jueves, 5 de marzo de 2020
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 5
Al cabo de quince minutos de sinuosa carretera rodeada de barrancos, llegaron al final: Un tronco derribado que alguien había puesto allí deliberadamente para impedir que algún conductor incauto se internara con su vehículo en el arroyo.
Pedro se salió de la pista y torció a la derecha, de manera que su faro quedara iluminando un sendero que se internaba en el bosque. Paula aparcó al lado y también dejó las luces encendidas. No había ninguna cabaña a la vista.
Ni pasarela tampoco.
Y estaban las dos solas con aquel extraño que seguía sin abrir la boca…
Sintió otra punzada de miedo y acarició por un instante la idea de meter la marcha atrás y alejarse a toda velocidad. En lugar de ello, sin embargo, dejó encendido el motor y bajó el cristal de la ventanilla.
—No veo la cabaña.
—Está oculta por los árboles. Pero la pasarela está a sólo unos metros, por ese sendero… O lo que queda de él. Le aconsejo que eche antes un vistazo antes de que empiece a descargar sus cosas.
—Buena idea.
Estaba impresionada… Aquel tipo había logrado pronunciar un par de frases completas. Aquello tenía que ser una buena señal. Además, al parecer sabía de lo que estaba hablando. Eso logró despejar sus miedos… Al menos lo suficiente para bajar de la furgoneta.
—¿Ya hemos llegado, mami?
—Estamos muy cerca.
Ayudó a Kiara a bajar mientras Pedro sacaba una linterna de una de las alforjas de su moto.
Paula también sacó su linterna de la guantera. La más pesada que tenía.
Si aquel tipo intentaba algo, le golpearía en la cabeza con ella y a continuación le soltaría una patada en la entrepierna. Un truco que había aprendido durante el primer año que estuvo viviendo en las calles.
—Si le parece bien, cargaré en brazos a la niña —le propuso Pedro—. Es muy inseguro andar por aquí cuando no se tiene costumbre.
Paula habría preferido cargar ella con Kiara, pero el sendero no sólo estaba lleno de raíces y de enredaderas, también de ramas y troncos derribados. Bastante tenía con procurar no caerse. De repente sintió algo corriendo bajo sus pies y dio un pequeño salto hacia delante, con tan mala suerte que tropezó con un saliente de roca. Para colmo, una rama le azotó la cara, todo en cuestión de segundos.
—¿Está bien?
—¡Oh, sí! Estupendamente.
Pedro continuó andando con Kiara cómodamente sentada sobre sus anchos hombros. Caminaba a buen paso, aunque cojeaba ostensiblemente de la pierna derecha.
—¡Qué divertido, mami! —exclamó la niña, riendo y agarrándose fuerte al cuello de Pedro—. Estamos viviendo una aventura.
—Y que lo digas —afirmó en el instante en que una zarza le arañó la pierna—. ¡Una aventura divertida de verdad!
Kiara soltó entonces una andanada de preguntas. Pedro le respondió algunas, lacónico. Paula pensó que probablemente no habría hablado tanto en meses. Por su parte, estaba absolutamente concentrada en ver dónde ponía los pies, evitando las rocas y las serpientes que se imaginaba reptando bajo la hierba.
—Aquí está.
Estaban ante la pasarela, o al menos lo que quedaba de ella. Básicamente unas cuantas tablas de madera amarradas juntas. Con rendijas entre ellas lo suficientemente anchas como para que cupiera una persona si daba un mal paso.
—¿Eso es seguro?
Pedro levantó a Kiara y la dejó en el suelo, al lado de Paula.
—Lo comprobaré —avanzó con cuidado por la pasarela y volvió lentamente, dando fuertes tirones a las barandillas de soga.
—Se puede cruzar.
Fue entonces cuando Paula descubrió la cabaña, a unos pocos metros del puente. Soltó un suspiro de alivio. Al menos existía, y aquel adusto montañés las había llevado hasta ella.
Encajaba perfectamente con la descripción que le había dado Ana. Rústica, rodeada de altos pinos, con un tejado que sobresalía del porche y un columpio de tabla.
