sábado, 12 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 63

 



Paula se apartó el pelo de la cara y contempló el mar gris de noviembre. El viento helado traía una promesa de invierno prematuro que hacía juego con su estado de ánimo. Aquel era su Día D particular, el día en que Pedro volvería o desaparecería de su vida para siempre. Había luchado con todas sus fuerzas, pero aquel amanecer nublado le había hecho reconocer la realidad. Pedro no volvería. Era un demonio con un aspecto encantador, lo que le hacía más mortífero porque nadie podía evitar quererle.

Y ella le amaba tanto que su dolor de estómago se había convertido en una parte integrante de su anatomía. Se levantaba con él, comía con él, dormía con él. Tan inevitable como la sombra, se alimentaba de ella y crecía con cada día que pasaba sin tener noticias de Pedro.

Era mucho peor que la otra vez. Había sobrevalorado sus fuerzas al pensar que podía resistirlo. No podría sobrevivir al derrumbe del sueño de vivir juntos en la casona con un par de niños alborotando su serenidad victoriana.

Se rodeó el vientre con los brazos doblándose sobre sí misma. Ahí estaba otra vez. No podía más. Había perdido peso, se estaba consumiendo. A partir de aquel día dejaba atrás el pasado y buscaría otras razones para vivir. Había mucha gente que la necesitaba.

Aquel día era un comienzo. Podía sentirlo en la médula de los huesos. No era una casualidad que tomara el solemne compromiso de vivir en el mismo lugar donde todo había empezado…


ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 62

 


El guardia de seguridad del banco le abrió la puerta y Pedro le saludó con una sonrisa. Simuló no darse cuenta de la conmoción que causaba su presencia entre los empleados y se dirigió sin dilaciones al despacho de Pablo.

—¿Está Pablo? —le preguntó a la recepcionista. Cuando la mujer se quedó con la boca abierta, siguió su camino—. No se moleste en levantarse. Yo mismo me anunciaré.

Pedro se aguantó la risa mientras llamaba y abría la puerta sin esperar contestación.

—¿Pero qué…? ¡Pedro! —exclamó Paula poniéndose en pie.

Pedro echó un vistazo a su alrededor.

—¿Dónde se ha metido todo el mundo?

—¿Qué?

—Hoy es el día del pago, Pablo. ¿No te acuerdas? ¿Llego demasiado temprano? —preguntó mientras consultaba su reloj.

—El pago —repitió Pablo como un autómata.

—Sí, El proyecto Maiden Point.

—¿Maiden Point? balbució Pablo poniéndose pálido.

—Pablo, ¿te encuentras bien? te veo un poco demacrado.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—¿Cómo? Hoy es día doce. Habíamos acordado que hoy se haría efectivo el pago de los préstamos.

—Sí… pero, ¿No te habías ido?

—Tuve que ir a California para solucionar algunos asuntos.

Pablo se dejó caer en el sillón.

—Creo que va a darme un infarto.

—Parece que no esperabas verme —rió —. ¿Creías que te iba a dejar colgado?

—Paula me dijo que…

—¿Y qué sabrá ella? Ya sabes que le ha tenido manía al proyecto desde el principio.

—Me dijo que no pensabas efectuar el pago. ¿Es verdad, Pedro?

Pedro sacó el cheque del sobre y lo puso en la mesa delante de Pablo.

—¿A ti qué te parece?

Pablo se quedó mirándolo sin poder apartar los ojos de aquel trozo de papel. Pedro sonrió al ver que el color volvía poco a poco a su rostro.

—Me parece que es la cosa más bonita que he visto nunca —dijo Pablo mirándole a los ojos—. Acabas de salvarme la vida.

—Los Chaves siempre habéis tenido una vena muy melodramática. A propósito, ¿dónde está tu hermana?

—Supongo que en su oficina.

—No, ya he ido. En su casa tampoco está.

—Pues entonces no lo sé. Esta vez se ha tomado muy mal que te fueras. Mucho peor que la otra. Ha perdido peso y se pasa el día llorando. No parece la misma.

