martes, 28 de enero de 2020

ADVERSARIO: CAPITULO 32




—NO, no estás bien —le dijo Laura con firmeza al ignorar las negativas débiles de Paula.


Estaban sentadas en la oficina de Laura a donde Paula fue a entregar trabajo y a recoger un poco más, pero después de lanzar un vistazo al cuerpo tenso, encorvado y al rostro demasiado pálido, Laura la obligó a sentarse, y le dijo que creía que lo que Paula necesitaba era un poco de descanso en lugar de más trabajo.


—Pero, no quiero descansar —Paula volvió a protestar, añadió temblorosa—. Yo no puedo descansar...


—Entonces, alguien tendrá que obligarte a que lo hagas —le dijo Laura y añadió con un tono más amable—. Paula, sé como te sientes. Recuerdo cuando yo perdí a mi abuela, pero el hecho de que te enfermes no hará que regrese tu tía. Y sé que lo último que ella desearía es que te pongas en este estado.


Paula no podía hablar. Sabía que lo que Laura le decía era la verdad, y estaba demasiado avergonzada como para admitir ante su amiga que no era sólo la muerte de su tía lo que hacía que se sintiera así, tan deprimida, sin que le importara nada lo que le ocurría. Pero, ¿cómo podría contarle a Laura lo ocurrido con Pedro aquella noche, su comportamiento... las cosas que hizo... que dijo? Aún ahora el recuerdo era suficiente para que se sonrojara y se estremeciera. Y lo peor era que, debajo de su vergüenza y culpabilidad, durante la noche, cuando por el cansancio su mente no lograba controlar los impulsos de su cuerpo, ella sufría por él... todavía lo deseaba... todavía suplicaba que estuviera a su lado. Y, hasta cuando dormía, los sueños eran vividos y dolorosos, estaban llenos de su recuerdo, de un anhelo ilógico de que hubiera entre ellos una unión emocional que no existía.


Habían pasado quince días desde el entierro de su tía. Descubrió que muchas, muchas veces al día, hacía una anotación mental para recordar algunos de los pequeños incidentes que comentar con ella cuando la visitara en el hospital, sólo para tener que reconocer que era inútil, que su tía ya no estaba allí para escucharla; y, sin embargo, a menudo descubría que sostenía conversaciones imaginarias con ella, y de alguna manera encontraba consuelo al hacerlo, casi sentía la presencia de su tía, le parecía que la escuchaba... que la tranquilizaba.


Sí, pensaría en su tía, si no con aceptación, al menos con el entendimiento de que su muerte fue tranquila y digna y en la manera en la que ella la quería; la pérdida, el dolor, el pesar, esas eran sus emociones, no estaban manchadas por la muerte de su tía.


Pero, cuando se trataba de Pedro, sus pensamientos eran más turbulentos y dolorosos.


Cuando despertaba por la mañana, en realidad se sentía enferma por la tristeza y el anhelo.


Ese malestar debilitante era el responsable de su palidez y de la pérdida de peso, y de manera indirecta de la aseveración de Laura en cuanto a que necesitaba descanso, relajación, dejar de trabajar un poco. Pero no se atrevía a dejar dé trabajar. El trabajo era todo lo que permanecía entre ella y su obsesiva necesidad de pensar en Pedro, de recordarlo que sintió al tocarlo... al estar con él... al amarlo.


Se movió inquieta sobre la silla, haciendo que Laura frunciera el ceño.


—Bebe tu café —le sugirió Laura—. Después me tomaré un par de horas libres y tú y yo nos sentaremos en el jardín a descansar y a que te relajes un poco.


De inmediato Paula empezó a negar con la cabeza, pero se detuvo. ¿Qué objeto tenía discutir? Laura hablaba en serio, y ella no podía insistir en que necesitaba el trabajo para pagar su hipoteca.


Una de las mayores sorpresas fue enterarse de que su tía le dejó una suma considerable de dinero. Dinero que cuidadosa, ahorró durante muchos años, a través de miles de pequeños sacrificios que nunca se mencionaron, pero que al recordar, Paula podía ver con toda claridad y que le arrasaron los ojos de lágrimas cuando el abogado le leyó el testamento.