—Una casa en el bosque, como en el cuento de los tres ositos —exclamó Kiara, deleitada, tirando a su madre de la mano.
—Tienes que agarrarte muy fuerte a mí cuando crucemos el puente —le advirtió Paula—. No te sueltes ni intentes correr, ¿entendido?
Pedro pasó con ellas. Una vez que llegaron al otro lado, Kiara soltó a su madre y lo tomó de la mano.
—¿Vas a quedarte con nosotras? —le preguntó.
—No —se apresuró a responder Paula por él—. El señor Pedro sólo nos ha acompañado para que encontremos la cabaña.
En uno de sus habituales despliegues de energía, Kiara echó a correr hacia el porche y se puso a empujar el columpio. Pedro se quedó a un lado mientras Paula abría la puerta. Estaba buscando el interruptor cuando una telaraña se le enredó en la cara. Al fin lo encontró.
—Esto parece Halloween —anunció Kiara, entrando y plantando la huella de su mano en la espesa capa de polvo que cubría una mesa.
Paula pensó que Halloween resultaba una expresión adecuada, sobretodo con la abundancia de telarañas y con el extraño insecto muerto que descansaba en mitad del suelo.
Soltó un gruñido de asco.
—No parece muy acogedora —comentó Pedro.
«El comentario brillante del día», se dijo Paula.
Apartó el insecto de una patada y examinó la habitación. Pasada la primera impresión, no tenía tan mal aspecto. Los suelos de madera de pino necesitaban un buen fregado. Había una chimenea de piedra flanqueada por dos mecedoras y un sofá tapizado, cubierto por un plástico protector. La pared del fondo estaba llena de estantes de obra, con antiguas fotografías, polvorientas cajas de juegos de mesa y gastados libros.
—Tiene su encanto —comentó Paula, decidida a sacarle el mejor partido a la situación—. Con una buena limpieza quedará estupenda.
—¿Está segura? En este parque tienen más cabañas para alquilar.
—Nosotras veníamos concretamente a ésta.
—Como quiera. Si piensa quedarse, será mejor que me ponga a descargar sus cosas.
Eso sí que la sorprendió. Había esperado que se largaría de inmediato, en el instante en que la oyera decirle que se quedaba. Y desde luego, iba a necesitar de su ayuda. Sobretodo a la hora de trasladar lo más pesado por aquel puente tan inestable.
—Tú quédate aquí —le dijo a su hija—. Siéntate en esa mecedora y no te muevas mientras el señor Pedro y yo traemos las cosas.
—Será mejor que lo haga yo solo —pronunció, saliendo de la cabaña.
Y echó a andar hacia la pasarela sin esperar su respuesta.
Paula soltó un suspiro. «Un hombre extraño… Pero servicial», pensó.
—¿Jugarás a las damas conmigo? —le preguntó Kiara, sacando una de las cajas de los estantes.
La tapa resbaló y las fichas cayeron al suelo, rodando en todas direcciones.
—Los juegos después. Ahora vamos a revisar el resto de la cabaña. Tenemos que encontrar tu dormitorio.
Si alguna dama había quedado en la caja, se cayó mientras Kiara intentaba volver a colocarla en su estante. Paula la ayudó a recogerlas, apresurándose para que Pedro no resbalara con alguna cuando entrara con su equipaje. Incluso los huraños montañeses de Georgia, podían contratar a un abogado para poner una demanda…
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 4
Nada más salir, vaciló. La camioneta y la motocicleta seguían aparcadas en la puerta. Pedro estaba inclinado sobre la moto, mientras que Henry lo miraba apoyado en la puerta de su vehículo.
Paula guardó las compras en el coche. Luego, tomando a Kiara de la mano, se acercó al mostrador de las verduras. Henry escogió aquel momento para acercarse.
—¿Van a quedarse aquí por un tiempo?
—Sí, en la cabaña de los Jackson.
—¿Ese lugar todavía se mantiene en pie?
—Eso espero.
—¿Ya había estado antes?
—No.
—Bueno, pues no espere encontrar gran cosa en esa cabaña…
—Descuide. Ya estoy advertida.
Pedro arrancó la moto en aquel instante, prácticamente ahogando en ruido su conversación. Henry se volvió y le hizo una seña para que la apagara.
—Deberías enseñarles a estas señoritas cómo se va a la cabaña Jackson, Pedro—le sugirió, acercándose a él—. Anda, asegúrate de que la encuentren antes de que se haga de noche.
Pedro se la quedó mirando sin decir nada.
—No es necesario —objetó Paula.
—Pero podría serlo —insistió Henry—. Supongo que no querrá perderse en esos bosques. Al menos con la niña.
Eso era cierto. Pero tampoco tenía muchas ganas de internarse en el bosque con aquel montañés huraño y solitario…
—Sígame —fue lo único que dijo Pedro.
Arrancó de nuevo su moto y se puso el casco.
—No estará preocupada por Pedro, ¿verdad? —le preguntó Henry a Paula, adivinándole el pensamiento.
—Un poco —admitió.
—Pues no tiene por qué. Es un solitario, pero eso no lo convierte en una mala persona. Le gusta vivir así. No hablará mucho, eso desde luego, pero se asegurará de que usted y la niña lleguen a su destino… Sanas y salvas.
Asintió con la cabeza, todavía inquieta, pero convencida de que no había motivo alguno para desconfiar de Henry. Ni de Pedro, por cierto.
Jamás había sido partidaria de juzgar a nadie por su apariencia. Recogió las bolsas de verduras y se dirigió a su furgoneta. Cuando terminó de abrocharle el cinturón de seguridad a Kiara, se volvió hacia la tienda.
Mattie y Henry estaban en el umbral y la saludaron con la mano, sonrientes, como dándole aún mayor seguridad de que no tenía motivo alguno para preocuparse…
Arrancó y volvió a la carretera, pendiente en todo momento de la luz trasera de la moto. Un par de kilómetros después se desvió a la derecha y lo siguió por una pista de tierra, sin señalizar. A partir de ese momento fue como internarse en una oscura bóveda de árboles que apenas dejaban pasar la luz.
Solamente estaban ella y Kiara, y aquel barbado montañés, dirigiéndose a una aislada cabaña al final de una estrecha y desierta carretera.
Agarrando con fuerza el volante, sintió una punzada de miedo. Pero aquello era Georgia. La rural y tranquila Georgia. Estaban a salvo.
Mientras se hacía de noche, se aferró a aquel pensamiento.
miércoles, 4 de marzo de 2020
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 3
Condujo durante otro par de kilómetros, ascendiendo por la montaña y buscando la carretera Delringer. A esas alturas, estaba dispuesta a preguntar a cualquiera. Sólo que se hallaba en mitad de la nada y no había una sola casa a la vista.
Estaba a punto de dar media vuelta cuando descubrió una pequeña tienda de alimentación justo delante. La tienda de Mattie. Estupendo.
Charlatana o no, estaría encantada de ver a aquella mujer. Ahora sólo faltaba que el local siguiera aún abierto…
Había una camioneta negra llena de barro, aparcada delante. Y una moto. Dos hombres estaban frente al mostrador de las verduras. Uno de ellos era muy corpulento y llevaba un mono de trabajo. Parecía un duro y tosco granjero. A la débil luz del atardecer aún podía distinguir los tatuajes de sus abultados bíceps.
El otro llevaba vaqueros y una camiseta de polo con las mangas recogidas hasta los codos.
Tenía una espesa barba oscura y el cabello largo, greñudo, que le ocultaba medio rostro.
—Yo no quiero comprar comestibles —protestó Kiara cuando Paula apagó el motor—. Yo quiero ir a la cabaña.
—Sólo nos detendremos un momento.
—¿Tengo que salir?
—Sí, tienes que salir. Tienes que ayudarme a escoger algo para cenar.
—Pollo. Y patatas fritas.
—Eso ya lo has comido a mediodía.
—Me gusta el pollo.
—Y a mí me gusta la verdura —se relamió los labios mientras le desabrochaba el cinturón de seguridad, en un intento por convencerla.
Miró a los hombres una vez más al tiempo que ayudaba a su hija a bajar. El tipo de la barba la estaba observando fijamente. No pudo evitar una punzada de aprensión.
