Paula pasó una hora entera duchándose, enjabonándose y secándose el pelo sin ninguna prisa. Cuando terminó, todavía no había decidido lo que quería que le deparara la noche.
Pedro se había ofrecido a hacerle un rápido examen para decirle si había o no dado a luz alguna vez. De modo que pronto podría saber si era madre, si había algún niño lamentando su ausencia en algún lugar. Aquella posibilidad le destrozaba el corazón.
Si el resultado fuera afirmativo, iría inmediatamente a las autoridades a informar de su amnesia. No podía abandonar a su hijo por culpa de sus temores.
Le había dicho a Pedro que se lo pensaría. Pero una hora después de no haber estado pensando en otra cosa, todavía vacilaba. Deseaba desesperadamente la información que aquel examen podía proporcionarle, pero le costaba aceptar que Pedro le hiciera aquel tipo de examen.
Se puso la bata, una bonita bata de seda que Ana le había regalado cuando estaba en el hospital y se dirigió al cuarto de estar con el corazón en la garganta.
Pedro estaba sentado en un sillón de cuero con los viejos vaqueros que se había puesto anteriormente y una camisa blanca sin abrochar. Su rostro parecía esculpido en bronce a la luz de la chimenea. Tenía un aspecto fuerte, atractivo e intensamente viril, con el codo apoyado en el brazo del sillón y la cabeza descansando sobre el puño.
Definitivamente, no había nada en él que hiciera recordar su condición de médico.
Las llamas siseaban mientras proyectaban sus sombras danzantes en las paredes. El olor de la madera de roble se mezclaba con el del vino que habían dejado sobre la repisa de la chimenea. El manto de la noche se extendía por el exterior de la casa, arropándolos en aquel íntimo refugio.
Pedro alzó la cabeza hacia ella antes de que la joven hubiera dicho una sola palabra y dejó vagar sus ojos por su rostro, su pelo y la bata. Hizo volver su mirada hasta sus ojos y señaló con un gesto un sillón que estaba al lado del suyo y que había aparecido milagrosamente mientras Paula estaba en la ducha.
Mientras se sentaba, la joven no pudo menos que fijarse en lo cerca que estaba aquel sillón del de Pedro... Cerca y situado de tal forma que lo menos que presagiaba era una conversación confidencial.
—¿Y bien? —preguntó Pedro.
Paula sabía lo que le estaba preguntando, pero todavía no había tomado una decisión. Y con la sensualidad que proyectaba Pedro, le resultaba muy difícil pensar en ningún tipo de análisis clínico.
—Me encantaría saber cuanto antes toda la información que estés en condiciones de darme —comenzó a decir nerviosa—, pero no creo que pueda aceptar... tu amable oferta.
—¿Por qué no? —preguntó Pedro sin disimular su desconcierto.
Un delicado rubor tiñó las mejillas de Paula. Estando tan cerca de Pedro le resultaba mucho más difícil expresar su reticencia con palabras.
—Sería demasiado embarazoso —musitó—. Sé que eres médico, y estoy segura de que muy bueno —balbuceó, mirando a todas partes, menos a él—. Y probablemente has examinado a millones de mujeres...
—Tanto como millones...
—Las que sean. Pero siento que nuestra relación es demasiado personal. Y un examen médico sería... demasiado profesional.
—Un examen de ese tipo no implica nada más que una mirada, Paula.
—¿Una mirada? —tragó saliva y se arriesgó a mirarlo de reojo—. ¿Una mirada a qué?
—A diferentes partes del cuerpo. En primer lugar buscaremos las señales más obvias, como una posible cicatriz de una cesárea.
—No tengo nada de eso, ya lo he mirado.
—Después examinaría el perineo.
Paula no estaba segura de lo que quería decir exactamente, pero, por supuesto, tenía una vaga idea de la zona por la que se encontraba.
—El lugar por el que los bebés vienen al mundo —le explicó Pedro delicadamente.
La vergüenza de Paula iba en aumento, pero aun así preguntó en un susurro:—¿Y sabrías así si he tenido alguno?
—De forma prácticamente infalible.
Paula lo miró angustiada.
—No. No puedo. Sé que no lo comprenderás, pero...
—Claro que lo comprendo. Te sientes incómoda porque estaríamos pasando por encima de la progresión natural entre un hombre y una mujer. Porque eso es lo que somos, un hombre y una mujer, no un médico y una paciente. ¿Y sabes una cosa? —se inclinó hacia ella, como si fuera a decirle un secreto—. Así es como quiero que sea.
La intensidad de su mirada la hechizaba de tal manera que no fue capaz de responder.
—Cuando te miro —continuó diciendo Pedro—, no soy capaz de ver un ejemplar de la especie humana. Te veo a ti, a la mujer que deseo. No hay nada profesional en ello. Es algo totalmente personal. Muy, muy personal —susurró contra su boca—. Cuando te miro, Paula, o te toco, me excito. Y no fingiré que es de otra manera.
Paula dejó caer los párpados ante la ola de sensualidad que la empapaba. Le resultaba imposible pensar en medio de aquella urdimbre de susurros y caricias.
—¿Entonces estás de acuerdo conmigo en que no deberíamos hacer el examen?