lunes, 16 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 37




Pedro la sostuvo para que no cayera, y acto seguido recogió el móvil del suelo. Después de identificarse, escuchó el relato de la agresión sufrida por Ana Jackson. Alguien había entrado en el apartamento que Ana estaba ocupando. Al parecer, había regresado a tiempo de sorprenderlo, y había sido golpeada con un objeto pesado.


Aún seguía inconsciente. Un vecino había visto la puerta abierta y la había encontrado tendida en el suelo, en el umbral. Su estado era crítico.


Paula se quedó en la cocina hasta que Pedro cortó la comunicación, y acto seguido se dejó llevar hasta el porche. Se sentó en el columpio y él se instaló a su lado. Intentó rodearle los hombros con un brazo, pero ella se apartó.


No dejó de mirarse las manos, nerviosa, mientras escuchaba los detalles de sus labios.


—Puede que Ana muera, y todo esto es culpa mía, Pedro—pronunció cuando él hubo terminado—. Yo quise compensarla de alguna forma al dejarle mi apartamento, y resulta que por poco la mato…


—El teniente dice que el robo es el móvil más probable.


—Nunca se habían producido allanamientos ni robos en el edificio. No sé cómo, ni por qué, pero esto está relacionado con las amenazas y con Meyers Bickham. Estoy segura de ello.


Pedro no se le ocurrió discutir con ella. Además, tenía la sensación de que llevaba razón, aunque eso no explicaba nada. ¿Por qué Ana? ¿Y por qué molestarse con el apartamento de Paula cuando el autor de las amenazas sabía que se encontraba en el norte de Georgia?


O quizá no lo supiera. Tal vez el tipo ignorara que se había trasladado a la casa de Pedro, dando por supuesto que había regresado al apartamento después del incendio de la cabaña. 


Pero si se había enterado de que había hablado con el sheriff Wesley… Tenía que saber que estaba viviendo allí.


—Ana es una buena persona, Pedro. Tiene sesenta y tantos años y vive para la enseñanza universitaria. Lo pasó bastante mal después de la muerte de su marido, pero había logrado rehacerse y seguir adelante. Incluso estaba redecorando y haciendo obras en su casa. Ahora en cambio…


Pedro se preguntó que podía decirle. Nada que pudiera cambiar las cosas.


—Quizá lo supere…


—Pero todavía está inconsciente, y en estado crítico. No es una perspectiva demasiado prometedora.


—Puedes llamar al hospital y preguntar directamente por ella. Quizá se haya producido algún cambio para mejor.


—Si ella no se hubiera quedado en el apartamento… Si yo no hubiera venido… —de repente se interrumpió a mitad de la frase, y le agarró una mano—. Si hubiera regresado allí con Kiara, ella habría podido…


Se le quebró la voz.


—No imagines cosas, Paula. Lo importante es que Kiara está con nosotros, a salvo.


—A salvo por ahora. Pero esto no se detendrá aquí. Es lo que siempre me ha pasado con Meyers Bickham. Cada vez que he intentado dejarlo atrás, ha surgido de nuevo para torturarme. Detesto tanto ese lugar…


—¿Quieres hablar de ello?


Paula se tensó, rígida, como si la sangre que corría por sus venas se hubiera transformado en duro cemento.


—Sólo era un viejo caserón donde alojaban a los niños huérfanos, que no tenían ningún lugar a dónde ir.



—¿Entonces… Por qué lo odias tanto?


—Porque… Porque… Allí me sentí muy sola.


De pronto, la sorpresa y el dolor por lo que le había sucedido a Ana, más los miedos y terrores de los últimos días, la asaltaron a la vez de golpe. Los sollozos sacudieron convulsivamente su cuerpo. En esa ocasión sí que pudo Pedro estrecharla entre sus brazos, porque no se resistió.


No podía explicar sus sentimientos por Paula.