Kiara corrió delante de ella, con su rizada melena al viento. Tenía el pelo aun más rojo que ella. Y también había heredado sus pecas, pero ahí terminaba el parecido.
Paula se alisó su camisa amarilla de algodón antes de entrar en la tienda. Para entonces, su hija ya estaba charlando animadamente con una mujer de mediana edad y sonrisa tan afable como cariñosa.
—Su hija dice que han venido a pasar el verano.
—Sí, vamos a quedarnos en una cabaña de la carretera Delringer. Esto es, si puedo encontrarla.
—Está muy cerca. La carretera sigue hacia Dahlonega, a un par de kilómetros de aquí.
—Debo de habérmela pasado.
—Se habrá caído el letrero. Pasa siempre. Aunque tampoco hay necesidad, con el puente hundido.
La última brizna de optimismo de Paula se evaporó en el aire.
—¿El puente hundido?
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que no puede pasar el arroyo con el coche. Aunque tampoco hay ninguna razón para hacerlo, desde que el tornado de hace dos veranos arrasó todas las cabañas de allí arriba, excepto la de los Jackson, que hace años que no vienen. Tengo entendido que el señor Jackson murió. Su esposa también. Los veranos ya no son lo mismo sin ellos.
—Usted debe de ser Mattie.
—Así es. Mattie Callahan. ¿Cómo lo sabe?
—Ana Jackson me habló de usted. Se supone que vamos a pasar el verano en su cabaña. ¿Hay alguna otra manera de llegar hasta allá?
—No. Sólo hay una carretera. Pero la cabaña está justo al otro lado del arroyo. De todas formas, será mejor que se dé prisa si quiere llegar esta noche. Le costará más encontrarla cuando oscurezca.
—¿De qué me servirá si no puedo cruzar el arroyo?
—Hay una pasarela para pasar a pie.
Paula se volvió al escuchar aquella voz. El hombre barbudo que había visto a la entrada estaba en aquel momento a menos de un paso de ella, aunque no lo había oído acercarse. La miraba con una extraña fijeza.
Kiara, que había estado concentrada en el muestrario de golosinas, dio media vuelta para observar con curiosidad al desconocido. Jamás tenía miedo de nada.
—¿Puedo tocarle la barba? —le preguntó, poniéndose de puntillas y alzando una mano.
Paula se apresuró a agarrársela.
—No molestes al señor, Kiara.
—No pasa nada.
Amablemente, se agachó para que la niña pidiera pasar los dedos por su espesa e hirsuta barba.
—¡Qué gracioso! Mi papá se la afeita.
—La mayor parte de la gente lo hace —comentó el hombre, irguiéndose de nuevo—. Me he llevado dos bolsas de tomates y uno de cada de pimientos y calabazas —añadió, dirigiéndose a Mattie.
—No hay problema, Pedro. Te los apuntaré en tu cuenta. Tal vez quieras saludar a esta gente. Van a ser tus vecinas durante el verano. Se quedarán en la cabaña de los Jackson.
De modo que el arquetípico montañés iba a ser su vecino… Su único vecino. Paula no sabía por qué, pero la idea no le producía el menor consuelo. Pese a todo, le tendió la mano.
—Soy Paula Chaves, y esta es mi hija Kiara.
En vez de estrecharle la mano, el hombre le lanzó una mirada que le erizó el vello de la nuca.
—Pedro —pronunció al fin, antes de dar media vuelta y salir de la tienda.
—No es muy hablador —le comentó Paula a Mattie.
—La verdad es que no. Se apellida Alfonso. Pedro vive solo, dedicado a su manzanar. Cultiva unas manzanas magníficas. Con quien más habla es con Henry. Y supongo que también hablará algo con ese chico de Dahlonega que tiene trabajando para él.
—¿Henry?
—Mi marido. Probablemente lo verías al entrar. Un tipo grande. La gente de por aquí lo llama Gran Perro Guardián, porque nadie se atreve a meterse con él. Excepto yo, claro. Y nuestra hija Dorinda. Lo tiene comiendo de su mano, al pobre. Ya la conocerás. Estudia en la universidad de Georgia, pero vuelve aquí todos los veranos. Quiere ser profesora.
