sábado, 5 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 18




En menos de dos minutos, Paula estaba bajando al mar a bordo de un bote hinchable. 


Había hecho lo que él le iba diciendo. Dejó que le pusiera un chaleco salvavidas y que la llevara hasta el bote. Estaba tan mareada que ni siquiera le importó que él la viera con su delgado camisón de algodón.


Cuando la balsa tocó el agua, él se colocó su propio chaleco salvavidas y saltó al agua, atando el bote al Gaby. Cuando terminó, el capitán alargó la mano hacia ella.


—Venga, yo la ayudaré.


—Todo esto parece una locura —le dijo ella con aprensión.


—Es lo único que va a hacer que se sienta mejor hasta que la medicina surta efecto.


Su principal objetivo en ese instante era encontrarse mejor, así que se acercó al borde del bote y se echó a los brazos de un hombre que acababa de conocer.


Intentó no pensar en lo que estaría pasando justo debajo de ellos, en las profundidades del negro océano.


El agua estaba bastante fría. Estaba demasiado mareada para sujetarse al bote, así que se apoyó en él. Tenía la espalda contra el torso de ese hombre. Él la sujetaba por la cintura con el brazo izquierdo y se agarraba al bote con el derecho.


El camisón se le había levantado y flotaba a su alrededor como un blanco nenúfar. Sus piernas desnudas rozaban las de él, pero no tenía siquiera energía para apartarse o protestar.


—Espere unos minutos —le aconsejó él—. Se encontrará mejor muy pronto, señorita Chaves.


—Llámame Paula—lo corrigió ella.


Le molestaba que la siguiera llamando de manera tan formal, era como si quisiera dar énfasis a lo que pensaba de ella, pero lo cierto era que, hasta ese instante, no le había dado permiso para tutearla.


—Te sentirás mejor muy pronto, Paula —repitió él poniendo el acento en su nombre.


Respiró profundamente e intentó calmarse para que se le pasaran las náuseas. Poco a poco, fue sintiéndose mejor. Abrió los ojos y miró el cielo estrellado.


—Esto es horrible —murmuró ella.


—Sí —repuso él con comprensión—. ¿Es la primera vez que te mareas?


Paula negó con la cabeza. Tardó un poco en poder contestar.


—¿Cómo sabías que esto iba a ayudarme?


—La primera vez que salí al mar para hacer submarinismo fue justo después de haber desayunado. Todo el mundo a bordo del velero se mareó. Yo también, por supuesto. El profesor de submarinismo nos hizo meternos en el agua. El mar acabó lleno de copos de cereales a nuestro alrededor, pero poco a poco nos fuimos sintiendo mejor.


Paula gimió, pero no pudo evitar reírse.


—Siento haber sido tan gráfico.


—Al menos estoy lo suficientemente viva como para poder reírme. Hace unos minutos, me parecía estar más muerta que viva.


Él también rió y se estremeció al escuchar ese sonido al lado de su oído. Consiguió tranquilizarla.


—No pareces el tipo de mujer que deja que un simple mareo pueda con ella.


Al ir encontrándose mejor, comenzó a ser más consciente de que ese hombre abrazaba su cintura, tenía la espalda apoyada en su torso y podía sentir sus fuertes piernas bajo el agua.


No pudo evitar sentirse algo avergonzada de la situación. Todo aquello parecía demasiado íntimo.


Alargó la mano para agarrarse al bote y separarse así de él. Se volvió para mirarlo.


—Ya me encuentro mejor, capitán…


Pedro —la corrigió él.


—Capitán Pedro—dijo ella con media sonrisa.


Él también sonrió entonces, una sonrisa de verdad. Paula no pudo evitar estremecerse. Pero se dio cuenta entonces de que estaba demasiado cerca de él. No habrían podido colocar ni una hoja de papel entre ellos. Movió los pies para alejarse de ese hombre.


—No te muevas —le advirtió él—. No quiero que te desmayes.


No le hacía ninguna gracia perder el conocimiento en medio del negro mar, así que hizo lo que le decía como una niña obediente.


—Gracias —le dijo—. Gracias por ayudarme.


—De nada.


La noche era oscura a su alrededor. No se veía nada en el horizonte.


Estuvieron allí, flotando en silencio mientras ella luchaba para contenerse y no apartarse de él, pero dándose cuenta de que si volvía a subir al barco, se pondría enferma de nuevo. Eligió lo que le pareció el menor de los dos males y se quedó donde estaba.


—¿De qué conoces a Juan? —le preguntó él de pronto.


—Es mi abogado. Bueno, y también mi amigo.


Pedro se quedó callado unos segundos y ella se imaginó que quizá estuviera haciéndose una idea equivocada de su relación con el abogado.


—También soy amiga de su esposa.


—Claro. Y, ¿por qué creía Juan que te vendría bien venir a este viaje?


Pensó en qué decirle. Decidió que no podía decirle todo, pero que tampoco iba a mentirle.


—De hecho, fui yo la que lo convenció para que me vendiera sus billetes. Estoy en una especie de encrucijada en mi vida y pensé que me vendría bien pasar algún tiempo fuera.


—¿Y está funcionando?


—Aún no lo sé —repuso ella algo sorprendida con la pregunta—. Bueno, ya te he quitado mucho tiempo. Es tarde. ¿Por qué no subes? Yo me quedaré aquí hasta que me encuentre mejor.


—¿Quieres que te deje sola con los tiburones?


—¿Tiburones? —repuso ella aterrada.


—Es broma, es broma. Es bastante difícil ver alguno por esta zona.


Paula se quedó algo más calmada.


—Bueno, puede que no hayamos empezado con buen pie. Pero ¿de verdad crees que te dejaría sola?


—Supongo que no.


—Si algo te pasa, yo sería el responsable —le explicó él.


—Por supuesto.


Era obvio, pero le desilusionó que él estuviera allí sólo porque era el capitán del barco y el responsable civil de todo lo que les pudiera ocurrir a los pasajeros.




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