Ella hubiera querido gritar entonces que nunca hubo la necesidad de que su tía se abstuviera de los pequeños lujos que podrían haber hecho su vida más cómoda, sólo para dejarla segura en el aspecto financiero. Ella estaba joven y sana y era más que capaz de ganarse la vida. Y, sin embargo, en la carta que le dejara, su tía le explicaba que eso era algo que siempre quiso hacer por ella, añadir algo a la suma que le dejaron sus padres, y que fue invertida, usando los intereses para cubrir los gastos de las vacaciones de Paula o para la asignación que se le diera en sus días en la universidad.


La consideración de su tía, su interés, su amor, que la consolaban aunque ella ya no estuviera allí para hacerlo, hicieron que brotaran nuevas lágrimas en los ojos de Paula.


Poco después de la partida de Pedro, obtuvo la dirección de su oficina matriz en Londres y le envió un cheque regresando el alquiler que había pagado. Era demasiado orgullosa como para quedarse con el dinero que él dijera no tenía importancia. No sería importante para él, pero para ella lo era, y mucho.


—Bebe tu café —insistió Laura.


Obediente, Paula tomó la taza, pero en el instante en que él aroma le llegó a la nariz, la invadió una nausea tal, que tuvo que dejarlo, cubrirse la boca con la mano, se puso de pie, la palidez le dijo a Laura lo que sentía, por lo que la mujer se apresuró a su lado a ayudarla a ir al cuarto de baño.





ADVERSARIO: CAPITULO 31





Una vez en casa, subió y abrió la puerta del dormitorio que ocupara Pedro. Se veía en orden y desnudo, carente de todo recuerdo de él. Entró y se sentó sobre la cama... su cama... Miró la almohada blanca que nadie tocara. En alguna ocasión allí descansó su cabeza. Cerró los ojos, lo visualizó, sentía ahora el sufrimiento doloroso que la atacaba, le dio la bienvenida, era un castigo que merecía por sentirse así... era una tonta por haberse enamorado de un hombre que no estaba interesado en su amor.


Enamorado... formó una sonrisa plena de amargura. ¿Por qué no se había dado cuenta de la verdad antes... antes que fuera demasiado tarde... antes que ella de manera deliberada se lo ocultara a sí misma?


Sí, desde luego, el trauma de la muerte de su tía liberó sus inhibiciones, destruyó su auto control, la enloqueció por el dolor, por un rato, al menos; pero, no sólo fue eso lo que hizo que se apoyara en Pedro, que le hiciera suplicarle que le hiciera el amor. Su cuerpo, sus sentidos sabían lo que la mente se negaba a reconocer. ¿No era eso, después de todo, por lo que no trató de decirle la verdad, de corregir la idea errónea que tenía de ella, explicarle que no había un amante casado; pues, sabía que si lo hacía, si ella retiraba esa barrera que había entre ellos, quedaría vulnerable a él y a sus propios sentimientos?


Se cubrió el rostro con las manos y dio rienda suelta a su pena.


¿No tenía orgullo, auto estima? Sabía que él no la amaba. Lo supo esa noche, pero lo ignoró y en vez de eso...


Dejó escapar un gemido de dolor y de tortura. 


No era de extrañar que Pedro se hubiera ido con tanta prisa. ¿Se habría dado cuenta de lo que ella no quería admitir, vio más allá de su antagonismo aparente y reconoció los sentimientos que tenía por él? Rogaba que no hubiera sido así. Rogaba que él sólo creyera que ella lo usaba por que su amante la había dejado.


Se volvió a estremecer. Era un estremecimiento tenso. Se sintió mal otra vez... Se puso de pie, se dirigió al cuarto de baño.


Ese malestar constante la agotaba tanto, y apenas había probado bocado en todo el día, sólo un poco de la comida que Laura le preparara.


Desde luego que todo esto era ocasionado por la muerte de su tía. La gente reaccionaba de diferentes formas ante la pérdida y el dolor, ella lo sabía... no porque fuera el tipo de gente normal que sufría constantes ataques de náusea; de hecho...


Había cosas que tenía que hacer, pero, no logró reunir la energía. Se sentía acabada, vacía... agotada y al mismo tiempo reticente a hacer nada que la sacara de ese letargo. Era una isla protectora, más allá de donde los tiburones de la soledad, el dolor y la desesperación esperaban para atacarla con sus dientes agudos. No, ella estaba mejor... a salvo en donde se encontraba, rodeada del manto protector de la inercia...