—Sin embargo, ha tenido la energía suficiente como para desconvocar la reunión.

—No ha sido ella sino yo. Paula no ha dejado de insistir en que volverías a tiempo. Tendrías que haber visto la que montó con el concejo cuando empezaron a hablar mal de ti. Una verdadera tigresa. Es la única que ha conservado la fe. Y tenía toda la razón.

Pedro se sentía incómodo con el cariz que estaba tomando la conversación. Ser un héroe estaba bien. Un santo ya era excesivo.

—Ya que no me necesitas, voy a ver si la encuentro. 

Pablo se levantó y se le acercó.

—La quieres, ¿verdad?

Pedro sonrió a su manera.

—Sí.

Pablo le tendió la mano y Pedro se la estrechó con fuerza. Se miraron a los ojos.

—Gracias, Pedro —dijo el otro en voz baja.

—Nunca pensé que diría esto, pero no las merece, Pablo.

Pablo se echó a reír. Una carcajada en la que puso todo el alivio que sentía.

—Se ha acabado, ¿no?

—No. Yo creo que acaba de comenzar.

En Main Street volvió sobre sus pasos. Sólo que no prestó atención a las miradas de curiosidad y asombro que le lanzaban. ¿Dónde podría encontrar a Paula? La respuesta le golpeó en el plexo solar con la fuerza de un puñetazo. ¿Dónde habría ido él? A donde todo había comenzado. ¿Dónde si no?



viernes, 11 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 61

 

Pedro anduvo por Main Street como si no tuviera ninguna otra preocupación en el mundo. Era un poco sorprendente, considerando que, lo mirara como lo mirara, no tenía ni cinco. Mientras andaba, daba las buenas tardes a la gente que conocía y a los que no, los saludaba con la mano. Era consciente de sus expresiones atónitas, no podían creerlo, se sentían como si acabaran de entrar en la Zona Oscura.

Pedro disfrutaba con la confusión. Por eso había dejado aparcado el coche a la salida del pueblo. Qué diablos, si iba a tirar su vida por la borda, lo mejor era hacerlo con una sonrisa.

Soplaba viento del norte desde el océano y hacía frío. Disfrutó con el olor del mar. Era bueno estar de nuevo en casa. Se sentía mejor que nunca desde que se le había ocurrido la última locura.

Después de escapar de Lenape Bay como un ladrón en la oscuridad había cogido el primer vuelo a California. La versión de Paula sobre los acontecimientos de aquella mañana trágica era tan distinta a la suya que no había tenido más remedio que alejarse de todo y de todos los que le recordaban aquel lugar.

Cuando le había contado a su madre la locura que se le había ocurrido, le abrazó y le dijo que había pasado quince años rezando para que olvidara la idea de vengarse y siguiera adelante con su vida. El hecho de que seguir adelante con su vida incluyera a Paula no había hecho sino alegrarla más aún.

Pedro sonrió. La vida estaba llena de sorpresas. Había creído ser muy listo saliendo con la hija de su enemigo para desafiarle. Sin embargo, Claudio lo había sabido todo el tiempo. Sólo les había permitido que se implicaran cada vez más porque eso servía a sus propios fines.

Al final, habían caído los tres en sus manos, Paula, Pablo y él mismo. La actitud de rebeldía había sido la mejor herramienta de que había dispuesto Claudio para cumplir con un viejo anhelo, echar a los Alfonso de Lenape Bay. Cada gamberrada no había servido sino para contribuir a un plan preconcebido. Ahora lo veía todo con claridad.

Amaba a Paula. En cierto modo, nunca había dejado de amarla, había sido su norte, su ancla, la razón por la que se había sentido obligado a triunfar. Por ella había vuelto convertido en el héroe de todos.

De todos menos de la persona cuya opinión era la más importante para Pedro, Paula.

Sin embargo, ella le había devuelto la pelota. Llegó el momento inevitable de las decisiones. Podía continuar con su plan y hundir el banco, pero sin deseos de venganza que satisfacer no tenía ningún sentido. Claudio había muerto. Paula y Pablo habían sido tan víctimas como él, quizá más.

