miércoles, 4 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 3




Condujo durante otro par de kilómetros, ascendiendo por la montaña y buscando la carretera Delringer. A esas alturas, estaba dispuesta a preguntar a cualquiera. Sólo que se hallaba en mitad de la nada y no había una sola casa a la vista.


Estaba a punto de dar media vuelta cuando descubrió una pequeña tienda de alimentación justo delante. La tienda de Mattie. Estupendo. 


Charlatana o no, estaría encantada de ver a aquella mujer. Ahora sólo faltaba que el local siguiera aún abierto…


Había una camioneta negra llena de barro, aparcada delante. Y una moto. Dos hombres estaban frente al mostrador de las verduras. Uno de ellos era muy corpulento y llevaba un mono de trabajo. Parecía un duro y tosco granjero. A la débil luz del atardecer aún podía distinguir los tatuajes de sus abultados bíceps.


El otro llevaba vaqueros y una camiseta de polo con las mangas recogidas hasta los codos.


Tenía una espesa barba oscura y el cabello largo, greñudo, que le ocultaba medio rostro.


—Yo no quiero comprar comestibles —protestó Kiara cuando Paula apagó el motor—. Yo quiero ir a la cabaña.


—Sólo nos detendremos un momento.


—¿Tengo que salir?


—Sí, tienes que salir. Tienes que ayudarme a escoger algo para cenar.


—Pollo. Y patatas fritas.


—Eso ya lo has comido a mediodía.


—Me gusta el pollo.


—Y a mí me gusta la verdura —se relamió los labios mientras le desabrochaba el cinturón de seguridad, en un intento por convencerla.


Miró a los hombres una vez más al tiempo que ayudaba a su hija a bajar. El tipo de la barba la estaba observando fijamente. No pudo evitar una punzada de aprensión.


Kiara corrió delante de ella, con su rizada melena al viento. Tenía el pelo aun más rojo que ella. Y también había heredado sus pecas, pero ahí terminaba el parecido.


Paula se alisó su camisa amarilla de algodón antes de entrar en la tienda. Para entonces, su hija ya estaba charlando animadamente con una mujer de mediana edad y sonrisa tan afable como cariñosa.


—Su hija dice que han venido a pasar el verano.


—Sí, vamos a quedarnos en una cabaña de la carretera Delringer. Esto es, si puedo encontrarla.


—Está muy cerca. La carretera sigue hacia Dahlonega, a un par de kilómetros de aquí.


—Debo de habérmela pasado.


—Se habrá caído el letrero. Pasa siempre. Aunque tampoco hay necesidad, con el puente hundido.


La última brizna de optimismo de Paula se evaporó en el aire.


—¿El puente hundido?


—¿Qué quiere decir?


—Quiero decir que no puede pasar el arroyo con el coche. Aunque tampoco hay ninguna razón para hacerlo, desde que el tornado de hace dos veranos arrasó todas las cabañas de allí arriba, excepto la de los Jackson, que hace años que no vienen. Tengo entendido que el señor Jackson murió. Su esposa también. Los veranos ya no son lo mismo sin ellos.


—Usted debe de ser Mattie.


—Así es. Mattie Callahan. ¿Cómo lo sabe?


—Ana Jackson me habló de usted. Se supone que vamos a pasar el verano en su cabaña. ¿Hay alguna otra manera de llegar hasta allá?


—No. Sólo hay una carretera. Pero la cabaña está justo al otro lado del arroyo. De todas formas, será mejor que se dé prisa si quiere llegar esta noche. Le costará más encontrarla cuando oscurezca.


—¿De qué me servirá si no puedo cruzar el arroyo?


—Hay una pasarela para pasar a pie.


Paula se volvió al escuchar aquella voz. El hombre barbudo que había visto a la entrada estaba en aquel momento a menos de un paso de ella, aunque no lo había oído acercarse. La miraba con una extraña fijeza.


