miércoles, 4 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 2





Paula Chaves terminó de corregir su último examen de historia y lanzó el lápiz rojo sobre el escritorio. Recostándose en su sillón, se concentró en disfrutar de aquella nueva sensación de libertad. El trimestre de primavera había terminado, y por primera vez en cuatro años, se iba a tomar libre el de verano. Sólo ella y Kiara, recorriendo el norte de Georgia, tomando el sol y respirando el aire de las montañas.


Se suponía que el padre de Kiara debería recogerla en Junio, pero a última hora había cambiado de planes anunciando que se quedaría a pasar el verano en Inglaterra… Ya que había decidido volver a casarse. Al principio la noticia le sentó un poco mal, pero hacía mucho tiempo que lo había superado. El divorcio había puesto punto final a dos años de relación, aunque el amor había muerto mucho antes. Si es que había habido realmente amor…


A esas alturas, Paula ya no estaba muy segura de lo que era o no era el amor, más allá del que sentía por su hija. El amor romántico del que había leído en las novelas o visto en el cine, parecía tener el mismo poder duradero en su vida que el algodón de azúcar que tanto le gustaba a Kiara. Bastaban unos segundos para que se evaporara, dejándole un pegajoso gusto a sacarina en la boca.


—¿Tienes ganas de irte?


Paula se giró en su sillón para ver entrar a Ana Jackson, la jefe del departamento de Historia. Con sus sesenta y tantos años, era una de las mujeres más tiernas y a la vez cargadas de energía que había conocido.


—Sí, y Kiara está tan entusiasmada que me está volviendo loca. Ha estado contando los días.


—Espero que la cabaña todavía esté habitable. Han pasado cuatro años desde la última vez que subí allí. Perdí la costumbre, y la afición, desde que murió Mario. A él le gustaba tanto…


—Mientras conserve las cuatro paredes y el tejado, me conformo. Las comodidades escasas forman parte del encanto de la montaña.


—Te he dejado escrita la ruta. Esas zonas rurales andan un poco escasas en
indicaciones, pero no creo que tengas problema en encontrarla. Si no es así, pregunta
a cualquiera por la tienda de Mattie. Henry o la propia Maite, te dirán cómo llegar a
la cabaña. De hecho, ellos podrán informarte de todo lo que necesites saber sobre la
región. Mattie es una mujer estupenda, aunque un poco charlatana. Su marido cultiva las verduras más sabrosas que he probado jamás.


—Seguro que iré a verlos.


—¡Oh! Tienes que hacerlo. En realidad forman parte de la cultura norteña de Georgia, al lado de la música folk o la sidra de manzana. Toma, aquí tienes la llave y las direcciones —le entregó un sobre blanco cerrado—. Y mi número de teléfono. Si tienes alguna pregunta, no dudes en llamarme.


—Y esta es mi llave —le dijo a su vez Paula, entregándole la de su apartamento—. Trasládate cuando empiecen a redecorar tu casa y quédate todo el tiempo que necesites.


—En teoría no serán más que un par de semanas, pero siempre es más agradable irse a una casa que a un hotel. Te agradezco el detalle.


—Espero que a las dos nos vaya igual de bien.


—No te hagas muchas ilusiones con la cabaña. Es muy rústica y los electrodomésticos eran muy viejos cuando Mario y yo la compramos hace veinte años. Pero hay un arroyo de montaña cerca, y el enorme bosque de Chattahoochee justo al otro lado de la ventana.


—Creo que es exactamente lo que Kiara y yo necesitamos.


—Entonces te dejaré trabajar para que puedas terminar de una vez y empezar con tus vacaciones.


Paula se levantó para darle un abrazo. En realidad, no se veían fuera de la universidad y no solían hablar mucho de temas personales, pero se tenían mucho cariño. Lógico, ya que llevaban cerca de cuatro años trabajando juntas. 


De modo que tan pronto como Paula le comentó su intención de pasar las vacaciones en los montes Apalaches, al norte de Georgia, Ana se apresuró a ofrecerle su cabaña. De hecho, le encantaba que alguien volviera a usarla después de todo el tiempo que llevaba vacía.


Mientras guardaba sus cosas, recogió los exámenes y el fajo de correspondencia que había recibido aquella mañana. Por lo que podía ver, la mayor parte era correo basura.


De repente, un sobre escapó de entre sus dedos. Era pequeño, como una tarjeta de agradecimiento, o una invitación. Carecía de remite. Lo abrió, curiosa. Era una nota blanca, con unas letras a máquina: Deja en paz el pasado. Y nada más. Sin firma ni nada.


La tiró a la basura para recogerla segundos después, con un nudo de terror en el estómago. 


El pasado. ¿Qué pasado? ¿Sus cinco años de matrimonio con Sergio? ¿Los años que había pasado trabajando por las noches para poder acceder a la universidad? ¿Los años que había mentido sobre su edad y aceptado cualquier trabajo en las calles de Atlanta para no morirse de hambre? ¿O los cinco largos años que había vivido en el orfanato de Meyers Bickham? 


Incluso en aquel momento se le ponía la carne de gallina sólo de pensar en aquel lugar. 


Francamente, su pasado apestaba. Era mejor dejarlo en paz.


De hecho, esa siempre había sido su intención. 


Y la mayor parte de las veces lo había conseguido… Excepto cuando las pesadillas afloraban y el fantasmal llanto de un bebé resonaba en su mente como una inquietante e interminable letanía…


Esa vez se guardó la nota en un bolsillo lateral del bolso. No pretendía, sin embargo, dejarse afectar por ella. Al día siguiente por la tarde, estaría en la cabaña de las montañas. Iba a ser un verano maravilloso. Hasta el punto de que quizá aquel bebé fantasmal dejara de llorar de una vez por todas.


—¿Vamos a llegar ya, mami?


Era la enésima vez que Kiara le hacía esa pregunta desde que salieron de Columbus, hacía poco más de tres horas.


—Sólo faltan unos minutos, corazón.


Eso si lograba encontrar el atajo. Había seguido exactamente las indicaciones de Ana. 


Había conducido a través de Dahlonega y luego con rumbo Oeste por la autopista 52, hacia el Parque Natural de las cascadas Amicolola. Sólo que a la derecha, no veía la indicación de la carretera Delringer.


—Quiero escalar una montaña.


—La escalaremos, pero no esta noche.


—Tendremos que ir con cuidado con las serpientes.


—Seremos muy cuidadosas.


—Y con los mosquitos. Odio los mosquitos.


—Usaremos un repelente contra los mosquitos.


—¿Me puedo comer una galleta?


—Ahora no. Es casi la hora de la cena.


La cena, que probablemente se limitaría a sandwiches de mantequilla de cacahuete y leche. Eso era lo único que llevaba, aparte de fruta y galletas. Había pensado comprar comestibles una vez que llegaran a la cabaña, pero… ¡Al diablo con aquel plan! Conducir durante toda la tarde buscando una inexistente carretera la estaba crispando demasiado. 


Lamentablemente no iba a tener tiempo de comprar comida cuando encontrara la cabaña. 


Si acaso llegaba a encontrarla…





No hay comentarios.:

Publicar un comentario