miércoles, 23 de octubre de 2019

UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 2




Aquel hombre sujetaba a Abril y a Marcos a cierta distancia de su cuerpo; como si intentara evitar el más mínimo contacto físico. De hecho, Paula pensó que parecía no haber estado jamás a tan corta distancia de un niño.


-Ya puede soltarlos.


-Claro -nada más hacerlo, dio un paso atrás y pareció tentado de limpiarse las manos en los pantalones, o incluso lavárselas con desinfectante.


-Puede, que estén un poco desaliñados, pero le aseguro que no son contagiosos -aseguró ella viéndose obligada a defender a sus pequeños.


-¿Acostumbra a dejarlos estar en la calle a sus anchas? -respondió él haciendo caso omiso a su comentario-. Me los he encontrado en la acera. ¿Quiere saber qué estaban haciendo?


Aquel era un juego del que jamás podría salir victoriosa, así que prefirió decir que no con la cabeza y mantenerse en silencio.


-Habían atado un extremo de un cordón a un parquímetro y el otro a una maceta que había al otro lado de la acera; habían intentado camuflarlo con un montón de hojas secas -como evidencia le mostró un par de ellas que llevaba en la mano-. Si no puede controlarlos, a lo mejor debería ponerles un vigilante armado.


Paula miró a sus hijos con cara de pocos amigos, pero ellos estaban demasiado ensimismados observando al desconocido como si fuera un superhéroe.


-A ver, vosotros dos -dijo ella chasqueando los dedos para llamar la atención de los pequeños-. Bueno, ya podéis explicarme qué estabais haciendo.


-Intentábamos atrapar algún cliente para la tía Celina -respondió Marcos mientras Abril asentía haciendo que sus rizos negros botaran de arriba abajo.


Por primera vez, Paula miró al caballero que los había atrapado y sonrió muy a su pesar. «Buen trabajo, chicos… Habéis cazado una magnífica presa», ese fue su análisis inicial.


El desconocido alzó las cejas a la espera de algo que explicara aquella sonrisa. Pero no había explicación posible aparte de una ligera locura transitoria, especialmente después de su resolución de alejarse de los hombres. Pero bueno, esa resolución no prohibía que admirara ciertos ejemplares como quien observara una obra de arte en un museo.


Tenía el pelo un poco largo; en otros hombres habría parecido atrevido, en él resultaba natural. 


A diferencia de Aldo, su odioso ex marido, ese caballero no estaba encorsetado por una camisa abrochada hasta arriba y una corbata bien apretada.


El tipo que tenía en frente era alto y fuerte. 


Había cierta diferencia de altura entre ellos. Lo justo para que, si bailaran juntos, la cabeza de Paula quedara justo…


-Me está mirando fijamente.


Tenía una sonrisilla traviesa que le resaltaba los dientes sobre la piel bronceada. Paula cayó en la cuenta de que le gustaban los hombres que tenían aspecto de haber pasado horas al aire libre. Nunca lo había analizado hasta ese momento, pero con solo mirar a aquel desconocido podía percibir el olor a hierba fresca. Se lo podía imaginar perfectamente trabajando al sol sin camisa…


-Sigue mirándome.


Para ser sinceros, «mirar» era un término demasiado suave para lo que acababa de estar haciendo; lo observaba embobada al igual que lo hacían los gemelos, pero con un interés mucho más adulto que había hecho que el corazón empezara a latirle amenazando con salírsele del pecho. Luchó por encontrar algo que decir para aplacar su acalorada imaginación.


-Lo siento, no tenía intención de… No estaba pensando en usted -aquella evidente mentira la hizo sentirse un poco incómoda.


Él se echó a reír.


-Gracias por intentar fortalecer mi ego. Podría haberme dejado creer que había sido mi aspecto lo que la había dejado sin habla.


Hacía muchos años que no le brillaban los ojos a alguien de ese modo por ella. Ni siquiera estaba segura de que hubiera ocurrido alguna vez.


Sintió un escalofrío. Lo cierto era que en el terreno de la seducción y el flirteo tenía menos práctica que una monja de clausura.


Decidió centrar su atención en un punto algo más seguro, sus hijos.


-¿Cuántas veces os he dicho que tenéis que quedaros dentro de la tienda? Sabéis que…


-A pesar de lo entretenido que promete ser, creo que voy a perderme el discurso maternal. Tengo cosas que hacer.