Pedro sacó un sobre del bolsillo. Contenía todo lo que poseía. Había liquidado todo para convertirlo en aquel cheque al portador. En unos segundos se lo entregaría a Pablo Chaves.

Se rió de lo absurdo de todo. Era chistoso pensar que su futuro quedaba irremisiblemente ligado a Lenape Bay y al éxito del proyecto. Lo que había comenzado como un plan se había convertido en el momento más importante de su vida.

Se preguntó lo que iba a decir Paula. Le había declarado su amor, pero eso había sido antes de dejarla abandonada por segunda vez. ¿Cuántas veces se podía abandonar a una persona sin que te retirara su confianza? No sabía la respuesta, pero lo había apostado todo a que podrían tener una oportunidad de ser felices allí.



ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 60

 


El agua de la tetera silbó. Pablo sirvió con una mano mientras que se desperezaba con la otra.

—Papá y yo fuimos a la cabaña. Él estaba furioso por lo que Pedro le había hecho al Cadillac y al banco. Nunca le había visto tan fuera de sí. De verdad pensé que iba a matarle. Cuando sacó mi bate de béisbol del garaje, estuve seguro.

—¿Cómo sabía papá lo de la cabaña? Yo nunca se lo conté a nadie.

—Yo lo sabía. Te seguí hasta allí varias veces cuando te escapabas para verte con Pedro. Imaginé que estaría allí.

—¿Qué le hizo papá?

—Paula, no le atizó, si te refieres a eso. Podría haberlo hecho sin que nadie le pidiera cuentas. Estaba claro que habíais pasado la noche juntos. Papá sólo habría cuidado de su hija.

—Pero papá no era así, ¿verdad? Tenía otro modo de tratar a la gente que no le gustaba. ¿Qué le dijo a Pedro?

—Le dijo que se fuera del pueblo.

—O si no, ¿qué?

—O que si no le demandaría por lo que le había hecho al banco. Y por ti también.

—¿Nada más?

—No que yo recuerde.

—Eso no hubiera asustado a Pedro, Pablo. Tú sabes cómo habría reaccionado. Se habría obstinado en quedarse más que nunca, aunque sólo fuera para desafiar a papá. Tuvo que haber algo más.

La cara de Pablo se iluminó como si se hubiera encendido una bombilla en su cerebro.

—¡La casa de su madre! ¡Eso es! Había olvidado que le amenazó con hacer efectiva la hipoteca y dejar a su madre en la calle.

Paula tuvo que cerrar los ojos. Pedro tenía razón. Su padre le había hecho pasar un auténtico calvario y ella nunca lo había sabido.

—Dijo que papá era un bastardo y yo le defendí —murmuró ella con una sonrisa amarga—. Me encaré con él porque creía que nuestro padre era un hombre honrado.

—Papá era las dos cosas. El problema consistía en que Pedro y él se parecían demasiado. Pedro era demasiado joven como para plantarle cara. Una causa perdida desde el principio. Pedro no lo habría admitido a no ser que le obligaran.

—Y los dos caímos en manos de papá.

—Ninguno pudimos elegir otra opción, Paula. Ya sabes cómo era. Tenía que controlarlo todo. A nosotros, al pueblo, todo.

—Podíamos habernos rebelado.

Pablo sacudió la cabeza.

—¿Y dónde habríamos llegado? Éramos unos niños. No sólo era nuestro padre, era nuestro dios. Todavía trato de quitarme su sombra de encima.

—Pablo…

—No, no trates de consolarme. Lo has estado haciendo durante años. Sé lo que piensas. Estabas contra Maiden Point desde el principio. Me equivoqué con Pedro lo mismo que con papá.

—He venido a averiguar la verdad, Pablo. No a hacer acusaciones. Dios sabe que tendría que empezar por mí misma. He pasado los mejores años de mi vida creyendo una sarta de mentiras.

