domingo, 6 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 45

 


Pedro fue depositando una hilera de besos ardientes que iba desde su cuello a las cumbres de sus pechos donde se detuvo a chupar y saborear hasta que se alzaron henchidos y orgullosos. Le abrió la bata.

Paula estaba desnuda y sus ojos azules relampaguearon al contemplarla. Le acarició el vientre y se detuvo justo encima de aquel punto que ardía necesitado de cuidados.

—Eres tan hermosa. Tan suave y hermosa.

Pedro

—¿Hum?

—No deberíamos.

—No, no deberíamos.

Le acarició los rizos castaños con los nudillos de una mano.

—Deberías irte —dijo ella mientras separaba las piernas.

Pedro no contestó y la acarició íntimamente. Sus dedos buscaron más profundamente y Paula jadeó acusando su entrada. Todo su cuerpo se cerró en torno a aquellos dedos. Pedro movió la mano con un ritmo lento y firme que dio paso a un calor líquido. Con cada movimiento, ella se dilataba y se retorcía de deseo.

Pedro observaba su rostro mientras ella se agitaba bajo sus caricias. Sus ojos tenían un poder azul e hipnótico.

—Dime que me vaya.

Paula tragó saliva. Sus manos dejaron de acariciarle el pecho para atraerle hacia sí.

—Vete —susurró.

Sin perder un segundo, él se desabrochó los pantalones.

—Dilo como si fuera verdad.

Paula le acarició el vientre hasta llegar a la cremallera. Se la bajó y le tocó. Estaba dolorosamente preparado y ardiente. Volvió a tragar saliva.

—Vete de… aquí.

Sus dedos se cerraron en torno su virilidad y todo el cuerpo de Pedro se puso tenso. Incapaz de seguir soportando el impedimento de las ropas, se levantó y se deshizo de los pantalones. Se quedó de pie, desnudo frente a ella, un perfecto espécimen de varón excitado en toda su gloria y magnificencia.

Le tendió la mano y ella aceptó que la levantara del sofá. La bata cayó de sus hombros y quedó sujeta de sus brazos.

—¿Me voy o me quedo, Paula? Dime lo que prefieres.

Paula se sorprendió, no tenía sentido. Desde el momento en que había abierto los ojos y le había visto la decisión estaba tomada.

—Quédate —musitó mientras dejaba que la bata cayera al suelo—. Te deseo, Pedro. Entero.



ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 44

 


Pedro llamó con los nudillos a la puerta trasera. No hubo respuesta, pero alcanzaba a ver el resplandor vacilante del fuego en la chimenea. Llamó otra vez antes de decidirse a entrar. La puerta estaba cerrada, pero como todas aquellas viejas puertas correderas, no hacía falta ser un profesional para hacer saltar el pestillo.

La encontró dormida en el sofá a la luz de un fuego que se apagaba y con la radio puesta. Se quedó mucho tiempo mirándola mientras trataba de decidir si lo mejor sería marcharse. Pero parecía dormir tan profundamente que terminó acercándose. Su piel brillaba a la luz de los rescoldos. Su aroma dulce y limpio le embargó y su cuerpo respondió con una erección.

No debería estar allí. Sin embargo le había estado evitando sin tapujos, mostrándose abiertamente hostil delante de todo el mundo. Al día siguiente era la maldita fiesta. Necesitaba una demostración de apoyo y no una de confrontación. Por ese motivo había ido a verla. Al menos, era la razón que se había dado a sí mismo por visitarla a aquellas horas de la noche.

Pedro había pasado el día fuera, pensando más en Paula que en el negocio que se llevaba entre manos. Todo el viaje de regreso a la costa lo había dedicado a analizar uno a uno los pasos que había dado desde su vuelta.

No le habían satisfecho los resultados. Tenía que admitir que no la había tratado demasiado bien. La culpaba por despertar su deseo y eso no le agradaba a su sentido de la justicia. A pesar de lo que le había hecho en el pasado, era evidente que los unía un vínculo primordial que nada tenía que ver con su familia o la sed de venganza de Pedro.