Paula notó que otro escalofrío le recorría el cuerpo al oír aquella voz suave y profunda. El caballero se detuvo a unos pasos de la puerta, como si realmente no quisiera irse y, por un momento, ella tampoco quiso que se marchase. 


Pero entonces se acordó de que su último visitante masculino se había ido con una bonita mancha en los pantalones por cortesía de un encantador niño de cinco años.


Además, había decidido alejarse de los hombres por un tiempo porque tenía claro que era lo mejor para todos.


-Bueno, muchas gracias -le dijo Paula con dulzura.


-No ha sido nada -respondió él despidiéndose de los gemelos con un gesto.


-Oye, Paula -era Malena, que acababa de salir de la trastienda y se había quedado anonadada mirando al caballero-. ¿Ese alejamiento tuyo tiene que incluir a «todos» los hombres? Porque eso que acaba de salir por la puerta parecía un ejemplar de los que es mejor no desperdiciar.


Paula se echó a reír con una mezcla de nerviosismo y excitación que le había provocado la presencia de aquel tipo.


-No te dejes engañar, Male. Por muy atractivos que parezcan, en el fondo no son más que unos críos. Todavía no he conocido a un solo hombre que se comporte como tal.


-Eso es porque te deshaces de ellos antes de poder comprobarlo de manera veraz.


Al oír aquello sintió una punzada.


De lo que no había conseguido deshacerse era del recuerdo de ciertas discusiones con Aldo. 


«¿Es que no puedes ser como todo el mundo? ¡Un solo niño no era suficiente, tenías que tener dos! Y esa ropa que te haces. ¿Por qué no fuiste a ver a la estilista que contraté para ti?»


Levantó la cabeza con la determinación de espantar el fantasma de su relación con Aldo.


-No más hombres. Está decidido.


-¡Por amor de Dios! -exclamó su amiga torciendo el gesto-. Solo tienes veinticinco años. ¿Es que tienes la intención de pasar sola el resto de tu vida? -entonces se le iluminó el rostro al recordar algo-. Por cierto, Dani dice que tiene un compañero nuevo en la oficina…


Paula puso las manos para que le sirvieran de escudo. Tenía la sensación de que el marido de Malena disponía de todo un arsenal de amigos solteros deseando conocerla… hasta que aparecían los gemelos corriendo hacia ellos con los brazos abiertos y gritando: «¡Papi!» Su jueguecito había provocado más de un susto.


-Ni hablar, Male. Además, te recuerdo que no estoy sola precisamente -dijo señalando a Marcos y Abril, que se habían quedado con la nariz pegada al cristal de la puerta, viendo cómo se alejaba su nuevo héroe-. Me temo que estos dos van a ocupar los próximos doce años de mi vida. A lo mejor en ese tiempo alguno de los críos que he conocido habrá conseguido madurar.


-Solamente es necesario que madure uno, solo uno. Ese hombre que se acaba de marchar, por ejemplo; a mí me ha parecido bastante maduro.


Antes de que Paula se viera obligada a rebatir aquella verdad irrefutable, Malena miró la hora.


-¡Son casi las cuatro! Tengo que irme corriendo -se detuvo poco antes de llegar a la puerta-. Sé que estás ocupada, pero, ¿mañana podríamos trabajar un poco en ese maravilloso vestido que estás diseñando para mí?


-Claro -pero por el momento eso tendría que esperar. En cuanto Malena hubo salido de la tienda, Abril y Marcos la rodearon.


UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 1



-¿Que vas a hacer qué?


Paula Chaves le lanzó a su mejor amiga una mirada con la que la avisaba de que no era buena idea reírse de su decisión.


-Ya lo has oído, Malena. Voy a pasarme una temporada alejada de los hombres. Sin cenas ni citas… sin desastres.


Por supuesto, Malena se echó a reír de todos modos.


-Adelante, ríete de mí todo lo que quieras -respondió Paula paseando sus ojos por las antigüedades expuestas en la tienda, antes de añadir-: Pero cuando hayas terminado de reírte, te propongo que intentes encontrar un hombre en todo Detroit que no salga corriendo al enterarse de que la mujer con la que está cenando es madre de unos gemelos de cinco años.


-Vale, vale, ya te entiendo. Pero, ¿no crees que tu decisión es demasiado exagerada incluso para ti?


Eso era muy fácil de decir para una mujer felizmente casada como Malena. Paula no había tomado aquella determinación porque no quisiera tener un romance, de hecho se moría de ganas de encontrarlo. Sin embargo, después de analizar su desastroso historial con el género masculino, empezando por su primer beso a los trece años, la respuesta a su pregunta era un rotundo «no», no estaba siendo nada exagerada.


Lo cierto era que a veces, cuando pensaba en su propia vida, le daban ganas de gritar. Quería a Abril y a Marcos con todo su corazón, pero eran dos niños de armas tomar. El año anterior había sido muy duro para todos y Paula había sobrevivido trabajando como una esclava allí, en la tienda de antigüedades de su tía Celina, y luchando a brazo partido por no hundirse con las continuas travesuras de los gemelos. Echó un vistazo debajo de la mesa donde los había visto por última vez y comprobó que…


¡Habían desaparecido!


Mientras dejaba el plumero sobre un escritorio, Paula respiró hondo e intentó sofocar la oleada de pánico que se estaba abriendo paso dentro de ella.


-Malena, por favor, mira a ver si los niños están en la trastienda mientras yo miro por aquí.


-No te preocupes que ya conozco el procedimiento -aseguró su amiga con la resignación de alguien acostumbrado a tener que buscar el rastro de los pequeños.


Se arrodilló, en el suelo para asomarse debajo de todos los muebles.


-Abril… Marcos, el juego ha terminado. Venga, salid de donde estéis. Vamos, os advierto que, como no salgáis de ahí ahora mismo…


-¿Se le han perdido un par de niños?


Paula se quedó helada al oír aquella voz desconocida y profundamente masculina. Giró la cabeza sin ponerse en pie ni darse la vuelta del todo, con lo que se quedó en una posición bastante indigna. Frente a sus ojos se encontró con unas botas de cowboy gastadas y, a los lados de estas, dos pares de zapatillas de deporte que reconoció inmediatamente porque las había lavado infinidad de veces. No pudo evitar sentir cierto alivio.


-Me temo que soy la responsable de estos dos trastos -confesó descansando la cabeza sobre el suelo.


Fue entonces cuando cayó en la cuenta de lo impropio de su postura; dándole la espalda de aquel modo, quedaba a la vista el lugar al que iban a parar todas y cada una de las calorías innecesarias que ingería sin la menor culpabilidad. Por fortuna, la dignidad nunca había sido un tema que la preocupara especialmente. Se puso en pie y miró al caballero con una tímida sonrisa que había aprendido a utilizar con las sucesivas víctimas de los gemelos. Normalmente toda aquella hostilidad la hacía farfullar apurada.



UN HOMBRE MUY ESPECIAL: SINOPSIS





¿Un hombre como los demás?


Paula Chaves había elegido vivir sin hombres. 


Ya le habían hecho demasiado daño en el pasado y con sus dos pequeños de cinco años no podía arriesgarse a que volvieran a romperle el corazón. Pero cuando los traviesos gemelos hicieron que conociera a su guapísimo vecino, Pedro Alfonso, Paula empezó a cuestionarse la decisión que había tomado. ¿No sería Pedro el hombre de sus sueños, o acaso era como los demás?

martes, 22 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: EPILOGO




Era difícil para Paula entender cuánto podía cambiar la vida de una persona en sólo un año. 


Pero en ese instante, mirando al grupo de familiares y amigos frente a ella, dio gracias en silencio por todo lo que tenía.


Estaban de vuelta en la isla de Tango. Eran unas vacaciones de dos semanas durante las que estaban construyendo un nuevo edificio al lado del orfanato.


Margo y Hernan discutían entre risas por culpa de un martillo. Tenían que compartirlo esa mañana y no dejaban de bromear con él. Ella estaba embarazada de seis meses y Hernan era uno de esos maridos que compartían todos los síntomas de su mujer. Había sufrido mareos matutinos, náuseas, dolor de espalda y cambios de humor durante todo el embarazo.


Le bastaba con mirarlos para darse cuenta de cómo el amor podía cambiar por completo a una persona.


En cuanto a su familia… Aún le costaba creer que eran su familia. Se estremecía pensando que esa felicidad pudiera desaparecer tan rápido como había aparecido en su vida.