Nunca le había preguntado a su padre directamente. Había sido más fácil echarle toda la culpa a Pedro. Había preferido creer que era capaz de hacerle el amor y después abandonarla que poner en entredicho la adoración que sentía por Claudio. Pedro era el malo del cuento, el demonio disfrazado de ángel. Pero era demasiado tarde para llorar, demasiado tarde para recriminaciones. Había cometido un error y lo había pagado muy caro.

Contempló a su hermano. Él le devolvió la mirada.

—¿Dónde nos deja esto, Paula? ¿De verdad va a incumplir con los préstamos?

—Eso me ha dicho.

—Va a suponer el derrumbe.

—Lo sé.

Pablo fue al fregadero y tiró el contenido de su taza.

—¿Quieres que te diga una cosa? Nunca odié a Pedro, de verdad. Nunca. Ni siquiera cuando se dedicaba a pegarme siendo unos críos. Siempre le respeté. A veces, incluso deseaba ser como él. Es gracioso. Sólo he sentido eso por dos hombres en toda mi vida. Por Pedro y… por papá.

Paula se levantó y abrazó a su hermano.

—¿Qué vamos a hacer, Paula?

—Hay que intentar que cambie de opinión.

—Sí. Pero, ¿cómo?

—Quizá baste con la verdad. No lo sé. Lo primero que hay que hacer es hablar con él.

Paula recogió su bolso y fue con su hermano hasta la puerta principal. Estaba amaneciendo. Se despidieron con un beso.

—Llámame —dijo él.

Paula asintió, y se disponía a salir cuando recordó algo importante.

—Una cosa más. Pedro me ha contado que fue a buscarme a casa esa mañana. Dice que me vio en la ventana de mi habitación. ¿Quién era, Pablo? ¿Quién simulaba ser yo?

—Era Lorena.

—¡Lorena!

Pablo sonrió avergonzado.

—Tú no eras la única que se divertía a espaldas de papá. Estábamos en mi habitación cuando oímos la moto. Yo bajé y salí. Ella fue a tu habitación a mirar.

—¡Esto sí que no puedo creerlo! ¡Lorena!

—¿Quién me llama?

Paula alzó la vista y descubrió a su cuñada en mitad de la escalera. Llevaba una bata rosa, zapatillas a juego y una redecilla en el pelo.

—Le estaba contando a Paula que solíamos escondemos en mi habitación para jugar a médicos y enfermeras.

—¡Pablo! ¿Cómo se te ocurre contárselo ahora? —dio Lorena abrazando a su marido—. No te creas todo lo que cuenta, Paula. Eso fue hace mucho tiempo. Ahora… ahora hemos cambiado.

Paula no tuvo más remedio que sonreír ante lo absurdo de todo. Mientras ponía el coche en marcha, recordó las palabras de Lorena.

«Ahora hemos cambiado».



Deseó que fuera cierto porque era la única esperanza que tenía para que Devon cambiara de opinión, tomó el camino de las dunas. El Jaguar no estaba aparcado junto a la casona. Parecía vacía, hermética.

Fue a echar un vistazo más de cerca. No sólo parecía vacía sino abandonada. Se llevó la mano al pecho en un intento inconsciente por dominar su pánico. Fue a mirar al embarcadero. La moto de agua había desaparecido, la cuerda de amarre se balanceaba en la brisa del amanecer. Se mecía como burlándose de ella mientras se daba cuenta de la verdad.

Devon se había ido.

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Escaneado por Jandra-Mariquiña y corregido por Tere Nº Paginas 99-107

«Puedo salir de aquí en diez minutos. Cinco si es necesario».

Podía y lo había hecho.

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 59

 


La casa de su hermano se hallaba a oscuras cuando Paula llegó. La puerta estaba cerrada. Llamó varias veces al timbre y, cuando nadie contestó, llamó con los puños. Una luz se encendió en el vestíbulo al mismo tiempo que la puerta se abría de golpe.

—¿Qué…? ¡Paula!

—Déjame pasar, Pablo. Tengo que hablar contigo.

—¿Ahora? ¿No sabes qué hora es?

—Ni lo sé, ni me importa. Y no puedo esperar hasta mañana.

Paula entró sin permiso y se abrió paso hasta la cocina andando a zancadas. Su hermano la siguió.

