sábado, 8 de agosto de 2020

EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 8




De vez en cuando asustaba a algún ratón que chillaba y corría despavorido a esconderse. Pero fue Paula la que chilló cuando alcanzó un jarrón polvoriento de cristal y una gorda y peluda araña se le cayó en el dorso de la mano. Estampó la araña contra la pared de enfrente y con más velocidad que gracia, corrió escaleras abajo cerrando la puerta tras de sí. Sabía que las arañas eran inofensivas, pero el exceso de patas de esas criaturas le daban escalofríos.


—¿Algo va mal? —Pedro salió del despacho.


—No… Yo sólo… estoy tomando un descanso, ya sabes. Hace mucho calor ahí arriba.


—No me puedo concentrar en mi trabajo si vas dando portazos. Tengo negocios que atender.


Paula quiso golpearlo. Su reacción hizo que se olvidara de las arañas.


—Lo siento muchísimo, señor Alfonso, no volverá a ocurrir.


Pedro abrió la boca, pero la volvió a cerrar. No era culpa de Paula que no se pudiera concentrar, estaba preocupado por el abuelo y tomando decisiones por él que no entendía. Nadie en la familia quería tomar una decisión, querían que un milagro hiciera que todo volviera a ser como antes. Pero el simple hecho de desearlo no iba a cambiar nada. Le daba vueltas en la cabeza una y otra vez. La familia había casi obligado al abuelo a ir al médico porque había empezado a perder memoria y el doctor Kroeger había diagnosticado la demencia senil. Los medicamentos no estaban haciendo ningún efecto y los ejercicios mentales que habían probado, tampoco. Era duro continuar con la terapia cuando el paciente no cooperaba.


De nuevo, Pedro deseó poder hablar del tema con Paula. Ella tenía los pies en el suelo y, al no ser de la familia, no dejaría que los sentimientos le nublaran el juicio. Pero era imposible, había cosas que no se contaban a personas que eran prácticamente extrañas, y menos cuando el extraño se mostraba tan sentimental sobre el hombre en cuestión.


—No debí… No quise decirte eso. He estado trabajando en el trato sobre un terreno que no ha ido bien. ¿Has encontrado algo de valor?


—Me estoy haciendo una idea de lo que hay y de cómo organizarme —estaba pálida y frotaba el dorso de la mano contra el muslo.


Pedro frunció el ceño al recordar el grito que había oído arriba.


—¿Estás segura de que todo va bien?


—¿Qué podría ir mal? Hace calor, eso es todo.


—No quiero que pases calor —dijo con las cejas todavía arqueadas—, así que bajaré un montón de cosas a una de las habitaciones vacías. Puedes trabajar ahí y cuando termines con ello, lo llevaremos a otra habitación y bajaré más objetos. Esta casa es enorme, hay mucho espacio.


—Eso es muy amable por tu parte —respondió Paula amablemente. Pedro estaba seguro de que ella odiaba decirle algo así cuando él no había sido amable ni en el pasado ni el presente.


¿Por qué Paula había decidido vivir en Divine? Con su inteligencia podría haber hecho cualquier cosa, haber ido a cualquier sitio. Pero había decidido volver y decía que el pueblo era su hogar. Pedro no podía entender cómo alguien podía vivir allí teniendo la oportunidad de irse.


—Tú debes tener familia aquí en Divine, ¿verdad? —preguntó de repente y violando su regla de no entrometerse.


—No. Mi madre murió justo después de que yo naciera y mi padre falleció cuando yo estudiaba en la universidad. Tenía una hermana en Texas, creo, pero habían perdido el contacto. Creo que no tengo a nadie más, mi padre no solía hablar de la familia.


—No sabía lo de tu padre. Lo siento.


Paula parecía pensativa. Suspiró.


—No nos llevábamos muy bien.


Por alguna razón, Pedro quería saber más, por qué ella y su padre no habían tenido una relación estrecha y por qué él no hablaba sobre la familia. Pero no era de su incumbencia.


—Bajaré unas cuantas cosas —murmuró.


Pedro subió al desván. Los recuerdos se amontonaron en su cabeza. Hubo un tiempo en el que el desván de sus abuelos había sido el lugar de las aventuras, donde Silvia, sus primos y él habían jugado y se habían divertido. 


Aquel piso había estado abierto y despejado por aquel entonces y su abuela solía subir limonada y tarta de manzana para apaciguarlos cuando montaban demasiado escándalo. La tarta de manzana de la abuela era exquisita, siempre ganaba premios en la fiesta del pueblo hasta que dejó de participar.


Pedro sonrió con nostalgia y agitó la cabeza. «Los tiempos han cambiado», se recordó a sí mismo. La abuela había fallecido, él no tenía ocho años y ya no disfrutaba con aventuras imaginarias. 


Pero era agradable recordar tiempos felices en Divine porque, normalmente, sus recuerdos eran sobre el desastroso último año de instituto.


—¿Necesitas ayuda? —preguntó Paula, que lo había seguido y se asomaba con precaución a la puerta.


—No me digas que te ha parecido ver un ratón por aquí —comentó Pedro, que nunca había conocido a una mujer a quien no le asustaran los ratones. 


Incluso su hermana odiaba a los roedores, lo que le había dado problemas cuando le habían llevado uno a la clínica veterinaria como paciente. 


Paula se encogió de hombros.


—He visto varios. Tienes que poner algunas trampas para deshacerte de los viejos y después hacerte con un gato para que asuste a los nuevos. Yo no tengo nada en contra de los ratones, incluso pienso que son monos, pero son huéspedes sucios y destruyen el papel y las telas.


—¿Monos?


—Sí. Con esas grandes orejas y ojos brillantes. Los ratones de campo parecen salidos de una tarjeta de felicitación.


Pedro gruñó sin dar crédito y movió una gran cesta hacia un lado. Entonces, tres ratones salieron correteando, dos de ellos en dirección a Paula. A pesar de que había dicho que no tenía miedo, Pedro pensó que gritaría. Pero pasaron entre sus pies y ella no se inmutó.


—Sin duda necesitas un gato. Da Vinci sería feliz aquí. Le encanta cazar.


—Le has puesto a tu gato el nombre de Leonardo da Vinci —se quejó Pedro cuando en realidad quería reír.


Dos ratones habían saltado sobre sus zapatillas y ella no había parpadeado. Algunos hombres no se lo hubieran tomado con tanta calma, pero ella estaba hecha de una pasta dura.


—Le va bien. Da Vinci siente curiosidad por todo, como su tocayo.


—Todos los gatos son curiosos. Es una de las características que los definen.


—No sabía que te gustaran los gatos —dijo Paula sorprendida.


—No están mal, pero no tengo ninguno.


Paula tomó una pintura, la miró detenidamente por delante, por detrás y por los lados. Después tomó otra examinándola con el mismo cuidado y preguntó:
—¿Qué habitación quieres que utilice?


—La segunda a la izquierda del segundo piso. Era el cuarto de costura de la abuela y hay una mesa grande en la que puedes trabajar.


Asintió y bajó las escaleras llevando los cuadros como si estuvieran hechos de oro, lo que Pedro pensaba si resultaban ser como el de su bisabuela. Aquello había sido suerte, un viejo retrato familiar pintado por un artista que no era importante cuando lo hizo.



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