Cansada se acostó sobre la cama, cerró los ojos, apoyó la mano sobre la almohada, la alisó, acariciándola como en una ocasión acariciara la piel de Pedro. Pero el contacto de la almohada no se parecía en nada al contacto de la piel; se mantenía inmóvil, inanimada, no respondía.



ADVERSARIO: CAPITULO 30




Algo le advirtió, antes de desdoblarlo, lo que contendría. Lo leyó de prisa, lo dejó caer sobre la mesa como si le quemara, primero palideció y después se sonrojó al darse cuenta de todo lo que no decía esa nota, breve y cortés.


Estaba disgustado con ella... enfermo por su comportamiento, y, ¿por qué no? Ella misma se sentía así. No le sorprendía que hubiera decidido irse... Temblando, tomó la nota otra vez y ausente alisó el papel. La escritura era clara y bien trazada. Se descubrió viendo la firma, la absorbía, la delineaba con la punta del dedo, como la noche anterior trazara un sendero erótico a lo largo de la parte interior del muslo de Pedro cuando él... Pasó saliva, confundida y abrumada por lo que sentía. Lo último que deseaba era verlo, tener que leer en su mirada el conocimiento de lo que hicieron, y sin embargo, en vez de alegrarse por el contenido de la nota, se sentía... abandonada, perdida, rechazada. Se sentía infeliz, tal como estaba la noche anterior cuando murió su tía. Pero, era tonto, imposible... Pedro Alfonso no significaba nada para ella... menos que nada, de hecho. 


Apenas lo conocía; se dijo con un estremecimiento.


Su menté la corrigió. Contra su voluntad, le pasó pequeñas imágenes de él en la mente. 


Inmisericorde, le recordó todo lo que sabía de Pedro; la manera como caminaba, los cambios de expresión que se reflejaban en los ojos, la manera en que se movía... el aroma del cuerpo, el sabor, el contacto de él.


Conocimiento físico, se desdeñó. No significaba nada.


Pero el conocimiento que tenía de él no sólo era físico; iba mucho más allá que eso. El era compasivo, solícito. Mantenía puntos de vista de la vida fuertes y firmes. Era una ironía que su línea de pensamiento fuera muy semejante a la suya. Como él, pensaba que era necesario que la pareja trabajara duro para mantener una relación sana, viva... que, una vez que se entregara a otra persona, sería de por vida, no sólo mientras la excitación sexual durara entre ellos; y, sin embargo, la noche anterior...


El teléfono por fortuna interrumpió sus pensamientos, y, sin embargo, al llegar a contestar y reconocer la voz de la enfermera del hospital, sintió un inmenso dolor de desilusión como si esperara que la llamada fuera de alguien más... como anhelaban sus sentidos; escuchar el sonido de la voz de Pedro.


La mujer le decía que lamentaba molestarla, pero tenía que hacerse cargo de ciertas formalidades, había cosas que hacer.


Temblorosa, Paula la escuchó y le agradeció sus consejos y sugerencias. El sepelio sería muy tranquilo, conocían a muy poca gente de la localidad, y, antes de eso, en el suburbio agitado en donde creciera, la gente iba y venía, y su tía siempre fue una persona reservada.


El pequeño pueblo se enorgullecía de tener una iglesia antigua con un cementerio tradicional y Paula sabía que su tía deseaba que la enterraran allí. Los días subsecuentes fueron muy dolorosos para Paula.


Tuvo muchas cosas que hacer, cosas que la mantuvieron ocupada igual que a su mente, y a pesar de toda la actividad, el dolor de su perdida era una carga que siempre estaba presente.


Durante la noche no podía dormir, permanecía acostada sobre la cama con los ojos abiertos, extenuada; recordaba cosas de su niñez, de su adolescencia... recordaba los pequeños y los grandes sacrificios que su tía hiciera por ella... recordaba y sufría por no poder decirle cuánto le agradecía todo lo que hizo por ella.


Lo ocurrido con Pedro era algo que había empujado a la parte posterior de su mente, se creía incapaz de enfrentarse a eso a la vez que a la muerte de su tía.


Las personas se mostraban amables, compasivas y comprensivas con ella, pero la pérdida era suya, no de la gente. Se sentía aislada de ellos, sola, de tal manera, que cuando lo consideraba, se aterrorizaba. Era como si en verdad hubiera una barrera física entre ella y el resto del mundo, como si su pena la apartara de ellos de cierta forma, como si la colocara en un sitio aparte.


No podía dormir ni comer, sentía náusea constante. Nada a su alrededor le parecía real.