Paula esperó a que Mattie tomara aliento para interrumpirla:
—Tengo que irme ya a la cabaña, pero antes me llevaré una bolsa de tomates y pimientos. Y algunas cosas más, para la cena de esta noche y el desayuno de mañana.
—Adelante, cariño, sírvete tú misma. Si necesitas alguna ayuda, yo estaré barriendo por aquí. Me gusta dejar la tienda bien limpia antes de cerrar. Abrimos a las diez de la mañana y…
Paula se volvió para buscar a Kiara. Estaba de nuevo ante el mostrador de las golosinas, escogiendo.
—Sólo una —le advirtió.
—¿No pueden ser dos? Me guardaré la otra para mañana.
—Sólo una… Y para después de cenar.
—Bueno, vale —cedió Kiara, a regañadientes.
La tienda era pequeña, pero parecía contar con todo lo básico: Leche, pan, queso, embutidos y verduras. Paula se apresuró a hacer sus compras, deseosa de llegar a la cabaña antes de que se hiciera de noche.
—¿Hay algo más que debería saber? —inquirió, mientras pagaba a Mattie.
—Creo que no. Simplemente lleva cuidado. Vigila a tu hija cuando salga por esos bosques, no vaya a ser que se pierda.
—Lo haré.
—Te ayudaré a meter todo esto en el coche.
—No hace falta, gracias. Me las arreglaré bien —Paula recogió las bolsas y le pasó la más pequeña a Kiara.
—No te olvides de recoger los tomates y los pimientos cuando salgas. Una vez que los pruebes, seguro que volverás a por más.
—Seguro que sí. Y a menudo.
—Me alegro. Acuérdate de que somos vecinas. Pásate cuando quieras, aunque sólo sea para charlar un rato.
—Gracias.
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 2
Paula Chaves terminó de corregir su último examen de historia y lanzó el lápiz rojo sobre el escritorio. Recostándose en su sillón, se concentró en disfrutar de aquella nueva sensación de libertad. El trimestre de primavera había terminado, y por primera vez en cuatro años, se iba a tomar libre el de verano. Sólo ella y Kiara, recorriendo el norte de Georgia, tomando el sol y respirando el aire de las montañas.
Se suponía que el padre de Kiara debería recogerla en Junio, pero a última hora había cambiado de planes anunciando que se quedaría a pasar el verano en Inglaterra… Ya que había decidido volver a casarse. Al principio la noticia le sentó un poco mal, pero hacía mucho tiempo que lo había superado. El divorcio había puesto punto final a dos años de relación, aunque el amor había muerto mucho antes. Si es que había habido realmente amor…
A esas alturas, Paula ya no estaba muy segura de lo que era o no era el amor, más allá del que sentía por su hija. El amor romántico del que había leído en las novelas o visto en el cine, parecía tener el mismo poder duradero en su vida que el algodón de azúcar que tanto le gustaba a Kiara. Bastaban unos segundos para que se evaporara, dejándole un pegajoso gusto a sacarina en la boca.
—¿Tienes ganas de irte?
Paula se giró en su sillón para ver entrar a Ana Jackson, la jefe del departamento de Historia. Con sus sesenta y tantos años, era una de las mujeres más tiernas y a la vez cargadas de energía que había conocido.
—Sí, y Kiara está tan entusiasmada que me está volviendo loca. Ha estado contando los días.
—Espero que la cabaña todavía esté habitable. Han pasado cuatro años desde la última vez que subí allí. Perdí la costumbre, y la afición, desde que murió Mario. A él le gustaba tanto…
—Mientras conserve las cuatro paredes y el tejado, me conformo. Las comodidades escasas forman parte del encanto de la montaña.
—Te he dejado escrita la ruta. Esas zonas rurales andan un poco escasas en
indicaciones, pero no creo que tengas problema en encontrarla. Si no es así, pregunta
a cualquiera por la tienda de Mattie. Henry o la propia Maite, te dirán cómo llegar a
la cabaña. De hecho, ellos podrán informarte de todo lo que necesites saber sobre la
región. Mattie es una mujer estupenda, aunque un poco charlatana. Su marido cultiva las verduras más sabrosas que he probado jamás.