—¿No puedes hacer menos ruido? Lorena está durmiendo.

Paula le miró. Tenía la cara tensa, agria, furiosa.

—¿Es que ha muerto alguien?

—Todavía no. Será mejor que hagas café, Pablo. Va a ser una conversación muy larga.

—Paula, no puedo pasarme la noche hablando. Tengo una reunión importante a las ocho.

—Yo de ti no me preocuparía mucho por el banco. Dentro de un mes, puede que ni exista.

—¿A qué te refieres? —preguntó su hermano muy serio.

—A Maiden Point.

—¡Ah, vamos! No empieces con eso otra vez.

—No, no son cuentos viejos. Esto son noticias frescas. Acabo de ver a Pedro.

—¿Y qué? ¿Te ha dicho algo sobre el pago?

—No mucho. Sólo que no va a haber ningún pago.

—Paula, ¿qué demonios te propones? ¿De qué hablas?

—Hablo de mentiras, Pablo. Mentiras profundas y escondidas. Mentiras que llevas tan dentro que has llegado a pensar que son la verdad.

—¿Qué mentiras? —preguntó su hermano sin poder disimular una mirada de preocupación.

—Cuéntame lo que pasó a la mañana siguiente de mi baile de graduación. 

Pablo se apartó de ella. Puso agua a calentar y preparó dos tazas con café instantáneo.

—¿Qué pasa con eso?

—Dime lo que ocurrió realmente.

—Que Pedro se fue del pueblo.

—Ya lo sé. Dime algo que yo no sepa.

—¿Estamos hablando de papá y Pedro?

Paula se esforzó por mantener a raya a su estómago.

—Sí. ¿Qué pasó entre ellos? Quiero saber la verdad.

—De acuerdo —suspiró él—. Debería habértelo contado hace años. Incluso lo intenté un par de veces, pero tú siempre me cortabas. Así que me imaginé que no querías saberlo.

—Cuéntamelo ahora.



jueves, 10 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 58

 


Las manos recorrieron su cuerpo victoriosamente. Su sexo pugnaba por liberarse de la prisión de los pantalones. Se los desabrochó e introdujo la mano. Estaba duro, ardiente, hinchado.

—Paula.

—Me amas, Pedro. Lo sabes. No podrías estar así si no fuera verdad.

—No es amor, pequeña. Es sexo.

—Demuéstramelo.

Los ojos azules se oscurecieron ante el desafío. La alzó en brazos para subirla al mostrador. En menos de un minuto su ropa interior se apilaba en el suelo y el estaba entre sus piernas. Con un impulso salvaje entró en ella.

Paula se regocijó ante su urgencia. Le echó las manos al cuello y, rodeando su cintura con las piernas, hizo que se recostara encima de ella.

Los documentos se desparramaron sobre el suelo mientras ellos hacían el amor de una manera frenética, como si fueran las únicas personas sobre la tierra y supieran que jamás volverían a encontrarse.

Entonces, de repente, todo se tranquilizó. Adoptaron un ritmo suave en el que los besos de Pedro eran una lluvia cálida sobre su rostro. Le abrió la blusa para besarle los pechos. Cuando la miró a los ojos descubrió que estaba llorando. Un pequeño arroyuelo que se perdía en sus cabellos.

—Te amo —dijo ella cuando le secó las lágrimas.

Estaba decidida a que lo supiera por mucho que se negara a creerla. Pedro cerró los ojos ya que no podía hacer oídos sordos a sus palabras. Le hizo el amor con toda la ternura que había estado atesorando en el fondo de su alma. Había estado escondida tanto tiempo que había olvidado la sensación de dar libremente tanto cariño y perdió la noción del tiempo, de la razón, de sí mismo.

Pedro se incorporó arrastrándola consigo. Paula se balanceó en el borde del mostrador. La colmaba al ritmo de una música interna y erótica que surgía de las entrañas de sus cuerpos y tuvo que aferrarse a sus hombros para no caer. Pronto estuvo fuera de control, su cuerpo se debatía por estar más cerca, por sentirle más dentro. Ahogó sus gemidos en el hueco de su cuello.