Lo único que sabía era que sufría terriblemente viéndola así. Y que haría cualquier cosa con tal de mantenerla a salvo. Cualquier cosa.


Finalmente el ataque de llanto empezó a ceder. Pedro le ofreció un pañuelo.


—Perdona por haber reaccionado de esta manera.


—Tenías todo el derecho del mundo.


—No puedo seguir así, esperando cada vez a que se produzca un nuevo horror.  Evidentemente permanecer callada no basta. Tengo que hacer algo. Tengo que encontrar alguna forma de luchar.


—Ahora sí que estás hablando con lógica.


—Pero es una lógica a la que tú estás acostumbrado, no yo. Creo que en mi vida siempre he escogido el camino más fácil, el de la menor resistencia.


—¿Tú? ¿Una mujer que se crió en un orfanato, que se escapó con quince años y que ahora es profesora de historia en una universidad? Yo diría que siempre has sido una gran luchadora.


—Pero no con armas, ni con la fuerza bruta. Yo simplemente persigo lo que quiero e ignoro todo aquello con lo que no quiero enfrentarme. Fue así como olvidé la mayor parte de lo que me pasó en Meyers Bickham, al igual que fingí que mi matrimonio con Sergio podía tener algún futuro, cuando en realidad se estaba cayendo a trozos. De la misma manera, a estas alturas ya habría intentado olvidarme de todas esas amenazas si no hubieran alcanzado un nivel intolerable. Son ellas las que no me ignoran a mí.


—Pero has sobrevivido, Paula, y sigues luchando por ser feliz con Kiara. Para eso se requiere mucho coraje. Mucho más que el necesario para disparar contra un enemigo. Por eso los hombres se matan inútilmente en las guerras y las mujeres mantienen vivo el amor y la esperanza. Somos nosotros los que escogemos el camino fácil. Y equivocado.


—Pero ahora tengo que luchar a tu manera. Dime qué es lo que tengo que hacer.


—Creo que deberíamos empezar visitando el instituto donde estudiaste y consultando sus archivos. Luego tendremos que devolverle la visita al sheriff Nicolas Wesley para informarlo de todo lo que ha pasado aquí. Y espero que confíe en nosotros lo suficiente como para no ocultarnos ningún detalle.


—¿Cuándo quieres que partamos?


—Mañana. No es un viaje muy largo.  Tomaremos la autopista cincuenta y dos.


Paula estiró las piernas, deteniendo el balanceo del columpio.


—¿Mañana? ¿Tan pronto?


—No hay razón para retrasarlo.


—Lo sé. Ojalá Sergio se hubiera llevado a Kiara a pasar el verano para alejarla de todo esto. No quiero que se asuste, pero si se queda con nosotros, terminará por percibir el peligro de esta situación.


—Creo que deberíamos dejarla con Dolores.


—No puedo dejarla en manos de una desconocida. De hecho, no puedo dejarla en manos de nadie, con todo lo que está pasando.


—Allí estará a salvo. Hablaré con Henry para que no la pierdan en ningún momento de vista.


—Henry es un granjero, Pedro. No está preparado para lidiar con el psicópata al que nos enfrentamos.


—Es un antiguo boina verde. Probablemente sea el único hombre del contorno capaz de hacerle frente a ese tipo.


—¡Vaya…! Así que al final resulta que no has llevado una vida tan aislada como parecía…


—Henry me ayudó a empezar con el huerto de frutales. Su padre tenía un manzanar. Hablamos un poco. Los hombres también hablamos.


Paula soltó un profundo suspiro.


—De acuerdo, Pedro. No puedo seguir aquí sentada, sin hacer nada. Mañana por la mañana iremos a la granja de los Callahan y hablaremos con Dolores. Luego visitaremos mi antiguo instituto e iremos a hablar con el sheriff.


—Bien —era un comienzo, pero había más. Detestaba sacarlo a colación aquella noche, en el estado en que se encontraba. Sin embargo, era necesario—. Hay otra cosa que puedes hacer, Paula.