—Seguro que iré a verlos.
—¡Oh! Tienes que hacerlo. En realidad forman parte de la cultura norteña de Georgia, al lado de la música folk o la sidra de manzana. Toma, aquí tienes la llave y las direcciones —le entregó un sobre blanco cerrado—. Y mi número de teléfono. Si tienes alguna pregunta, no dudes en llamarme.
—Y esta es mi llave —le dijo a su vez Paula, entregándole la de su apartamento—. Trasládate cuando empiecen a redecorar tu casa y quédate todo el tiempo que necesites.
—En teoría no serán más que un par de semanas, pero siempre es más agradable irse a una casa que a un hotel. Te agradezco el detalle.
—Espero que a las dos nos vaya igual de bien.
—No te hagas muchas ilusiones con la cabaña. Es muy rústica y los electrodomésticos eran muy viejos cuando Mario y yo la compramos hace veinte años. Pero hay un arroyo de montaña cerca, y el enorme bosque de Chattahoochee justo al otro lado de la ventana.
—Creo que es exactamente lo que Kiara y yo necesitamos.
—Entonces te dejaré trabajar para que puedas terminar de una vez y empezar con tus vacaciones.
Paula se levantó para darle un abrazo. En realidad, no se veían fuera de la universidad y no solían hablar mucho de temas personales, pero se tenían mucho cariño. Lógico, ya que llevaban cerca de cuatro años trabajando juntas.
De modo que tan pronto como Paula le comentó su intención de pasar las vacaciones en los montes Apalaches, al norte de Georgia, Ana se apresuró a ofrecerle su cabaña. De hecho, le encantaba que alguien volviera a usarla después de todo el tiempo que llevaba vacía.
Mientras guardaba sus cosas, recogió los exámenes y el fajo de correspondencia que había recibido aquella mañana. Por lo que podía ver, la mayor parte era correo basura.
De repente, un sobre escapó de entre sus dedos. Era pequeño, como una tarjeta de agradecimiento, o una invitación. Carecía de remite. Lo abrió, curiosa. Era una nota blanca, con unas letras a máquina: Deja en paz el pasado. Y nada más. Sin firma ni nada.
La tiró a la basura para recogerla segundos después, con un nudo de terror en el estómago.
El pasado. ¿Qué pasado? ¿Sus cinco años de matrimonio con Sergio? ¿Los años que había pasado trabajando por las noches para poder acceder a la universidad? ¿Los años que había mentido sobre su edad y aceptado cualquier trabajo en las calles de Atlanta para no morirse de hambre? ¿O los cinco largos años que había vivido en el orfanato de Meyers Bickham?
Incluso en aquel momento se le ponía la carne de gallina sólo de pensar en aquel lugar.
Francamente, su pasado apestaba. Era mejor dejarlo en paz.
De hecho, esa siempre había sido su intención.
Y la mayor parte de las veces lo había conseguido… Excepto cuando las pesadillas afloraban y el fantasmal llanto de un bebé resonaba en su mente como una inquietante e interminable letanía…
Esa vez se guardó la nota en un bolsillo lateral del bolso. No pretendía, sin embargo, dejarse afectar por ella. Al día siguiente por la tarde, estaría en la cabaña de las montañas. Iba a ser un verano maravilloso. Hasta el punto de que quizá aquel bebé fantasmal dejara de llorar de una vez por todas.
—¿Vamos a llegar ya, mami?
Era la enésima vez que Kiara le hacía esa pregunta desde que salieron de Columbus, hacía poco más de tres horas.
—Sólo faltan unos minutos, corazón.
Eso si lograba encontrar el atajo. Había seguido exactamente las indicaciones de Ana.
Había conducido a través de Dahlonega y luego con rumbo Oeste por la autopista 52, hacia el Parque Natural de las cascadas Amicolola. Sólo que a la derecha, no veía la indicación de la carretera Delringer.
—Quiero escalar una montaña.
—La escalaremos, pero no esta noche.
—Tendremos que ir con cuidado con las serpientes.
—Seremos muy cuidadosas.
—Y con los mosquitos. Odio los mosquitos.