Aquellos gemidos le volvían loco, acercándole a su propio clímax. Sintió que Paula se apretaba contra él mientras los espasmos sacudían su cuerpo como si fuera un pelele. Sus labios se buscaron con una emoción que había tardado quince años en crecer. Gritó su nombre y se dejó ir dándole todo lo que poseía, su corazón, su alma, su esencia misma.

Cuando todo terminó, no se movió. No podía. Los recuerdos antiguos y los sentimientos del presente giraban como un torbellino en su cabeza. Necesitaba tiempo para pensar. Tenía que salir de allí, alejarse de ella. Dejar la ciudad sería lo mejor. La vieja Casa de Claudio era el último lugar del mundo en el que quería estar.

Miró a Paula y descubrió que ella le estaba estudiando. Esperaba a que dijera algo. Pedro le acarició el rostro y le besó suavemente los labios.

En una cosa, Paula tenía razón. La amaba. Sin embargo, creerla era bien distinto. No estaba preparado, quizá no lo estuviera nunca. Se apartó de ella para recoger sus ropas.

—Esto no debería haber pasado —dijo él.

—¿Por qué? Es lo que pasa siempre que estamos a solas. Nos amamos. ¿Por qué debería ser diferente esta noche?

—No importa que no amemos o no, Paula. La farsa ha terminado.

Paula sintió que el corazón le bailaba en el pecho. No lo había negado.

—Nunca fue una farsa. Si lo que dices es cierto, mi padre nos engañó a los dos.

Pedro sacudió la cabeza incapaz de aceptar lo que estaba oyendo.

—Afortunadamente para ti, Claudio está muerto. No puede responder a nuestras preguntas.

—Pero Pablo no. Yo no estaba en la casa aquella mañana, Pedro. Iba a reunirme contigo.

Pedro volvió a sacudir la cabeza. Por mucho que quisiera creer en sus palabras, los viejos hábitos tardan en desaparecer. Si lo que decía era verdad alteraría lo que le había impulsado a seguir vivo durante quince años.

Pero, ¿podía ser verdad? ¿Había querido realmente reunirse con él en la cabaña? ¿Podían haber sido tan ingenuos como para dejar que otros decidieran sus vidas aquel día?

No. No podía aceptarlo. Sin decir una palabra. Fue hacia la puerta pero se volvió en el último momento.

—Si no eras tú la que estabas en la ventana de tu habitación esa mañana. ¿Quién era entonces?

—No lo sé —respondió ella.

«Pero pienso averiguarlo».



ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 57

 


Paula observó que Pedro se pasaba una mano por el pelo. Estaba molesto. Había encontrado una manera de llegar hasta él. Pedro interrumpió sus pensamientos. Le habló dándole la espalda.

—¿De verdad llegaste a pensar que nunca volvería? —dijo girando lentamente—. ¿Alguna vez me has entendido? ¿No te diste cuenta de que algún día tendrías que pagar por lo que hicisteis?

Pedro. ¿De qué estás hablando? ¿Qué hicimos?

—¿Que qué hicisteis? Vamos, Paula. No saquemos los trapos sucios.

Paula fue hasta él y le puso la mano sobre el brazo.

—Por favor. Dime de qué estás hablando.

Pedro se quedó mirando la mano que le tocaba. No quería hacerlo, no quería discutir el pasado y menos con ella. Tuvo que cerrar los ojos. Pero no podía evitar que su cuerpo reaccionar ante su proximidad, sacudió la cabeza y dejó de resistirse.

—Estoy hablando de ti, de tu hermano, y, sobre todo, de tu padre y de lo que le hizo a mi familia. ¿O ya se te ha olvidado?

—No he olvidado nada. Eres tú el que parece haber olvidado cómo y por qué te fuiste. Si alguien debe disculparse eres tú y no yo ni mi familia.

Pedro la miró sin poder dar crédito a sus oídos.

—¿Así es como lo ves?

—Sí, así fue como sucedió.