—¿Qué es?


—Tienes que intentar recordar detalles de tu vida en el orfanato, especialmente cualquier cosa que tenga que ver con el sótano. Me gustaría que tomaras notas de cualquier cosa que te viniera a la cabeza.


Pedro percibió inmediatamente el cambio que se operó en ella. Fue como si acabara de arrebatarle su anterior resolución para sustituirla por algo oscuro y siniestro.


—Lo intentaré.


—Y si me necesitas esta noche, ya sabes dónde estoy. La puerta del final del pasillo.


Era una oferta que no había esperado hacerle, y que tampoco estaba muy seguro de poder cumplir. En realidad, no sabía muy bien lo que sentía.


Hasta aquella misma semana, había pensado que su alma se había secado, que se había quedado sin sentimientos. Eso había cambiado, pero aun así no sabía qué era lo que podía ofrecerle a una mujer como Paula.


A partir de ese momento, tendría que ser muy cuidadoso. Protección era lo único que ella necesitaba de él. Y lo único que estaba absolutamente decidido a darle.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 36




—Mami, ¿puedo ver La Bella Y La Bestia?


Paula miró su reloj.


—Es demasiado tarde para que veas el vídeo entero, pero puedes ver una parte, si quieres.


—¿La verás conmigo?


—De acuerdo.


Aquello era mejor que seguir sentada pensando en la cabaña en llamas y en aquel diabólico muñeco. El tipo que había concebido aquel plan era un monstruo, una verdadera bestia, alguien que encontraba un perverso placer en torturarla cuando no había hecho nada.


—¿Crees que el señor Pedro querrá ver la película con nosotras?


—Lo dudo, corazón.


—Yo se lo preguntaré…


Y se fue por el pasillo, llamándolo. No gritaba, pero su voz resonaba en toda la casa. Un segundo después, se transformó en grito.


Paula echó a correr, frenética, deteniéndose en seco en la puerta del cuarto de baño. Al ver el motivo del susto de su hija, soltó un suspiro de alivio. Pedro estaba frente al espejo, a medio afeitar, con un hilo de sangre corriéndole por el mentón.


—Es sólo un pequeño corte, Kiara. Como las heridas que de vez en cuando te haces en las rodillas. No duele.


—Suele suceder cuando uno se afeita —explicó Pedro, alzando la navaja, y se dirigió a Paula—: Perdona. Me olvidé de cerrar la puerta con llave. Kiara entró corriendo y se asustó.


Paula buscó algo que decir, pero no se le ocurría nada. Allí estaba, descalzo, con el torso desnudo y…


Y tenía que dejar de mirarlo.


—Te has cortado bastante —pronunció con un nudo en la garganta.


—No tanto como parece.


Paula humedeció entonces un trapo limpio y empezó a limpiarle la sangre de la herida.


—Ya está… Gracias —murmuró él.


Le sujetó suavemente la muñeca al tiempo que la miraba con una extraña fijeza. Su mirada, en vez de sombría, era tierna, invitadora. 


Seductora. Hipnótica.


—Mami, vamos a ver la película —exigió Kiara.


La magia del momento se rompió. O al menos se atenuó lo suficiente como para que Paula volviera a respirar.


—Ve tú, corazón.


—Pero dijiste que la verías conmigo…


—Lo sé. Ve tú primero y enciende el vídeo. Me reuniré contigo en un momento.


—Me alegro de que no te haya dolido quitarte la barba —comentó Kiara, antes de desaparecer por el pasillo, dejándolos solos.


Pedro continuó afeitándose, y Paula se dedicó a observarlo, incapaz de apartar los ojos. Su mirada viajó por su rostro, por su torso desnudo…


—Te vas a perder la película —le advirtió él, con voz ronca de deseo.


—Ya la he visto —repuso, acercándosele—. ¿Me dejas que termine de afeitarte?


—¿Y exponer mi cuello a una mujer con una navaja barbera en la mano?


