sábado, 8 de agosto de 2020

EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 9





Ya que Paula había sido tan cuidadosa, Pedro también observó los cuadros que llevaba, aunque no sabía qué era lo que estaba buscando. Quitó unas cuantas arañas con sus telas, aunque éstas no hacían ningún daño.


—¿Necesitas algo más? —preguntó Pedro cuando hubieron bajado unas cuantas cargas y llenado una parte de la habitación con pinturas. El reconocía algunas de ellas de cuando habían estado colgadas en la casa; otras eran desconocidas.


—No, gracias —abrió su maletín y sacó cuadernos y lupas—. No dejes que te entretenga.


Pedro frunció el ceño. Otra vez, estaba siendo despedido. Intentó recordar que Paula era una profesora de universidad y que estaba acostumbrada a tratar con alumnos, sólo que él no era un estudiante, estaban en la casa de su abuelo y él todavía quería saber más sobre ella.


Paula parecía tener una curiosa y atractiva paz interior, pero eso no era todo. Era diferente a las mujeres que conocía. Ella no escondía sus sentimientos tras una sofisticada apariencia y parecía una mujer dispuesta.


—¿Cuánto tiempo pasaste en Europa en tus viajes de estudiante? —preguntó mientras daba la vuelta a una silla y se sentaba a horcajadas.


—Pensé que estabas ocupado —contestó ella sobresaltada.


Pedro se encogió de hombros y sonrió. Sí que tenía trabajo, mucho. Tenía que revisar y firmar contratos y proyectos, tenía negociaciones pendientes, tenía que hacer llamadas, mandar emails y mucho papeleo que revisar. Mucho dinero dependía de la atención que le prestara a sus negocios, pero, en aquel momento, prefería hablar con Paula. Ese sentimiento le recordó que ella era una distracción que podía llegar a ser problemática.


—He decidido tomarme un pequeño descanso. 


¿Cuánto tiempo?


—La primera vez, tres meses y la segunda, seis. También hice un curso intensivo en la Sorbona unos cuantos meses.


Aunque él esperaba que Paula no parara de hablar como siempre, ella se inclinó sobre un pequeño cuadro y comenzó a examinarlo como si le fuera la vida en ello.


—¿Qué fue lo que más te gustó?


—¿Por qué estás todavía aquí? —respondió mientras tiraba un cuaderno encima de la mesa y lo miraba.


—¿No quieres que termine el inventario rápidamente? Estoy segura de que soy la última mujer con la que quieres pasar el rato, siempre has preferido mujeres con una talla de sujetador mayor que su puntuación en un test de inteligencia.


—Mira, si te sirve…bueno, yo… siento cómo me comporté cuando éramos niños. Fui un estúpido, vale. Tienes todo el derecho a odiarme.


—No tiene nada que ver con cuando éramos niños. Es que, obviamente, no has cambiado, prácticamente tienes «ex deportista» tatuado en la frente.


No era difícil adivinar que los ex deportistas no eran el tipo de hombre preferido de Paula. Tenía que estar claro considerando la forma en la que no había podido controlar sus incómodos pensamientos sobre ella. Pero desde después del accidente, le disgustaba que lo llamaran deportista. Estaba a punto de decirlo cuando Paula se adelantó:
—Y además, no te odio —añadió.


—Sí, claro.


—Es sólo que no me gustas mucho —admitió y entonces, sintió cómo se sonrojaba—. Lo… siento —se llevó las manos a las mejillas y miró de reojo para ver lo enfadado que estaba Pedro. 


Para su sorpresa, parecía complacido.


—Ésa es una de las pocas cosas honestas que una mujer me ha dicho nunca —murmuró pensando en la que una vez había sido su prometida, Sandra, diciendo que lo adoraba solamente para continuar acostándose con él. Una cosa que había aprendido al dejar Divine era que en las mujeres de las ciudades se podía confiar menos que en las de los pueblos.


Dios, qué estúpido había sido con Sandra. Había estado tan locamente enamorado que no había visto la realidad. Incluso había golpeado a su mejor amigo por sugerir que ella no se caracterizaba por su virtud. Pedro hizo una mueca al recordar su enfado y la sangre que salía del corte en el ojo hinchado de su amigo.