Pedro estaba en lo alto de la escalera, Gaby le iba dando clavos desde abajo. Luis tenía los pies bien plantados en el suelo y sujetaba la escalera para asegurarse de que no le pasara nada a su papá.


No dejaba de emocionarle lo protector que el pequeño era con Pedro y ella. Habían pasado sólo dos meses desde que por fin consiguieran oficializar la adopción. Justo seis meses después de que Pedro y ella se casaran en una pequeña iglesia de la isla, en un acantilado con vistas al mar.


A Gaby le encantaba tener un hermano y a ella aún le costaba aceptar que tuviera la suerte de tener a esos dos increíbles niños en su vida.


Pedro metió el último clavo.


—Bueno, ya está —les dijo a todos—. Vamos a dejarlo por hoy.


Comenzó a bajar por la escalera y Luis no se movió de su puesto hasta que su padre pisó el suelo sano y salvo. Sólo entonces comenzó a saltar y gritar entusiasmado al lado de su nueva hermana.


—¡Vamos a ir a ver delfines! ¡Vamos a ir a ver delfines! —exclamaron los dos con contagiosa alegría.


Hernan y Margo lo habían organizado todo para llevar a Luis, Gaby y al resto de los niños del orfanato a un espectáculo de delfines que había al otro lado de la isla.


Pedro y ella se habían ofrecido a ayudarlos, pero Margo había insistido en que podían ir solos y que, además, necesitaban practicar para cuando naciera el bebe.


Los niños se despidieron de ellos dos con besos y abrazos. Después se quedaron mirándolos mientras Scott metía a todo el grupo en el pequeño autobús que Hernan había alquilado para la ocasión.


Los despidieron con la mano cuando salieron de allí. Todos los pequeños estaban entusiasmados con la aventura.


Cuando perdieron el autobús de vista, Pedro se giró para mirarla y le acarició la mejilla con el dorso de la mano.


—Bueno, parece que estamos solos. ¿Te lo puedes creer?


Ella inclinó la cabeza y escuchó con atención.


—¿Qué es eso? —preguntó con cara de sorpresa—. ¡Ah! Sí. Es el silencio. Se me había olvidado lo que era eso.


Pedro miró su reloj.


—Sólo son las cuatro de la tarde. Se me ocurren un par de cosas que podríamos hacer para matar el tiempo.


—¿En serio? —repuso ella con fingida seriedad—. Bueno, a mí también. La verdad es que tengo un montón de ropa que lavar en el hotel.


—Bueno, no es eso en lo que estaba pensando —dijo él con una sonrisa.


—¿No? ¿En qué estabas pensando, entonces?


Pedro tomó su mano y tiró de ella. Cruzaron el jardín y la llevó hasta la sombra de unas palmeras.


—Hay un montón de cosas que una pareja de recién casados pueden hacer cuando se encuentran solos y con tiempo suficiente…


Ella levantó una ceja, como si estuviera reflexionando.


—¿Ajedrez o damas? Puedes elegir tú, yo no soy quisquillosa.


Pedro la observó con intensidad y deseo. Siempre conseguía que le temblaran las rodillas cuando la miraba así.


—Supongo que no es mala idea. Hay una versión de esos juegos que no me importaría practicar contigo.


—¿De qué versión estás hablando? —preguntó ella con voz temblorosa.


Se inclinó entonces sobre ella. Olía a madera y a trabajo duro. La besó en el cuello y desabrochó los primeros dos botones de su blusa de algodón.


—He oído que hay una versión de ajedrez muy interesante. El que pierde va quitándose la ropa, una prenda con cada juego…


—¿De verdad? —preguntó ella mientras lo abrazaba.


—Si no hay nada mejor que hacer… —repuso él.


Pedro le levantó el pelo y comenzó a mordisquearle la oreja.


—¿Sabes qué? Una chica puede hacerse un montón de ideas con un tipo como tú.


—Eso espero…


Se acercó más a ella y la besó con pasión.


Disfrutaron del momento como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Cuando él por fin se apartó, ella sintió que la estaba derritiendo con el calor de sus ojos.


Fueron juntos hasta el coche y él encendió el motor. Después alargó la mano para tomar la de Paula y ella apoyó la cabeza en el respaldo, no podía dejar de sonreír.


El sol empezaba a caer sobre el horizonte, tiñendo a su paso todo de rosa.