Pedro había creído que no podía volver a hacerle daño pero se daba cuenta de lo equivocado que había estado.

—¡Dios! Mira que eres cínica. Tendría que haberlo imaginado. Me siento igual que cuando te vi en tu ventana aquella mañana. Esperaba que salieras corriendo hacia mí. ¿Sabes? Esperé mucho tiempo. Esperé aguantando las burlas de Pablo y sus amenazas de llamar a la policía, pero seguí esperando. ¡Qué imbécil! Y tú, con toda frialdad, cerraste las cortinas y te alejaste de la ventana.

Pedro la cogió con fuerza de los brazos y la sacudió.

—Todavía siento el sol quemándome en la nuca mientras te esperaba. Todavía puedo oler el polvo del camino. Fue uno de esos momentos que no se olvidan en toda la vida —dijo soltándola—. Al menos yo nunca podré olvidarlo.

Paula le cogió de la muñeca antes de que él se diera la vuelta. El corazón le latía con fuerza.

—¿A qué te refieres? ¿Cuándo fuiste a la casa?

—La mañana después del baile. Nunca apareciste en la cabaña. Claudio sí. Me dijo que no ibas a ir. No le creí y fui a buscarte.

—Eso es una estupidez. Mi padre no sabía nada de la cabaña.

—¿Ah, no? Pues ya me contarás quién era el que apareció con un bate de béisbol dispuesto a partirme la cabeza por haber pasado una noche de sexo con su hija menor. Presumió de que le habías dicho dónde estaba la cabaña.

Pedro, jamás le dije a mi padre dónde estabas. Después de que él se fuera al trabajo, hice el equipaje y fui a buscarte por el camino de las dunas. Cuando llegué ya no estabas y nunca más volví a saber de ti.

El corazón de Pedro amenazaba con salírsele del pecho. ¿Por qué le hacía aquello? ¿Por qué se lo contaba después de tanto tiempo?

—No mientas, Paula. No tiene sentido.

Paula sintió pánico aunque no sabía bien de qué. Algo terrible estaba pasando allí. ¿Qué había hecho su padre? ¿Los había manipulado a los dos para que se traicionaran? No sabía lo que había pasado aquel día, lo único que sabía era que tenía que convencerle de que ella no había tenido nada que ver.

—No estoy mintiendo. ¿Cómo pudiste creer una cosa así? Yo te amaba, Pedro —dijo abrazándole—. ¡Dios Santo! Te amo todavía.

Le costó un momento darse cuenta de que Pedro no respondía a su abrazo. Tenía los brazos caídos a los costados, el cuerpo rígido. Paula le soltó y retrocedió un paso.

—Te vi en la ventana de tu casa, Paula —dijo él en un susurro mortífero—. Vi cerrarse las cortinas. No estoy loco, no soy un estúpido. No intentes escamotear la verdad.

No la creía. Pero, ¿por qué tenía que creerla? Si estaba en posesión de la verdad, ¿cómo iba a creer lo que un Chaves le dijera? La huella de las mentiras era demasiado clara como para negarla. Se sentía apenada y asustada. Apenada por el ayer. Asustada por el futuro. Necesitaba encontrar una manera de llegar a él, de hacerle creer en ella.

La acarició la cara.

—No lo intento. Créeme, por favor. Te juro que es la verdad.

Pedro la agarró por las muñecas con la intención de apartarla de un empujón. Pero cuando Paula alzó los ojos hacia él, la visión de sus lágrimas le desgarró el corazón. Sin pensar en las consecuencias, tomó posesión de sus labios en un beso desprovisto de alegría, teñido de frustración, donde la pasión y el remordimiento bebían en la misma copa.

Paula buscó su lengua con todo su ser. El instinto le decía que podía ser la última vez que le besara. Se aferró a aquel beso como si fuera la única tabla de salvación.

En realidad, era su última oportunidad de llegar a él.

Pedro rompió el beso pero ella se negó a que la apartara. Le puso la mano en la nuca y le atrajo hacia sí besándole con furia. Pedro se rindió y ella se aprovechó de su capitulación.