—No conoces a las mujeres adecuadas —comentó Paula interrumpiendo sus pensamientos.


Se encogió de hombros. No importaba.


Después de aceptar la verdad sobre Sandra, había decidido que no tenía ningún sentido casarse cuando podía disfrutar de romances transitorios con mujeres de mentalidad parecida.


—Silvia opina lo mismo, pero no entiende que… —se paralizó al oír una voz en el primer piso.


Pedro bajó las escaleras rápidamente y Paula lo siguió. Nunca había oído la voz del profesor Alfonso enfadada.


—No… no me lo puedo creer… tanto desorden. El Pequeño Sargento nunca hubiera permitido esta desgracia. Tengo que ordenar este lugar… nunca había estado tan mal… ¿De dónde sale todo esto?


Las puertas correderas que daban al jardín estaban abiertas y el señor Alfonso estaba rompiendo unas flores que había junto a la casa.


—Abuelo, por favor, entra en casa. Te prometo que lo arreglaremos todo —dijo Pedro agachándose a su lado.


—Déjame en paz. Es culpa mía. Nunca debí permitir que esto pasara. Le hará tan infeliz. No puedo soportar que ella no sea feliz —continuó arrancando la hierba larga con sus blancas y temblorosas manos.


—Por favor, abuelo, yo me ocuparé de eso —Pedro tomó a su abuelo por el brazo, pero éste se soltó enfadado. Pedro miró a Paula con una expresión de dolor.


—No sé qué hacer —murmuró.


—Está bien, profesor Alfonso, nosotros nos ocuparemos del jardín —dijo sin pensarlo mientras se arrodillaba y le ponía la mano en el hombro al anciano.


Su voz tranquila pareció tener más efecto que la voz frenética de Pedro. El anciano se volvió y dijo:
—La decepcionará tanto…


—Entonces nosotros lo arreglaremos para que no se decepcione.


—Era tan hermoso… —explicó mientras la lágrimas caían por sus mejillas—. Ella pintó este jardín para mí. Un lienzo vivo. El arte, jovencita, no se limita a los museos.


Aquello último sonaba tanto a las clases del viejo profesor Alfonso que Paula sonrió.


—El arte es el cómplice del amor —dijo Paula, aunque no acabó la cita que tanto le había oído decir en sus clases… «Si quitas el amor, ya no hay más arte».
No creía necesario recordarle que le habían quitado a su amor.


—Siempre fue una excelente estudiante, señorita Chaves.


El hecho de que recordase su nombre sobresaltó a Paula e hizo que mirara a Pedro, que estaba tan sorprendido como ella.


—Gracias, profesor. Estoy enseñando en la universidad.


—Sí, yo la recomendé para el puesto cuando me jubilé.




EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 8




De vez en cuando asustaba a algún ratón que chillaba y corría despavorido a esconderse. Pero fue Paula la que chilló cuando alcanzó un jarrón polvoriento de cristal y una gorda y peluda araña se le cayó en el dorso de la mano. Estampó la araña contra la pared de enfrente y con más velocidad que gracia, corrió escaleras abajo cerrando la puerta tras de sí. Sabía que las arañas eran inofensivas, pero el exceso de patas de esas criaturas le daban escalofríos.


—¿Algo va mal? —Pedro salió del despacho.


—No… Yo sólo… estoy tomando un descanso, ya sabes. Hace mucho calor ahí arriba.


—No me puedo concentrar en mi trabajo si vas dando portazos. Tengo negocios que atender.


Paula quiso golpearlo. Su reacción hizo que se olvidara de las arañas.


—Lo siento muchísimo, señor Alfonso, no volverá a ocurrir.


Pedro abrió la boca, pero la volvió a cerrar. No era culpa de Paula que no se pudiera concentrar, estaba preocupado por el abuelo y tomando decisiones por él que no entendía. Nadie en la familia quería tomar una decisión, querían que un milagro hiciera que todo volviera a ser como antes. Pero el simple hecho de desearlo no iba a cambiar nada. Le daba vueltas en la cabeza una y otra vez. La familia había casi obligado al abuelo a ir al médico porque había empezado a perder memoria y el doctor Kroeger había diagnosticado la demencia senil. Los medicamentos no estaban haciendo ningún efecto y los ejercicios mentales que habían probado, tampoco. Era duro continuar con la terapia cuando el paciente no cooperaba.


