viernes, 25 de octubre de 2019

UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 8




En aquel rincón de la tienda, frente a la máquina de coser con la que estaba dando los últimos retoques al vestido de Malena, Paula no dejaba de pensar en los pros y los contras de su determinación de alejarse de los hombres. Quizá había sido una decisión algo apresurada. 


Después de todo, todavía quedaban en el mundo tipos como el que habían cazado los niños. Por otra parte, también parecía haber muchos otros como el chiflado del apartamento de al lado. Ese era el problema. Empezaba a dudar de su capacidad para distinguir lo bueno de lo malo.


Todo aquello era culpa de Aldo, que había conseguido despojarla de la mayor parte de su confianza en sí misma; ese también era el motivo por el que jamás se había atrevido a preguntarle a Celina sobre el local. Y por el que pasaba tantas noches despierta preguntándose cuál sería su siguiente fracaso, en lugar de aventurarse a lograr su siguiente éxito. Aun así, el guapísimo tipo de la calle creía que tenía agallas.


Paula sintió una extraña energía. Sí, claro que tenía agallas, o al menos podría volver a tenerlas. Decidió que no permitiría que nada ni nadie le impidiesen luchar por lo que quería. 


Guardó el vestido de Malena para continuar en otro momento y sacó el cuaderno de bocetos en el que realizaba los dibujos de sus diseños. Tendría éxito, un éxito que sería tanto más sabroso porque iba a conseguirlo por sus propios medios.


La tarde transcurrió con total tranquilidad hasta que apareció la clienta a la que más detestaba. 


Pasó un buen rato admirando el mismo escritorio que había ido a ver en otras tres ocasiones. Lo acariciaba con un deleite casi sexual.


-Entonces… ¿el precio es inamovible?


Paula se quedó pensándolo unos segundos, pero entonces vio el enorme diamante que adornaba uno de sus dedos y calculó el precio de su atuendo; se dio cuenta de que aquella mujer no le inspiraba la menor simpatía, ni la menor inclinación por hacerle un descuento. 


Cuando se disponía a contestar, se oyó el sonido ensordecedor de algo parecido a una trompa.


La dama miró intrigada hacia el muro que las separaba del otro local.


-¿Qué es eso?


Paula le hizo un gesto con el que le pedía que esperara un momento, y se acercó a la pared.


-Este tipo debe de tener la capacidad pulmonar de un corredor de fondo -farfulló entre dientes-. Ahora que estaba a punto de hacer una venta, este cretino tiene que estropeármelo.


Dio un par de golpes en la pared para intentar callarlo, pero la respuesta que obtuvo fue una sonora carcajada de hombre. Sonora, profunda y extrañamente familiar. Paula habría deseado golpearle la nariz en lugar de aquel muro. Dio un par de golpes más, pero lo único que consiguió fue una risa aún más alta. Notó que estaba a punto de perder los nervios y decidió que lo mejor era volver a centrar su atención en la venta.


Cuando se dio la vuelta, vio que su clienta la miraba boquiabierta y con el bolso abrazado contra el pecho.


-Sí, el precio es inamovible -respondió Paula con una amable sonrisa, como si nada hubiera interrumpido aquella negociación… ni su tranquilidad.


-El caso es que es una cantidad bastante justa. Me lo llevo.


-Estupendo -contestó con la cabeza todavía en el ruido y consciente de que la ira que sentía debía de reflejársele en los ojos.


La mujer extendió un cheque y desapareció de la tienda antes de que pudiera darle las gracias por su compra. Paula se sentó en una silla y observó el cheque con satisfacción. A veces la furia podía llegar a resultar bastante útil. Lo cierto era que podría haberle rebajado un quince por ciento de lo que había pagado al final, pero seguramente la clienta se había ido contenta solo por salir de allí con vida.


Al pensar aquello, miró hacia el local de al lado; más le valía al señor P. Alfonso cambiar de actitud si quería él también seguir con vida. En ese momento, se oyó otro golpe de aquella risa que le resultaba tan familiar.




UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 7




Pedro dio la vuelta a la esquina, contento como no lo había estado en mucho tiempo. Cruzó la calle y saludó de lejos al señor de la gorra de béisbol que siempre le decía hola. Quizá fuera un vagabundo o tal vez un millonario; eso era lo que le gustaba de esa ciudad, nunca se sabía.


Lo que sí sabía era que a la intrépida Paula le gustaba su aspecto. Era increíble que los científicos se hubieran empeñado en realizar estudios para comprobar si se podía percibir cuándo alguien te estaba mirando aunque no se viese a esa persona. Él había notado perfectamente los ojos de Paula clavados en él mientras se alejaba de ella. Y eso lo había hecho sentir muy bien.


Aquel encuentro fortuito le había dado una buenísima idea: a lo mejor podía mantener escondido durante un tiempo a Pedro Alfonso y su magnífica cuenta corriente. Mientras tanto, siendo un anónimo desconocido, tendría la oportunidad de planear un par de encuentros accidentales con su encantadora vecina. Era un plan sin riesgos.


Seguro que a ella tampoco le venía mal un poco de distracción inocente del duro trabajo de criar a dos niños como aquellos sin la ayuda de nadie. Con su nueva identidad, Pedro no tendría que profundizar más de lo estrictamente necesario, y Paula podría divertirse por partida doble.




jueves, 24 de octubre de 2019

UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 6




La batalla se reanudó a las seis de la mañana. 


Esa vez el sonido parecía causado por perforadoras y sierras eléctricas. Paula se sentó en la cama soltando maldiciones escocesas e intentando quitarse el susto y el sueño de encima para poder reaccionar. Cuando consiguió abrir los ojos del todo, se encontró con los gemelos, que la miraban desde la puerta de su dormitorio.


-¿Podemos ir a la casa de al lado? Queremos ver qué son esos ruidos tan raros que hace ese señor.


-De eso nada, chicos.


-Pero ¿por qué? -los dos gritaron al unísono casi con la misma potencia que las herramientas que los habían despertado.


-Porque lo digo yo -respondió Paula recurriendo a una vieja consigna maternal.


-Siempre contestas lo mismo -protestó Marcos.


No le gustó nada la expresión de rabia que se adivinaba en el rostro de su hijo, o el brillo de terquedad que se había apoderado de los ojos de Abril.


-Estoy hablando muy en serio. No va a haber ninguna visita al vecino. La tía Celina dijo que no lo hiciéramos y ya sabéis que cuando ella dice que no, es que no, lo mismo que yo. ¿Entendido? Además, os espera un día estupendo en el colegio, así que no perdáis el tiempo pensando en esas cosas.


-Está bien -contestaron con resignación.


Paula sabía que no les había dado una alternativa convincente; cantar con sus compañeros de guardería no era nada comparado con la emoción de averiguar qué eran aquellos sonidos. Después de todo, parecía que de vez en cuando mami conseguía controlarlos, aunque normalmente distrayéndolos, eso también era cierto.


Unas horas más tarde, Paula continuaba elucubrando sobre las posibles actividades del misterioso vecino. Ya había decidido que no podía ser un miembro de la CIA, pero necesitaba saber algo más. Con mucho cuidado para no llamar la atención, al pasar por la acera se asomó al escaparate del local; aunque resultaba muy difícil ver nada porque estaba completamente cubierto de papel. Como si aquello fuera lo más normal del mundo, buscó una rendija por la que echar un vistazo al interior. Lo primero que le llamó la atención fue la tranquilidad que parecía reinar allí, en contraste con el bullicio de la calle. Entonces reparó en la pequeña placa que había a un lado de la puerta; en ella se podía leer: P. Alfonso.


Paula sonrió satisfecha; al menos ya sabía el nombre del sujeto en cuestión, pero necesitaba más datos, así que pegó la nariz al cristal y cerró un ojo para poder enfocar mejor con el otro.


-¿Qué mira?


Pegó un salto que la hizo darse un golpe en la frente contra el frío escaparate.


-¡Ay! Pues estaba… -respondió tartamudeando al tiempo que se daba la vuelta para ver quién era su interlocutor. Una vez que lo hizo, hasta el tartamudeo se convirtió en una hazaña imposible.


