sábado, 8 de agosto de 2020

EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 9





Ya que Paula había sido tan cuidadosa, Pedro también observó los cuadros que llevaba, aunque no sabía qué era lo que estaba buscando. Quitó unas cuantas arañas con sus telas, aunque éstas no hacían ningún daño.


—¿Necesitas algo más? —preguntó Pedro cuando hubieron bajado unas cuantas cargas y llenado una parte de la habitación con pinturas. El reconocía algunas de ellas de cuando habían estado colgadas en la casa; otras eran desconocidas.


—No, gracias —abrió su maletín y sacó cuadernos y lupas—. No dejes que te entretenga.


Pedro frunció el ceño. Otra vez, estaba siendo despedido. Intentó recordar que Paula era una profesora de universidad y que estaba acostumbrada a tratar con alumnos, sólo que él no era un estudiante, estaban en la casa de su abuelo y él todavía quería saber más sobre ella.


Paula parecía tener una curiosa y atractiva paz interior, pero eso no era todo. Era diferente a las mujeres que conocía. Ella no escondía sus sentimientos tras una sofisticada apariencia y parecía una mujer dispuesta.


—¿Cuánto tiempo pasaste en Europa en tus viajes de estudiante? —preguntó mientras daba la vuelta a una silla y se sentaba a horcajadas.


—Pensé que estabas ocupado —contestó ella sobresaltada.


Pedro se encogió de hombros y sonrió. Sí que tenía trabajo, mucho. Tenía que revisar y firmar contratos y proyectos, tenía negociaciones pendientes, tenía que hacer llamadas, mandar emails y mucho papeleo que revisar. Mucho dinero dependía de la atención que le prestara a sus negocios, pero, en aquel momento, prefería hablar con Paula. Ese sentimiento le recordó que ella era una distracción que podía llegar a ser problemática.


—He decidido tomarme un pequeño descanso. 


¿Cuánto tiempo?


—La primera vez, tres meses y la segunda, seis. También hice un curso intensivo en la Sorbona unos cuantos meses.


Aunque él esperaba que Paula no parara de hablar como siempre, ella se inclinó sobre un pequeño cuadro y comenzó a examinarlo como si le fuera la vida en ello.


—¿Qué fue lo que más te gustó?


—¿Por qué estás todavía aquí? —respondió mientras tiraba un cuaderno encima de la mesa y lo miraba.


—¿No quieres que termine el inventario rápidamente? Estoy segura de que soy la última mujer con la que quieres pasar el rato, siempre has preferido mujeres con una talla de sujetador mayor que su puntuación en un test de inteligencia.


—Mira, si te sirve…bueno, yo… siento cómo me comporté cuando éramos niños. Fui un estúpido, vale. Tienes todo el derecho a odiarme.


—No tiene nada que ver con cuando éramos niños. Es que, obviamente, no has cambiado, prácticamente tienes «ex deportista» tatuado en la frente.


No era difícil adivinar que los ex deportistas no eran el tipo de hombre preferido de Paula. Tenía que estar claro considerando la forma en la que no había podido controlar sus incómodos pensamientos sobre ella. Pero desde después del accidente, le disgustaba que lo llamaran deportista. Estaba a punto de decirlo cuando Paula se adelantó:
—Y además, no te odio —añadió.


—Sí, claro.


—Es sólo que no me gustas mucho —admitió y entonces, sintió cómo se sonrojaba—. Lo… siento —se llevó las manos a las mejillas y miró de reojo para ver lo enfadado que estaba Pedro. 


Para su sorpresa, parecía complacido.


—Ésa es una de las pocas cosas honestas que una mujer me ha dicho nunca —murmuró pensando en la que una vez había sido su prometida, Sandra, diciendo que lo adoraba solamente para continuar acostándose con él. Una cosa que había aprendido al dejar Divine era que en las mujeres de las ciudades se podía confiar menos que en las de los pueblos.


Dios, qué estúpido había sido con Sandra. Había estado tan locamente enamorado que no había visto la realidad. Incluso había golpeado a su mejor amigo por sugerir que ella no se caracterizaba por su virtud. Pedro hizo una mueca al recordar su enfado y la sangre que salía del corte en el ojo hinchado de su amigo.


—No conoces a las mujeres adecuadas —comentó Paula interrumpiendo sus pensamientos.


Se encogió de hombros. No importaba.


Después de aceptar la verdad sobre Sandra, había decidido que no tenía ningún sentido casarse cuando podía disfrutar de romances transitorios con mujeres de mentalidad parecida.


—Silvia opina lo mismo, pero no entiende que… —se paralizó al oír una voz en el primer piso.


Pedro bajó las escaleras rápidamente y Paula lo siguió. Nunca había oído la voz del profesor Alfonso enfadada.


—No… no me lo puedo creer… tanto desorden. El Pequeño Sargento nunca hubiera permitido esta desgracia. Tengo que ordenar este lugar… nunca había estado tan mal… ¿De dónde sale todo esto?


Las puertas correderas que daban al jardín estaban abiertas y el señor Alfonso estaba rompiendo unas flores que había junto a la casa.


—Abuelo, por favor, entra en casa. Te prometo que lo arreglaremos todo —dijo Pedro agachándose a su lado.


—Déjame en paz. Es culpa mía. Nunca debí permitir que esto pasara. Le hará tan infeliz. No puedo soportar que ella no sea feliz —continuó arrancando la hierba larga con sus blancas y temblorosas manos.


—Por favor, abuelo, yo me ocuparé de eso —Pedro tomó a su abuelo por el brazo, pero éste se soltó enfadado. Pedro miró a Paula con una expresión de dolor.


—No sé qué hacer —murmuró.


—Está bien, profesor Alfonso, nosotros nos ocuparemos del jardín —dijo sin pensarlo mientras se arrodillaba y le ponía la mano en el hombro al anciano.


Su voz tranquila pareció tener más efecto que la voz frenética de Pedro. El anciano se volvió y dijo:
—La decepcionará tanto…


—Entonces nosotros lo arreglaremos para que no se decepcione.


—Era tan hermoso… —explicó mientras la lágrimas caían por sus mejillas—. Ella pintó este jardín para mí. Un lienzo vivo. El arte, jovencita, no se limita a los museos.


Aquello último sonaba tanto a las clases del viejo profesor Alfonso que Paula sonrió.


—El arte es el cómplice del amor —dijo Paula, aunque no acabó la cita que tanto le había oído decir en sus clases… «Si quitas el amor, ya no hay más arte».
No creía necesario recordarle que le habían quitado a su amor.


—Siempre fue una excelente estudiante, señorita Chaves.


El hecho de que recordase su nombre sobresaltó a Paula e hizo que mirara a Pedro, que estaba tan sorprendido como ella.


—Gracias, profesor. Estoy enseñando en la universidad.


—Sí, yo la recomendé para el puesto cuando me jubilé.




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