pero no, se dijo obstinada, tenía que haber otra explicación.


Cerró la puerta y se abrazó a sí misma, presa de un desagradable ataque de frío.


Pedro terminó de hablar con el detective y se volvió hacia ella.


—Va a llamar para ver quién le responde y dentro de un momento me llamará a mí. Mañana mismo investigará los nombres que le he dado.


Paula musitó una vaga respuesta, intentando parecer optimista.


Cuando volvió a sonar el teléfono, Pedro contestó y tras unas breves palabras, lo colgó desilusionado.


—El número era el de un teléfono público de un hospital de Denver.


—¡Un teléfono público! Así que no tenemos nada...


—Bueno, todavía tenemos el nombre de Mauro Forrester... si es que es un nombre real. Y, lo que es más importante, el de Paula Chaves Tierney.


Pero Paula no encontraba en ello ningún consuelo.


Pedro la abrazó, le hizo apoyar la cabeza en su pecho y acarició su pelo.


—Pero ahora, intenta relajarte, ¿quieres? Superaremos juntos todo esto. Ya lo verás.


Paula asintió y forzó una sonrisa. Pedro la besó.


Cuando se acostaron, Paula no fue capaz de conciliar el sueño. Los nombres resonaban en su cabeza continuamente. Paula Chaves. Mauro Forrester. Paula Chaves Tierney.


Sentía la presión del cansancio y, justo cuando comenzó a cerrar los ojos, vencida por la fatiga, un recuerdo se abrió paso en su mente, despertándola por completo. Tía Marta Chaves. ¡Su tía! Veía nítidamente la imagen de su rostro y su encantadora sonrisa.


Paula se sentó en la cama. ¿Cómo podía haberse olvidado de tía Marta? Había sido la única madre que había conocido desde que...


Los recuerdos se agolpaban desordenados en su mente. Recordaba vagamente a sus padres. Habían muerto en un accidente de coche cuando ella era niña. Ella había vivido con su tía hasta que se había mudado a su propio apartamento. ¡En Tallahassee! ¡Sí, vivía en Tallahassee, en Florida!


Reclinó la cabeza en la almohada, dejándose envolver por los jirones de memoria que se filtraban por la niebla de su cerebro. Recordaba hechos fortuitos de su infancia, gente de su colegio, del instituto y de la universidad. Pero se le escapaban muchos detalles. Demasiados. No recordaba nada de su vida de adulta, ni de Mauro Forrester, ni del apellido Tierney.


Miró a Pedro, que había caído rendido en un profundo sueño, se separó cuidadosamente de sus brazos y se levantó. Era casi medianoche. 


Demasiado tarde para llamar a Florida.


Pero tenía que hacerlo.




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