—¿No decías que te gustaban las emociones fuertes?


—¿Dije eso?


—Al menos eso es lo que oí yo… —Le acarició con un dedo el lóbulo de la oreja, descendiendo luego hasta su espalda, hombro abajo—. Ve a sentarte a la cocina, Pedro. Ahora llevo la navaja y una palangana con agua caliente.


—¿Estás segura de que quieres hacer esto?


—Completamente.


Lo observó alejarse por el pasillo, pensando que probablemente había perdido el juicio… Pero que tampoco le importaba. Necesitaba sentir la piel de Pedro bajo sus dedos, el cutis de su rostro cuando se hubiera liberado del todo de aquella barba. Necesitaba sentir algo que no fuera miedo, ni horror.


Se reunió con él en la cocina. Pasarle suavemente la navaja por la cara, con exquisito cuidado, fue una experiencia afrodisíaca. Aquel simple acto de tocarlo y de deslizar la hoja por su piel era algo mucho más erótico de lo que había imaginado. El deseo corría como una droga por sus venas mientras terminaba de afeitarlo.


Finalmente, empapó una toalla en agua caliente y le limpió el rostro, dejando deliberadamente que sus dedos se entretuvieran en su piel. 


Memorizando, deleitada, el contorno de su mandíbula y de su barbilla.


—Hecho —pronunció, retirándole la toalla—. ¿Quieres ver el resultado?


Por toda respuesta, la sentó en el regazo y la besó. El deseo que había estado corriendo por sus venas durante los últimos minutos… reventó de golpe. Fue un beso ávido, casi violento, la expresión de una salvaje necesidad que la dejó estremecida, temblando.


Paula no pudo evitar devolvérselo, deslizando la lengua en el interior de su boca. Era como si jamás pudiera saciarse de su sabor. Se sentía tan perdida en aquellos besos, tan perdida en él, que le pasó desapercibido el timbre del teléfono. 


Su teléfono móvil.


Hasta que Pedro se apartó.


—Creo que deberías contestar.


Paula se dijo que tenía razón. Con todo lo que estaba pasando, no podía ignorarlo. Atravesó la cocina y lo recogió del mostrador, donde lo había dejado.


—¿Diga?


—¿Es usted Paula Chaves? ¿La que reside en Apartamentos Hillside?


—Sí.


—Soy el teniente Buzz Fontaine, del departamento de policía de Columbus.


—¿Ha pasado algo?


—Sí, señora. Me temo que he de comunicarle una mala noticia. Su apartamento ha sido allanado. Se ha producido un allanamiento… Y una agresión.


—¿Ana?


—Sí, señora.


—¿Se encuentra bien?


—No, señora. Lo siento, pero…


Paula empezó a temblar incontroladamente mientras el teléfono escapaba de sus dedos, estrellándose contra el suelo.



domingo, 15 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 35




Frente al espejo del cuarto de baño, con la navaja barbera en una mano, Pedro se preguntó por última vez si realmente quería acabar con aquella barba que tan bien simbolizaba al arisco granjero en que se había convertido. Era una máscara bajo la que esconderse. La había llevado durante tanto tiempo que dudaba si reconocería la cara que se ocultaba detrás.


Pero Paula tenía razón. La barba daba calor en verano. Y era más adecuada para un granjero cultivador de manzanas, que para alguien implicado en la investigación de los enterramientos de unos bebés anónimos. Antes, cuando investigaba o protegía a alguien, procuraba siempre pasar desapercibido. Cosa difícil de conseguir con aquel aspecto de montañés.


De modo que la barba tenía que desaparecer. 


Reacio, consciente de que una vez que empezara ya no habría vuelta atrás posible, alzó la navaja y se dio una primera pasada. La hoja cortó el hirsuto pelo, que empezó a caer por su pecho desnudo, hasta el lavabo.



ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 34




Tal y como había previsto, Kiara trotó y correteó delante de ellos, jugando con Mackie. Volviendo al presente, a la realidad, esperó a que Paula le espetara sus preguntas.


—No serías una especie de asesino a sueldo, ¿verdad?


—No. Nada de eso.


—Gracias a Dios —repuso, aliviada—. Entonces… ¿Qué eras?


—Empecé como policía. Luego trabajé para el FBI.


—¿Por qué lo dejaste?


—Mis misiones no eran tan apasionantes como había imaginado —«ni de lejos», añadió para sí. Al menos no lo habían sido en aquel entonces, cuando vivía para las emociones fuertes—. Pude haberme esforzado en conseguirlas, pero era joven y no quería esperar.


—¿Así que te fuiste a Georgia y te dedicaste a cultivar manzanas? No me lo creo ni por un momento.


—Me habrías decepcionado si lo hubieras hecho. No. Cuando dejé la Agencia, me fui a trabajar con un amigo que llevaba una compañía de seguridad privada. Para gente muy selecta.


—¿Como estrellas de cine?


—Actores, políticos, diplomáticos extranjeros… Cualquiera que estuviese dispuesto a gastarse una buena suma en protección.


—¿Entonces… Eres realmente un guardaespaldas?


—Más o menos.


—¿Y eso te resultaba suficientemente excitante?


—En aquel tiempo, sí. A veces.


Paula se detuvo para apoyarse en el tronco de un manzano.


—Pero esto sigue sin explicar por qué estás ahora en Georgia. Los manzanos no necesitan un guardaespaldas.


Pedro tragó saliva. Los recuerdos eran tan absorbentes que tenía la sensación de que lo ahogaban, lo consumían, como el incendio que aquella tarde había acabado con la cabaña. 


Recuerdos que empezaban y terminaban con una mujer de cabello negro como la noche y tez bronceada. Una mujer con…


—Cometí errores —pronunció, obligándose a hablar—. Supongo que vine aquí buscando una manera… De vivir con ellos.


—Si eso es verdad, ¿qué soy yo para ti, Pedro? ¿Una manera de pagar tus deudas? ¿Pensaste que con salvar a la mujer y a su hija todos tus errores quedarían borrados, justificados?


—Puede que fuera así… Al principio —admitió, consciente de que era demasiado inteligente para que pudiera engañarla.


—¿Y ahora?


De pronto le tomó las manos entre las suyas. 


Estaba experimentando unos sentimientos que no necesitaba. Los mismos que habían arruinado su vida anterior. Pero no podía evitarlo.


—Estás en peligro, Paula. Kiara y tú. No podría volver a mirarme a la cara si no hiciera todo lo posible por ayudaros.


—¿Es esa la única razón por la que quieres ayudarnos?


En sus ojos podía leer el miedo y la certidumbre. 


Pero también había otra cosa, algo que lo inquietaba mucho más. Veía en ellos el mismo deseo que ardía en su interior.


—¿Importan tanto las razones? Te estoy ofreciendo mis servicios como antiguo guardaespaldas, agente del FBI y policía. Te protegeré e intentaré encontrar al autor de esas amenazas. Tal como yo lo veo, no tienes muchas más opciones. Y desde luego, huir a Columbus no es en absoluto la respuesta.


Paula esbozó una mueca, frunciendo los labios.


—De acuerdo, Pedro. Nos quedaremos. Al menos por ahora.


—Bien.


Pedro se alegraba de ello, porque por nada del mundo la habría dejado marchar. No, mientras no estuviera completamente convencido de que se hallaba a salvo. Le soltó las manos y se apartó antes de cometer una estupidez… Como ceder al ansia que lo devoraba por dentro y estrecharla en sus brazos.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 33




Hacía una hora que había regresado a la granja de Pedro y Paula todavía seguía estremecida, aunque había conseguido consolar a Kiara contándole un par de cuentos. En aquel momento la niña estaba fuera, jugando de nuevo con Mackie.


