jueves, 24 de octubre de 2019

UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 4




Pedro Alfonso sabía que tenía motivos para estar contento: había conseguido un local y un lugar para vivir. Debería sentirse aliviado de haber dado un paso más en el tortuoso camino hacia la libertad. Sin embargo, estaba más cansado que satisfecho y no podía culpar a nadie excepto a sí mismo.


Le habían tendido una emboscada.


Ahora estaba deseando dejar la escena de su caída, así que se metió en su furgoneta y dejó en el asiento de atrás el contrato de arrendamiento que acababa de firmar. Había sospechado algo unas semanas antes, cuando Celina Chaves le había ofrecido alquilar el local contiguo a su tienda de antigüedades.


Conocía a Celina desde los doce años, cuando salía con su padre, que había quedado viudo hacía ya mucho tiempo. Habían mantenido el contacto incluso después de que ella y su padre rompieran. No era tanto como una madre para él, pero a veces podía llegar a ser igual de entrometida, y su accidental mención de Paula, la «encantadora sobrina con dos hijos que vive encima de la tienda», no había hecho más que confirmarlo.


No tenía la menor intención de buscar ningún tipo de relación sentimental, no después de la pesadilla que había vivido con Victoria, la mujer que había estado con él solo por su dinero. Por el momento necesitaba estar solo y curar las heridas.


En cualquier caso, implicarse con una mujer con hijos era totalmente descabellado. Los niños eran como un tremendo lastre que no dejaba volar. ¡Si ni siquiera se había gustado a sí mismo de niño! Siempre había pensado que lo único que su padre había obtenido mientras los criaba a él y a su hermano mayor había sido una billetera vacía y muy mal genio. Pedro no quería pasar por lo mismo.


Claro que, el precio que le había dado Celina por el local y la casa estaba muy bien, especialmente teniendo en cuenta el lugar privilegiado de la ciudad en el que se encontraba, con multitud de galerías de arte y vecinos jóvenes y relajados. Aquel era el sitio perfecto, así que había decidido establecer unas cuantas normas para mantener a raya a sus vecinos más cercanos.


Sin embargo, durante unos minutos había olvidado todas esas normas. Había olvidado hasta su nombre y lo que estaba haciendo en la tienda de Celina con aquellos dos salvajes. 


Había tenido suerte de que su madre también pareciera algo confusa, porque había tardado bastante en acordarse incluso de cómo respirar. 


Al verla había tenido la sensación de que alguien hubiera estado oprimiéndole el estómago. Tenía los ojos grandes y atentos como los de un animal salvaje, el pelo negro y rebelde y una boca hecha para besar.


Él también la había puesto nerviosa y, aunque sentía haberlo hecho, le resultaba divertido. 


Había intentado ser amable, de verdad; si le hubiera mostrado siquiera una décima parte del interés que sentía por ella, habría salido corriendo despavorida.


Le había ocasionado un enorme placer notar que ella también se había fijado en él, la intensidad con la que lo había mirado… Se preguntaba qué se sentiría teniendo el privilegio de despertarse a su lado por las mañanas. Qué se sentiría al tocarla…


Pedro se sacudió ese loco pensamiento. Solo hacía unos meses que se había deshecho de todas las complicaciones de su vida vendiendo su negocio de jardinería por una considerable cantidad de dinero. No quería que hubiera ninguna mujer en su vida, menos aún una con dos hijos que parecía sobrevivir gracias a la amabilidad de los demás. No quería que volvieran a utilizarlo. Nunca más.


Conocía las dos caras de la moneda; había sido pobre y rico y había algo que tenía muy claro: el dinero tenía el poder de complicar las cosas. Lo que necesitaba ahora era libertad, no una mujer, por muy dulce que esta fuera…




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