domingo, 6 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 22




En cuanto oyó los pasos de Pedro en la escalera, Paula se dejó caer de nuevo en la almohada. Exhaló con fuerza. Sin darse cuenta, había estado conteniendo la respiración.


Sabía que había metido la pata hasta el fondo.


No había nada como una reacción histérica como la que acababa de protagonizar para levantar aún más sospechas. No quería ni imaginarse que era lo que Pedro pensaba que guardaba en el armario. Quizá pensara que tenía allí drogas, joyas robadas o una bolsa de piel con un millón de dólares en su interior.


Estaba segura de que, en ese mismo instante, Pedro estaría pensando en todas las posibilidades.


Se levantó y fue hasta el armario. Debajo de la ropa estaba la bolsa de piel. No había ido a ninguna parte. Suspiró aliviada.


Decidió que lo mejor que podía hacer era vaciarla por completo y esconder el dinero en algún otro sitio.


Miró la cama. Podría meterlo debajo del colchón.


Sacó la bolsa de piel, la abrió y se quedó un instante mirando los fajos de billetes ordenados en su interior. Había algo más de un millón de dólares delante de sus ojos. Más dinero del que la mayoría de la gente llegaba a ver en toda su vida. Era suyo por derecho propio. Agustin le había robado todo lo que le pertenecía, hasta el último céntimo. Claro que él nunca podría haberlo hecho si ella no hubiera confiado en él como lo había hecho.


Agustin había aparecido en su vida en el momento oportuno, cuando más vulnerable estaba después de la muerte de su padre. Se había hecho un hueco en su corazón y le había hecho creer que el era el hombre de su vida.


Ese dinero tenía para Paula un significado muy especial, porque había conseguido ganárselo a Agustin con el mismo juego. Además de estar contenta por conseguir recuperar al menos una parte de su herencia, le encantaba ver que ella había tenido la última palabra y que le había ganado esa batalla.


Se dijo que debería estar celebrándolo con champán. Era toda una victoria.


Fue hasta el lavabo y se miró en el pequeño espejo. Lo cierto era que no sentía que tuviera nada que festejar. Había recuperado parte de su malogrado orgullo, pero eso no cambiaba en absoluto su situación. Era una mujer de treinta y tres años que había tenido una existencia cómoda y protegida, que no había trabajado nunca y que no sabía qué hacer con su vida a partir de ese instante.



***

Esa mujer estaba loca. Eso lo tenía claro.


Pedro no encontraba ninguna otra explicación para cómo había reaccionado al verlo abrir su armario, como si fuera a robarle sus pertenencias.


No podía dejar de pensar en ello mientras se metía en la cama unos minutos después.


Se dijo que o estaba loca o tenía algo que ocultar.


Lo último que necesitaba era preocuparse por algo así. El viaje ya se había complicado desde el principio. Tenía la esperanza de que Alejandro lo llamara en cualquier momento con buenas noticias sobre el paradero de su hija Gaby. Si así ocurría, tendría que abandonar el barco al momento y no necesitaba nada que obstaculizara más las cosas. Lo último que le convenía era que la guardia marítima les hiciera una inspección y encontraran algo ilegal a bordo.


Algo que ocultar. Se dio cuenta de que Paula Chaves había estado actuando como si tuviera algo que ocultar desde que llegara al barco. 


Recordó la fuerza con la que había sujetado su bolsa de piel cuando la vio por primera vez en el muelle y lo nerviosa que se puso cuando el tomó sus bultos para llevárselos al camarote. Sus sospechas se veían confirmadas por cómo había reaccionado unos minutos antes. No le había alterado que él estuviera en su camarote en mitad de la noche, sino el hecho de que estuviera buscando algo en su armario.


Se levantó de la cama y se puso unos pantalones cortos. No quiso siquiera perder el tiempo poniéndose una camiseta. Si esa mujer tenía drogas a bordo del barco, estaba dispuesto a tirarla al mar junto con sus caras y exclusivas maletas.


Ella no había cerrado aún la puerta del camarote y él ni siquiera llamó con los nudillos. Entró y se plantó al lado de su cama.


