—¿Tienes hambre, abuelo? Te prepararé algo.
Su abuelo todavía no había dicho nada, pero parecía que Pedro no esperaba ninguna respuesta. Salió de la habitación y Paula volvió a mirar al profesor Alfonso. Había estado seco y sin hablar durante el mercadillo en el que le había comprado el cuadro, pero fue su apariencia lo que más le había impresionado. Desde que lo conocía, le habían salido arrugas alrededor de la boca y la frente. Su grueso pelo negro y canoso se había vuelto blanco y sus ojos hundidos, que una vez habían brillado con humor y entusiasmo, parecían tan quietos e impenetrables como trozos de carbón.
—¿Profesor…? —dijo. Después de un rato él, finalmente, giró la cabeza—. Nunca le he agradecido todo lo que me enseñó. Me cambió la vida.
—Nosotros cambiamos nuestras vidas, los demás sólo pueden influirnos.
Sin decir nada más se giró hacia el jardín. Paula se dirigió a la cocina, tratando de no sentirse peor de lo que ya se sentía por la familia Alfonso.
—Lo siento. No sé si esto va a funcionar, Paula.
—¿Qué es lo que no va a funcionar? ¿El que yo trabaje en el jardín? Tú no tienes por qué ayudar. Lo haré yo sola.
—Yo quería ayudar, pero tengo trabajo y va a ser una distracción saber que tú estarás trabajando tan duro. No es que no aprecie tu disposición para hacer algo por el abuelo, pero debe haber una docena de mensajes en mi móvil y el doble de emails.
—Puede que no tenga tus músculos, pero soy capaz de tirar de unas cuantas hierbas sin ti. No lo he hecho nunca, pero no hay ninguna razón por lo que no pueda hacerlo bien.
—Lo siento, tienes razón, esto no tiene nada que ver con el jardín.
—Entonces, ¿con qué tiene que ver?
Los meses anteriores habían sido muy difíciles. Había tenido que afrontar la verdad sobre que no podía ayudar a su abuelo, de que no podía arreglar las cosas aunque lo intentara. Aquello era suficiente para volver loco a un hombre y, entonces, llegó Paula, con su ropa y su mirada inocente. O quizá no fuera inocencia. Quizá era la forma en la que conservaba su esperanza e ilusión, la que había hecho que él comenzara a plantearse que las cosas podían mejorar. Pero no mejorarían. El abuelo no iba a mejorar.
—Ayer dijiste eso —comentó Paula, quien parecía confundida.
—¿Decir qué?
—Que no va a mejorar.
Hablar en alto se estaba convirtiendo en un problema. Probablemente lo hacía porque había pasado mucho tiempo sólo con el abuelo las últimas semanas y éste no hablaba. Había habido llamadas interminables y emails para que su empresa continuara trabajando, pero aquello era trabajo.
Era extraño. Echaba de menos estar con gente, pero no extrañaba el ajetreo de su oficina tanto como había esperado y eso, para alguien que trabajaba doce horas al día, seis días por semana era algo incómodo de aceptar.
Aunque todavía no hacía calor, el ambiente en la casa era sofocante y Pedro abrió la puerta trasera, que daba al antiguo huerto. A un lado había un pequeño invernadero, que Pedro había ayudado a su abuelo a construir cuando tenía diez años. Sus primos y él habían vivido prácticamente en esa casa y en ese jardín cuando eran niños. Ese pueblo y esa casa eran parte de su infancia, a veces buena y a veces mala, y se estaban echando a perder.
Salió y Paula lo siguió.
—¿Pedro? Todavía no entiendo. ¿Cuál es el problema? Si no se trata de mí trabajando en el jardín, ¿qué es lo que no va a funcionar?
—El tenerte aquí.