Estas eran cosas que a menudo se sienten después de la muerte de un ser querido, le explicó la enfermera. Le sugirió que le serviría tener a alguien con quién hablar. Le explicó que la mayor parte de la gente se aleja, pues teme mencionar a la persona que se ha ido... teme parecer poco sensible. Pero, a menudo, lo que la persona necesita más que nada, es a alguien con quién hablar... alguien que escuche mientras hablan de la persona que han perdido.


—Contamos con un grupo que ayuda a las personas a salir de esta etapa. Si quiere yo...


Paula de inmediato negó con la cabeza.


—No, no. Estaré bien —le dijo con voz ronca—. Tengo que volver a trabajar... y hay otras cosas que hacer... La ropa de mi tía... sus papeles... y las rosas...


Notó el silencio compasivo que surgió después de que se negara a recibir ayuda, pero lo último que quería era hablar de su tía con alguien más... alguien que no la conoció... alguien que no sabía...


Paula reconoció que se comportaba de manera irracional, y sin embargo, se creía incapaz de hacer nada para evitarlo. Sentía como si cada músculo, cada fibra de su cuerpo, se tensara formando una bola de rechazo... no podía soportar que nadie se le acercara ni en lo físico, ni en lo emocional.


Laura Mather se ofreció a ayudarla, encargándose de los preparativos para el sepelio, pero Paula no aceptó su gentileza. 


Sería el último acto que hiciera por su tía... la prueba final de su amor...


Las emociones la controlaban, la impulsaban, tenía necesidades que no podía empezar a analizar, sus temores, su culpa se acrecentaba por su comportamiento la noche en que murió su tía. Sus recuerdos de esa noche eran algo que seguía acosándola y atormentándola. No podía olvidarlos, ni ignorarlos por más que lo intentara.


No era de sorprender que Pedro se fuera de la forma en que lo hizo. Debió estar disgustado con ella... pero no más que ella misma. Descubrió que no podía dejar de pensar en él... no podía dejar de recordar... ¿Por qué su recuerdo, su imaginación insistía en conjurar imágenes de él tocándola no sólo con deseo y pasión, sino con ternura, emoción, solicitud...? Cosas que ella sabía era imposible que él sintiera, como si su propia mente tuviera que disimular lo que ella hiciera en la falacia de algún tipo de unión emocional entre ellos... una unión que no era posible que existiera.


Se sentía como alguien atrapado en una trampa, así que, no importaba cuánto se retorciera y se volviera, no se podría librar de ella. Era como si al unirse a él hubiera de alguna manera creado dentro de sí un deseo emocional de su presencia. Cualquiera diría que lo amaba, no que sólo compartió la cama con él, se dijo amargada la mañana del sepelio de su tía. Así era como se comportaba; ¡como una mujer enamorada, y no sólo como una mujer que se hubiera entregado a alguien en un impulso sexual grotesco!


El sepelio fue tranquilo y de alguna manera le levantó el ánimo... la tranquilizó... la dejó con una conciencia extraña de la rectitud de las cosas, con una sensación inesperada de paz que aquietó el dolor agudo de su pérdida.


A pesar de sus protestas, Laura insistió en acompañarla, se paró a unos cuantos pasos de ella a un lado de la tumba.


Era una mañana fría, sin brisa y, antes de salir, Paula cortó cada una de las flores de los rosales, las ató con un sencillo listón de seda. Al colocarlas sobre el ataúd, se le nubló la vista por las lágrimas, y el desagradable sabor ácido de la náusea le llenó la garganta.


Sólo porque ya no estaría con ella en un sentido físico, no significaba que hubiera desaparecido el amor que sentía por ella, le dijo su tía antes de morir. Le dijo que siempre permanecería a su lado.




lunes, 27 de enero de 2020

ADVERSARIO: CAPITULO 29




Paula no quería despertar, era demasiado consciente de la infelicidad que la esperaba una vez que recuperara el sentido. Sin embargo, sabía que ya era muy tarde.


Ya percibía los sonidos de la mañana; los pájaros fuera de la ventana, la luz que entraba en la habitación, dos cosas que no iban de acuerdo a su estado de ánimo.


Los pájaros no debían cantar. El sol no debía brillar. El día debía ser un reflejo de lo que ella sentía, el cielo gris y cargado, oscuro anhelante de encontrar el alivio que la lluvia le pudiera proporcionar.