Pedro apenas le había dirigido la palabra desde que volvieron. Después de reconfortarla, había recuperado su mutismo habitual. Estaba segura de que el incendio lo había desconcertado; seguro que no se había imaginado algo así. 


Habría esperado que se quedarían durante unos cuantos días en su casa y que luego volverían a la cabaña. Ahora ya no había cabaña alguna a la que volver.


Lo cual, sin embargo, facilitaba la decisión que tenía que tomar. No podía esperar pasar aquel verano con Pedro. Tendría que regresar a Columbus. Pedro seguramente le diría que no tenía por qué marcharse, pero probablemente respiraría aliviado cuando lo hicieran.


Se sirvió un vaso de limonada y salió por la puerta trasera. Iría a ver a Pedro y le anunciaría que Kiara y ella se marcharían por la mañana. 


Era lo mejor, aunque todavía no se lo había dicho a la niña.


—¿Has visto al señor Pedro? —le preguntó cuando Kiara pasó corriendo a su lado, persiguiendo a Mackie.


—Está en el almacén de las manzanas. Me encargó que te lo dijera si salías de casa.


El almacén, que en realidad se componía de dos salas, se hallaba muy cerca del caserón. En aquel momento no estaba lleno de manzanas, sino de cestos de mimbre, material para fabricar sidra y un gran número de herramientas.


Paula lo había visitado la primera noche que pasó en la casa. Pedro la había encontrado allí, y gustosamente había respondido a sus preguntas. Las manzanas eran el único tema del que no parecía mostrarse reacio a hablar.


Entró en la primera sala. Los últimos rayos de sol arrancaban reflejos rojizos a un alambique que colgaba de una pared, al lado de una prensa de mano. No vio a Pedro por ninguna parte, pero la estrecha puerta que comunicaba con la otra sala, aquella en la que guardaba las herramientas, estaba entornada. Llamó suavemente y esperó.


—Pasa.


Pedro estaba inclinado sobre un banco de trabajo que corría todo a lo largo de una pared. Tenía la mirada fija en la pistola que estaba limpiando. También había un rifle y otra pistola sobre la mesa. La visión de aquel pequeño arsenal le provocó una punzada de terror:
—¿Qué estás haciendo?


—Limpiando mis armas.


—¿Pero por qué?


—Hace tiempo que no las uso.


—Y no hay razón para que las uses ahora, Pedro.


—No soy yo quien dicta las reglas de esta situación.


—No, es algún lunático quien lo hace, pero no podemos rebajarnos a su mismo nivel.


—Lunático o lunática —precisó él—. No lo sabemos a ciencia cierta. La mayor parte de los guardianes del orfanato eran mujeres.


—Quien me llamó la otra noche era un hombre. Además, no me imagino a una mujer haciendo algo tan macabro como sustituir la cabeza de un muñeco por un cráneo.


—Algunas mujeres son capaces de cosas mucho peores.


—La verdad es que no entiendo lo que está pasando. Cedí a las amenazas. Me he mantenido callada. Pero entonces… ¿Por qué decidieron quemarme la cabaña?


—Hablaste con el sheriff a cargo del caso. Quizá ese o esa psicópata, pensó que le habías dicho algo.


—¿Pero cómo podía saberlo nadie, a excepción del propio sheriff y de sus compañeros de la policía? Por cierto, ¿cómo es que alguien ha conseguido encontrarme en esta zona, y además en una cabaña aislada, al final de una pista forestal?


—Lo han hecho, y eso es lo que me preocupa —alzó la pistola, examinando la recámara—. Creo que no deberíamos contarle al sheriff lo del incendio. Dejaremos a las fuerzas de la ley al margen de este asunto durante un tiempo.


—¿No necesitaremos un informe policial, en caso de que la cabaña esté asegurada?


—Aquí esas cosas funcionan con mucha lentitud. Unos cuantos días de retraso no significarán ninguna diferencia.