Había algo intangible entre ellos que transcendía todos los problemas y les hacía volver a lo básico cuando se encontraban a solas. Podía tratarse de química, de lujuria, no sabía cómo llamarlo. Todo lo que sabía era que la tenía incrustada en el alma como una fuerza lo bastante poderosa como para despertarle en mitad de la noche y hacerle ir a su casa.

Hacía frío, Pedro puso otro leño al fuego. Restalló y varias chispas cayeron en la alfombra. Pedro las aplastó con el tacón de sus zapatos. Cuando se dio la vuelta vio que ella le estaba observando. Le mantuvo la mirada preguntándose si estaba despierta o soñando.

—¿Quién está…?

—Soy yo.

No cabía duda de que estaba despierta.

—¿Cómo has entrado?

—He forzado la cerradura. Quería hablar contigo.

—¡Qué! —exclamó ella viendo que eran las dos de la madrugada—. ¿A estas horas?

Paula tenía envuelto el pelo en una toalla. Pedro extendió una mano y se la quitó. Estaba húmeda. La hizo una pelota y la tiró a un rincón para sentarse junto a ella en el borde del sofá.

—No podía dormir —dijo con suavidad.

La bata se abrió mostrando la curva suave de su pecho. Sin pensarlo dos veces, Pedro metió la mano y se lo acarició. Ella le agarró de la muñeca para detenerlo, tenía que hacerlo. No estaba del todo despierta y se sentía débil. No estaba preparada para digerir la alegría de abrir los ojos y verle, por no mencionar que su caricia había acelerado los latidos de su corazón.

—¿De qué querías hablar?

Pedro retiró la mano, pero enredó los dedos en su cabello húmedo.

—De mañana.

Empezó a masajearle la nuca. Paula cerró los ojos y se dejó llevar por la sensación.

—¿Qué… qué pasa mañana?

Pedro empleó las dos manos. Como una gatita afectuosa, ella movió la cabeza al ritmo del masaje.

—El desfile. Tenemos que hablar.

Oyó sus palabras y asintió para sus adentros. No tenía nada que hablar. Paula alzó una mano para apartarle, pero cuando tocó los duros músculos de su pecho y sintió los latidos de su corazón, no pudo completar el gesto. Al contrario, su mano empezó a moverse en círculos lentos y sensuales.

—Habla —dijo ella, o lo intentó porque se le quebró la voz traicionando sus pensamientos.

Con un solo movimiento rápido, Pedro se quitó la sudadera que llevaba. Le tomó la mano a Paula y se la colocó en el pecho.

—No te pares.

Paula utilizó las dos manos para acariciarle. Encontró su pezón y jugueteó con él. Pedro jadeó y ella se le quedó mirando.

—Creí que querías hablar —dijo ella con dulzura.

—Luego.

La besó y ella se lo permitió. Cuando le rozó los labios con la lengua, Paula abrió la boca. Al principio él sabía a algo frío que pronto se convirtió en caliente, suavemente mentolado y dulce. Paula comenzó a temblar.



sábado, 5 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 43

 


Cuando conducía de camino a su casa le dio un vuelco el corazón. Pedro también estaría en la tribuna, a su lado, pues era el invitado de honor y gran maestro de ceremonias. Paula había optado por no protestar, por guardarse sus sospechas. Pedro era la admiración de todo el mundo, ella la arpía, la mujer burlada que no podía superar el pasado.

Al día siguiente, Pedro Alfonso y Paula Wallace estarían hombro con hombro, sonriendo y saludando. Sacudió la cabeza ante lo absurdo de aquella situación. Guardarían la apariencia de ser dos viejos amigos, mientras que, en su interior, se consumían de resentimiento, de hechos si aclarar.

