sábado, 5 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 39

 


Pedro la observaba, pero mantenía las distancias. Sólo Dios sabía cómo quería estar a su lado. Le hacía sentir como un sátiro, listo a saltar sobre ella, pero todo lo que podía hacer era seguir respondiendo preguntas. Sin embargo, lo que en realidad deseaba era escapar del confinamiento de aquella habitación, de las ropas que vestía, de todo lo que lo separaba de Paula.

Al mirar por una ventana se dio cuenta de que se había hecho de noche, pronto podría sacarla de allí. Sabía que tendría que mimarla, que convencerla. El comentario sobre Claudio había sido una pulla facilona, estúpida, innecesaria. Había dejado que su sed de venganza estropeara una tarde de amor perfecta. El remordimiento le corroía las entrañas, provocándole una sensación de confusión e incertidumbre.

Aquello era lo que había soñado tanto tiempo, la venganza perfecta, Paula en su cama, el banco en la palma de su mano. Todo iba tan bien que su plan parecía contar con el beneplácito de los dioses. Pero sus sentimientos se estaban convirtiendo en el punto flaco de todo el plan. No quería sentir nada, ni por la ciudad, ni por la familia Chaves, y menos que nadie por Paula.

Pero las sentía. Cuando habían hecho el amor, el cerebro se le había convertido en gelatina y su cuerpo había tomado el control de la situación. No había habido ningún sentimiento vengativo, sólo la alegría pura y el placer de estar dentro de ella. Se había perdido, se había extraviado a sí mismo y a su deseo de venganza en la dulzura y suavidad de su cuerpo.

Aquello le molestaba más de lo que le gustaba admitir. Esa vulnerabilidad había sido la fuente del comentario sobre su padre. Había sentido la necesidad de hacerle daño, de ponerla en su sitio, ¿y todo por qué? Porque había calado hondo en su corazón. Fantástico.

Bebió un sorbo de cerveza mientras la miraba. Ella se dio la vuelta como si su llamada hubiera sonado en sus oídos. Los ojos de Paula eran aquella noche como dos ventanas que se abrían a su alma y hablaban de una necesidad tan apremiante y básica como la suya. Sus ojos le atormentaban, hacían que el cuerpo le doliera de anhelo, pero, por encima de todo, lo cautivaban.

Una vez no había sido suficiente. Mil veces no serían suficientes.

Paula leía el mensaje con toda claridad. Tenía que salir de allí, escapar de aquellos ojos encendidos. Necesitaba espacio, aire. Con diplomacia, abandonó una sesuda conversación acerca de las ventajas de las cañerías de cobre sobre las de PVC y fue a la cocina en busca de su hermano.

—Lorena, ¿dónde está Pablo?

Su cuñada estaba preparando más bandejas de aperitivos y no levantó la vista.

—En el patio trasero, me parece. Hablando con Harry Nelson. Ahora no vayas a chincharle.

—Yo no me dedico a chincharle.

—Claro que sí. Cada vez que habla contigo se enfada. Luego me toca a mí conseguir que se calme.

—¡Ah! Pero lo haces tan bien, Lore.

—Tienes la lengua muy afilada, Paula. Es una lástima que no tuvieras una madre que te la lavara con jabón.

—¿Es eso lo que te hacía la tuya? —preguntó Paula cogiendo un palito de zanahoria.

—Mi mamá no tenía motivos para hacer una cosa así. Yo era una dama de los pies a la cabeza.

Paula recordaba muy bien a Lorena de joven, con sus guantes blancos y bolso y zapatos a juego. Toda una señora. Nunca le causó el menor problema a nadie y no como otras que ella conocía.

—Bueno, Lore. ¿Qué quieres que te diga? No todas podemos ser tan perfectas como tú.

Lorena se agachó y espió a través de las ranuras de la puerta.

—Será mejor que te lleves cuidado con ése.

Paula no tuvo necesidad de preguntar a quién ni a qué se refería.

—Sé cómo tratar a Pedro.

Lorena refunfuñó por lo bajo.

—Sí, como lo trataste hace años, ¿no? Yo de ti me aseguraría de no caer dos veces en la misma trampa.

—Gracias por el consejo, Lore, pero sé lo que me hago —replicó ella preguntándose si sería verdad.

Salió de la cocina dejando que la puerta se cerrara de golpe y se dirigió al patio. Pablo estaba enfrascado en una conversación con Harry mientras cuidaban de las hamburguesas que se asaban en la barbacoa. La brisa de la noche era fresca pero todo un alivio para su piel enfebrecida. Le pasó a su hermano un brazo por el codo y suspiró aliviada.



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