Su tía había muerto; hasta ahora empezaba a admitir la realidad. Se estremeció cuando las imágenes dolorosas empezaron a presentarse en su mente; su tía en el lecho del hospital, ella a su lado, abrazándola, hablando Con ella, después la pérdida de conciencia, y entonces, justo antes del fin, una lucidez breve. Apretó los ojos y se tensó cuando imágenes muy diferentes acudieron a su memoria... imágenes que nada tenían que ver con las largas horas que pasara al lado del lecho de su tía, imágenes que con seguridad no podían ser más que producto de su fantasía... imágenes que no podían ser reales, y que sin embargo, sus sentidos le decían que sí lo eran.


Se sentó sobre la cama, emitió un jadeo de sorpresa al notar que estaba desnuda. Al moverse con demasiada brusquedad, sintió los músculos tensos, el cuerpo dolorido. Su bata de felpa estaba bien doblada sobre una silla a un lado de la ventana, verla la tranquilizó un poco; el cuidado con el que estaba colocada allí negaba que hubiera sido descartada con el abandono de la pasión que sus sentidos le sugerían, pero al volver la cabeza y ver hacia la puerta cerrada del dormitorio, notó el hueco en la almohada junto a la suya, y cuando reaccionó y la tocó con dedos temblorosos, el contacto con el lino arrugado dejó escapar un leve pero muy masculino aroma de jabón y colonia que reconoció al instante.


Entonces, ¿era cierto? ¿Pedro Alfonso y ella fueron amantes la noche anterior? ¿Se aferró a el, le suplicó que la tocara, que la besara, que tomara su cuerpo...?


Emitió un sonido de negación en las profundidades de la garganta, fue un gemido de rechazo a la aceptación de algo que su mente no estaba dispuesta a permitir.


No lograba contener los recuerdos, sus palabras entrecortadas, los sentidos... el contacto, las caricias, cada una más sensual que la anterior, cada una más abrumadora, más condenatoria que la anterior.


La embargaba la angustia, tensaba los músculos como defensa a lo que su mente le decía, la comprensión de lo que hizo no la abandonaba.


Y ella no podía culparlo... no podía fingir que fue culpa de Pedro, que él la había instigado, ni siquiera podía decir que era el deseo lo que los llevó a convertirse en amantes. No, ella fue quien...


Paula se estremeció. Recordaba con toda claridad las cosas que le dijera, las súplicas... la manera en que lo tocara; y al hacerlo apenas lograba comprender por qué se comportó de esa manera. Le parecía tan extraño... tan increíble. 


No podía ser cierto. Y, sin embargo, sabía que lo era.


¿Qué le pasó? ¿Por qué se comportó de una manera que era totalmente ajena a su personalidad? Se encogió, recordaba contra su voluntad el placer que él le proporcionara, la intensidad de su propio deseo, el anhelo de tocarlo, de... amarlo. Pero, ¿por qué... por qué? 


Apenas lo conocía... ni siquiera le agradaba... y sin embargo, respondió con toda su sexualidad, de una manera que nunca soñó sería capaz de hacerlo.


Un estremecimiento de disgusto mientras se reprendía por su falta de auto control. Haberse comportado así, tan poco tiempo después de haber presenciado la muerte de su tía... Se sintió enferma, apartó las mantas y corrió al cuarto de baño.


Diez minutos después, contemplaba su imagen en el espejo; descompuesta. Contuvo una expresión de disgusto contra sí misma. 


Abrió el grifo del agua y se paró bajo el chorro helado de la ducha como si descara que el agua se llevara los recuerdos de lo que hizo la noche anterior.


No, no podía culpar a Pedro Alfonso por lo ocurrido, se dijo de-solada una vez que estuvo vestida. El sólo tomó lo que ella le ofrecía... y, ¿por qué no? Los hombres eran así, ¿no? Al menos algunos... aunque... Frunció el ceño, mordiéndose el labio inferior. Si le hubieran pedido su opinión, ella habría jurado que Pedro Alfonso no era el tipo de hombre que sucumbe con facilidad ante un apetito sexual. Ella lo creía más controlado, más... más pensante, y él le dijo con toda claridad lo que pensaba de ella... cómo la veía... la opinión que tenía de su relación con su supuesto amante.


Una sonrisa de amargura, le curvó los labios. 