De nuevo, Pedro deseó poder hablar del tema con Paula. Ella tenía los pies en el suelo y, al no ser de la familia, no dejaría que los sentimientos le nublaran el juicio. Pero era imposible, había cosas que no se contaban a personas que eran prácticamente extrañas, y menos cuando el extraño se mostraba tan sentimental sobre el hombre en cuestión.


—No debí… No quise decirte eso. He estado trabajando en el trato sobre un terreno que no ha ido bien. ¿Has encontrado algo de valor?


—Me estoy haciendo una idea de lo que hay y de cómo organizarme —estaba pálida y frotaba el dorso de la mano contra el muslo.


Pedro frunció el ceño al recordar el grito que había oído arriba.


—¿Estás segura de que todo va bien?


—¿Qué podría ir mal? Hace calor, eso es todo.


—No quiero que pases calor —dijo con las cejas todavía arqueadas—, así que bajaré un montón de cosas a una de las habitaciones vacías. Puedes trabajar ahí y cuando termines con ello, lo llevaremos a otra habitación y bajaré más objetos. Esta casa es enorme, hay mucho espacio.


—Eso es muy amable por tu parte —respondió Paula amablemente. Pedro estaba seguro de que ella odiaba decirle algo así cuando él no había sido amable ni en el pasado ni el presente.


¿Por qué Paula había decidido vivir en Divine? Con su inteligencia podría haber hecho cualquier cosa, haber ido a cualquier sitio. Pero había decidido volver y decía que el pueblo era su hogar. Pedro no podía entender cómo alguien podía vivir allí teniendo la oportunidad de irse.


—Tú debes tener familia aquí en Divine, ¿verdad? —preguntó de repente y violando su regla de no entrometerse.


—No. Mi madre murió justo después de que yo naciera y mi padre falleció cuando yo estudiaba en la universidad. Tenía una hermana en Texas, creo, pero habían perdido el contacto. Creo que no tengo a nadie más, mi padre no solía hablar de la familia.


—No sabía lo de tu padre. Lo siento.


Paula parecía pensativa. Suspiró.


—No nos llevábamos muy bien.


Por alguna razón, Pedro quería saber más, por qué ella y su padre no habían tenido una relación estrecha y por qué él no hablaba sobre la familia. Pero no era de su incumbencia.


—Bajaré unas cuantas cosas —murmuró.


Pedro subió al desván. Los recuerdos se amontonaron en su cabeza. Hubo un tiempo en el que el desván de sus abuelos había sido el lugar de las aventuras, donde Silvia, sus primos y él habían jugado y se habían divertido. 


Aquel piso había estado abierto y despejado por aquel entonces y su abuela solía subir limonada y tarta de manzana para apaciguarlos cuando montaban demasiado escándalo. La tarta de manzana de la abuela era exquisita, siempre ganaba premios en la fiesta del pueblo hasta que dejó de participar.


Pedro sonrió con nostalgia y agitó la cabeza. «Los tiempos han cambiado», se recordó a sí mismo. La abuela había fallecido, él no tenía ocho años y ya no disfrutaba con aventuras imaginarias. 


Pero era agradable recordar tiempos felices en Divine porque, normalmente, sus recuerdos eran sobre el desastroso último año de instituto.


—¿Necesitas ayuda? —preguntó Paula, que lo había seguido y se asomaba con precaución a la puerta.


—No me digas que te ha parecido ver un ratón por aquí —comentó Pedro, que nunca había conocido a una mujer a quien no le asustaran los ratones. 


Incluso su hermana odiaba a los roedores, lo que le había dado problemas cuando le habían llevado uno a la clínica veterinaria como paciente. 


Paula se encogió de hombros.


—He visto varios. Tienes que poner algunas trampas para deshacerte de los viejos y después hacerte con un gato para que asuste a los nuevos. Yo no tengo nada en contra de los ratones, incluso pienso que son monos, pero son huéspedes sucios y destruyen el papel y las telas.