—Usaremos un repelente contra los mosquitos.
—¿Me puedo comer una galleta?
—Ahora no. Es casi la hora de la cena.
La cena, que probablemente se limitaría a sandwiches de mantequilla de cacahuete y leche. Eso era lo único que llevaba, aparte de fruta y galletas. Había pensado comprar comestibles una vez que llegaran a la cabaña, pero… ¡Al diablo con aquel plan! Conducir durante toda la tarde buscando una inexistente carretera la estaba crispando demasiado.
Lamentablemente no iba a tener tiempo de comprar comida cuando encontrara la cabaña.
Si acaso llegaba a encontrarla…
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 1
Carlos Moffitt se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo, y volvió a guardárselo empapado, en el bolsillo trasero del pantalón. Demoler un edificio era un trabajo duro en cualquier época del año, pero resultaba criminal con el calor veraniego de Georgia. Por supuesto, a finales de Mayo todavía estaban en primavera, pero nadie lo habría dicho por las temperaturas. Todavía no eran las doce de la mañana y ya hacía más de treinta grados. Y eso que se hallaban en las montañas, cerca de Tennessee.
—Yo ya he cumplido con la excavadora —le dijo Gus—. Supongo que el resto tendrá que ser con pico y pala.
—No veo por qué. El terreno ya está nivelado. No queda nada más que el sótano. El tipo puede llenarlo de escombros y listo. ¿Qué importa que queden unos cuantos ladrillos debajo?
—El jefe dijo que el nuevo propietario no quería que quedara resto alguno del antiguo edificio en el solar. Dice que es una abominación…
—¡Pero si era una iglesia, por el amor de Dios! Y un orfanato después. No entiendo cómo un tipo con un mínimo de corazón puede llamarlo así.
—En cualquier caso, quien paga es él.
—A mí me da igual. Si no estuviera sudando aquí, estaría sudando en cualquier otra parte —Carlos volvió con el resto de la cuadrilla, si acaso merecía ese nombre. Un par de compañeros de instituto trabajando para ganarse algún dinero y Javier, un joven con más músculos que cerebro—. Vosotros, chicos, id a buscar los picos a la camioneta. Javier, tú tráete el martillo neumático y enchúfalo al generador. Vamos a tirar abajo los muros del sótano.
Los chicos del instituto se encogieron de hombros, tomándose todo el tiempo del mundo. Javier se encaminó sonriente hacia el martillo neumático, su herramienta preferida.
Carlos se acercó a la camioneta, sacó una lata de soda de la nevera portátil y se la bebió de golpe. Estaba a punto de volver al sótano, cuando oyó la retahíla de maldiciones que estaba soltando Javier.
—¿Tienes algún problema? —le preguntó, asomándose al agujero rodeado de escombros y tierra.
—Podría decirse que sí. He encontrado un cráneo.
Lo levantó para que todo el mundo lo viera.
—Parece muy pequeño —comentó Gus, saltando dentro del agujero—. Tiene que ser de un bebé.
Javier se agachó para examinar el lugar exacto donde lo había extraído. Esa vez sacó un hueso que parecía pertenecer a la espina dorsal. De repente, uno de los chicos del instituto golpeó con su pico un ladrillo suelto y todo un muro empezó a caer. Carlos se apartó justo a tiempo de que un segundo cráneo rodara por el suelo, a sus pies.
—No pienso cavar en un cementerio —dijo Javier, retrocediendo—. Es un sacrilegio.
—Aquí no había ningún cementerio —declaró Gus—. Sólo una iglesia y un orfanato. Se supone que aquí no tenía por qué haber ningún cadáver. Creo que será mejor que llame al sheriff.
Carlos se apartó del cráneo. Sentía una extraña inquietud. Y también estaba algo asustado, pese a que eso era algo que no le ocurría con facilidad…
—Chicos, salid ahora mismo de ahí y dejadlo todo donde estaba —les ordenó Gus, mientras marcaba un número en su móvil.
Ninguno de ellos esperó a que se lo dijeran dos veces. Lo curioso fue que ya no les pareció que hacía tanto calor. De hecho, Carlos se había quedado estremecido. Helado hasta los huesos.
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