De acuerdo, aquel tipo estaba guapísimo, incluso más que cuando lo habían atrapado los gemelos el día anterior. Llevaba unos vaqueros gastados que le que daban como un guante y una camisa azul clara que hacía resaltar su sutil bronceado. Paula no pudo evitar quedarse mirándolo boquiabierta.


Él zambulló las manos en los bolsillos traseros del pantalón y le lanzó una sonrisa que hizo que le temblaran las piernas.


-Bueno, todavía no me ha dicho qué estaba haciendo.


-Solo miraba el escaparate… solo eso -se las arregló para responder con cierta convicción.


-¿En serio? ¿Y ve algo que le interese?


Lo cierto era que sí, veía algo que le interesaba mucho, y no era precisamente el escaparate. 


Era más bien el atractivo y la seguridad del tipo que tenía enfrente, lo bastante cerca como para poder tocarlo. «Muy mal, no debería estar pensando esas cosas».


-Está bien, estaba curioseando -admitió al darse cuenta de que no tenía otra escapatoria que la humillante verdad. Nunca se le había dado bien reaccionar bajo presión-. Es que tengo un vecino que acaba de mudarse y están sucediendo cosas muy raras: ruidos y…


-Así que, en lugar de llamar a su puerta y presentarse; ha preferido la intriga y el misterio.


-Sí, sé que suena un poco extraño, pero tengo mis razones. Quién sabe lo que podría haber ahí. No sé…


-¿Extraterrestres, magia negra? -sugirió él con una carcajada.


-¡Nuca se sabe!


Él no se molestó en reprimir la risa.


-Ahora veo de dónde les viene a sus hijos.


-¿De dónde les viene el qué? -vamos, tampoco era tan descabellado lo que estaba haciendo. Además, no estaba dispuesta a oír cómo criticaba a sus hijos.


-Las agallas y el descaro. Es algo que me gusta… al menos en los adultos.


A ella, sin embargo, lo que le gustaba era él. 


Mucho. Paula notaba cómo se le iba ablandando el corazón y eso le daba pavor. Pero él la creía una mujer con agallas y nunca, jamás podría admitir que tenía miedo.


-¿Tienes tiempo para seguir viendo escaparates? ¿O para tomar un café?


Paula se esforzó por repetir mentalmente la decisión que había tomado: «no más hombres». 


Tenía que repetirlo como un mantra que le daría fuerzas para ser consecuente.


-No puedo -respondió por fin mientras sacaba unas llaves del bolsillo-. Tengo que abrir la tienda.


-Otra vez será entonces, señora detective -dijo encogiéndose de hombros justo antes de alejarse. Tenía hombros anchos y un bonito trasero, pensó Paula sin poder dejar de mirarlo. 


También le gustaba su actitud.


En un gesto, quizá no muy maduro, pero sí totalmente espontáneo, se volvió hacia el escaparate de su vecino y le sacó la lengua.


-P. Alfonso, ya podrías aprender un par de cositas de ese tipo.




UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 5





Paula levantó su copa para brindar.


-Por mí.


Después de dar un sorbo, dejó la copa en la repisa de la bañera y se sumergió en el agua caliente dando un suspiro de relajación.


Ya había superado siete días haciéndose cargo de la tienda sin ayuda y cosiendo por las noches. Esa era su recompensa; un baño de espuma a la luz de las velas y una copa de vino.


Si bien era cierto que no echaba de menos a Aldo ni lo más mínimo, tenía que reconocer que sí añoraba algunas de las comodidades que conllevaba ser su esposa. Como, por ejemplo, poder comprar un vino que no tuviera el tapón de rosca; ese día había tirado la casa por la ventana y había comprado un tinto californiano. 


Aldo habría preferido beber cicuta antes que una copa de vino del país.


-A lo mejor debería haberte dado un poco de cicuta, Aldo Wilmont -su voz retumbó en el silencio sepulcral de la casa. Esperaba no haber despertado a los niños.