—¿Monos?


—Sí. Con esas grandes orejas y ojos brillantes. Los ratones de campo parecen salidos de una tarjeta de felicitación.


Pedro gruñó sin dar crédito y movió una gran cesta hacia un lado. Entonces, tres ratones salieron correteando, dos de ellos en dirección a Paula. A pesar de que había dicho que no tenía miedo, Pedro pensó que gritaría. Pero pasaron entre sus pies y ella no se inmutó.


—Sin duda necesitas un gato. Da Vinci sería feliz aquí. Le encanta cazar.


—Le has puesto a tu gato el nombre de Leonardo da Vinci —se quejó Pedro cuando en realidad quería reír.


Dos ratones habían saltado sobre sus zapatillas y ella no había parpadeado. Algunos hombres no se lo hubieran tomado con tanta calma, pero ella estaba hecha de una pasta dura.


—Le va bien. Da Vinci siente curiosidad por todo, como su tocayo.


—Todos los gatos son curiosos. Es una de las características que los definen.


—No sabía que te gustaran los gatos —dijo Paula sorprendida.


—No están mal, pero no tengo ninguno.


Paula tomó una pintura, la miró detenidamente por delante, por detrás y por los lados. Después tomó otra examinándola con el mismo cuidado y preguntó:
—¿Qué habitación quieres que utilice?


—La segunda a la izquierda del segundo piso. Era el cuarto de costura de la abuela y hay una mesa grande en la que puedes trabajar.


Asintió y bajó las escaleras llevando los cuadros como si estuvieran hechos de oro, lo que Pedro pensaba si resultaban ser como el de su bisabuela. Aquello había sido suerte, un viejo retrato familiar pintado por un artista que no era importante cuando lo hizo.



EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 7





Paula entró en el espacioso vestíbulo intentando recobrar la compostura. No solía tener la oportunidad de explorar una casa tan maravillosa y antigua como aquélla, pero no era la casa de Joaquín Alfonso la que hizo subir su temperatura, sino su nieto.


Maldito sea. Paula no se hacía ilusiones de que la detenida mirada de Pedro examinando su cuerpo indicara atracción. Era normal que deportistas y ex deportistas miraran a una mujer como si fuera un pedazo de carne. Por lo único por lo que Paula se hizo ilusiones era por no avergonzarse. Sabía que apenas llenaba una copa B de sujetador, algo que su ex marido mencionaba regularmente, pero era inteligente y no iba a disculparse por no ser sexy.


Pedro la hacía reaccionar de una forma profunda y desinhibida, haciéndola consciente de su propio cuerpo de una forma diferente. Incluso después del encuentro menos amistoso del día anterior, el tacto de las sábanas en sus piernas le había hecho pensar en él. 


Después, se había sorprendido pensando en él cuando se había puesto la típica ropa cómoda aquella mañana y se le había ocurrido que ponerse algo más favorecedor no sería malo. 


Después de todo, no trataba de que Pedro se sintiera atraído por ella, sino de verse más guapa.


Por Dios, o dejaba de pensar en esas cosas o tendría graves problemas.


Lanzó una última mirada al salón y a la cara triste de Joaquín Alfonso y comenzó a subir la escalera. El único lugar que Pedro no le había enseñado era el desván, sólo le había señalado una puerta en el segundo piso situada en la parte trasera, junto a la escalera de la cocina. Era lógico comenzar por ahí.


Aunque en el resto de la casa estaba fresco, en el desván hacía calor y Paula se abanicó mientras observaba boquiabierta el amplio lugar. Era enorme y estaba lleno de todo tipo de objetos, desde una antigua máquina de coser a pedal, a cuadros, a una acumulación de polvo y telas de araña que la pusieron nerviosa. Realmente, odiaba las arañas.


—Las fobias indican una mente desordenada —se recordó mientras levantaba una pintura que se apoyaba sobre un perchero roto y sonrió al reconocer que era de uno de sus artistas favoritos. Al poco tiempo estaba explorando los rincones más profundos del desván.


