Antes de que pudiera protestar, comenzó a masajearle la base del cuello. Tenía las manos grandes que abarcaban toda la anchura de sus hombro. Su tacto era fuerte y seco y alivió milagrosamente la tensión de sus músculos. Paula no pudo evitar un gemido ante aquella mezcla de placer y dolor.
—¿Te gusta?
—¡Hum!
—Despejemos el campo.
Pedro le desabotonó la parte superior del vestido para poder trabajar a sus anchas. Sorprendida, Paula atrapó la tela justo cuando se le caía del pecho.
—¡Pedro!
—¡Sst! Relájate.
Las manos se movieron sobre la piel de su espalda, desde la línea del cabello, pasando por la espina dorsal a los omoplatos. Los dedos se hundían en sus músculos… cálidos, fuertes, vibrantes. Sabía que no debía permitirle que la tocara de aquel modo, pero sentía los efectos combinados del vino y el brandy. Además, las sensaciones eran tan placenteras, tan deliciosamente decadentes, que se sentía incapaz de reunir la suficiente indignación como para ordenarle que parara.
Pedro se inclinó sobre ella mientras trabajaba. Sentía su aliento en la coronilla. Él inhalaba su perfume, el cálido aroma femenino de su cuerpo y empezó a notar sus efectos. Cerró los ojos para pasarle las manos sobre la espalda, recibiendo tanto placer como estaba dando, y aún más. La piel era tan suave que tuvo miedo de dejarla marcada, de modo que aminoró la presión hasta que sus dedos meramente rozaron la espalda.
Pedro estudió su rostro. Tenía la cabeza inclinada, los ojos cerrados y respiraba profundamente. Los pechos subían y bajaban al tiempo que sus manos se volvían más audaces. Observó cómo se le endurecían los pezones bajo la tela del vestido. No quería ni podía detenerse. Pedro introdujo las manos por la delantera del vestido para copar sus senos.
—¡Pedro!
—Déjame tocarte —susurró sin cesar el masaje—. ¡Ah! Eres tan dulce, tan suave. Nunca he olvidado el tacto de tu piel. Con todos esos años y todavía recuerdo tu suavidad.
Pedro le acarició con la nariz el cuello y ella se abandonó. El calor de su boca, las caricias de sus manos, la mareaban. El aliento le quemaba la piel y las manos alimentaban el fuego. Un lago de deseo líquido y lento ardió en sus entrañas mientras Paula se entregaba para que hiciera con ella lo que quisiera.