A pesar de todo lo que ella pudiera pensar, quería que los gemelos tuvieran una buena relación con su padre si alguna vez decidía ponerse en contacto con ellos. Aunque, dado que durante el proceso de divorcio había afirmado que ella había utilizado la maternidad para atraparlo, Paula no creía que fuera muy probable.


-Eh, se supone que esto es una celebración -se recordó a sí misma tratando de no pensar en cosas desagradables-. Sin travesuras de los niños, ni preocupaciones sobre antigüedades, nada más que silencio -se pasó la mano por el hombro disfrutando del efecto tonificante del agua caliente.


-Silencio -repitió con un susurro.


El ruido, que era más bien una vibración, comenzó de manera casi inaudible desde la distancia pero fue ganando intensidad y llenando todos y cada uno de los rincones del pequeño apartamento de dos habitaciones hasta llegar al cuarto de baño.


-¡No, por favor! ¡Tres noches seguidas no! Es obvio que a la tía Celina se le olvidó preguntarle si él era ruidoso.


La primera noche, los gemelos habían salido de su dormitorio sorprendidos por aquel sonido que los había despertado pasando por encima incluso del ruido de la animada vida nocturna del barrio. Afortunadamente, habían vuelto a quedarse dormidos en cuanto Paula les había explicado que provenía del apartamento contiguo. Cuando volvió a oírlo a la noche siguiente, corrió a comprobar que los pequeños no se habían despertado, y habría jurado que Abril estaba sonriendo en sus sueños.


Paula decidió seguir en el baño relajada a pesar de su vecino. Pero el volumen seguía subiendo y la copa de vino había comenzado a bailar en el borde de la bañera.


-¡Dios!


Aquel sonido recordaba a la música de los aborígenes que había oído en algún documental del canal de viajes, cosa que había visto repetidas veces cuando Aldo se quedaba hasta tarde «trabajando». Gracias a la televisión por cable y a un marido que había cumplido los votos matrimoniales durante menos de lo que vivía una mosca, Paula tenía una lista considerable de lugares que quería visitar. Pero, a menos que cambiaran mucho las cosas, daba la impresión de que lo más parecido a Australia que iba a conocer iban a ser los conciertos nocturnos de su vecino.


-A lo mejor pertenece a algún culto religioso -murmuró. Claro que, si lo que hacía eran reuniones religiosas, no tenía mucha concurrencia porque en el aparcamiento del edificio solo estaba su viejo Volvo y la furgoneta negra del vecino-. A lo mejor es una religión con un solo feligrés -al decir eso se echó a reír pensando en la imagen que debía tener, allí metida en la bañera y hablando sola. Aquel tipo la estaba volviendo loca, y eso que ni siquiera lo había visto todavía. Estaba segura de que las quejas aumentarían una vez que lo conociera.


Si alguna vez llegaban a conocerse.


Seguramente era una especie de ermitaño, a lo mejor su religión le prohibía relacionarse con otros humanos. Con la suerte que tenía, seguramente también le prohibía bañarse. Olió el ambiente a ver si percibía algo sospechoso y volvió a echarse a reír.


-No sé qué estarás haciendo ahí dentro, pero te aseguro que lo averiguaré -como respuesta obtuvo un tremendo aullido capaz de despertar hasta a la Bella Durmiente.


Paula no estaba dispuesta a quedarse allí esperando a que terminara el espectáculo, así que salió de la bañera, se puso el albornoz y, una vez en el salón, se dispuso a atacar. Con un golpe sordo en la pared consiguió acabar con el ruido. Se dio media vuelta con una sonrisa triunfadora dibujada en el rostro y fue entonces cuando un sonido parecido al de una trompeta le provocó un escalofrío que le estremeció el cuerpo.


Por su parte, la guerra había comenzado y esperaba que él estuviera a la altura de las circunstancias.



UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 4




Pedro Alfonso sabía que tenía motivos para estar contento: había conseguido un local y un lugar para vivir. Debería sentirse aliviado de haber dado un paso más en el tortuoso camino hacia la libertad. Sin embargo, estaba más cansado que satisfecho y no podía culpar a nadie excepto a sí mismo.


Le habían tendido una emboscada.