Paula pensó en las películas antiguas, las que más le gustaban, las que terminaban bien… Con una pareja enamorada y una puesta de sol. Miró a su marido y se dio cuenta de que ella también había tenido su final feliz.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 75




El avión aterrizó a las seis y media de la tarde. 


Paula siguió al resto de los pasajeros por el pasillo que llegaba hasta la terminal principal del aeropuerto de Miami. Intentó no fijarse en la gente que esperaba a sus seres queridos, en las sonrisas, los abrazos y los besos.


Agachó la cabeza y pasó tan rápidamente como pudo entre la muchedumbre. Se sintió aliviada al dejar atrás el grupo de gente.


—¡Paula!


La voz hizo que se detuviera al instante. Se quedó quieta un segundo, estaba segura de que se lo había imaginado.


—Paula.


Esa vez, algo más segura de que era real, se giró. Y allí estaba él.


Pedro.


La miraba con sus increíbles ojos azules. Una preciosa niña rubia estaba a su lado y le daba la mano. Se acercaron los dos hasta donde estaba y Pedro se detuvo frente a ella.


—Ésta es mi hija, Gaby —le dijo a modo de saludo—. Gaby, ella es la mujer de la que te he hablado. La mujer a la que le gusta dibujar.


—Hola —saludó la niña con voz dulce y suave.


La timidez hizo que bajara la vista al instante.


—Hola, Gaby —contestó ella con un tenso nudo en la garganta—. Encantada de conocerte. ¿Qué es lo que te gusta dibujar?


—Conejos.


—A mí me encantan los conejos —le aseguró Paula.


—Es muy buena —comentó Pedro mientras señalaba a su hija.


Gaby lo miró con una sonrisa.


—Es mi papá, así que no se da cuenta de que no lo hago muy bien. Hay muchas cosas que no hago bien.


Se quedaron pensativos. Ninguno de los tres dijo nada más durante unos segundos. El silencio pesaba mucho.


—Bueno, supongo que eso es lo que hacemos cuando queremos a alguien —dijo Pedro después de un tiempo.


Paula se dio cuenta de que la estaba mirando y se obligó a levantar los ojos y mirarlo a la cara. Su corazón latía con más fuerza que nunca y apenas podía respirar. Era como si sintiera miedo, como si temiera que había oído o entendido mal.


—Mañana por la mañana vamos a volver a la isla de Tango para recoger el barco —le dijo él—. ¿Te gustaría venir con nosotros?


Era lo último que esperaba escuchar de sus labios y no consiguió encontrar palabras para contestarle. Quería preguntarle por todas las otras cosas, por cómo lo había decepcionado y mentido.


Pero lo miró a los ojos y se dio cuenta de que Pedro había dejado ya atrás todas esas cuestiones. Las había dejado atrás y había cerrado la puerta.


No podía creer que todo fuera tan fácil y simple.
Pero quizá lo fuera.


Pensó que quizá las cosas, cuando son reales, son de verdad tan simples como aquello.


—Sí —repuso ella emocionada—. Nada me gustaría más que volver a la isla con vosotros.


Algo que debía de ser felicidad encendió los ojos de Pedro.


Él se agachó y tomó su maleta. Gaby lo ayudó a tirar de ella.


Pedro colocó un brazo sobre sus hombros y la besó con ternura en la sien.


Juntos atravesaron la terminal del aeropuerto y salieron a la calle, donde los esperaba el coche de Pedro. No necesitaba saber adónde iba porque estaba segura de que había encontrado por fin su verdadero norte.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 74




Pedro y Gaby llegaron al aeropuerto de Miami a las seis de la tarde. Durante el vuelo desde Atlanta, ella lo había entretenido con todo tipo de juegos. Le parecía increíble que hubieran estado separados durante tanto tiempo y que pudieran retomar las cosas tal y como las habían dejado, como padre e hija. Claro que eso no era del todo cierto.


Dos años atrás, nunca habría encontrado tiempo para jugar con ella. Se sentía eternamente agradecido por tener la oportunidad de hacer las cosas bien y corregir sus errores.


A pesar de lo furioso que estaba con Pamela, la había compadecido cuando intentó explicarle a su hija lo que había hecho. Después de un tiempo, se quedó sin palabras. Gaby la había escuchado con atención.


—Ojalá no hubieras hecho eso, mamá —le dijo—. Pensé que papá ya no me quería.