Al pasar por su casa se dio cuenta de que el Jaguar estaba aparcado en la puerta. Las luces del salón estaban encendidas pero no se veía movimiento dentro. Aceleró sin querer echar otro vistazo. Suspiró al llegar a su casa y sin más preámbulos, se cambió de ropa y abrió los grifos del baño. Mientras la bañera se llenaba, encendió la chimenea.

El frío había llegado al día siguiente de la fiesta en casa de Pablo. La mayoría de las tardes, Pablo encendía fuego en la chimenea. Le daba una sensación de calor natural que no podía igualar la calefacción.

Se quedó en la bañera hasta casi caer dormida. Después se hizo un té de hierbas y se sentó frente al fuego con las luces apagadas. Era demasiado temprano para meterse en la cama. Puso la radio, una emisora de rock and roll. Se tumbó en el sofá y a los pocos momentos estaba dormida.



ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 42

 

—Aquí la tienes —dijo Jhoana.

Paula miró la caja llena de documentos, ficheros y carpetas.

—¿Eso es todo?

—Todo lo que Pablo tenía que ofrecer.

Paula suspiró y consultó su reloj. Eran más de las cuatro de la tarde y ya había trabajado bastante.

—¿Tenemos que empezar ahora?

—Por mí, de acuerdo. Wally va a jugar a los bolos esta noche. No tengo que preparar la cena. Si necesitas que me quede hasta tarde, estoy a tu disposición.

—Eres un tesoro. Trato hecho.

Las dos mujeres se subieron las mangas y cogieron un grueso informe cada una. Paula hojeó la primera página y fue pasando las demás hasta que encontró un apartado que merecía una segunda ojeada. Una carta de propuestas de uno de los inversores de Pedro.

Al cabo de una hora el montón de papeles había alcanzado un tamaño considerable. Paula se recostó contra el respaldo y se masajeó el cuello. Había oscurecido y se estaba levantando viento. La mayoría de las tiendas de Main Street habían cerrado y había menos luz en la calle.

—¿Cómo va eso? —le preguntó a su secretaria, que estaba en la antesala.

—Lento —respondió Jhoana desde la otra habitación.

Paula se levantó y fue a su mesa.

—¿Has encontrado algo interesante?

—La verdad es que no. Todo parece bastante limpio. Claro que también me ayudaría saber lo que estoy buscando.

—Ojalá lo supiera —suspiró Paula—. Sólo es una corazonada. No sé lo que hay en esos documentos pero presiento que es algo que deberíamos saber sobre Maiden Point. Sin embargo, te apuesto lo que quieras a que se trata de dinero.

Volvió a su despacho y reemprendió la tarea luchando contra los bostezos. Había hablado con su hermano, al día siguiente de la fiesta, para que le dejara la documentación del proyecto. Se había enfadado, naturalmente, acusándola de poner en cuestión su capacidad para investigarlo. Después de mucho repetirle que no se trataba de eso, había conseguido su propósito. Pero Pablo había tardado dos semanas en recopilar toda la información.

Durante aquellas dos semanas, Pedro y ella casi no se habían hablado. Sobre todo ella, que se sentía furiosa y herida. Sus palabras no dejaban de acudirle a la mente. Haberla acusado de utilizarle era un insulto demasiado grande, aunque le sorprendía que su conciencia se lo permitiera después de haberla abandonado.

Hacer el amor con él había sido un error gigantesco. Cada caricia, cada beso, habían preparado el camino para dejarla inerme ante cualquier argucia que Pedro hubiera querido utilizar en su contra. Era un maestro en aprovecharse de las debilidades de los demás, y ella había caído en la trampa como una incauta.

Sabía que era la única responsable. Después de todo, ¿qué había esperado? ¿Corazones y florecitas? ¿De Pedro? ¡Qué locura!

Para ser justos, había intentado hablar con ella, pero Paula le había evitado como a la peste. Una medida de autoprotección, no sólo inteligente, sino necesaria. Pedro no había tardado en captar el mensaje, pero sabía que no se había dado por vencido. Aquello no iba con Pedro. Sólo se había atrincherado, esperando la ocasión propicia para pillarla en otro momento de debilidad.