Ahora estaba deseando dejar la escena de su caída, así que se metió en su furgoneta y dejó en el asiento de atrás el contrato de arrendamiento que acababa de firmar. Había sospechado algo unas semanas antes, cuando Celina Chaves le había ofrecido alquilar el local contiguo a su tienda de antigüedades.


Conocía a Celina desde los doce años, cuando salía con su padre, que había quedado viudo hacía ya mucho tiempo. Habían mantenido el contacto incluso después de que ella y su padre rompieran. No era tanto como una madre para él, pero a veces podía llegar a ser igual de entrometida, y su accidental mención de Paula, la «encantadora sobrina con dos hijos que vive encima de la tienda», no había hecho más que confirmarlo.


No tenía la menor intención de buscar ningún tipo de relación sentimental, no después de la pesadilla que había vivido con Victoria, la mujer que había estado con él solo por su dinero. Por el momento necesitaba estar solo y curar las heridas.


En cualquier caso, implicarse con una mujer con hijos era totalmente descabellado. Los niños eran como un tremendo lastre que no dejaba volar. ¡Si ni siquiera se había gustado a sí mismo de niño! Siempre había pensado que lo único que su padre había obtenido mientras los criaba a él y a su hermano mayor había sido una billetera vacía y muy mal genio. Pedro no quería pasar por lo mismo.


Claro que, el precio que le había dado Celina por el local y la casa estaba muy bien, especialmente teniendo en cuenta el lugar privilegiado de la ciudad en el que se encontraba, con multitud de galerías de arte y vecinos jóvenes y relajados. Aquel era el sitio perfecto, así que había decidido establecer unas cuantas normas para mantener a raya a sus vecinos más cercanos.


Sin embargo, durante unos minutos había olvidado todas esas normas. Había olvidado hasta su nombre y lo que estaba haciendo en la tienda de Celina con aquellos dos salvajes. 


Había tenido suerte de que su madre también pareciera algo confusa, porque había tardado bastante en acordarse incluso de cómo respirar. 


Al verla había tenido la sensación de que alguien hubiera estado oprimiéndole el estómago. Tenía los ojos grandes y atentos como los de un animal salvaje, el pelo negro y rebelde y una boca hecha para besar.


Él también la había puesto nerviosa y, aunque sentía haberlo hecho, le resultaba divertido. 


Había intentado ser amable, de verdad; si le hubiera mostrado siquiera una décima parte del interés que sentía por ella, habría salido corriendo despavorida.


Le había ocasionado un enorme placer notar que ella también se había fijado en él, la intensidad con la que lo había mirado… Se preguntaba qué se sentiría teniendo el privilegio de despertarse a su lado por las mañanas. Qué se sentiría al tocarla…


Pedro se sacudió ese loco pensamiento. Solo hacía unos meses que se había deshecho de todas las complicaciones de su vida vendiendo su negocio de jardinería por una considerable cantidad de dinero. No quería que hubiera ninguna mujer en su vida, menos aún una con dos hijos que parecía sobrevivir gracias a la amabilidad de los demás. No quería que volvieran a utilizarlo. Nunca más.


Conocía las dos caras de la moneda; había sido pobre y rico y había algo que tenía muy claro: el dinero tenía el poder de complicar las cosas. Lo que necesitaba ahora era libertad, no una mujer, por muy dulce que esta fuera…




miércoles, 23 de octubre de 2019

UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 3




-¿A que era divertido ese señor, mami? -gritaba Marcos sin dejar de pegar saltitos-. Lo hemos asustado, y eso que era mucho más grande que nosotros.


-Lo habíamos atrapado -intervino Abril con risilla traviesa-. ¡Nuestra trampa funcionó! Es una lástima que nos hiciera quitarla. Oye, mami, deberías haber hecho que comprara algo.


-No hemos hecho nada malo -dijo Marcos al ver la expresión del rostro de su madre-. Dijiste que podíamos salir.


-¡Yo no dije nada de eso!


-Más o Menos.


-¿Cómo he podido decir más o menos que podíais salir? -Paula se inclinó hacia su hijo, ansiosa por ver cómo se las arreglaba para salir de esa. Con mucha astucia, seguramente.