Ella sólo tuvo un amante. Cerró los ojos meciéndose un poco al recordar contra su voluntad, la intensidad, la pasión con la que alentó a Pedro a que le hiciera el amor... cómo, a pesar de su falta de experiencia, de su falta de conocimiento práctico, de alguna manera, ella supo... Bien él podía ser su primer amante; sin embargo, su cuerpo lo deseaba, le dio la bienvenida con el anhelo, el conocimiento que hacían una burla de la tensión, la aprensión con la que se supone una mujer se enfrenta a su primera experiencia sexual completa.


Agradeció el tener la casa para ella sola. Miró a través de la ventana y notó que el auto de Pedro no estaba. No sabía cómo lograría volver a verlo. La noche anterior, era obvio, fue una cierta aberración mental, cierta reacción ocasionada por la muerte de su tía; esa era la única explicación racional que encontraba para su comportamiento inexplicable. Pero, ¿lo creería Pedro? ¿Le importaría acaso cuales fueron sus motivaciones? ¿Comprendería...?


Frunció el ceño al entrar en la cocina y ver el papel doblado sobre la mesa.





ADVERSARIO: CAPITULO 28





En esta ocasión, cuando ella se durmió, Pedro se obligó a dejarla, afligido, por ella y por él. El placer de Paula, las palabras de amor que murmurara, la respuesta a su manera de hacer el amor, las lágrimas de satisfacción; nada de eso era para él, no importaba cuánto lo hubiera hecho sentir como si él fuera el hombre... el único hombre que le pudiera dar tal placer, tal satisfacción.


Decidió que su deseo por él era originado por la necesidad que tenía Paula de castigar a su ex amante, o satisfacer un deseo sexual intenso. 


Ella estuvo muy alejada... perdida, o esa impresión le dio, en otro mundo... la mirada en los ojos tan lejana y desenfocada que él hasta llegó a preguntarse si ella sabía con quién estaba, si dentro de su corazón y su mente, en realidad lo había sustituido por su amante. 


Entonces quiso sacudirla, decirle quién era, para que ella pronunciara su nombre, hacerla que se percatara... Pero, ¿cómo podía culparla cuando él mismo no pudo resistir, no pudo controlar... no pudo contenerse y cedió ante la necesidad que tenía de amarla? Ya no podía quedarse allí, no después de lo ocurrido; y, sospechaba que ella, ya no lo querría a su lado. Cuando ella despertara a la mañana siguiente, lo último que querría ver sería su rostro. Y, si se quedaba... se estremeció. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar antes que él perdiera todo sentido de orgullo, de masculinidad, antes que él empezara a suplicarle que ella le entregara el compromiso emocional que él anhelaba?


La amaba, lo reconoció atribulado, mientras se deslizaba de la cama, tuvo cuidado para no molestarla, se paró a su lado, contempló la figura durmiente, anhelaba abrazarla y decirle lo que sentía... suplicarle que olvidara al otro hombre, un hombre que era claro no la merecía. 


Pero contuvo el deseo, sabía que ella no deseaba su amor. Sabía que no era a él a quien deseaba.


En silencio, recogió sus cosas, se movió cauteloso por la casa oscura para no alterar su sueño profundo, cuando tuvo todo listo, no resistió la necesidad de volver a verla. Regresó al dormitorio a contemplar la figura durmiente.


No lo pudo resistir, se inclinó, la besó en la frente, y después en la boca, le tocó la piel suave del brazo, se estremeció cuando la luz de la luna reveló la curva de los senos.


Los recuerdos de esa noche permanecerían con él el resto de su vida. Dudaba que ella lo recordara más de una semana, a menos que después fuera con enojo y resentimiento. Apretó la boca y caminó hacía la puerta.


Paula se movió en su sueño, emitió un leve sonido de protesta, frunció el ceño, su sueño se vio alterado un instante por el terror, por el peso inmenso de su pérdida emocional y su sufrimiento; pero, el sueño se volvió a apoderar de ella, se volvió a sumergir en él, necesitaba el olvido que le brindaba.


Afuera, Pedro lanzó un último vistazo a la cabaña antes de marcharse.


Sobre la mesa de la cocina había una nota que le dejara explicando que tenía asuntos que atender en Londres, y que pensaba que sería mejor que concluyera su acuerdo. No esperaba reembolso alguno y le deseaba la mejor de las suertes. No indicaba ninguna dirección a donde le enviara la correspondencia.