Paula había cometido un error. Los había cometido antes y no dudaba de que los cometería en el futuro. Siempre había pagado el precio y esa vez no tenía por qué ser diferente. Tenía que mostrarse distante y segura con Pedro, y eso significaba que no podía permitirse estar a solas con él… porque sólo Dios sabía qué podía suceder.

Se conocían demasiado bien. Ni siquiera el tierno interludio en la cama había servido para disipar la profunda desconfianza que le inspiraba.

Tampoco había contado con que su hermano se mostrara tan terco a la hora de ayudarla. Habían perdido un tiempo precioso y seguía sin saber qué estaba buscando. Las obras avanzaban a un ritmo vertiginoso. Parecía que ya estaba acabada la infraestructura y que el apartamento piloto estaba a punto de estrenarse. Pablo se moría de impaciencia por exhibirlo ante el público con la esperanza de despertar el suficiente interés en la temporada baja como para que las ventas se dispararan en verano.

—¿Qué te parece si tomamos café? —dijo Jhoana asomando la cabeza.

—No, gracias. He bebido demasiado por hoy.

—¿Por qué no te vas a casa? Pareces muy cansada y mañana será un día duro. Lo mejor sería que te dieras un baño y durmieras lo suficiente.

Paula le sonrió. Jhoana era su colega y su amiga.

—Sí, mamá. Parece una buena idea. Pero para las dos. ¿Por qué no recoges y nos vamos?

—Dentro de un rato. Déjame que revise tus documentos y después me marcharé.

Paula recogió su bolso y le dejó a Jhoana un taco de papeles que había seleccionado para estudiarlos detenidamente.

—Aquí los tienes. Dudo que encuentres algo. En fin, no te quedes hasta muy tarde.

—No lo haré. Mañana tengo que madrugar.

—Como todos los días.

Las fiestas de octubre comenzaban al día siguiente pero Paula no las esperaba con ilusión. Lenape Bay las había instituido hacía bastantes años con vistas a incrementar el negocio para tiendas y restaurantes en la temporada baja. Como alcaldesa, su obligación era declararlas inauguradas con un discurso breve. Era el primer año en que se incluía un desfile. A ella la idea le había parecido pretenciosa pero había tenido que plegarse ante la opinión de la mayoría.



ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 41

 


Después de un rosario interminable de despedidas y apretones de manos, consiguieron salir de la casa y llegar al Jaguar. Mientras subía al coche, Paula oyó que su hermano le murmuraba algo al oído a Pedro. Hicieron el trayecto sumidos en un silencio tenso, amenazante. Cuando llegaron, Paula le siguió al interior de la casa y, sin pérdida de tiempo, recogió sus llaves. Pedro estaba tan absorto en sus pensamientos que se sorprendió de que la acompañara a su coche.

—¿Qué te ha dicho Pablo? —dijo ella, rompiendo el silencio.

—Que se alegraba de vernos tan amigos.

—¿Nada más?

Pedro se encogió de hombros.

—Que te derrites por mí. Son sus palabras, no las mías.

—¿Y tú qué crees?

—Que no.

—¿No piensas que siento algo por ti?

—No.

—Entonces, ¿cómo llamas a lo que ha pasado esta tarde?

—No tengo ni idea, Paula. ¿Qué demonios ha pasado esta tarde?

—Hemos hecho el amor.

—No me digas.

—A mí me parece que sí.

—Contéstame a una cosa —dijo él—. ¿Por qué?

—¿Por qué hemos hecho el amor?

—No. ¿Por qué has hecho el amor conmigo?

Paula sintió que la sangre se agolpaba en su rostro.

—Porque… me ha apetecido.

—¿Nada más? ¿No había otro motivo?

—¿Qué otro motivo podría tener?