—¿Qué llevas en la maleta? —le dijo con voz brusca y seria.


Ella se sobresaltó. Su cara estaba casi tan blanca como la funda de la almohada.


—¿Quién te ha dado derecho a entrar y salir de aquí cuando te da la gana? —preguntó ella.


—Estás ocultando algo.


—¡Estás loco!


—Creo que no. No sé que es lo que guardas en este camarote, pero espero que no sea nada ilegal —repuso él mientras iba hacia el armario, rebuscaba en su interior y sacaba la bolsa de piel.


Ella se quedó donde estaba, con los brazos cruzados sobre el pecho.


—Adelante, adelante. ¡Ábrela! —le dijo fuera de sí.


—Gracias. Así lo haré.


Abrió la bolsa, metió la mano dentro y sacó varias prendas de ropa. Era la lencería más sexy que había visto en su vida. Confundido, las soltó rápidamente, como si estuvieran quemándole la piel.


Ella sonrió.


—¿Ya estás satisfecho?


Él se quedó mirándola fijamente durante algunos segundos. Sabía que tenía que disculparse por lo que acababa de hacer, pero no consiguió que le salieran las palabras.


Sin decir nada, se dio la vuelta y salió de allí tan rápidamente como había entrado.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 21





Después de la cena, Pedro bajó a las habitaciones para ver qué tal estaba Paula. 


Durante todo el día, había encontrado mil excusas para no tener que hacerlo y enviar a otros en su lugar. Primero había bajado Hernan con la comida, después las hermanas Granger y finalmente Margo Sheldon.


Todo el mundo se había acostado ya, así que, si quería saber cómo estaba, no le quedaba más remedio que comprobarlo por sí mismo.


Como no quería despertarla, abrió una rendija la puerta y miró en el interior. Tuvo que esperar unos segundos a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad.


Paula estaba dormida. Su pelo cubría casi toda la almohada y vio que apenas había probado el puré de patatas. Su cara estaba bañada por la luz de la luna. Tenía la boca entreabierta y respiraba con tranquilidad.


Llevaba otro camisón de algodón. Ése era rosa y sin mangas. No supo muy bien por qué, pero él se había imaginado que era el tipo de mujer que usaría para dormir prendas de seda.


Sabía que tenía que haber una manta en alguna parte. Se giró y abrió el armario que había detrás de él. Miró entre la ropa. Levantó la maleta y miró por todas partes, pero no encontró la manta.


—¿Qué estás haciendo?


El grito hizo que diera un respingo y se golpeara la cabeza con una repisa del armario. Maldijo entre dientes y se giró. Paula estaba sentada en la cama y lo fulminaba con la mirada.


—¿Qué estás haciendo? —repitió ella con pánico en su voz.


—Estaba buscando una manta —le dijo él mientras se frotaba la cabeza—. Pensé que tendrías frío.


—Estoy bien —repuso ella mientras miraba el armario—. No necesito ninguna manta. De verdad.


Pedro cerró la puerta del armario e intentó no fijarse demasiado en Paula. La sábana había caído hasta la cintura y era obvio que ese camisón era bastante transparente.


Ella pareció sentirse algo avergonzada con su reacción.


—Siento… Siento lo de tu cabeza.


Él ni siquiera respondió a su disculpa.


—¿Cómo estás?


—Mejor. Mucho mejor. Gracias.


Recogió la bandeja de la mesita de noche.


—Pero deberías comer algo. Es importante.


—Mañana.


—Muy bien —concedió el mirando de nuevo el armario antes de salir por la puerta—. Hasta mañana.



sábado, 5 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 20





Paula durmió hasta tarde. Se despertó a media mañana y se dio cuenta de que no había cumplido con su tarea, no había ayudado con el desayuno. Se sintió muy mal, pero intentó que no le afectara demasiado y volvió a dormirse.


Horas más tarde, se despertó de nuevo cuando alguien llamó a la puerta. Ésta se abrió y apareció Hernan con una bandeja en las manos.