Muebles antiguos mezclados con arte y un viejo gramófono que todavía funcionaba. En un baúl encontró un vestido de la época Eduardiana y pensó cómo le sentaría a ella un traje tan adorable. Ridículo, probablemente, pero no pudo evitar sacudirlo para probárselo por encima.


«¿Cómo será sentirse guapa y atractiva? ¿Y llevar algo con la intención de provocar? ¿Y algo sedoso y escandaloso?», pensó.


Paula frunció el ceño y dobló el vestido nuevamente. Ella siempre había vestido ropa práctica, amplia, sin ningún estilo definido. Habría sido diferente si su madre estuviera viva, pero su padre nunca se había preocupado por nada más que por sus estudios. Más tarde, su entonces marido, celoso sin motivo, no había querido que se pusiera nada revelador.


Frunció el ceño pensando en Butch. Quizá la había amado de la única posesiva e insegura manera de la que un deportista es capaz de amar. Le había suplicado que no se divorciara de él y le había jurado que cambiaría si le daba otra oportunidad. El problema era que ya le había dado muchas oportunidades y se había dado cuenta de que su autoestima quedaría tan machacada por sus insultos y sus infidelidades que algún día, sería incapaz de marcharse.


Lo triste era que podían haber estado bien juntos, ya que se reían de las mismas cosas, disfrutaban viendo películas antiguas y ambos habían querido celebrar su luna de miel en Disney World. Las personas que no se ríen y no juegan lo tienen muy difícil para hacer funcionar un matrimonio. 


Pero las cosas cambiaron justo antes de la boda. El hermano mayor de Butch, murió y él trató de ocupar el lugar de Dany en una familia que nunca aprobó que dejara la universidad cuando sólo había terminado un semestre.


—Olvídalo —murmuró. Una parte de ella estaba triste porque su matrimonio había terminado, pero otra parte se sentía aliviada.



viernes, 7 de agosto de 2020

EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 6




Una mano tocó el brazo de Pedro y éste se dio cuenta de que Paula lo miraba con preocupación.


—Lo siento mucho por el profesor Alfonso, de verdad —susurró ella.


—Estas cosas pasan —respondió con falsa indiferencia y encogiéndose de hombros—. No puedes dejar que te afecte.


Paula, en lugar de conmocionada, parecía más triste que antes.


—No tienes que fingir —dijo mientras dejaba caer su mano.


—¿Quién dice que estoy fingiendo?


—Yo. Incluso un idiota podría ver lo mucho que te preocupas por el profesor Alfonso, y yo no soy idiota.


Pedro cerró la boca. Paula estaba lejos de ser una idiota, pero como era más fácil pensar en cualquier cosa que no fuera su abuelo, entrecerró los ojos e intentó decidir si con los años le había crecido el pecho. Llevaba puestos unos pantalones anchos y una camiseta que le estaba grande y que no se ceñía a la cintura, por lo que uno tenía que imaginar su figura. Aquello era muy típico de Paula.


Pedro recordó el día en que había entrado en su habitación del hospital, con un montón de libros contra el pecho y vistiendo una ropa tan amplia que casi se le caía. Había mantenido su mirada en el suelo y había dicho que la enviaban para ayudarlo con los estudios el tiempo que no pudiera ir a clase. 


¿Ayudarlo con los estudios?


Ya de malhumor porque ni su novia ni las demás animadoras se habían molestado en visitarlo, se puso furioso. 


El día que necesitara ayuda con sus estudios de una niña fibrosa y plana sería el día que se helaran los infiernos. 


Había utilizado el lenguaje de los vestuarios masculinos para hacerla salir corriendo, pero en lugar de asustarse, Paula se había sentado en una silla y se había puesto a leer en voz alta.


Al rato, Pedro se había quedado sin decir palabra y había comenzado a escuchar. El aburrimiento era un enemigo duro y ya había tenido suficiente y, además, resultó que Paula no era tan plana como él había pensado.


—¿Quieres que empiece por algo en especial? —preguntó Paula al ver que no decía nada sobre su abuelo. Todavía quedaba compasión en su mirada, mientras que él tenía un extraño deseo de contarle sus penas.