Kiara, que había estado concentrada en el muestrario de golosinas, dio media vuelta para observar con curiosidad al desconocido. Jamás tenía miedo de nada.


—¿Puedo tocarle la barba? —le preguntó, poniéndose de puntillas y alzando una mano.


Paula se apresuró a agarrársela.


—No molestes al señor, Kiara.


—No pasa nada.


Amablemente, se agachó para que la niña pidiera pasar los dedos por su espesa e hirsuta barba.


—¡Qué gracioso! Mi papá se la afeita.


—La mayor parte de la gente lo hace —comentó el hombre, irguiéndose de nuevo—. Me he llevado dos bolsas de tomates y uno de cada de pimientos y calabazas —añadió, dirigiéndose a Mattie.


—No hay problema, Pedro. Te los apuntaré en tu cuenta. Tal vez quieras saludar a esta gente. Van a ser tus vecinas durante el verano. Se quedarán en la cabaña de los Jackson.


De modo que el arquetípico montañés iba a ser su vecino… Su único vecino. Paula no sabía por qué, pero la idea no le producía el menor consuelo. Pese a todo, le tendió la mano.


—Soy Paula Chaves, y esta es mi hija Kiara.


En vez de estrecharle la mano, el hombre le lanzó una mirada que le erizó el vello de la nuca.


Pedro —pronunció al fin, antes de dar media vuelta y salir de la tienda.


—No es muy hablador —le comentó Paula a Mattie.


—La verdad es que no. Se apellida Alfonso. Pedro vive solo, dedicado a su manzanar. Cultiva unas manzanas magníficas. Con quien más habla es con Henry. Y supongo que también hablará algo con ese chico de Dahlonega que tiene trabajando para él.


—¿Henry?


—Mi marido. Probablemente lo verías al entrar. Un tipo grande. La gente de por aquí lo llama Gran Perro Guardián, porque nadie se atreve a meterse con él. Excepto yo, claro. Y nuestra hija Dorinda. Lo tiene comiendo de su mano, al pobre. Ya la conocerás. Estudia en la universidad de Georgia, pero vuelve aquí todos los veranos. Quiere ser profesora.


Paula esperó a que Mattie tomara aliento para interrumpirla:
—Tengo que irme ya a la cabaña, pero antes me llevaré una bolsa de tomates y pimientos. Y algunas cosas más, para la cena de esta noche y el desayuno de mañana.


—Adelante, cariño, sírvete tú misma. Si necesitas alguna ayuda, yo estaré barriendo por aquí. Me gusta dejar la tienda bien limpia antes de cerrar. Abrimos a las diez de la mañana y…


Paula se volvió para buscar a Kiara. Estaba de nuevo ante el mostrador de las golosinas, escogiendo.


—Sólo una —le advirtió.


—¿No pueden ser dos? Me guardaré la otra para mañana.


—Sólo una… Y para después de cenar.


—Bueno, vale —cedió Kiara, a regañadientes.


La tienda era pequeña, pero parecía contar con todo lo básico: Leche, pan, queso, embutidos y verduras. Paula se apresuró a hacer sus compras, deseosa de llegar a la cabaña antes de que se hiciera de noche.


—¿Hay algo más que debería saber? —inquirió, mientras pagaba a Mattie.


—Creo que no. Simplemente lleva cuidado. Vigila a tu hija cuando salga por esos bosques, no vaya a ser que se pierda.


—Lo haré.


—Te ayudaré a meter todo esto en el coche.


—No hace falta, gracias. Me las arreglaré bien —Paula recogió las bolsas y le pasó la más pequeña a Kiara.


—No te olvides de recoger los tomates y los pimientos cuando salgas. Una vez que los pruebes, seguro que volverás a por más.


—Seguro que sí. Y a menudo.


—Me alegro. Acuérdate de que somos vecinas. Pásate cuando quieras, aunque sólo sea para charlar un rato.


—Gracias.




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