Pedro colgó el teléfono en cuanto Paula entró en la cocina.
—¿Dónde diablos estabas? —el alivio eliminó la tensión de su rostro—. Dios mío, Paula, cuando he visto que te habías ido, no sabía qué pensar. Estaba a punto de llamar a la policía y salir a buscarte yo mismo.
—He salido a dar un paseo con Tofu —se detuvo a una prudente distancia de él y se apoyó en el mostrador de la cocina. Tenía que ser fuerte, se dijo a sí misma, tenía que ser convincente—. Me voy hoy, Pedro.
Pedro se quedó mirándola fijamente.
—Yo... Bueno, ya he hecho la maleta.
Pedro apretó los labios. Apoyado contra la puerta del frigorífico, se cruzó de brazos.
—Ya lo he visto.
—Le he pedido a Ana que me lleve a Denver. Con mi... —le tembló ligeramente la voz—. Mi marido.
—¿Ya te has acordado de dónde vivías?
—Sí.
—¿Y no temes volver?
—No. Estoy segura de que mis miedos eran infundados.
Pedro se obligó a permanecer donde estaba. En aquel momento, no podía tocarla. No podía abrazarla, como tantas a veces había hecho durante aquellos maravillosos días de convivencia.
—Me gustaría llevarte, Paula. Quiero asegurarme de que vas a estar a salvo.
—No. Mi marido... estará esperándome.
El dolor que se había instalado en su corazón desde la noche anterior creció hasta convertirse en una tensión casi insoportable.
—¿Lo has recordado claramente entonces? ¿Recuerdas cómo era vuestra relación?
—Sí —desvió la mirada. Su rostro estaba blanco como el papel—. Y no creo que fuera conveniente que me llevaras a casa. Todavía no estoy preparada para hablarle... de lo nuestro.
«De lo nuestro. Lo había hecho parecer una vulgar aventura. ¿Realmente sería ésa la consideración que le merecía el tiempo que habían pasado juntos?
Pero él había sido el primero. El primero y el único.
Incapaz de contenerse, se acercó a ella hasta poder tocarla. Hasta poder besarla. Y cuánto necesitaba hacerlo. Necesitaba recordarle el sentimiento, el poder de cada uno de los besos que habían compartido.
—¿Y lo amas?
—Sí.
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