Los recuerdos de Pedro se desvanecieron al oír su voz. Paula no se parecía en nada a la niña que había sido, excepto por su ropa y por su orgullo. Podía haber confiado en ella en el pasado, pero en aquellos momentos, las únicas mujeres en las que Pedro confiaba eran su madre y su hermana.


—No. Comienza por donde quieras.


—Gracias. Estoy segura de que tienes cosas que hacer y yo no necesito compañía. Me desconcentra, así que te llamaré si te necesito.


Lo despidió de una forma tan fría que hizo que Pedro pensara que había imaginado la compasión que había visto en su rostro. Por supuesto que pensó que Paula lamentaría el haber bajado la guardia… al igual que él lo había hecho. 


El hecho de estar a la defensiva era, probablemente, la única cosa que habían tenido en común.




EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 5





—Caramba —murmuró Paula mientras llamaba al timbre de los Alfonso. Le había dicho a Pedro que estaría allí a las nueve de la mañana y llegaba con casi un cuarto de hora de retraso. Ella nunca llegaba tarde, era una de sus normas, pero su vecino estaba enfermo y necesitaba que alguien le hiciera la compra, por lo que se había pasado antes por la tienda.


—Llegas tarde —gruñó Pedro cuando abrió la puerta.


Normalmente, Paula se hubiera disculpado, pero era Pedro y no era una buena idea que se llevara lo mejor de ella.


—Entonces tendrás que descontármelo de mi paga.


Él pareció incómodo al recordar que Paula estaba donando su tiempo por el respeto y el aprecio que sentía por su abuelo.


—¿Puedo pasar? —preguntó Paula— ¿O debería usar la puerta de atrás del servicio?


—No seas ridícula —respondió Pedro.


Sonrió mientras entraba, esta vez mejor capacitada para apreciar lo que la rodeaba. Una amplia y bonita escalera descendía desde el segundo piso hasta un suelo de madera que contrastaba con las alfombras orientales que había esparcidas. Las puertas y los arcos eran de caoba mientras que las paredes blancas hacían la estancia más luminosa.


Otra vez, a través de un arco, Paula vio al profesor Alfonso sentado al fondo del salón. En aquel momento estaba despierto, aunque parecía ensimismado. 


De forma instintiva, Paula dio un paso hacia él, pero se detuvo y suspiró. 


Nunca había visto a nadie tan triste. 


¿Cómo sería amar tanto a alguien que cuando lo perdieras tu vida entera se tornara gris y vacía? Daba miedo, pero, al mismo tiempo, era el tipo de amor que ella quería, la clase de amor incondicional de la que siempre había oído hablar, pero que nunca había encontrado, ni siquiera su padre se lo había dado.


—Supongo que quieres empezar por el desván. Hay muchas cosas allí.


—Creo que primero echaré un vistazo —murmuró Paula, distraída con la mirada del anciano.


¿Estaría recordando los días felices en los que su mujer traería flores a casa y él se daría prisa por llegar para estar con ella? Paula nunca había hablado de temas personales con Joaquin Alfonso, pero como autor de varios libros, había escrito sobre su mujer y la pasión que sentía por la jardinería.


—Pasa entonces —Pedro procedió a pasearla por la enorme casa señalando varios lugares donde una vez hubo cuadros colgados—, pensamos que todo está en el desván —explicó.


—¿Como el cuadro de tu bisabuela?


Pedro le lanzó una mirada furiosa. La tarde anterior había investigado en Internet sobre Arthur Metlock y la información que había encontrado lo había impresionado. Si el cuadro que Paula había devuelto era original, valdría un montón de dinero.


Pedro no sabía nada sobre arte, a pesar de que su abuelo había querido que se interesara en la materia y, desde luego, nunca había pensado que ninguna obra de la colección valía más que unos pocos dólares. Joaquin Alfonso siempre había hablado de sus obras de arte en términos de belleza y no de su valor económico. Si hubiera introducido cifras, sus lecciones habrían interesado más.


—Estoy seguro de que ha sido un accidente. Mi madre habló de deshacerse de algunas cosas de la casa que la familia no tendría interés en conservar, probablemente comenzó a reunir objetos y metió entre ellos el cuadro, pensando que no tenía ningún valor.