—Hola —la saludó con una sonrisa—.Pedro me ha pedido que te trajera esto. Es puré de patatas y galletas saladas.


Se incorporó en la cama. No sabía si iba a ser capaz de comer. Aún tenía el estómago bastante revuelto.


—Ya se que no suena demasiado apetitoso, pero deberías hacer un esfuerzo. Tienes que comer algo.


—Gracias —le dijo ella—. ¿Podrías dejar la bandeja en la mesita, por favor? Intentaré comer.


Él hizo lo que le pedía.


Pedro me ha contado que lo pasaste bastante mal.


—Sí, fue horrible —admitió Paula dejándose caer de nuevo sobre la almohada. Estaba aún muy débil.


—Seguro que se ha llevado una impresión buenísima de mí —comentó ella.


—Nos puede pasar a cualquiera —la consoló Hernan—. He oído que te tiró al agua.


—Algo así —repuso ella con media sonrisa—. Siento no haberme podido levantar esta mañana para ayudarte con el desayuno.


—No pasa nada —le aseguró él—. Margo se presentó voluntaria para echarme una mano. Se le da bastante bien la cocina para ser alguien tan… tan académico.


—¿Es eso lo que piensas de ella?


—Bueno, parece bastante evidente. Basta con mirarla…


—Creo que hay mucho más de lo que parece.


—A lo mejor, pero las mujeres como ella me ponen algo nervioso.


—¿De que tipo de mujeres me estás hablando?


—El tipo de mujer que me hace sentir como si tuviera que consultar en el diccionario cada palabra que sale de mi boca.


—¿Crees que ella presume de ser intelectual?


—El caso es que se expresa de manera elevada, demasiado para mí.


—A mí me parece que estás dejándote llevar por las apariencias en vez de intentar conocerla de verdad.


—¿No crees que las apariencias pocas veces engañan?


—No, no lo creo.


—Bueno, ya veremos —repuso él—. Ahora come algo y descansa.


Paula hizo un gran esfuerzo para tomar algo del puré de patatas en cuanto Hernan salió del camarote, pero le costaba mucho y su estómago no respondía bien. Se metió de nuevo bajo las sábanas y cerró los ojos. Se quedó dormida preguntándose por qué Pedro habría enviado a Hernan con la comida en vez de bajar él mismo a su camarote.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 19




Casi una hora después. Pedro ayudó a Paula a subir de nuevo al barco. No entendía por qué había tenido que hacer aquello.


En cuanto la había visto mareada, había sentido la necesidad de ayudarla. Había pasado media hora metido en el agua con ella y rodeando su cintura con el brazo. No había dejado de insultarse mentalmente por ponerse en una situación tan comprometida con aquella mujer. 


Después de todo, nadie se había muerto nunca por estar un poco mareado. Si Hernan se hubiera despertado entonces y lo hubiera visto con ella en el mar, se habría arriesgado a que ya no lo dejara en paz durante el resto del viaje.


Dejó el bote en el agua. Pensó que ya lo subiría más tarde. En ese instante, su principal cometido era que Paula volviera cuanto antes a su camarote.


Ella se desenganchó el chaleco y se lo quitó. Su camisón de algodón blanco estaba completamente húmedo y se pegaba a su cuerpo como una segunda piel.


Pedro apartó la vista de inmediato. Sabía que se había sonrojado ligeramente.


Ella dejó el chaleco en cubierta y cruzó los brazos sobre el pecho. Estaba claro que acababa de darse cuenta de que la prenda revelaba más que cubría.


—Gracias por tu ayuda —le dijo—. Creo que ya estoy bien del todo.


Cruzó la cubierta y bajó deprisa las escaleras. Él recogió los chalecos y los guardó en su sitio. 


Pensativo, se dijo que esa mujer debería llevar consigo etiquetas de advertencia, igual que muchos aparatos. Sólo hacía unas horas que la había conocido, pero algo le decía que iba a traerle problemas.


No sabía muy bien por qué lo pensaba, pero sabía que tenía razón.


Lo sabía.



LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 18




En menos de dos minutos, Paula estaba bajando al mar a bordo de un bote hinchable. 


Había hecho lo que él le iba diciendo. Dejó que le pusiera un chaleco salvavidas y que la llevara hasta el bote. Estaba tan mareada que ni siquiera le importó que él la viera con su delgado camisón de algodón.


Cuando la balsa tocó el agua, él se colocó su propio chaleco salvavidas y saltó al agua, atando el bote al Gaby. Cuando terminó, el capitán alargó la mano hacia ella.


—Venga, yo la ayudaré.


—Todo esto parece una locura —le dijo ella con aprensión.


—Es lo único que va a hacer que se sienta mejor hasta que la medicina surta efecto.


Su principal objetivo en ese instante era encontrarse mejor, así que se acercó al borde del bote y se echó a los brazos de un hombre que acababa de conocer.


Intentó no pensar en lo que estaría pasando justo debajo de ellos, en las profundidades del negro océano.


El agua estaba bastante fría. Estaba demasiado mareada para sujetarse al bote, así que se apoyó en él. Tenía la espalda contra el torso de ese hombre. Él la sujetaba por la cintura con el brazo izquierdo y se agarraba al bote con el derecho.


El camisón se le había levantado y flotaba a su alrededor como un blanco nenúfar. Sus piernas desnudas rozaban las de él, pero no tenía siquiera energía para apartarse o protestar.


—Espere unos minutos —le aconsejó él—. Se encontrará mejor muy pronto, señorita Chaves.


—Llámame Paula—lo corrigió ella.


Le molestaba que la siguiera llamando de manera tan formal, era como si quisiera dar énfasis a lo que pensaba de ella, pero lo cierto era que, hasta ese instante, no le había dado permiso para tutearla.


—Te sentirás mejor muy pronto, Paula —repitió él poniendo el acento en su nombre.


Respiró profundamente e intentó calmarse para que se le pasaran las náuseas. Poco a poco, fue sintiéndose mejor. Abrió los ojos y miró el cielo estrellado.


—Esto es horrible —murmuró ella.


—Sí —repuso él con comprensión—. ¿Es la primera vez que te mareas?


Paula negó con la cabeza. Tardó un poco en poder contestar.


—¿Cómo sabías que esto iba a ayudarme?


—La primera vez que salí al mar para hacer submarinismo fue justo después de haber desayunado. Todo el mundo a bordo del velero se mareó. Yo también, por supuesto. El profesor de submarinismo nos hizo meternos en el agua. El mar acabó lleno de copos de cereales a nuestro alrededor, pero poco a poco nos fuimos sintiendo mejor.


Paula gimió, pero no pudo evitar reírse.


—Siento haber sido tan gráfico.


—Al menos estoy lo suficientemente viva como para poder reírme. Hace unos minutos, me parecía estar más muerta que viva.


Él también rió y se estremeció al escuchar ese sonido al lado de su oído. Consiguió tranquilizarla.


—No pareces el tipo de mujer que deja que un simple mareo pueda con ella.


Al ir encontrándose mejor, comenzó a ser más consciente de que ese hombre abrazaba su cintura, tenía la espalda apoyada en su torso y podía sentir sus fuertes piernas bajo el agua.


No pudo evitar sentirse algo avergonzada de la situación. Todo aquello parecía demasiado íntimo.


Alargó la mano para agarrarse al bote y separarse así de él. Se volvió para mirarlo.


—Ya me encuentro mejor, capitán…


Pedro —la corrigió él.


—Capitán Pedro—dijo ella con media sonrisa.


Él también sonrió entonces, una sonrisa de verdad. Paula no pudo evitar estremecerse. Pero se dio cuenta entonces de que estaba demasiado cerca de él. No habrían podido colocar ni una hoja de papel entre ellos. Movió los pies para alejarse de ese hombre.


—No te muevas —le advirtió él—. No quiero que te desmayes.


No le hacía ninguna gracia perder el conocimiento en medio del negro mar, así que hizo lo que le decía como una niña obediente.