Pedro soltó una carcajada sarcástica.

—Puede que el mismo que tenías la primera vez.

—Mira, Pedro. No sé dónde quieres ir a parar, pero si tienes algo que decir, te agradecería que lo dijeras de una vez por todas.

Pedro la contempló ceñudo. Sus ojos brillaban como diamantes azules en la noche.

—De acuerdo. Ya una vez utilizaste el sexo para librarte de mí. No puedes culparme por pensar que eres capaz de repetirlo.

Paula le miró incrédula. No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Intentaba decir que no la había abandonado, que había sido ella la que le había despachado hacía quince años?

—Has perdido la cabeza —dijo Paula—. Jamás he «utilizado el sexo» contigo. Te amaba, Pedro.

—No tenías ni idea de lo que significaba el amor, pequeña.

Así que se trataba de eso. Lo que había comenzado como una pequeña ola se estaba convirtiendo en un maremoto de ira.

—¿Y tú?

Se sentía asqueada. No estaba dispuesta a soportarlo, y menos viniendo de Pedro. Abrió la puerta del coche e intentó meterse tan deprisa que la correa del bolso se enganchó con la manija. La rabia y la humillación batallaban en su interior por imponerse. Ganó la rabia.

—Dices que no sabía lo que significa el amor. Pues bien, Pedro Alfonso. Si eso es cierto, soy bastante mejor que tú. Porque tú eras, y sigues siendo incapaz de amar. No has amado a nada ni a nadie en toda tu vida. En especial, no me has amado a mí —le espetó tragándose las lágrimas—. ¡Amor! Y todavía tienes el valor de usar esa palabra delante de mí.

Paula le tiró la chaqueta a la cara, cerró la puerta y salió de allí a toda velocidad. Pedro subió los escalones que conducían a su casa. Se dio la vuelta para ver las luces de posición de su coche perderse en la oscuridad. Cerró los ojos y respiró profundamente. Con lentitud, se golpeó la cabeza contra el quicio.

—Pues sí que lo has hecho bien —dijo en voz alta.

Entonces recordó las palabras ce Paula. Sacudió la cabeza.

—Estás muy equivocada conmigo, pequeña —le dijo a la noche—. Yo sí sabía lo que significaba amar. Sobre todo, amarte a ti.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 40

 


Pedro buscó a Paula con la mirada y la vio en la cocina con Lorena. Cogió otra lata de cerveza y la siguió al patio, pero se detuvo en seco al ver la reunión que tenían junto a la barbacoa. Los hermanos Chaves estaban conversando con Harry Nelson, el constructor que habían escogido para llevar a cabo las obras.

La presencia de Harry disipó la nube de deseo que le tenía cegado. Muchas empresas habían concursado para obtener el contrato de las obras del proyecto. Las había habido tan apetitosas que, en otras circunstancias, a Pedro se le habría hecho la boca agua.

Pero no había habido tiempo para gangas ni regateos. Pedro necesitaba que la construcción comenzase mientras que todo el mundo estuviera enamorado del proyecto y de él mismo. Cualquier día alguien podía descubrir una grieta y dar al traste con todo.

No podía permitirse que sucediera. Tan sólo el día anterior Pablo Chaves había firmado los documentos por los que renunciaba a su banco y a su vida, claro que él no lo sabía aún. Estaba tan cerca de conseguirlo que Pedro casi podía saborearlo. Se apoyó en la pared y contempló al trío. Algunos iban a decir que se trataba de un fraude, pero no era cierto. Todo lo que estaba haciendo era perfectamente legal, aunque había sabido utilizar todas las triquiñuelas que la misma ley le había puesto en la mano.

No se trataba de un fraude, era un acto de justicia que llevaba demorándose demasiados años.

Claudio le dio un abrazo afectuoso a su hermana. Aquello molestó a Pedro, era una forma incómoda de recordarle que Paula también era una de ellos. Aunque estaba completamente seguro de sus planes, todo se convertía en incertidumbre cuando pensaba en lo que iba a suceder con Paula y con él. Nunca antes en su vida se había cuestionado a sí mismo. Una parte de él no quería que se viera afectada, o implicada en el proyecto. Pero la otra, la más lógica y obsesionada con vengarse, necesitaba destruir hasta al último de los Chaves. Sin embargo, el deseo que despertaba en él hacía que la línea entre el bien y el mal se difuminara.

La ira creció en su interior. No iba dirigida contra Paula, sino contra él mismo. No podía dejar que volviera a hacerlo, que se colara en su vida, que llegara hasta su corazón, que tejiera sus redes sensuales en torno suyo hasta dejarlo ciego.

Pero, ¿no sería eso lo que había pasado aquella tarde? ¿Por qué había accedido a hacer el amor con él? ¿Formaba parte de un plan para sabotearlo? Ya había caído una vez en sus redes cuando Paula era mucho más joven. ¿De qué no sería capaz ahora? Nada le impedía utilizar su cuerpo para vencerlo.

Le vino a la memoria la noche en que la había invitado a cenar y el vestido con el que se había presentado. Era molesto pero le aclaró la mente. Todo encajaba. Sabía por experiencia que los Chaves eran muy capaces de utilizar todos los medios a su alcance para conseguir lo que querían.

—¡Hombre, Pedro! Acércate —invitó Pablo—. Harry y yo estábamos hablando de la primera fase. Sus obreros comienzan el lunes.

—Veo que no perdéis el tiempo —dijo Paula cautelosamente.

—No sé por qué tendríamos que perderlo —respondió Pedro.

El fuego azul de sus ojos había desaparecido tras una mirada helada y desafiante. Paula abrió la boca para replicarle, pero se lo pensó mejor. ¿Qué había pasado para que se hubiera vuelto tan distante?

—Supongo que no —dijo ella—. Si ya estáis preparados.

—Todo está a punto —dijo Pedro—. Cuanto antes empecemos antes acabaremos.

—Y antes comenzaremos con las ventas —intervino Pablo.

La nota de nerviosismo que había en la voz de su hermano le hizo pensar en la enormidad de la inversión que arriesgaba el banco. Se echó a temblar. No pudo determinar si debido al frío nocturno o al cariz que empezaban a tomar sus pensamientos.

—¿Tienes frío? —preguntó Pedro.

—Un poco.

Se quitó la chaqueta para echársela por los hombros.

—Gracias.

—¿Estás lista?

—¿Lista? ¿Para qué?

—Para marcharnos.

—¿Tan pronto? —preguntó Pablo.

—Tengo que descansar —dijo Pedro—. Mañana me espera un día muy duro. Estoy arreglando el embarcadero.

—Entonces no te preocupes por mí —dijo ella viendo el cielo abierto—. Ya me llevará alguien a recoger el coche más tarde.

—No es ninguna molestia —dijo Pedro sin inflexión en la voz pero con un desafío en la mirada.

Paula sintió que la temperatura subía otra vez.

—Adelante, marchaos —dijo Pablo—. Venid mañana para ayudarnos a terminar con toda esta comida. Harry, ¿quieres echarle un ojo a las hamburguesas? Voy a acompañarlos a la puerta.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 39

 


Pedro la observaba, pero mantenía las distancias. Sólo Dios sabía cómo quería estar a su lado. Le hacía sentir como un sátiro, listo a saltar sobre ella, pero todo lo que podía hacer era seguir respondiendo preguntas. Sin embargo, lo que en realidad deseaba era escapar del confinamiento de aquella habitación, de las ropas que vestía, de todo lo que lo separaba de Paula.

Al mirar por una ventana se dio cuenta de que se había hecho de noche, pronto podría sacarla de allí. Sabía que tendría que mimarla, que convencerla. El comentario sobre Claudio había sido una pulla facilona, estúpida, innecesaria. Había dejado que su sed de venganza estropeara una tarde de amor perfecta. El remordimiento le corroía las entrañas, provocándole una sensación de confusión e incertidumbre.