—Tus padres se mudaron a Florida cuando se jubilaron, ¿verdad?


Pedro hizo una mueca, en el pueblo todo el mundo sabía de la vida de los demás. La intimidad no era algo que se pudiera conseguir en Divine y él prefería el anonimato de la vida urbana.


—Sí, pero han estado viniendo cada dos meses para ayudar al abuelo ¿Necesitas algo para empezar con el inventario?


Paula no respondió de inmediato, sino que observó el salón, donde Pedro había concluido la visita. Tenía una expresión pensativa, como si estuviera ordenando ideas más que curioseando.


Paula siempre había sido una extraña mezcla de energía nerviosa e inteligencia. Era fácil olvidarse de que un formidable cerebro se escondía tras su costumbre de hablar demasiado, pero incluso cuando era un niño, Pedro sabía que Paula Chaves era lista. ¿Por qué no se había ido a vivir fuera de Divine? Después de cómo se había portado la gente del pueblo cuando él había tenido el accidente, Pedro no había perdido tiempo para marcharse.


—Me fui un tiempo, pero luego regresé —dijo sin mirarlo.


Pedro puso cara de susto al darse cuenta de que había formulado la pregunta en voz alta.


—Yo… estaba pensando si no te habrías vuelto loca aquí. Divine no es la capital intelectual del Estado.


—La universidad es excelente a nivel académico y viajo a menudo por mi trabajo. El año pasado, un museo de Nueva York me mandó a Londres en un equipo para autentificar un Rembrandt recién adquirido.


—Pero tú vives aquí. La universidad está más cerca de Divine, pero incluso los alumnos viven en Beardington. Este pueblo se está muriendo y todo el mundo lo sabe. Apuesto a que no se ha abierto ningún negocio aquí en los últimos veinticinco años.


—Claro que vivo aquí, es mi hogar.


Hogar. Pedro sacudió la cabeza. Para él no tenía ningún sentido, pero no era asunto suyo si quería enterrarse en un pueblo atrasado. Gracias a Dios que Divine sólo estaba a dos horas de coche de Chicago porque si no, habría tenido problemas para organizar sus frecuentes viajes al Illinois rural.


Pedro se arrepintió de pensar lo que estaba pensando y miró a su abuelo, despreocupado y sentado frente a la fría chimenea. Joaquin Alfonso hacía pocas cosas a lo largo del día a excepción de dormir o girar su silla periódicamente como si huyera de un recuerdo doloroso; senilidad acelerada por la pena.


Pedro suspiró.


Habían esperado que la medicina funcionase, pero no había sido así. Y si el abuelo no podía valerse por sí mismo, no podía quedarse solo. La abuela hubiera odiado verlo así. Ella había sido tan vitalista, cuidando de su jardín y su familia con el mismo entusiasmo que placer.



EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 4




El mundo de Pedro no admitía personas tan idealistas como Paula y nunca podría regresar a Divine para vivir tal y como ella había hecho. Después de graduarse, lo único que había querido era demostrarle al pueblo que no era un perdedor… que no era como los chicos que eran importantes en el instituto y que luego ejercían de matones en el cuerpo de policía local tratando de emular «los viejos tiempos».


Se sentía un matón incluso en aquel momento, burlándose de Paula sobre el pasado. Era un infierno volver a casa, especialmente con viejos sentimientos merodeando como minas a punto de explotar. Pensabas que eras un adulto responsable y, de repente, ¡boom! Te encuentras actuando como si tuvieras dos años.


Obviamente, tener a Paula cerca no era una buena idea. Pedro había intentado manejar sus negocios a distancia mientras cuidaba de su abuelo y no tenía tiempo para distracciones, y mucho menos distracciones como Paula, que además de molesta era guapa, inteligente y sexy.


Pedro frunció el ceño. Aquello era extraño. No podía comprender cómo podía pensar que Paula era sexy cuando llevaba un vestido sin formas y su obstinada nariz levantada. Pero había algo diferente en ella, una frescura innegablemente atractiva, cuando las mujeres de su círculo parecían aburridas constantemente.


—No creo que funcione —comentó él.