—Yo no pienso quedarme aquí unos días más.


Pedro se volvió para mirarla con expresión interrogante. Paula se bajó del taburete donde se había sentado y le puso una mano en el hombro:
—Kiara y yo nos iremos mañana.


Apretando los labios, se concentró de nuevo en la pistola que estaba limpiando.


—El peligro no desaparecerá sólo porque vuelvas a tu apartamento de Columbus, Paula.


Se estremeció visiblemente, deseando que estuviera equivocado… Pero consciente de que no era así. Bajó la mirada a las armas que descansaban en el banco de trabajo, y de repente se sintió como si estuviera inmersa en un algún extraño videojuego de guerra, con aquellas pistolas prestas a dispararse en cualquier momento y en todas direcciones…


Sólo que aquello no era ningún juego y esas armas no se dispararían solas. Si había tiros, Pedro dispararía… Y cualquier muerte pesaría sobre su conciencia.


—No puedo quedarme aquí, Pedro. No puedo hacerte esto. Tú eres un granjero, un agricultor. No eres un pistolero.


Suspirando profundamente, alzó la pistola para apuntar a un objetivo invisible.


—Te equivocas, Paula. Eso es exactamente lo que soy… O lo que era.


Pedro casi pudo sentir físicamente el cambio que aquellas palabras habían operado en su relación. Por suerte, Paula no había dado media vuelta para desaparecer y no volver nunca. Pero aunque se había quedado quieta como una estatua, tenía la sensación de que se le estaba escapando de su vida.


—¿Quién eres? ¿Qué es lo que eres? —inquirió, tensa pero con voz firme—. Si voy a confiar en ti, tengo derecho a saberlo.


Una avalancha de antiguos recuerdos lo abrumó, anegándolo por dentro.


—Salgamos de aquí. Demos un paseo por el manzanar.


—No puedo dejar a Kiara.


—Que nos acompañe.


—No sé si quiero que escuche esto.


—Correrá y jugará con Mackie, sin prestarnos atención. No nos oirá.


Paula asintió. Una leve brisa agitó su melena mientras llamaba a Kiara.


Pedro, por su parte, esperó a que se acercaran y echó a andar por el corto sendero que llevaba al manzanar. Las manzanas habían sido su salvación, aquel cultivo biológico había resultado un remedio para su alma. Pero en aquel momento, no parecían tener ningún poder de apaciguamiento o consuelo.



sábado, 14 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 32





Amparado por las sombras del bosque, el hombre dejó de enfocar a Paula Chaves con sus potentes binoculares para concentrarse en el montañés de barba. Si hubiera estado buscándolo con la mira telescópica de un rifle en lugar de con unos prismáticos, lo habría matado en un santiamén. Un solo movimiento de su dedo y aquel tipo habría pasado a ser historia.


Pero Pedro Alfonso no le interesaba. Su trabajo era asegurarse de que Paula mantuviera la boca cerrada. Francamente, estaba convencido de que no recordaba nada. Pero si recuperaba la memoria, hablaría.


La pequeña Paula Chaves, como solían llamarla en aquel entonces, la rebelde pelirroja. Siempre había sido así, y al parecer no había cambiado mucho. Si de él hubiera dependido, en aquel momento estaría muerta y enterrada en aquel sótano, al igual que aquellos desafortunados bebés. Y si seguía ignorando sus advertencias, si continuaba hablando con el sheriff o con quien fuese… Bueno, pues entonces haría lo que tuviera que hacer. Y si disfrutaba en el proceso, mucho mejor.


Continuó observando a Pedro Alfonso mientras recogía el cráneo y lo examinaba de cerca. No era más que una imitación en plástico, pero había funcionado. Paula se había quedado lívida nada más verlo. Y Alfonso había corrido en su rescate.


¡Qué ingenuidad buscar protección en los brazos de un estúpido granjero! Para ser profesora de universidad, Paula había demostrado tener muy poco cerebro.