Sus palabras le atravesaron el corazón. 


Arrepentida, Pamela se acercó a su hija e intentó tomar su mano. Pero Gaby se apartó, no quería que la tocara.


Pedro no deseaba que su hija odiara a su madre, pero sabía que necesitaría un tiempo para aceptar los cambios y entender lo que había pasado.


Llamó a Hernan mientras iban de camino hacia la empresa de alquiler de coches. Ya lo había llamado antes para contarle que había llegado a un acuerdo con Pamela. Iban a tener custodia compartida de la niña y dividirse el tiempo entre los dos.


Lo principal ahora era volver a la isla de Tango y recoger el barco. Quería mostrarle a su hija dónde había estado y qué había hecho durante los dos años que habían estado separados.


Cuando Hernan contestó al teléfono en su habitación del hotel, notó algo extraño en su voz.


—¿Tienes la cabeza bajo el agua?


—No, no exactamente —respondió Hernan mientras carraspeaba.


—Pues tu voz suena rara, como si te estuvieras ahogando o hubieras estado llorando.


—Si quieres saber la verdad, acabo de pedirle a la mujer que amo que se case conmigo.


Pedro tardó en comprender sus palabras.


—¿Qué?


—Sí, como lo oyes —repuso un feliz Hernan.


—Una sorpresa detrás de otra. Supongo que hablas de Margo.


—Sí. ¿Y sabes que es aún más sorprendente?


—¿Qué puede ser más sorprendente? —preguntó Pedro.


—Ha dicho que sí.


—Eso sí que es difícil de creer.


—¡Eh, no te pases! ¿No crees que me merezco una felicitación?


—¡Felicidades, Hernan! Pensé que este día nunca llegaría.


—Es cuestión de encontrar a la mujer adecuada…


—Bueno, supongo que te has convertido en un experto en la materia —le dijo Pedro.


—No podrás negar que he tenido éxito.


—No, no lo puedo negar.


—Bueno, creo que a ti también te ha ido bien, Pedro.


No tenía que preguntarle para saber que le estaba hablando de Paula.


—Se fue esta tarde. De hecho, supongo que estará a punto de aterrizar en el aeropuerto de Miami. Llegaba en un vuelo desde la República Dominicana.


—Bueno, sí… Muchas gracias, Hernan —le dijo sin convicción.


—No vas a echarle en cara lo del barco, ¿verdad? Porque si lo haces, estás…


—Hernan —lo interrumpió él—. Déjame hablar con Margo.


Segundos después, ella se puso al teléfono.


—¿Sabes en lo que te estás metiendo? —le preguntó Pedro.


—Tengo una ligera idea —repuso ella riendo—. Hernan, estate quieto. ¡Estoy al teléfono! —le pidió a su ya prometido.


—Es un buen hombre, Margo.


—Lo sé —contestó ella emocionada—. ¿Pedro?


—Dime.


—Paula es una buena mujer.


—Bueno, Margo, ahora tengo que irme —repuso con rapidez—. Pero os veo mañana. Y Gaby estará conmigo.


—Tengo muchas ganas de conocerla.


Se despidió de ellos y colgó el teléfono.


Gaby le pasó una cartulina en la que había pintado una familia de conejitos. El papá conejo tenía las orejas demasiado grandes. La mamá coneja tenía los pies de distinto tamaño. Uno muy pequeño, otro normal. Los bebés tenían hocicos que eran demasiado grandes para sus cabezas. No pudo evitar sonreír con ternura.


—Es precioso, cariño —le dijo a su hija—. Gracias.


—No están muy bien dibujados —se disculpó ella.


Pero Pedro notó que se sentía muy orgullosa al ver que a él le había gustado el dibujo. Y era así, no se lo había dicho para no ofenderla.


Miró de nuevo el dibujo de su hija y se dio cuenta de que no tenía que ser perfecto para ser insustituible. Eso lo hizo acordarse de una persona que no podía quitarse de la cabeza por mucho que lo intentara.


Miró su reloj. El autobús acababa de dejarlos frente a la empresa de alquiler de coches. Tomó la mano de Gaby y fue deprisa hacia las escalerillas.


—Conozco a alguien que es una artista, como tú. Al menos eso he oído. Si nos damos prisa, creo que llegaremos a tiempo de verla. Me gustaría mucho que la conocieras.