Cuando los gemelos tenían tres años habían aprendido a leer solos, dejando boquiabierto a todo el mundo. Resultó que tenían un coeficiente intelectual muy por encima de la media. Paula había tenido que admitir que sentía una mezcla de orgullo, emoción y miedo ante la idea de criar a unos niños tan listos.


-Bueno, amiguito, ¿qué tienes que responder? - presionó al pequeño.


Marcos puso un gesto de concentración y su madre tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para reprimir una sonrisa al ver sus propios gestos en el pequeño rostro del niño.


-Cuando íbamos a salir, yo susurré, quería hablar muy bajo porque nos habías dicho que no hiciéramos ruido; bueno, el caso es que te dije que estaríamos en la acera justo al lado de la tienda. Y tú dijiste que sí con la cabeza.


-¿Ah, sí?


-Bueno, a lo mejor solo pestañeaste -admitió a regañadientes.


Paula ya no pudo aguantar la risa por más tiempo.


-Marcos Wilmont, debes creer que nací ayer. Vas a tener que buscarte una explicación más convincente -al ver que no se le ocurría nada, decidió preguntar a su cómplice-. ¿Y tú tienes algo que decir?


-No… Bueno, sí, que sabemos que no naciste ayer porque eres muy vieja, casi tanto como la tía Celina.


-Que está a punto de entrar en la tercera edad -añadió la mencionada entrando por la puerta que provenía de la trastienda. En realidad, Celina era una mujer inteligente y aguda, aunque el aspecto que le daban aquellos estrafalarios vestidos que elegía no encajaba con su verdadero carácter. Por supuesto, eso no le afectaba lo más mínimo a Paula, que también era famosa por la excentricidad de su ropa-. ¿Qué tal va todo por aquí? -preguntó mirando a los pequeños.


-¡Muy bien! Salimos a cazar clientes y atrapamos uno.


-Sí, pero mamá nos obligó a dejarlo marchar -añadió Abril, apenada.


«Sí, y eso que era un ejemplar digno de retener», pensó Paula preguntándose qué se sentiría zambullendo los dedos en aquel pelo tan brillante.


-¿Y cómo conseguisteis atrapar un cliente? - preguntó la tía Celina, intrigada.


-Pues con un cordón -respondió Marcos como si fuera algo obvio.


-Claro. La verdad es que sois unos verdaderos expertos en marketing. Pero ahora necesito que vayáis a jugar a la trastienda, vuestra mamá y yo tenemos que hablar.


Paula se preguntó qué le tendría que decir su tía mientras ella miraba el correo.


-He encontrado un inquilino para el apartamento y el local de al lado -anunció al tiempo que hojeaba un catálogo-. Nunca pensé que volvería a alquilarlos.


Paula se acercó a la silla más cercana y se sentó inmediatamente porque la cabeza le daba vueltas, pero Celina continuaba con la mirada perdida en el catálogo.


-El nuevo inquilino desea mucha tranquilidad. Hasta me ha pedido que condenemos la puerta que conecta la tienda con el otro local. También me preguntó si la gente que vivía en el apartamento contiguo, es decir vosotros, era ruidosa. Yo intenté no mentir y le dije que erais tan tranquilos como los ratones de una iglesia.


Paula asintió ausente y sin dejar de mirar al arco que comunicaba con el local. No era ninguna maravilla, pero para ella era el más bonito del mundo. De hecho, llevaba tiempo planeando comprárselo a Celina tan pronto como tuviera dinero para hacer de él su taller de diseño.


Bueno, eso había sido hasta hacía solo unos segundos. Pero, a pesar de la noticia que le acababa de dar su tía, no podía renunciar a su sueño sin luchar:
-¿Y a qué se dedica ese nuevo inquilino para necesitar tanta tranquilidad? Resulta un poco sospechoso, ¿no crees? ¿Le has pedido referencias, o has comprobado si tiene antecedentes?


Celina resopló y dejó sobre la mesa los papeles que tenía en la mano.


-Es el hijo de un viejo amigo… un buen amigo.


