jueves, 10 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 57

 


Paula observó que Pedro se pasaba una mano por el pelo. Estaba molesto. Había encontrado una manera de llegar hasta él. Pedro interrumpió sus pensamientos. Le habló dándole la espalda.

—¿De verdad llegaste a pensar que nunca volvería? —dijo girando lentamente—. ¿Alguna vez me has entendido? ¿No te diste cuenta de que algún día tendrías que pagar por lo que hicisteis?

Pedro. ¿De qué estás hablando? ¿Qué hicimos?

—¿Que qué hicisteis? Vamos, Paula. No saquemos los trapos sucios.

Paula fue hasta él y le puso la mano sobre el brazo.

—Por favor. Dime de qué estás hablando.

Pedro se quedó mirando la mano que le tocaba. No quería hacerlo, no quería discutir el pasado y menos con ella. Tuvo que cerrar los ojos. Pero no podía evitar que su cuerpo reaccionar ante su proximidad, sacudió la cabeza y dejó de resistirse.

—Estoy hablando de ti, de tu hermano, y, sobre todo, de tu padre y de lo que le hizo a mi familia. ¿O ya se te ha olvidado?

—No he olvidado nada. Eres tú el que parece haber olvidado cómo y por qué te fuiste. Si alguien debe disculparse eres tú y no yo ni mi familia.

Pedro la miró sin poder dar crédito a sus oídos.

—¿Así es como lo ves?

—Sí, así fue como sucedió.

Pedro había creído que no podía volver a hacerle daño pero se daba cuenta de lo equivocado que había estado.

—¡Dios! Mira que eres cínica. Tendría que haberlo imaginado. Me siento igual que cuando te vi en tu ventana aquella mañana. Esperaba que salieras corriendo hacia mí. ¿Sabes? Esperé mucho tiempo. Esperé aguantando las burlas de Pablo y sus amenazas de llamar a la policía, pero seguí esperando. ¡Qué imbécil! Y tú, con toda frialdad, cerraste las cortinas y te alejaste de la ventana.

Pedro la cogió con fuerza de los brazos y la sacudió.

—Todavía siento el sol quemándome en la nuca mientras te esperaba. Todavía puedo oler el polvo del camino. Fue uno de esos momentos que no se olvidan en toda la vida —dijo soltándola—. Al menos yo nunca podré olvidarlo.

Paula le cogió de la muñeca antes de que él se diera la vuelta. El corazón le latía con fuerza.

—¿A qué te refieres? ¿Cuándo fuiste a la casa?

—La mañana después del baile. Nunca apareciste en la cabaña. Claudio sí. Me dijo que no ibas a ir. No le creí y fui a buscarte.

—Eso es una estupidez. Mi padre no sabía nada de la cabaña.

—¿Ah, no? Pues ya me contarás quién era el que apareció con un bate de béisbol dispuesto a partirme la cabeza por haber pasado una noche de sexo con su hija menor. Presumió de que le habías dicho dónde estaba la cabaña.

Pedro, jamás le dije a mi padre dónde estabas. Después de que él se fuera al trabajo, hice el equipaje y fui a buscarte por el camino de las dunas. Cuando llegué ya no estabas y nunca más volví a saber de ti.

El corazón de Pedro amenazaba con salírsele del pecho. ¿Por qué le hacía aquello? ¿Por qué se lo contaba después de tanto tiempo?

—No mientas, Paula. No tiene sentido.

Paula sintió pánico aunque no sabía bien de qué. Algo terrible estaba pasando allí. ¿Qué había hecho su padre? ¿Los había manipulado a los dos para que se traicionaran? No sabía lo que había pasado aquel día, lo único que sabía era que tenía que convencerle de que ella no había tenido nada que ver.

—No estoy mintiendo. ¿Cómo pudiste creer una cosa así? Yo te amaba, Pedro —dijo abrazándole—. ¡Dios Santo! Te amo todavía.

Le costó un momento darse cuenta de que Pedro no respondía a su abrazo. Tenía los brazos caídos a los costados, el cuerpo rígido. Paula le soltó y retrocedió un paso.

—Te vi en la ventana de tu casa, Paula —dijo él en un susurro mortífero—. Vi cerrarse las cortinas. No estoy loco, no soy un estúpido. No intentes escamotear la verdad.

No la creía. Pero, ¿por qué tenía que creerla? Si estaba en posesión de la verdad, ¿cómo iba a creer lo que un Chaves le dijera? La huella de las mentiras era demasiado clara como para negarla. Se sentía apenada y asustada. Apenada por el ayer. Asustada por el futuro. Necesitaba encontrar una manera de llegar a él, de hacerle creer en ella.

La acarició la cara.

—No lo intento. Créeme, por favor. Te juro que es la verdad.

Pedro la agarró por las muñecas con la intención de apartarla de un empujón. Pero cuando Paula alzó los ojos hacia él, la visión de sus lágrimas le desgarró el corazón. Sin pensar en las consecuencias, tomó posesión de sus labios en un beso desprovisto de alegría, teñido de frustración, donde la pasión y el remordimiento bebían en la misma copa.

Paula buscó su lengua con todo su ser. El instinto le decía que podía ser la última vez que le besara. Se aferró a aquel beso como si fuera la única tabla de salvación.

En realidad, era su última oportunidad de llegar a él.

Pedro rompió el beso pero ella se negó a que la apartara. Le puso la mano en la nuca y le atrajo hacia sí besándole con furia. Pedro se rindió y ella se aprovechó de su capitulación.



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