Aquello era lo que había soñado tanto tiempo, la venganza perfecta, Paula en su cama, el banco en la palma de su mano. Todo iba tan bien que su plan parecía contar con el beneplácito de los dioses. Pero sus sentimientos se estaban convirtiendo en el punto flaco de todo el plan. No quería sentir nada, ni por la ciudad, ni por la familia Chaves, y menos que nadie por Paula.

Pero las sentía. Cuando habían hecho el amor, el cerebro se le había convertido en gelatina y su cuerpo había tomado el control de la situación. No había habido ningún sentimiento vengativo, sólo la alegría pura y el placer de estar dentro de ella. Se había perdido, se había extraviado a sí mismo y a su deseo de venganza en la dulzura y suavidad de su cuerpo.

Aquello le molestaba más de lo que le gustaba admitir. Esa vulnerabilidad había sido la fuente del comentario sobre su padre. Había sentido la necesidad de hacerle daño, de ponerla en su sitio, ¿y todo por qué? Porque había calado hondo en su corazón. Fantástico.

Bebió un sorbo de cerveza mientras la miraba. Ella se dio la vuelta como si su llamada hubiera sonado en sus oídos. Los ojos de Paula eran aquella noche como dos ventanas que se abrían a su alma y hablaban de una necesidad tan apremiante y básica como la suya. Sus ojos le atormentaban, hacían que el cuerpo le doliera de anhelo, pero, por encima de todo, lo cautivaban.

Una vez no había sido suficiente. Mil veces no serían suficientes.

Paula leía el mensaje con toda claridad. Tenía que salir de allí, escapar de aquellos ojos encendidos. Necesitaba espacio, aire. Con diplomacia, abandonó una sesuda conversación acerca de las ventajas de las cañerías de cobre sobre las de PVC y fue a la cocina en busca de su hermano.

—Lorena, ¿dónde está Pablo?

Su cuñada estaba preparando más bandejas de aperitivos y no levantó la vista.

—En el patio trasero, me parece. Hablando con Harry Nelson. Ahora no vayas a chincharle.

—Yo no me dedico a chincharle.

—Claro que sí. Cada vez que habla contigo se enfada. Luego me toca a mí conseguir que se calme.

—¡Ah! Pero lo haces tan bien, Lore.

—Tienes la lengua muy afilada, Paula. Es una lástima que no tuvieras una madre que te la lavara con jabón.

—¿Es eso lo que te hacía la tuya? —preguntó Paula cogiendo un palito de zanahoria.

—Mi mamá no tenía motivos para hacer una cosa así. Yo era una dama de los pies a la cabeza.

Paula recordaba muy bien a Lorena de joven, con sus guantes blancos y bolso y zapatos a juego. Toda una señora. Nunca le causó el menor problema a nadie y no como otras que ella conocía.

—Bueno, Lore. ¿Qué quieres que te diga? No todas podemos ser tan perfectas como tú.

Lorena se agachó y espió a través de las ranuras de la puerta.

—Será mejor que te lleves cuidado con ése.

Paula no tuvo necesidad de preguntar a quién ni a qué se refería.

—Sé cómo tratar a Pedro.

Lorena refunfuñó por lo bajo.

—Sí, como lo trataste hace años, ¿no? Yo de ti me aseguraría de no caer dos veces en la misma trampa.

—Gracias por el consejo, Lore, pero sé lo que me hago —replicó ella preguntándose si sería verdad.

Salió de la cocina dejando que la puerta se cerrara de golpe y se dirigió al patio. Pablo estaba enfrascado en una conversación con Harry mientras cuidaban de las hamburguesas que se asaban en la barbacoa. La brisa de la noche era fresca pero todo un alivio para su piel enfebrecida. Le pasó a su hermano un brazo por el codo y suspiró aliviada.