—Claro que funcionará —Silvia parecía exasperada—. Si Paula está dispuesta a realizar el trabajo, tendremos a alguien que sabemos que es honesta y competente. El problema es que tendrás que subir al desván porque el abuelo subió muchas cosas allí cuando la abuela murió y no sé cuántas arañas y ratones habrá entre las sombras.


Paula reprimió una sacudida. Los ratones no le molestaban, pero podía imaginar lo que Pedro diría si se enterara de lo mucho que le disgustaba cualquier cosa con más de cuatro patas.


—N… no hay problema.


—No, Silvia —dijo Pedro agitando la cabeza.


—Sí.


Los dos hermanos se miraron desafiantes y Paula sintió envidia. Podían no estar de acuerdo, pero se tenían muchísimo cariño.


—Además, Paula podría hablar sobre arte con el abuelo. Quizá eso lo ayude. Lo hemos intentado todo, ¿por qué no esto?


La incertidumbre se apoderó de la cara de Pedro y era la primera vez que Paula veía al súper seguro Pedro Alfonso parecer inseguro de sí mismo. Su seguridad era una de las cosas más irritantes de él. Incluso postrado en la cama del hospital con una pierna suspendida en el aire se las apañaba para ser gallito. E increíblemente guapo.


Fue Pedro quien hizo que Paula tomara conciencia sobre el sexo opuesto, aunque no había sabido qué hacer. Se había mantenido al margen hasta que conoció a Gustavo «Butch» Saunders en la universidad. Por segunda vez en su vida se había enamorado del hombre equivocado. Aquella vez se había casado con el hombre equivocado, alguien que esperaba que ella mirara hacia otro lado cuando la engañaba. A veces, se preguntaba si Butch había elegido a una mujer no muy guapa porque pensaba que estaría tan agradecida por tener marido que no pondría objeciones a sus infidelidades.


—No queremos obligar a nadie —dijo finalmente Pedro.


Paula entrecerró los ojos. No quería estar con Pedro más tiempo del necesario y una parte de ella esperaba que pudiera disuadir a Silvia, pero a un vecino hay que ayudarlo cuando lo necesita porque es lo correcto.


Alguien como Pedro no lo entendería. 


Siempre quiso hacer las cosas a lo grande. Primero había planeado ser un famoso futbolista, después de su accidente su objetivo había sido ganar un millón de dólares para cuando tuviera treinta años, algo que había conseguido varias veces según el periódico y los chismorreos de Divine.


—No es una obligación, me encantaría ayudar —repitió Paula intentando sonar sincera. Le encantaría ayudar, aunque preferiría hacerlo cuando Pedro estuviera fuera del pueblo—. No me hubiera ofrecido si no estuviera dispuesta a cooperar.


En realidad, por el bien de su abuelo, alguien debería salvar a Pedro de sí mismo. No iba a ser ella, por supuesto, pero cualquier persona.


—Eso es fantástico —dijo Silvia—. Estás contratada.


—Contratada, no. Este verano no tengo clases y tengo mucho tiempo libre, además, es un privilegio hacer algo por el profesor Alfonso. Volveré por la mañana si estáis de acuerdo.


—No —soltó Pedro. Ambas lo miraron—. Empieza mañana, pero te pagaremos.


—No, gracias. Ya he estado en nómina de los Alfonso una vez y no me gustan las condiciones.


Pedro se sonrojó al recordar sus encuentros adolescentes. O quizá era su necio orgullo. Paula no sabía por qué Pedro se lo tomaba tan mal o por qué unas veces se había tomado mal su compañía mientras que otras le había dedicado sonrisas y la había invitado a calentar su cama del hospital. Ella sabía que cada vez que lo había rechazado o que lo había besado y se había echado para atrás otra vez, él se había sentido más ofendido… y su sarcasmo se había agudizado más.


Pero ya no eran adolescentes, y ella no era la misma chica insegura que se había encontrado en una situación que no había sido capaz de manejar. Tenía veintinueve años, había terminado el doctorado con veintiuno, se había casado y divorciado del hombre más mujeriego del mundo y sabía que Pedro podría descolocar su vida sólo si ella lo dejaba.


Y no tenía ninguna intención de dejarle hacer algo así.