Estaba claro que se trataba de uno de esos a los que el conservador padre de Paula denominaba «los romances bohemios de la tía Celina». Tenía que admitir que aquella batalla estaba más que perdida.


-Y puede permitirse el alquiler, no necesito saber nada más.


-Eso es un poco confiado por tu parte. Recuerda que ya no estamos en la granja en Hart.


Celina se colocó las gafas como si no pudiera creer lo que veía, después miró a Paula con el ceño fruncido.


-Sí, ya había notado que nos habíamos alejado mucho de Hart pero, dejando a un lado la geografía, Paula, llevo viviendo en Royal Oak casi treinta años; aquí he conseguido sacar adelante mi negocio sin dejar de confiar en la gente.


-De acuerdo, mensaje recibido -respondió su sobrina en tono sombrío-. Seguro que todo va bien.


-Mira, no sé qué es lo que te tiene de tan mal humor y sé que no me lo vas a contar.


-No me pasa nada. Solo dime qué es lo que quieres que haga -«a lo mejor quieres que me clave unas cuantas agujas bajo las uñas».


-Para empezar, podrías dejar de comportarte como si estuviera a punto de ocurrir lo peor. En tu caso, seguramente eso ya ha ocurrido, si eso te sirve de consuelo.


-Me temo que tampoco a partir de ahora va a ser mucho mejor -especialmente ahora que acababa de perder la posibilidad de realizar su sueño.


-Vamos, anímate. El nuevo inquilino no es ningún psicópata y no creo que esté maquinando la destrucción del mundo. A lo mejor hasta te gusta, quién sabe.


Paula reprimió el grito de «¡imposible!» que luchaba por salir de su boca.


-Quizá podrías ir a presentarte.


-No, he decidido alejarme de los hombres - anunció con determinación al tiempo que se acomodaba en la silla de coleccionista en la que estaba sentada.


-Paula Wilmont, eres un verdadero misterio para mí.


-Paula Chaves, me he deshecho del apellido de Aldo.


-Entonces ahora solo te queda deshacerte de todas las cosas desagradables que le dejaste que te metiera en el corazón y en la cabeza -sugirió su tía con igual firmeza-. ¡Y levántate de esa silla inmediatamente! Bueno, en realidad la verdadera noticia -continuó una vez que comprobó que su sobrina se había puesto en pie sin rechistar- … es que me voy a ir un tiempo fuera de la ciudad, unas tres semanas. Un anticuario que conozco en Seattle va a cerrar su negocio y voy a ver qué encuentro. Se me ha ocurrido que, ya que estás tú aquí, voy a tomarme las primeras vacaciones desde hace un montón de tiempo, creo que desde el concierto de Woodstock -recordó con sonrisa pícara y nostálgica.


Paula volvió a notar que se le iba la cabeza. 


Tres semanas atada a la tienda sin ayuda mientras veía cómo se le escapaba la oportunidad de su vida. Las agujas bajo las uñas cada vez parecían mejor alternativa.


Por otra parte, su tía la había acogido tras el divorcio, cuando trataba de huir de Aldo, de su amante y de todos los cotilleos de Boston. Sin ella habría acabado viviendo otra vez con sus padres, a quienes quería enormemente, pero mudarse con ellos habría sido como una admisión pública de fracaso. En una ciudad tan pequeña como Hart resultaba imposible tener secretos.


-¿Tres semanas? -preguntó resignada.


-Relájate, en otoño nunca hay mucho trabajo. Además, esto es una tienda de antigüedades, no una fábrica de dinamita; lo único que tienes que hacer es estar aquí. ¡Y deja de morderte las uñas, por Dios!


«Maldita sea. Estaba haciéndolo otra vez». Bajó la mano con furia. La última vez que se había mordido las uñas había sido cuando Aldo la abandonó.


-De acuerdo, no te preocupes.


-Ah, una cosa más sobre el inquilino: tiene… mucha personalidad. No dejes que te intimide -la aconsejó Celina antes de salir de la tienda.


-No podrá si lo intimido yo antes -se dijo en voz alta al tiempo que se dejaba caer sobre el asiento de la preciosa silla de coleccionista de su tía.