—Gracias —le dijo—. Gracias por ayudarme.


—De nada.


La noche era oscura a su alrededor. No se veía nada en el horizonte.


Estuvieron allí, flotando en silencio mientras ella luchaba para contenerse y no apartarse de él, pero dándose cuenta de que si volvía a subir al barco, se pondría enferma de nuevo. Eligió lo que le pareció el menor de los dos males y se quedó donde estaba.


—¿De qué conoces a Juan? —le preguntó él de pronto.


—Es mi abogado. Bueno, y también mi amigo.


Pedro se quedó callado unos segundos y ella se imaginó que quizá estuviera haciéndose una idea equivocada de su relación con el abogado.


—También soy amiga de su esposa.


—Claro. Y, ¿por qué creía Juan que te vendría bien venir a este viaje?


Pensó en qué decirle. Decidió que no podía decirle todo, pero que tampoco iba a mentirle.


—De hecho, fui yo la que lo convenció para que me vendiera sus billetes. Estoy en una especie de encrucijada en mi vida y pensé que me vendría bien pasar algún tiempo fuera.


—¿Y está funcionando?


—Aún no lo sé —repuso ella algo sorprendida con la pregunta—. Bueno, ya te he quitado mucho tiempo. Es tarde. ¿Por qué no subes? Yo me quedaré aquí hasta que me encuentre mejor.


—¿Quieres que te deje sola con los tiburones?


—¿Tiburones? —repuso ella aterrada.


—Es broma, es broma. Es bastante difícil ver alguno por esta zona.


Paula se quedó algo más calmada.


—Bueno, puede que no hayamos empezado con buen pie. Pero ¿de verdad crees que te dejaría sola?


—Supongo que no.


—Si algo te pasa, yo sería el responsable —le explicó él.


—Por supuesto.


Era obvio, pero le desilusionó que él estuviera allí sólo porque era el capitán del barco y el responsable civil de todo lo que les pudiera ocurrir a los pasajeros.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 17




Pedro intentaba relajarse y pensar en Gaby sólo cuando estaba solo. Le gustaba hacerlo por las noches, cuando ya no había nadie allí. Se preguntaba cuánto habría crecido en ese tiempo, si su voz seguiría siendo igual de dulce o si se le habrían caído ya los dientes de leche.


No podía evitar pensar en todo ello. Y eso que cada pregunta le abría un agujero nuevo en el corazón. Cerró los ojos para controlar el dolor.


Era más de medianoche. Se llevó las manos a la cara y se frotó los ojos. Llevaba allí casi dos horas. Esa noche, como todas las demás, tuvo que convencerse a sí mismo de que debía irse a la cama.


Estaba a punto de hacerlo cuando vio a Paula Chaves subiendo las escaleras deprisa. Dudó un segundo al verlo allí y después corrió a la barandilla, desde donde vomitó al mar.


La mujer se dejó caer al suelo y apoyó la cara en las rodillas.


Estaba seguro de que no le haría ninguna gracia que se preocupara por ella, pero fue hacia allí de todos modos. Tenía los ojos cerrados. Colocó una mano en su hombro y sintió cómo ella se sobresaltaba.


—Lo siento —le dijo—. ¿Está mareada?


Ella gimió.


—¿No es obvio?


—¿Hace mucho que se siente mal?


—Acabo de despertarme mareada…


No tuvo tiempo de terminar la frase. Se levantó de un salto y volvió a vomitar.


Pedro fue hasta la cocina y mojó una toalla. 


Después volvió a su lado con el paño y un bote de pastillas.


—Tome una de estas pastillas —le sugirió—. Tardará en hacerle efecto porque ya está mareada. Pero se sentirá mejor después.


Le ofreció la pastilla en la palma de su mano y un vaso de agua.


Con mano temblorosa, ella tomó la pastilla y se la tragó.


—Me encuentro fatal… ¿Por qué no me tira por la borda y acaba de una vez por todas con esta tortura?


Él la miró un instante antes de hablar.


—La verdad es que me encantaría poder hacerlo.