ADVERSARIO: CAPITULO 27




Pedro la volvió a abrazar, no tan cerca de su cuerpo como ella anhelaba que lo hiciera, pero, al menos, la abrazaba. Le cubría un seno con la mano. Escuchó como él respiraba con fuerza mientras ardiente, se acercaba a él. El se había deslizado sobre ella y entre las piernas. Paula sintió que pequeñas oleadas de emoción la recorrían cuando la tocaba. Cerró los ojos, le enterró las uñas en los hombros mientras se aferraba a él. Cuando Pedro la empujó sobre la cama, ella tembló por la necesidad y la anticipación, mantenía los ojos cerrados mientras rogaba que en esta ocasión él no se alejara, jadeó de placer cuando sintió que la boca de Pedro le acariciaba la cintura, el vientre, después más abajo, las manos le separaron los muslos mientras la boca acariciaba la sedosa carne interior.


Paula gritó en protesta, no estaba lista para aceptar ese nivel de intimidad, pero él ya había anticipado su tensión, la tranquilizaba acariciando el cuerpo con las manos mientras murmuraba contra la piel.


—Shhh... Está bien. Sólo quiero darte placer, Paula. Mostrarte... —dejó de hablar, le mordisqueaba la carne, la hacía olvidar su negativa, en tanto el cuerpo indefenso respondía a su sensualidad, la hacía gritar suplicante cuando él la acariciaba con una intimidad tierna. 


El contacto de la mano y la boca era tan solícito y seguro que ella no tenía manera de controlar la intensidad de su respuesta, indefensa se entregaba a los estremecimientos violentos de placer que le contraían los músculos, que hacían que gritara de placer, que anhelara su contacto, que después cediera entre sus brazos en tanto Pedro la tranquilizaba, calmaba sus sentidos extenuados, la sostenía cerca. 


Mientras Paula caía en un sueño profundo, amargado, envidiaba a su amante, el hombre a quien él sabía estaba destinada toda su pasión... el hombre que la rechazara para regresar a su esposa.


Cielo santo, si él fuera su amante... si él fuera quien... Los brazos la rodearon con más fuerza. Pedro supo casi desde el instante en que la conoció lo que sentía por ella. Lo supo y trató de ignorarlo. Siempre fue cauteloso, nunca se permitió enamorarse... nunca se permitió desear a una mujer a ese extremo, sabía que lo que él querría ofrecer y lo que esperaba a cambio, significaría matrimonio... un matrimonio que tendría que durar toda la vida. Y ahora, él había roto todas sus reglas; se enamoró de una mujer que era obvio estaba enamorada de otro hombre... una mujer que lo usó en lo sexual como sustituto del hombre que en verdad deseaba. Se estremeció, sabía que por orgullo propio debía irse ahora, y sabía a la vez que sería incapaz de hacerlo.


Ella se movió entre sus brazos y de manera inesperada, abrió los ojos, con la mirada borrosa por el sueño. Extendió los brazos, lo miró directo a los ojos mientras en voz baja le suplicaba:
—Hazme el amor, Pedro. Te necesito tanto. No me importa que no puedas... que no... No importa.


Al escucharse pronunciar las palabras, Paula sintió un pequeño estremecimiento que se iniciaba muy en su interior, una pequeña grieta en la burbuja protectora que la rodeara desde el momento de la muerte de su tía, y por un instante subió a la superficie a enfrentarse a la realidad, la sorpresa originada por lo que hacía hizo que se le tensara el cuerpo... pero, en ese momento Pedro ya la tocaba, le decía lo tentadora que era para él, la abrazaba, le guiaba las manos a su cuerpo mientras Pedro le suplicaba que lo amara como él la amaba, se movía con tal poder contra ella cuando lo tocó que él éxtasis que le ocasionó la respuesta del cuerpo varonil al propio, hizo que lo olvidara todo.


Deseaba conocerlo de esa manera tan íntima, admitió, cuando lo tocó y percibió la respuesta de su propio cuerpo a su excitación. Quería acariciarlo con las manos y la boca... quería explorarlo, conocerlo en lo íntimo hasta donde le fuera a una mujer permitido conocer a un hombre.


Llevada por los sentimientos, por las necesidades que nacieron al morir su tía, necesidades que ahogaban la voz cautelosa de la razón y la realidad que la hubieran obligado a percatarse de lo que hacía, lo acarició y lo besó, acarició con lentitud cada parte del cuerpo, se regocijó en la libertad que tenía para hacerlo. 


Ella supo, que cada vez que él se estremecía y protestaba, en su propio cuerpo había una respuesta, una necesidad; que, aunque ella disfrutaba del placer de tocarlo, también disfrutaba al saber que lo incitaba de manera deliberada hasta el punto en que la abrazaría y se posesionaría de ella, movería el cuerpo poderoso dentro de ella, la haría responder a su deseo. Y, aún entonces, sabiéndolo, todavía no era consciente de que lo que la impulsaba, era su propia necesidad instintiva de crear vida en el lugar de la muerte...


¿Por qué debía saber que a pesar de todo el antagonismo existente entre ellos, habría esa pasión, esa necesidad... ese anhelo compulsivo que ninguno de los dos podía controlar, cuando al fin él cedió a sus súplicas y ella sintió su calidez y fuerza moviéndose dentro de ella, llenándola; inundándola primero con deseo y necesidad, y después con una satisfacción tan intensa que el cuerpo de Paula no soportaba la idea de tener que permitir que él se fuera?



domingo, 26 de enero de 2020

ADVERSARIO: CAPITULO 26




Paula lo veía con la boca seca, el corazón le latía con fuerza, tenía los sentidos tan envueltos en su propio deseo que no había lugar para nada más. Respiraba agitada cuando él se quitó la ropa.


Lo había visto así en una ocasión anterior... 


Entonces ella no se permitió reconocer su propia respuesta a su masculinidad. Entonces luchó 
para no considerar el efecto que tenía en ella. 


En esta ocasión...


Paula se hincó sobre la cama, ignoraba su propia desnudez, lo veía con grandes ojos redondos, oscurecidos por la excitación. 


Mientras lo estudiaba, se estremeció, con la punta de la lengua se humedeció los labios. 


Escuchó que Pedro decía algo, pero las palabras no tenían importancia, el tono de deseo en la voz le decía todo lo que ella quería saber, hacía que respondiera, que los músculos del estómago se tensaran y los senos se endurecieran.


—¿Sabes lo que me haces cuando me ves así? —escuchó que Pedro gruñía al acercarse a ella—. Me haces sentir como si fuera el único hombre que has visto, como si fuera el único que quieres ver. Me miras como si no te cansaras de hacerlo. Me parece que te mueres por tocarme... por amarme...


La voz ya no era más que un murmullo ronco. La chica podía ver la tensión en la mirada, el deseo, la necesidad. Aunque el cuerpo no hubiera ya proclamado el deseo que sentía por ella, la voz, los ojos, la manera en que temblaba al abrazarla, se lo decían con toda seguridad.


—Tócame, Paula —le suplicaba—. Tócame... bésame... ámame... porque si no... Voy... —se interrumpió y entonces, maldijo—. ¡Cielos, no puedo! —había tensión en la voz. Entonces, bajó la boca al seno, al principio con gentileza como si temiera lastimarla, y luego, al perder el control, con menos gentileza, por lo que ella gritó por un placer, se arqueó contra él, lo invitó a la pasión, encendió las reacciones en él con el fuego del abandono de su propio cuerpo.


Cuando él la tocó, ansiosa Paula se movió más cerca de él, lo detuvo la mano contra su cuerpo cuando quiso apartarla, le decía con esto cuanto placer le proporcionaba, le suplicaba que no lo dejara de hacer, pero en esa ocasión, él se resistió, la apartó de él, le decía algo que ella no escuchó sino hasta que lo repitió, el tono era duro, casi enojado al decirle:
—No puedo, Paula. No puedo hacerte el amor. No tengo manera de protegerte... y, que Dios me ayude, no puedo confiar en que yo no...


Ella tardó unos segundos en comprender lo que él trataba de decirle, y cuando lo hizo, su cuerpo registró el resentimiento, la negación al cuidado que él trataba de infundir en ella.


Pedro empezaba a apartarse de ella, pero al ver el cuerpo, tan masculino, tan excitado, diseñado con tal perfección, como para satisfacer cada una de sus necesidades, Paula se acercó, le enterró los dedos en las muñecas tratando de luchar para que no se alejara.


Pedro... No, por favor... Te deseo.


Ella se escuchó pronunciar las palabras, y se percató del abandono con el que las decía, del deseo que encerraban. No podía concebir que fuera ella, Paula, quien las dijera, quien se comportara así.


—Tranquila... Está bien, está bien.