martes, 22 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 74




Pedro y Gaby llegaron al aeropuerto de Miami a las seis de la tarde. Durante el vuelo desde Atlanta, ella lo había entretenido con todo tipo de juegos. Le parecía increíble que hubieran estado separados durante tanto tiempo y que pudieran retomar las cosas tal y como las habían dejado, como padre e hija. Claro que eso no era del todo cierto.


Dos años atrás, nunca habría encontrado tiempo para jugar con ella. Se sentía eternamente agradecido por tener la oportunidad de hacer las cosas bien y corregir sus errores.


A pesar de lo furioso que estaba con Pamela, la había compadecido cuando intentó explicarle a su hija lo que había hecho. Después de un tiempo, se quedó sin palabras. Gaby la había escuchado con atención.


—Ojalá no hubieras hecho eso, mamá —le dijo—. Pensé que papá ya no me quería.


Sus palabras le atravesaron el corazón. 


Arrepentida, Pamela se acercó a su hija e intentó tomar su mano. Pero Gaby se apartó, no quería que la tocara.


Pedro no deseaba que su hija odiara a su madre, pero sabía que necesitaría un tiempo para aceptar los cambios y entender lo que había pasado.


Llamó a Hernan mientras iban de camino hacia la empresa de alquiler de coches. Ya lo había llamado antes para contarle que había llegado a un acuerdo con Pamela. Iban a tener custodia compartida de la niña y dividirse el tiempo entre los dos.


Lo principal ahora era volver a la isla de Tango y recoger el barco. Quería mostrarle a su hija dónde había estado y qué había hecho durante los dos años que habían estado separados.


Cuando Hernan contestó al teléfono en su habitación del hotel, notó algo extraño en su voz.


—¿Tienes la cabeza bajo el agua?


—No, no exactamente —respondió Hernan mientras carraspeaba.


—Pues tu voz suena rara, como si te estuvieras ahogando o hubieras estado llorando.


—Si quieres saber la verdad, acabo de pedirle a la mujer que amo que se case conmigo.


Pedro tardó en comprender sus palabras.


—¿Qué?


—Sí, como lo oyes —repuso un feliz Hernan.


—Una sorpresa detrás de otra. Supongo que hablas de Margo.


—Sí. ¿Y sabes que es aún más sorprendente?


—¿Qué puede ser más sorprendente? —preguntó Pedro.


—Ha dicho que sí.


—Eso sí que es difícil de creer.


—¡Eh, no te pases! ¿No crees que me merezco una felicitación?


—¡Felicidades, Hernan! Pensé que este día nunca llegaría.


—Es cuestión de encontrar a la mujer adecuada…


—Bueno, supongo que te has convertido en un experto en la materia —le dijo Pedro.


—No podrás negar que he tenido éxito.


—No, no lo puedo negar.


—Bueno, creo que a ti también te ha ido bien, Pedro.


No tenía que preguntarle para saber que le estaba hablando de Paula.


—Se fue esta tarde. De hecho, supongo que estará a punto de aterrizar en el aeropuerto de Miami. Llegaba en un vuelo desde la República Dominicana.


—Bueno, sí… Muchas gracias, Hernan —le dijo sin convicción.


—No vas a echarle en cara lo del barco, ¿verdad? Porque si lo haces, estás…


—Hernan —lo interrumpió él—. Déjame hablar con Margo.


Segundos después, ella se puso al teléfono.


—¿Sabes en lo que te estás metiendo? —le preguntó Pedro.


—Tengo una ligera idea —repuso ella riendo—. Hernan, estate quieto. ¡Estoy al teléfono! —le pidió a su ya prometido.


—Es un buen hombre, Margo.


—Lo sé —contestó ella emocionada—. ¿Pedro?


—Dime.


—Paula es una buena mujer.


—Bueno, Margo, ahora tengo que irme —repuso con rapidez—. Pero os veo mañana. Y Gaby estará conmigo.


—Tengo muchas ganas de conocerla.


Se despidió de ellos y colgó el teléfono.


Gaby le pasó una cartulina en la que había pintado una familia de conejitos. El papá conejo tenía las orejas demasiado grandes. La mamá coneja tenía los pies de distinto tamaño. Uno muy pequeño, otro normal. Los bebés tenían hocicos que eran demasiado grandes para sus cabezas. No pudo evitar sonreír con ternura.


—Es precioso, cariño —le dijo a su hija—. Gracias.


—No están muy bien dibujados —se disculpó ella.


Pero Pedro notó que se sentía muy orgullosa al ver que a él le había gustado el dibujo. Y era así, no se lo había dicho para no ofenderla.


Miró de nuevo el dibujo de su hija y se dio cuenta de que no tenía que ser perfecto para ser insustituible. Eso lo hizo acordarse de una persona que no podía quitarse de la cabeza por mucho que lo intentara.


Miró su reloj. El autobús acababa de dejarlos frente a la empresa de alquiler de coches. Tomó la mano de Gaby y fue deprisa hacia las escalerillas.


—Conozco a alguien que es una artista, como tú. Al menos eso he oído. Si nos damos prisa, creo que llegaremos a tiempo de verla. Me gustaría mucho que la conocieras.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario